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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Esperanza del Venado (15 page)

BOOK: Esperanza del Venado
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La mujer habló y su voz fue como el último suspiro de un cerdo sacrificado.

—Hay tres cosas en la naturaleza que no conocen moderación, en el bien o en la vileza.

—Sacudió la cabeza y aguardó.

Orem se estremeció. Conocía la letanía y sabia tan bien como ella que no podía quedar incompleta. Si ella había elegido detenerse y esperar, él debía proseguir en su lugar.

—Cuando están gobernadas por la bondad —dijo Orem en voz baja— sobresalen en virtud.

—La lengua —dijo la mujer—. Y el hombre clerical.

—Pero cuando son corruptas, su viaje hacia el infierno no conoce fin. —¿Bastaba con eso, o debía nombrar la tercera de ellas?

—Y la mujer. —La vieja sonrió y asintió sabiamente, como si hubieran compartido algo hermoso. Luego tomó un cuenco de sangre coagulada y se alejó.

Orem sentía en su bolsa el cuchillo como un fuego, que le quemaba la piel aun sin tocarlo directamente. ¿Qué había querido decir al hacerle recitar la Ambivalencia? ¿Le

advertía que doblegara su propios deseos corruptos? Pero no tengo deseos imposibles de confesar, pensó, y además ya no soy hombre clerical. ¿Por qué preocuparme por las advertencias de una mujer tan corrupta como para usar sangre encontrada? Y así y todo se estremeció. así y todo el cuchillo le quemaba la espalda. así y todo el cuchillo le congelaba la espalda. Hasta que se alejó lo suficiente y pensó en otras cosas, y entonó otros cánticos que alejaron de su mente la letanía de los tres enemigos y amigos ilimitados de Dios, y llegó a olvidarse hasta del cuchillo que llevaba consigo.

DE COMO OREM LLEGO A SER LLAMADO EL CARNISECO

Por fin la Puerta de las Meadas. De lejos parecía igual que la Puerta de los Puercos y que el Hoyo. Pero a medida que se acercó fue encontrándole un carácter propio. Este no era sitio que perteneciera a los residentes permanentes. No era silencioso ni desesperante. La fila era larga y se alborotaba con rudeza, y sólo la presencia de numerosos guardias impedía que las discusiones devinieran en peleas. Y en cuanto a los guardias, eran sombríos y se mostraban atareados. Seis de ellos iban a caballo, pasando revista a la hilera Entre los que aguardaban no había rostros de muertos en vida.

Parecían ofuscados, necios, atemorizados, mudos de asombro, o chistosos, pero no muertos. Orem se reconoció en muchos de los que formaban cola, avergonzado de la burda puerilidad de los que tenían su edad y aliviado de que fuera posible conservar las esperanzas allí. Gente de las granjas; gente con sueños de hallar algún tesoro en la ciudad; Orem ocupó su lugar en la fila y se sintió más pequeño, pero más seguro que en las calles del Pueblo de los Mendigos.

No bien se había puesto en fila la hilera creció unas cien personas por detrás de él. Los guardias que hacían pasar a los mercaderes se apresuraban a dejarlos avanzar de tres en tres, pero aquí no tenían prisa. Las inmensas puertas no estaban abiertas. Sólo una estrecha entrada a un costado servía para el paso de los pobres. Y la gente sin embargo tenía la misma imperiosidad que los mercaderes y los carniceros. Existía la firme creencia de que si uno lograba adelantarse a alguien en la cola podía conseguir el empleo que iba a obtener ese hombre. Dentro del muro estaban todas las preguntas, si uno lograba trasponer la puerta y hacer sus preguntas. Un trabajo, un pase de obrero, el derecho a permanecer en la ciudad; esta era la puerta del paraíso y los ángeles vestidos en sus armaduras de bronce sostenían las cadenas de la salvación. Orem no pudo evitar ver el mundo como lo contemplaban los sacerdotes; tampoco podía evitar que le divirtiera pensar en esos soldados de vil rostro como ángeles. ¿Son estos el puente de plata y las puertas de oro y las cadenas de acero? Intente esa doctrina, sacerdote Dobbick.

