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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

Esclavos de la oscuridad (8 page)

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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—Él está a cargo del informe sobre Luc. Está llevando a cabo una investigación de rutina.

—Como siempre.

—Según él, hay unos maderos que están metiendo las narices. Esta tarde han llamado al banco de Luc. No les ha costado demasiado identificar al curioso.

Foucault no había perdido el tiempo. Pero en cuanto a discreción, todavía le quedaba mucho por aprender. Clavó sus ojos acuosos en los míos. En un segundo, se endurecieron como diamantes.

—¿Qué busca, Durey?

—Lo mismo que la IGS. Lo mismo que todo el mundo. Quiero comprender el acto de Luc.

—Una depresión no tiene explicación.

—No hay nada que indique que Luc estaba deprimido. —Levanté la voz—. Tenía mujer y dos hijas. ¡Joder! No podía abandonarlas. ¡Algo fuera de lo normal ha debido ocurrirle!

Dumayet cogió su taza y sopló sobre el borde, sin decir nada.

—Hay algo más —dije, continuando en un tono más suave—. Luc es católico.

—Todos somos católicos.

—No como él. No como yo. Misa todos los domingos; oración cada mañana. Va contra nuestra fe, ¿comprende? Luc ha renunciado a su vida, pero también a su salvación. Debo encontrar las razones de semejante abandono. Eso no interferirá en los casos abiertos.

La comisaria bebió un sorbo, como un garito.

—¿Dónde estaba esta mañana? —preguntó posando suavemente su taza.

—En las afueras —dije, vacilante—. Tenía que verificar algunas cosas.

—¿En Vernay?

Encajé la pregunta en silencio. Volvió la mirada hacia las ventanas entreabiertas que daban al Sena. Ya anochecía. El río parecía una masa de cemento fraguado.

—Levain-Pahut, el jefe de Luc, ha hablado conmigo este mediodía. Los gendarmes de Chartres lo han llamado. Acababan de avisarles. Un médico del hospital había recibido la visita de un madero parisino. Un tipo alto, con pinta de haber bebido una copa de más. ¿Le dice algo?

Me agaché de golpe, agarrándome al borde del escritorio.

—Luc es mi mejor amigo. Se lo repito: ¡quiero saber qué lo ha empujado hasta ese extremo!

—Nada nos lo devolverá, Durey.

—No está muerto.

—Sabe muy bien qué quiero decir.

—¿Prefiere que los hurgamierda de la IGS hagan el trabajo?

—Están acostumbrados.

—Acostumbrados a investigar a maderos colocados, jugadores, chulos. ¡El móvil de Luc está en otro sitio!

—¿Dónde? —preguntó en tono irónico.

—No lo sé —admití, echando atrás mi asiento—. Todavía no. Pero existe un móvil real para este intento de suicidio. Un asunto extraño que quiero descubrir.

Lentamente, hizo girar su sillón. Con un movimiento sensual, estiró las piernas y colocó sus tacones de aguja sobre el radiador.

—Si no hay crimen, no hay sumario. Esto no incumbe a nuestra brigada. Y usted no es el hombre apropiado.

—Luc es como un hermano para mí.

—Por eso precisamente se lo digo. Está usted con los nervios a flor de piel.

—¿Se supone que tengo que tomarme vacaciones?

Nunca me había parecido tan dura, tan indiferente.

—Dos días. Durante cuarenta y ocho horas deje todo lo que tiene entre manos y hágase a la idea. Después, vuelva al tajo.

—Gracias.

Me levanté y llegué a la puerta. En el momento en el que giraba el pomo, dijo:

—Una cosa más, Durey. Usted no tiene el monopolio de la tristeza. Yo también conocí bien a Soubeyras, cuando estaba con nosotros.

La frase no pedía respuesta. Pero, movido por la intuición, volví la cabeza y le eché una mirada. Tuve la certeza, una vez más, de que nunca comprendería a las mujeres.

Nathalie Dumayet, la mujer que dirigía la Criminal con mano de hierro, la poli que había arrancado una confesión a los terroristas del GIA, el Grupo Islámico Armado, y había desmantelado la filial de la heroína afgana lloraba en silencio, con la cabeza baja.

10

El limbo.

La palabra se me ocurrió cuando cruzaba las puertas de la unidad de reanimación. El limbo. Ahí donde se encuentran encerradas las almas de los justos del Antiguo Testamento, antes de que Jesús las liberase. El espacio misterioso donde moran las criaturas fallecidas antes de ser bautizadas. Un lugar indefinido, oscuro, asfixiante, donde uno espera a que se decida su suerte. «Ni la vida, ni la muerte», había dicho Svendsen.

Vestido con una bata atada a la espalda, gorro y zapatillas de papel, caminé por el oscuro pasillo. A la izquierda, el despacho de la enfermera, iluminado por una lamparilla de noche. A la derecha, un panel acristalado, dividido en celdas. Solo los chasquidos de los aparatos de respiración artificial y los bips de los monitores resonaban en las tinieblas.

