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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaca, Thriller

Esclavos de la oscuridad (12 page)

BOOK: Esclavos de la oscuridad
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—¿Me vigilas?

Luc mira directamente hacia la calle. Los enfermeros de las ambulancias entran en el chalet, empujando camillas plegables. Los maderos con chubasqueros negros delimitan el perímetro de seguridad y alejan a los vecinos que se han despertado.

—¿Cómo está la cosa allí dentro?

Enciendo otro Camel. El habitáculo se llena de azul mercurio al ritmo de las luces giratorias.

—Atroz —digo después de la primera calada—. Una carnicería.

—No podías preverlo.

—Sí, es cierto. La mujer se nos ha adelantado. No he bloqueado su…

—No, no has identificado lo que estaba en juego.

—¿Qué quieres decir?

—Brigitte Coralin no ha hablado contigo porque tuviera remordimientos o porque quisiera salvar a las niñas. Ha actuado movida por los celos. Amaba a su cabronazo de marido. Ella lo amaba cuando la torturaba, cuando le hundía los pitillos en el coño. Y estaba celosa de las niñas. Del sufrimiento de las niñas.

—Celosa…

Luc coge un Gitane.

—Sí, colega. Has evaluado mal el círculo del mal. Siempre más amplio, más extenso de lo que se cree. Brigitte Coralin habría matado también a su propia hija en caso de que Coralin empezara a mirarla con otros ojos. —Expulsa una gran nube de humo, tomándose tiempo, con cinismo—. Deberías haberla empapelado.

—¿Has venido a sermonearme?

Luc no contesta. Una sonrisa se congela en sus labios. Llegan los hombres de la policía científica, uniformados de blanco.

—Nunca te he quitado los ojos de encima. Hemos seguido el mismo camino. Vukovar para mí; Kigali para ti. La Judicial para mí, la BRP para ti.

—¿Qué judicial?

—Louis-Blanc.

La División de la Policía Judicial de Louis-Blanc cubre los distritos más violentos de París: 18.°, 19.°, 20.°. La escuela de los duros.

—El mismo camino, Mat. Para llegar al mismo destino: la Criminal.

—¿Y quién te dice que quiero formar parte de la Criminal?

—Ellas.

Luc señala a las niñas muertas que los enfermeros llevan hasta la ambulancia. Las mantas térmicas golpean las camillas y revelan parcialmente sus cuerpos con cada sacudida. Luc murmura:

—«Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero.» ¿Te acuerdas?

El claustro de Saint-Michel. El olor a hierba cortada de los jardines. La caja de píldoras estomacales y sus pitillos. Teresa de Ávila. La esencia de la experiencia mística. La poetisa lamenta no estar muerta y ver por fin la grandeza del reino de Dios.

Pero hay otra lectura de esos versos. Con frecuencia la comentaba con Luc. La muerte, necesaria para el verdadero cristiano. Destruir en uno mismo al que vive sin Dios. Morir para sí mismo, para los otros y para todo valor material hasta renacer en la
Memoria Dei
. «Muero porque no muero.» San Agustín ya había proclamado esa verdad, cuatro siglos atrás.

—Aún hay otra muerte —añade Luc como si leyera mi pensamiento—. Tú y yo hemos abandonado el materialismo para vivir recorriendo el sendero de Dios. Pero esta vida espiritual también es una comodidad. Ahora, ha llegado el momento de abandonar esa fe que da sosiego. Debemos morir una vez más, Mat. Matar al cristiano en nosotros para convertirnos en maderos. Ensuciarnos las manos. Acorralar al diablo. Combatirlo. Comprenderlo. Aun a riesgo de olvidar a Dios.

—¿Y ese combate se libra en la BC?

—Los crímenes de sangre: es la única vía. ¿Estás dispuesto o no? ¿Quieres arrancarte de ti mismo de una vez por todas?