—¿Primera vez?

Era el hombre que tenía por delante, que llevaba tres cicatrices en la mejilla: dos de ellas, blancas y viejas. La otra algo rosada. No parecía muy amistoso, pero al menos había hablado.

—Si —replicó Orem.

—Bien, aquí va un consejo. No aceptes trabajo de los hombres apostados justo del otro lado de la puerta.

—Pero quiero tener trabajo.

La boca del hombre se retorció.

—Te prometen tomarte por un año, pero a los tres días te llevan de vuelta a la Guardia sin tu pase permanente. Y además tampoco te pagan. Consiguen tres días de trabajo gratis y te hacen salir. Los verdaderos trabajos están más allá.

—¿Dónde?

—Si lo supiera, ¿estaría en esta cola nuevamente?

Y por fin, cuando el sol caliente y rojizo atravesaba la puerta llegaron los guardias inquisidores. El hombre que había hablado con Orem respondió a regañadientes las

preguntas: nombre, ocupación, ciudadanía. Rainer el Carpintero, tallador de madera en busca de empleo, ciudadano de Cresting. El guardia tomó a Rainer de la mandíbula y ladeó el rostro para poder ver la mejilla herida. La cicatriz rosada hizo entrecerrar los ojos del guardia en un gesto de enfado.

—Aún está roja, Rainer, maldito seas, ¿no lo ves?

—No tengo espejo —respondió Rainer—. Mi mujer me dijo que estaba blanca.

—Como pensaba, sólo podías tener una mujer que fuera ciega. Lárgate y regresa cuando el tiempo se haya cumplido.

Y ahora Orem quedó al frente de la hilera, sólo vagamente consciente de que Rainer el Carpintero seguía de pie cerca de él.

—¿Nombre?

—Orem.

El guardia esperó, y luego dijo impacientemente:

—¡Nombre completo!

Orem recordó cómo se habían reído los guardias del Hoyo al escuchar su patronímico.

Rainer había utilizado su oficio como sobrenombre, al igual que Glasin. Y bien, Orem no tenía oficio. ¿De qué se habían reído? Tal vez aquí no se aceptaban los nombres del padre.

—No tengo otro. Sólo Orem.

El guardia parecía divertido.

—¿Tan pequeña es la aldea de donde vienes? —Miró el cuerpo de Orem y su sorna fue mayor. Orem maldijo su delgadez y su falta de altura—. Te pondremos Orem el Carniseco,

¿eh? ¡Carniseco! —Lo dijo en alta voz y los demás guardias se echaron a reír—.

¿Ocupación?

—Busco trabajo.

—¿Qué clase de trabajo?

—Cualquier clase, supongo…

—¿Cualquier clase? Nadie contrata a un hombre que no sabe hacer nada. ¿O qué?

¿Crees que allí dentro hay granjas donde se necesita otro asno que cargue fardos?

¿No lo dejarían entrar sin ocupación? ¿Qué sabia hacer? Puedo decir de memoria todas las plegarias. Puedo nombrar las epístolas principales, las epístolas corporales, las epístolas espirituales, los números reales, los números enteros, los números variables…

—Sé leer y escribir.

El guardia hizo un gesto de burlona sorpresa.

—¿Conque un erudito, eh? —Pero la diversión había concluido. El guardia extendió la mano y tomó la bolsa de Orem. La abrió y sacó el mendrugo de pan, el botellín y la daga con un poco de sangre adherida. No el seguro cuchillo de comer que Orem llevaba en la cintura: ese era para cortar queso. Este era obviamente un cuchillo para asesinar, largo y afilado. El guardia lo sostuvo en alto.

—Leer y escribir. Oh, ya lo he oído antes. ¿Y qué es esto? ¿Tu pluma?