Pensé en la cita de Dante en el Canto IV dedicado a los infiernos:

… De que estaba en la proa me di cuenta

del valle del abismo doloroso

que de quejas acoge la tormenta.

Oscuro y hondo era, y nebuloso

tanto que, aunque miraba a lo profundo,

nada pude distinguir en aquel foso.

Número 18.

La habitación de Luc.

Estaba atado con correas a una cama reclinada treinta grados. Unos tubos translúcidos serpenteaban a su alrededor. Una sonda penetraba por una fosa nasal; otra por la boca, conectada a un fuelle negro que subía y bajaba con un chasquido. Una perfusión en el cuello, otra en el antebrazo. Una pinza sujeta a uno de sus dedos brillaba como un rubí. A la derecha, una pantalla negra atravesada por surcos verdes. Por encima de la cama, unas bolsas transparentes: líquidos de perfusión.

Me acerqué. Dicen que a las personas en coma hay que hablarles. Abrí la boca pero no salió nada. Quedaba la oración. Me arrodillé e hice la señal de la cruz. Cerré los ojos y murmuré, bajando la cabeza: «Confío en ti, mi Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo…».

Paré. Imposible concentrarme. Mi lugar no estaba allí. Mi lugar estaba en la calle, buscando la verdad. Me puse nuevamente de pie con una certeza en el corazón: yo podía despertarlo. A condición de que averiguara las razones de su acto. ¡Mi luz lo arrancaría de ese limbo!

En el vestíbulo de la unidad me dirigí a una secretaria y le pedí que llamara al doctor Eric Thuillier, el neurólogo con el que, la víspera, el anestesista me había aconsejado que hablara.

Tuve que esperar algunos minutos hasta que apareció el médico. En la cuarentena, aspecto de estudioso. Camisa Oxford, jersey hasta el cuello, pantalón de pana, demasiado corto y arrugado. Sus cabellos desordenados le daban un aire descuidado que sus gafas de carey desmentían.

—¿El doctor Thuillier?

—Soy yo.

—Inspector Mathieu Durey. Brigada Criminal. Soy un compañero de Luc Soubeyras.

—Su amigo ha tenido mucha suerte.

—¿Puedo hablar unos minutos con usted?

—Debo ir a otra planta. Venga conmigo.

Lo seguí por un pasillo largo. Thuillier comenzó su exposición, pero no me dijo nada nuevo.

—¿Hay probabilidades de que despierte? —lo interrumpí.

—No puedo pronunciarme; su coma es profundo. Pero he visto casos peores. Cada año, más de dos mil personas se hunden en el coma. Solo un treinta y cinco por ciento de ellas sale indemne.

—¿Y el resto?

—Muertas. Infecciones. Estado vegetativo.

—Me han dicho que permaneció cerca de veinte minutos sin vida.

—Su amigo sufre un coma anóxico provocado por un paro respiratorio. Es evidente que su cerebro no ha recibido oxígeno durante cierto tiempo. Pero ¿cuánto, exactamente? Seguramente hay millares de neuronas destruidas, en particular en la región del cortex cerebral, que condiciona las funciones cognitivas.

—Concretamente, ¿qué significa eso?

—Si su amigo despierta, con toda seguridad tendrá secuelas. Tal vez leves; tal vez graves.

Sentí que palidecía. Cambié de rumbo.

—¿Y nosotros? Me refiero al entorno. ¿Se puede hacer algo?

—Pueden hacerse cargo de ciertos cuidados. Masajearlo, por ejemplo. Aplicarle bálsamos para impedir que la piel se seque. Son momentos para compartir.

—¿Hay que hablarle? Se dice que eso puede ayudar.

—Honestamente, no lo sé. Nadie sabe nada. Según los exámenes que he realizado, Luc reacciona a ciertos estímulos. Son las llamadas «manifestaciones de conciencia residual». De modo que ¿por qué no? Tal vez una voz conocida le haría bien. Hablar al paciente puede ayudar también al que habla.

—¿Ha hablado con su mujer?

—Le he dicho lo mismo que a usted.

—¿Cómo la ha visto?

—Afectada. Y también, cómo diría… un poco obstinada. La situación es trágica. Y la única opción es aceptarla.

Empujó una puerta y bajó por la escalera. Lo seguí. Volvió la cabeza y me miró.

—Quería preguntarle algo. ¿Su amigo seguía algún tratamiento? ¿Con inyecciones?

Era la segunda vez que me hacían esa pregunta.

—¿Me lo pregunta por las marcas de pinchazos?

—¿Usted conoce el origen?

—No. Pero puedo garantizarle que no se drogaba.

—De acuerdo.

—¿Eso cambiaría algo?

—Mi diagnóstico debe tener en cuenta todos los aspectos.

Cuando llegamos al piso inferior, se volvió hacia mí; sus labios esbozaban una sonrisa contrariada. Se quitó las gafas y se frotó el tabique de la nariz.

—Lo lamento, debo irme. Solo se puede hacer una cosa: esperar. Las primeras semanas serán decisivas. Llámeme cuando lo desee.