No sé qué contestarle. Después del sexo y sus desviaciones, el círculo de sangre es la etapa que siempre he considerado la siguiente. Pero no quiero que me guíe otro. Luc tiende la mano hacia los luminosos haces azules que parpadean como estroboscopios.

—Esta noche, te has arriesgado. Y no tienes nada de que arrepentirte. Uno debe tomar riesgos. Los verdaderos cruzados tienen las manos manchadas de sangre.

Termino por sonreír ante ese sermón grandilocuente.

—Solicitaré el puesto.

Luc saca de su bolsillo un puñado de papeles.

—Aquí lo tienes. Firmado por el prefecto. Bienvenido a mi equipo.

Suelto una carcajada nerviosa.

—¿Cuándo empezamos?

—El lunes. Treinta y tres años. ¡Una buena edad para renacer!

La cena de Nochevieja sella nuestra colaboración.

Seguirían doce meses de perfecta eficacia.

Nuestro equipo, que contaba con ocho policías, era sobre todo un tándem. Nuestro proceder difería y a la vez se complementaba. Yo representaba el papel del policía extremadamente riguroso: solicitaba una imputación únicamente cuando tenía en mano un expediente contundente; realizaba registros cuando ya estaba seguro de lo que encontraría. Luc se arriesgaba utilizando todo tipo de métodos para confundir a los sospechosos. Amenazas, violencia y… teatro. Sus técnicas preferidas eran: simular un cumpleaños en los despachos del 36 para engatusar a un detenido; hacerse el místico loco para aterrorizar a un imputado; echarse faroles sobre las pruebas que poseía hasta el punto de meter a un sospechoso en un furgón, rumbo a la prisión, y lograr que confesara en el camino.

Yo era un camaleón, discreto, preciso, que pasaba inadvertido. Luc era un actor, un farsante, un chulo. Mentía, manipulaba, golpeaba y les arrancaba la verdad. Disfrutaba con esa situación, ya que daba argumentos a su cinismo. Para lograr sus fines: traicionar siempre sus propios principios; utilizar las armas del enemigo; ¡convertirse en un demonio para el demonio! Le gustaba ese papel de mártir obligado a corromperse para servir a su Dios. Su absolución estaba en relación directa con la cantidad de éxitos de nuestro equipo: la mayor de la Brigada.

Por mi parte, yo ya no tenía ilusiones. Hacía mucho tiempo que mis pudores de católico ferviente habían desaparecido. Imposible hurgar en la mierda sin salpicarse. Imposible conseguir confesiones sin usar la violencia o la mentira. Pero en mi conducta nunca era complaciente conmigo mismo; esa ruptura de las normas no formaba parte de mis métodos prioritarios y siempre que recurría a ella lo hacía con remordimientos.

Entre esas dos posiciones habíamos encontrado un equilibrio. La balanza estaba calibrada al miligramo, gracias a nuestra amistad. Volvíamos a encontrarnos, ya adultos, tal como nos habíamos descubierto adolescentes. El mismo sentido del humor, la misma pasión por el trabajo, el mismo fervor religioso.

Los colegas habían llegado a apreciar la situación. Había que soportar las extravagancias de Luc. Sus subidones de adrenalina, sus lados sombríos, su extraña manera de expresarse. Hablaba de la influencia del diablo o del reino del demonio en lugar del índice de criminalidad o de la estadística de delitos. A veces llegaba a rezar en voz alta, en plena tarea, por lo que con frecuencia daba la impresión de estar trabajando con un exorcista.

Yo tampoco estaba mal dentro de mi estilo, con mi aversión a los ruidos metálicos y mi alergia a la radio —encendía la del coche siempre a regañadientes—. Me alimentaba exclusivamente de arroz y bebía té verde todo el día, en un mundo en el que los hombres comen carne y beben alcohol a palo seco.

Nuestros éxitos se acumulaban.

