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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Esperanza del Venado (12 page)

BOOK: Esperanza del Venado
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10
EL CANTO DEL MERCADER

De cómo Orem el Carniseco navegó río abajo hasta llegar a Inwit, donde obtendría un nombre y un poema, mas no un lugar.

LAS AGUAS DE SU PADRE

—¿Hasta dónde vas? —preguntó Orem de buen humor. El mercader lo miró escépticamente durante un momento y luego se dedicó a estudiar el río, utilizando la pértiga mayor para mantener la nave en el centro de la corriente. Orem sabia por las conversaciones de los viajeros de Banningside que las aguas del Banning eran muy peligrosas, pero que donde el río se hacia más lento el peligro era mayor, ya que había piratas, allí donde el ejército de Palicrovol no andaba cerca y donde si lo estaba había saqueadores y ambos se valían de las mismas estrategias con los mismos fines, sólo que los hombres de Palicrovol no mataban con tanta frecuencia.

—El Rey está en Banningside —arriesgó Orem. Si el mercader lo escuchó, no lo dio a entender. En verdad, iba tan silencioso y con aire tan suspicaz que Orem se preguntó si debería haber subido a la embarcación de un hombre tan poco amistoso.

La noche no tardó en llegar por detrás de los árboles del este, y cuando desapareció el último resto de luz el mercader impulsó lentamente la balsa hacia la orilla pero no más allá de los cien metros que la separaban del banco. Entonces tomó las tres pesadas piedras que le servían de ancla en sus fuertes sacos de tela y las arrojó al agua por detrás de la nave. La corriente los alejó rápidamente de las rocas hasta que las sogas los sostuvieron con firmeza. Orem observó en silencio mientras el mercader hurgaba en su tienda y cogía un gran cuenco de arcilla. En él encendió un fuego de ramas y carbón. Y encima ubicó una vasija de bronce donde preparó una sopa de cebolla y zanahoria con agua del río.

Orem no estaba seguro de que lo invitase a compartir la comida, y prefirió no preguntar.

Después de todo, si su anfitrión escogía el silencio él no era quién para insistir en la charla.

De modo que abrió su bolsa y extrajo dos salchichas.

El mercader les echó un rápido vistazo. Orem le extendió una blanca, delgada y rígida dentro de su envoltorio. El mercader cogió su cuchillo y lo acercó y Orem hincó la salchicha en la punta. El hombre gruñó —¡al fin un sonido!— y Orem le observó cortar la carne en lonjas tan delgadas que parecía no acabar nunca. El mercader no dio señales de querer la otra salchicha, de modo que Orem la devolvió a su bolsa. Habría carne en la sopa y Orem había cumplido su parte para preparar la comida. Ahora podría quedarse en la balsa tanto como le viniera en gana, ya que es costumbre de la región que todo aquel que prepara una cena con comida compartida no puede rehusar la compañía del otro.

Comieron juntos en silencio, trinchando los trozos de carne y zanahoria con los cuchillos y turnándose para beber el caldo de la olla de bronce. Finalizada la cena, el mercader enjuagó la vasija en el río, y luego extendió la mano para llevarse agua a la boca.

Orem le tendió la botella.

—De la fuente de mi padre.

El mercader lo miró gravemente y por fin habló:

—Entonces guárdatela, niño.

—¿No hay agua adonde nos dirigimos?

—Cuando uno llega al Templo Pequeño, vuelca el agua de su casa y se lleva el agua de Dios.

—¿Para beber?

—Para verter en la fuente del padre. ¿Qué, en la granja de tu padre no les importa Dios?

Dobbick a menudo había querido contarle los ritos del Templo Grande y del Templo Pequeño de Inwit, pero Orem nunca había manifestado deseo de escucharlo. Pero de nada serviría hacerle creer al hombre que su familia era pagana.

—Oramos las cinco plegarias y los dos cánticos.