Se despidió y desapareció detrás de unas puertas batientes. Descendí a la planta baja. Trataba de imaginar a Luc como un drogadicto. No tenía ningún sentido. Pero ¿de dónde provenían esas marcas? ¿Estaba enfermo? ¿Se lo habría ocultado a Laure? También debía comprobar eso.

En el patio de urgencias, cerca de la entrada del centro médico penitenciario, había tantos uniformes azules como batas blancas. Me deslicé entre dos furgones de la pasma y accedí al portal.

En ese momento, me volví, sintiéndome espiado.

Una serie de sillas de ruedas abandonadas estaban encadenadas las unas con las otras, como los carritos del supermercado. Sobre la última estaba Doudou.

Había bajado el respaldo del asiento al máximo, para convertirla en una tumbona. Sostenía un cigarrillo en su mano derecha y no me quitaba los ojos de encima. Le hice una vaga señal con la cabeza y crucé la puerta. Tenía la sensación de tener una mira en la espalda.

«Un secreto —me dije—. Los hombres de Luc tienen un jodido secreto.»

11

—No hagas ruido. Las niñas duermen.

Laure Soubeyras se hizo a un lado para dejarme pasar. Maquinalmente, miré el reloj: las ocho y media. Cerrando la puerta añadió:

—Están agotadas. Y mañana tienen que ir al colegio.

Asentí, sin tener la menor idea de la hora a la que los críos debían ir a dormir. Laure cogió mi abrigo y luego me hizo entrar en el salón.

—¿Te apetece un té? ¿Un café? ¿Una copa?

—Un café, gracias.

Desapareció. Me senté en el canapé y observé la decoración. Los Soubeyras vivían en un modesto apartamento de tres habitaciones en porte de Vincennes, en uno de esos edificios de ladrillo subvencionados por el ayuntamiento de París. La pareja lo había comprado inmediatamente después de su boda, inaugurando una larga serie de créditos. Todo parecía una grosera imitación: parquet flotante, muebles de contrachapado, bibelots baratos… La televisión funcionaba en sordina.

Sobre este apartamento, Luc podría haber dicho lo mismo que acerca de las mujeres: «Solucionar el problema lo más rápido posible para olvidarlo cuanto antes». En realidad, le importaba muy poco el lugar donde vivía. De haber estado solo, su antro se habría parecido al mío: apenas muebles, ningún toque personal. Compartíamos la misma indiferencia con respecto al mundo material y sobre todo, al lujo burgués. Pero Luc había escogido participar en el juego, en apariencia. El nido parisiense, la casa de campo…

Laure reapareció llevando una bandeja cargada con una cafetera de vidrio y dos tazas de porcelana, un azucarero y un cuenco con galletas. Parecía agotada. Su rostro alargado, que sus rizos grises acentuaban aún más, estaba tenso y cansado.

Por enésima vez, di vueltas al mismo enigma: ¿por qué Luc se había casado con esta mujer de su pueblo natal, insignificante, más bien obtusa, amiga de la infancia? Ella era secretaria médica y su conversación se parecía un poco a un juego de Scrabble al que le faltaran letras. Recordaba una broma picante que Luc hacía a propósito de su mujer: «La posición del misionero y se acabó». Nauseabundo.

Se sentó frente a mí, en un taburete. La mesa baja nos separaba. Me pregunté cuáles serían, en adelante, los ingresos de Laure y las niñas. Debía informarme. ¿Qué pensión de viudedad cobraba la mujer de un madero que se había suicidado? No era el momento de hablar de problemas materiales. Después de comentar algunas trivialidades sobre el estado estacionario de Luc, Laure anunció:

—He organizado una misa para Luc.

—¿Qué? Pero Luc no ha…

—No se trata de eso. He pensado…

Laure vaciló. Se frotaba las manos lentamente, palma contra palma.

—Quería reunir a sus amigos. Para recogernos. Para pedir ayuda…

—¿Te refieres a pedir ayuda a Dios?

Laure no era creyente; otra diferencia con Luc. No me parecía bien recurrir a este último recurso, un SOS lanzado al cielo. En nuestros días, solo se recordaba a Dios en las grandes ocasiones: bautismos, bodas, fallecimientos… Un banco de datos en blanco y negro.

—No es solo por el aspecto religioso —continuó—. He leído cosas acerca del coma. Se dice que el entorno puede tener un papel importante. Hay personas que han despertado solo porque se les había hablado y estaban rodeadas de amor.

—¿Y…?

—Quisiera reunir a sus amigos. Para crear una especie de concentración de energía, ¿entiendes? Una fuerza que Luc podría percibir.

La cosa derivaba hacia un proyecto New Age. Pregunté en tono seco:

—¿En qué iglesia?

—Santa Bernadette. Está a dos pasos. Luc solía ir allí.

Conocía la capilla, situada en la avenida de la Porte-de-Vincennes. Una especie de búnker subterráneo dirigido por una comunidad tamil. Unos años atrás, me refugiaba allí de madrugada, cuando todavía pertenecía a la vieja Brigada Antivicio, después de haber limpiado los bulevares exteriores y su batallón de putas.

—El párroco nunca lo aceptará —objeté.

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