En un año, más de treinta detenciones. En los pasillos del 36 circulaba una broma: «¿Aumenta la criminalidad? No. ¡Los meapilas se han puesto manos a la obra!». Nos gustaba ese sobrenombre. Nos gustaba nuestra imagen, diferente y pasada de moda. Nos gustaba, sobre todo, trabajar en equipo. Aunque sabíamos que, al final, el precio del éxito sería, precisamente, la separación.

Principios de 2002

Luc Soubeyras y Mathieu Durey son promovidos oficialmente al grado de inspector jefe. Luc en la Brigada de Estupefacientes; yo en la Criminal. Sobre el papel, más responsabilidades y aumento de salario. En la práctica, un equipo de investigación para cada uno.

Apenas tuvimos tiempo de despedirnos, arrastrados por los casos que teníamos en mano. No obstante, nos propusimos seguir comiendo juntos y disfrutar de los fines de semana en Vernay.

Tres meses más tarde, nos cruzábamos en el patio del 36 sin vernos.

15

—Yo saco las pepitas de chocolate.

Cuando abrí los ojos, en mi mente todavía resonaba la risa de Luc en la Soleil d’Or, la cervecería más cercana al 36. Parpadeé y me encontré frente a un médico japonés de la Unidad 731 que estaba practicando una vivisección. La foto estaba colocada delante de mí, sobre el escritorio.

—¡Mamá, ya lo hago yo!

¿A qué hora me había quedado dormido? Eché una ojeada a mi reloj: las ocho y cuarto.

—¡No las toques! ¡Te las daré después!

La voz de la niña detrás de la pared quedaba amortiguada por el ruido de platos y el tintineo de cubiertos. Camille y Amandine. Un desayuno familiar con variedad de copos de maíz antes de salir hacia el colegio. Me froté la cara para aliviar mi malestar y recuperar la lucidez.

Me arrodillé y guardé fotos, radiografías, notas y documentos en sus respectivos legajos. Volví a colocar cada archivo en su sitio, siguiendo el orden cronológico.

Cuando salí del despacho, las colegialas estaban en el vestíbulo, con sus mochilas en la espalda. En el pasillo flotaba olor a dentífrico y a cacao.

—¿Y mi bolsa para ir a la piscina?

—Está ahí, cariño. Delante de la puerta.

Las dos caritas se volvieron hacia mí. Inmediatamente, se lanzaron a mis brazos y me preguntaron si tenía algún regalo para ellas. Laure las condujo de nuevo hacia la puerta.

—Creía que te habías ido.

—Lo siento. Me he quedado dormido.

Esbocé una sonrisa, pero al ver a Laure sola con sus hijas se me hizo un nudo en la garganta. Volví al despacho, abroché la pistolera en el cinturón y me puse la gabardina.

Cuando regresé, Laure estaba inmóvil, de espaldas a la puerta cerrada. Parecía una ahogada que lleva un lastre de hormigón.

—¿Quieres un café? —preguntó.

—No, gracias, se me hace tarde.

—No olvidarás lo de mañana por la mañana, ¿verdad?

—¿Qué?

—La misa.

Le di un beso con mi habitual torpeza.

—Estaré allí. Cuenta conmigo.

Una hora más tarde, conducía hacia el Distrito 11.°, duchado, afeitado, peinado y con un traje limpio. Cogí el móvil. Era Foucault.

—Mat, estoy hecho una mierda.

—Ánimo, camarada. ¡Has cumplido con tu deber!

—Te lo juro, me rechinan los dientes.

—Al menos, ¿te acuerdas de Larfaoui?

—¿El caso de Luc?

—Espabila, tienes trabajo. Tendrás que abrir varios flancos. Llama a balística, al depósito de cadáveres, a la comisaría de Aulnay, a todos los que puedan informarte, salvo al juez y a los estupas. Busca también el expediente del cabileño.

—¿Es todo?

—No. Ponte en contacto con la SNCF. Luc fue a Besançon el pasado 7 de julio. Comprueba si viajó otras veces en tren por esas fechas. Compruébalo también en los aeropuertos. Luc se desplazó mucho estos últimos meses.