—Que te guardes el agua. Por tu vida.

Permanecieron sentados en silencio, mientras el viento soplaba encendiendo las brasas dentro del cuenco de arcilla. De modo que vamos a Inwit, pensó Orem. Después de todo, era el sitio más probable a donde podía encaminarse un mercader. En verdad, casi todo el tráfico fluvial iba hacia allí, ya que todas las aguas conducen a la ciudad de la Reina.

—Yo también voy a Inwit —dijo Orem.

—Pues qué bien —repuso el mercader.

—¿Por qué?

—Porque hacia allí conduce el río.

—¿Cómo es Inwit?

—Eso depende, ¿no? —respondió el hombre.

—¿De qué?

—De la puerta por la que entres.

Orem estaba desconcertado. Conocía puertas… Banningside tenía una empalizada y había los muros de la Casa de Dios.

—¿Pero acaso todas las puertas no conducen a la misma ciudad?

El mercader se encogió de hombros y luego rió entre dientes.

—Si y no. Me pregunto por cuál entrarás tú.

—Por la que quede más cerca, supongo.

El mercader rió en voz alta.

—Me temo que no, hijo. Sin duda que no. Hay puertas y puertas, ¿es que no lo ves? La Puerta del Sur, esa es la puerta privada de la Reina, y sólo los desfiles, los embajadores y el ejército emplean ese portal. Y luego está la Puerta de Dios, pero si entras por allí sólo

te dan un pase de peregrino, y si te llegan a atrapar fuera de la zona de los Templos te herran la nariz con una O, y te echan y nunca más vuelves a entrar.

—No soy peregrino. ¿Por qué puerta entras tú?

—Soy mercader. Entro por la Puerta de los Puercos, por el Camino de los Carniceros.

Consigo un pase de mercader, pero es todo lo que quiero. Me permite ir al Gran Mercado y al Pequeño Mercado, al Pueblo Inmundo y a las Tabernas. Ah, las Tabernas, sólo eso vale todo el viaje.

—En Banningside hay tabernas —dijo Orem.

—Pero no tienen la Calle de las Putas, ¿no? —El mercader sonrió—. No, en ningún otro sitio del mundo hay otra Calle de las Putas. Por dos monedas de cobre hay damas que te recostar n contra la pared, se subirán las faldas, y en tres minutos las llenas hasta los ojos. Y si tienes cinco monedas de cobre hay damas que te llevan a las habitaciones y te dan quince minutos, y si eres robusto te alcanza para hacerlo dos veces, como es mi caso. —El mercader frunció el entrecejo—. ¿Eres virgen, verdad, niño?

Orem apartó la mirada. Ni su padre ni su madre jamás le habían hablado de ese modo, y sus hermanos eran unos puercos. El mercader no parecía mal intencionado, pero Orem comenzó a pensar que el viaje había sido más grato antes de que el hombre comenzara a hablar.

—No lo seré por mucho tiempo, una vez que llegue a Inwit —repuso Orem.

El mercader soltó una carcajada y lanzó una mano por debajo de la camisa de Orem para pellizcarle el muslo peligrosamente cerca de los testículos.

—¡Esto son las pelotas, hijo! ¡Las pelotas!

No olvidaría fácilmente ese pellizco, y con cierto desprecio escuchó cómo el mercader le obsequiaba con relatos de sus hazañas sexuales en la Calle de las Putas.

Aparentemente Orem había pasado una especie de examen, y el hombre lo consideraba de algún modo como un amigo, interesado en todo lo que él tuviera que decir. Orem se sintió aliviado cuando por fin el mercader bostezó, se puso en pie de repente y se quitó la ropa. La lió para improvisar una almohada y la empujo ante si mientras se introducía en la tienda.

Orem alcanzó a ver el interior mientras el hombre se metía. No había sitio para él. El mercader no reparó más en Orem, y éste se acurrucó sobre la cubierta, al socaire de la carga del comerciante. Hacia frío, y la camisa de Orem todavía no se había secado después del cruce a nado. Pero podría haber sido peor.