Orem no sabia qué decir. La daga le había parecido algo importante mientras caminaba por el Pueblo de los Mendigos; ahora podía ser lo que le impidiera entrar a la ciudad, o tal vez algo peor.

Pero entonces se escuchó la voz de Rainer el Carpintero por detrás.

—Es mía —dijo.

—¿Tuya? —preguntó el guardia.

—La última vez que estuve aquí me robaron, y juré que jamás volverían a hacerlo. No creí que revisaran la bolsa del niño. El ni siquiera sabia que la daga estaba allí.

El guardia paseó la mirada de Orem a Rainer y viceversa. La expresión de asombro del rostro de Orem era suficientemente sincera, y en los ojos de Rainer nada podía leerse.

Finalmente, el guardia se encogió de hombros.

—Rainer, eres un tonto. Sabes que te habríamos hecho azotar por esto si hubieras conseguido entrar.

—Hacerme azotar o que me partan la cabeza para asaltarme, ¿dónde está la diferencia?

—dijo Rainer. Y el guardia volvió a escribir sobre el pase de Orem.

—¿Ciudadanía?

—Banningside, en High Waterswatch.

El guardia volvió a mirarlo suspicazmente. Orem repitió una vez más que huía de los que reclutaban soldados para el ejército de Palicrovol. Y nuevamente se rieron de su cuerpo, y quiso golpear a los guardias y quebrarles sus sonrisas burlonas y falsas. Pero por fin logró entrar, al menos con el pase en la mano. Y todo gracias a Rainer el Carpintero, un hombre a quien no conocía. Justo cuando Orem llegaba a la conclusión de que en ese sitio no existía la gentileza, un extraño mentía para hacer que ingresara en la ciudad. Orem no se atrevió a volverse para darle las gracias: eso lo habría estropeado todo. Pero parte de su nombre y su poema consistiría en la retribución a tales favores.

Rainer descubriría que ayudar a Orem ap Avonap valía la pena. Fue conducido al otro lado de la puerta por las manos eficientes y rudas de los guardias. Y no terminaron con él apenas traspuso el portal. Allí había otro guardia con una navaja, y antes de que Orem supiera qué estaba sucediendo, dos guardias lo aferraron. Le sostuvieron la cabeza mientras el otro hacia un tajo en su mejilla. Era una herida superficial y delgada, pero la sangre no tardó en manar y mancharle la camisa.

Una boca habló en su oído.

—Te lo recuerdo: sabemos por experiencia que cuando esta herida ha comenzado a cerrar ya debes estar afuera otra vez. Todo guardia que vea esta herida controlará tu pase y si tu tiempo está vencido te cortará la oreja. ¿Comprendido? Si te atrapan dos veces, te cortarán las pelotas. Tienes tres días. Hasta la puesta del sol, ¿está claro? Y

una vez que salgas, la herida debe estar completamente blanca antes de que te dejemos volver a entrar. Y no te acerques al Camino de las Piedras. Andando. —Con un empellón en la espalda, Orem tambaleó e hizo su entrada en Inwit.

12
LAS DULCES HERMANAS

Esta es la historia de cómo Orem, llamado el Carniseco, llamado el de Banningside, fue a la Calle de las Putas y se marchó insatisfecho.

LA PROSTITUTA Y EL JOVEN VIRGEN

Cuando uno ingresa a Inwit por la Puerta de las Meadas, a la izquierda está el conjunto de casuchas de las Ciénagas, y a la derecha están las escandalosas tabernas. Y a lo lejos se vislumbra el Viejo Castillo. Los recién llegados no tienen mucha elección. Orem fue hacia la derecha, a las Tabernas, y deambuló por las calles entre la penumbra que se cernía, preguntándose cuánta comida y albergue podría conseguir con sus cinco monedas de cobre.