—De acuerdo.

—Llama también al Hôtel-Dieu, al servicio que hace la revisión anual de nuestra gente. Trata de averiguar si Luc tenía problemas de salud.

—¿Tienes alguna pista?

—Todavía no puedo decir nada. Apunta también este sitio de internet: unita16.com.

—¿Qué es?

—Una asociación italiana que organiza peregrinaciones. Escarba un poco.

—¿En italiano?

—Apáñate. Quiero la lista de las peregrinaciones, de los seminarios para este año y de todas sus actividades. Quiero su organigrama, su estatuto, sus fuentes de financiación. Todo. Luego, como quien no quiere la cosa, los llamas.

—¿En inglés?

Reprimí un suspiro. Tener una policía europea no se haría realidad en dos días.

—Luc les ha mandado por lo menos tres e-mails, justo antes de ahogarse. Los ha borrado. Trata de que te los den ellos.

—Carburaré con aspirinas.

—Carbura con lo que te apetezca, pero quiero noticias al mediodía.

Me dirigí hacia la Grappe d’Or, gran cervecería de la rue Oberkampf, regentada por dos hermanos, Saïd y Momo, que en otra época habían sido mis chivatos. Perfectos para hacer una evaluación de la situación del gremio. Estaba a punto de colocar la luz giratoria, debido a los atascos, cuando sonó el móvil.

—¿Mat? Soy Malaspey.

—¿Dónde estás?

—He hablado con un numismático. Ha identificado la medalla.

—¿Qué ha dicho?

—El objeto no tiene valor en sí mismo. Es la reproducción en cobre de una medalla de bronce fundida a principios del siglo XIII, en Venecia. Tengo el nombre del taller que…

—Déjalo. ¿Para qué servía?

—Según este individuo, era un amuleto. Un chisme que protegía contra el diablo. Los monjes copistas la llevaban encima. Vivían aterrorizados por el demonio y esta medalla los inmunizaba. Los monjes eran unos neuróticos que estaban obsesionados con la vida de san Antonio y…

—Conozco la historia. ¿Sabes de dónde procede la reproducción?

—Todavía no. El tío me ha dado algunas pistas. Pero es solo una cosa sin…

—Llámame cuando tengas algo más concreto.

De repente pensé en la muerte de la joyera de Perreux.

—Y ponte en contacto con la pasma de Créteil para ver si tienen alguna novedad sobre los gitanos.

Colgué. De modo que estaba en lo cierto. Luc se había procurado un talismán antes de tirarse al agua. Un objeto que solo tenía un valor simbólico, que lo protegía contra Satán. ¿En qué contradicción debía hallarse si temía la vida y la muerte al mismo tiempo?

Rue Oberkampf. Estacioné a cien metros de la cervecería. Los ruidos de la circulación mezclados con los gases tóxicos me oprimían la cabeza. Encendí un pitillo, todavía en ayunas. Me subí el cuello de la gabardina y me metí en mi piel de madero. Y encima de esa piel, otra piel más: la del tío agotado después de una noche en vela, cliente fijo de las tabernas, capaz de meterse un calvados entre pecho y espalda de buena mañana.

Las diez. La cervecería estaba desierta. Me senté en el extremo de la barra, sobre un taburete en forma de T. Algunos tíos bebían parsimoniosamente delante del mostrador, listos para soltar alguna gilipollez. Más allá, unos estudiantes hacían novillos sentados a las mesas. Realmente era una hora de poca actividad.

Me relajé. Los hermanos habían reformado el local. Imitación madera, imitación cobre, imitación mármol; los únicos elementos verdaderos eran el olor viciado a restos de tabaco y el hedor a aguardiente. También respiré vagamente otro olor: a cerveza y a moho. La trampilla del sótano estaba abierta, sobre la derecha. Se estaban abasteciendo.

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