En las Tabernas, todos los caminos conducen a la Calle de las Putas, y sin saber adónde se dirigía, Orem acabó allí. Al principio no supo que se trataba de ese lugar. Le pareció la ciudad más rica que había visto en su vida, ya que los edificios eran limpios y altos, y había árboles en medio de la calle, muchos árboles y arbustos, de modo que era como andar por un bosque. Las casas eran sencillas, graciosas, y bien proporcionadas, y más de una estaba construida de tal forma que recordaba la Casa de Dios.

Comprendió la naturaleza del lugar cuando un puñado de jóvenes enmascarados, algo ebrios y alegres detuvo a dos mujeres y le dio una moneda a cada una. En pocos minutos todos los jóvenes se dieron por satisfechos, chillando mientras apoyaban a las mujeres

contra los árboles y les estampaban besos embriagados y levantaban sus faldas bien alto mientras discutían cuál de las dos estaba mejor. La cópula fue como cuando los niños se ponen a mear y se ríen mientras comparan su armamento y cuentan en voz alta para ver quién acaba antes. Orem no era ignorante: había sido criado en una granja. Pero jamás lo había visto entre un hombre y una mujer, y no podía apartar los ojos de la escena. Sólo cuando todo concluyó miró el rostro de las prostitutas. Las vio cuando los jóvenes se marchaban, precisamente cuando las sonrisas de las mujeres se desvanecían, suspiraban, se acomodaban la ropa y guardaban el dinero. Retomaron una conversación que había quedado interrumpida por la mitad; el interludio con los jóvenes nada había significado para ellas. Como me dijo Orem al hablarme de esa noche, seguía sorprendido de que un hombre pudiera sumergirse en la fuente de las Hermanas y que las mujeres no se mostraran arrepentidas.

Una hora más tarde, Orem se recostó contra un árbol, observando una de las más elegantes orgías, donde durante largo rato los hombres y las mujeres sostuvieron una conversación sobre tópicos filosóficos entre los árboles antes de que comenzaran a aparearse. No advirtió a la mujer que se había acercado a él hasta que posó la mano sobre su hombro.

—A menos que tengas más dinero del que aparentas tener —dijo— será mejor que te marches a casa. Cuanto más te internas en la Calle de las Putas, más caro se pone.

Era todo dientes y senos. Al menos es lo que fue para Orem, ya que lo único que atinaba a ver cuando miraba su rostro era la hilera de dientes que mostraba al sonreír, y cuando no era el rostro lo que miraba, sólo veía la forma en que los senos pendían provocativamente dentro de su blusa.

Tal vez fuera una de esas pocas prostitutas que no habían perdido el gusto por la belleza o el amor. No es que Orem fuera hermoso; pero tenía una especie de gracia enjuta, como la de un potrillo que echa a correr por vez primera, y sabia parecer a la vez pueril y peligroso. (Acaso sólo yo vi el peligro en su rostro; mejor destino habría tenido Belleza si lo hubiera visto antes. Pero cualesquiera fueran sus razones, la cuestión fue que aceptó un ofrecimiento que él no hizo. Fue tan confiado cuando ella se lo preguntó, que le confeso tener únicamente cinco monedas de cobre. Tenía escrúpulos: sólo le cobró cuatro.

Su prostituta recién adquirida le condujo por delante de un guardia de aspecto feroz apostado ante la puerta de una casa cercana, y anunció a todo pulmón a quien quisiera escucharla que había encontrado un jovencito virgen al cual desplumar. Y lo empujó por las escaleras. Caminaba detrás de él, y dos veces metió la mano por debajo de la camisa y le bajó la ropa interior. Y cada vez él saltó sorprendido y ella lanzó una risita.

Al llegar al rellano de las escaleras él se dirigió a los pasillos alfombrados, pero ella lo retuvo por la camisa.

—Eso cuesta una moneda de plata; no hay regateo: es lo que cobra la casa y no tengo elección. —Y siguieron subiendo otro tramo de las escaleras. Esta vez la alfombra terminaba en los peldaños, cuando estos ya no eran visibles desde el otro salón.

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