EL PREMIO DE CORTH

Por la mañana, reinó otra vez el silencio. Pero ahora Orem no hizo nada para interrumpirlo. Ayudó con los aparejos de la embarcación, acercó agua para que bebiera el mercader mientras manipulaba la pértiga y de vez en cuando hundía el remo en el agua para colaborar cuando la corriente se embravecía o cuando pasaban por bancos arenosos. Orem compartió su trozo de pan para el almuerzo, que el mercader aceptó sin palabras. Pero esta vez, cuando llegó la noche, él hizo señas a Orem de que arrojara las piedras, y la conversación se inició así que terminó la cena. El mercader cada vez se ponía más alegre, aunque no había probado cerveza, y le hablaba más y más de Inwit.

—Está la Puerta de los Culos, pero es para los demás comerciantes. Y la Puerta Trasera es sólo para los que viven en las Granjas Altas, que no es tu caso ni lo será jamás; esas familias son más antiguas que el propio clan de la Reina, y casi tan mágicas, dicen. No, chico. Para ti solo queda la Puerta de las Meadas y el Hoyo. En la Puerta de las Meadas sólo te dan un pase de pobre de tres días y si no encuentras trabajo en ese tiempo debes volver a marcharte o te cortan las orejas. La segunda vez que te atrapan con el pase vencido o sin pase te dan a elegir. O te venden como esclavo o te cortan las pelotas. Y no hay tantos eunucos libres como esclavos intactos, ¡te lo aseguro!

Tres días. En tres días conseguiría trabajo de sobra.

—¿Qué es el Hoyo?

El mercader enmudeció de pronto.

—Es el Hoyo, niño. No un hoyo cualquiera. Está cerrado y no dan pases. La guardia no los da. Aunque hay formas de entrar al Hoyo, y formas de andar por la ciudad desde allí, pero yo no las conozco. No, yo soy hombre de Dios, lo soy, y las formas de pasar por el Hoyo son todas mágicas, si no criminales. No, aventúrate por la Puerta de las Meadas y consigue un pase de tres días y si no encuentras trabajo regresa a casa. Nada bueno viene del Hoyo. Es magia negra y Dios la aborrece.

Magia. Allí está, pensó Orem. Dicen que la Reina Belleza es bruja, y que en Inwit flota la magia, aunque los sacerdotes hagan todo lo que puedan para acallar la brujería y las leyes se le opongan. Tal vez vea la magia, pensó Orem, aunque sabia que Dios no se mezcla con los magos y que hay siete demonios extraños que se apoderan de tu alma si haces los hechizos corruptos. Los hechizos transparentes de las Dulces Hermanas, la magia que las mujeres hacían en las granjas, eso era otra cosa, desde luego. Pero la magia del Hoyo no era de esa clase. Orem estaba seguro. Y se encontró cautivado por la idea de pasar por el Hoyo, de encontrar la ciudad que quería ver.

—No me agrada la expresión que tienes en el rostro —dijo el mercader—. No estarás pensando en brujerías, ¿verdad?

Orem sacudió la cabeza, avergonzado de inmediato por haber traicionado al sacerdote Dobbick en su corazón.

—Voy en busca de un lugar para mi, de un nombre. Y de un poema, si es que puedo ganármelo.

El mercader se distendió.

—En Inwit uno puede encontrar su poema. Yo conocí un hombre allí cuyo poema era largo como su brazo. En serio, lo tenía tatuado en la piel. Qué poema tan bello. —De pronto dijo con gran timidez-:

Yo también tengo un poema, que me dieron tres trovadores en High Bans. No será un poema de Inwit, pero me pertenece.

Entonces, la noche se puso solemne. Orem se acuclilló sobre los duros troncos de la balsa y extendió las manos abiertas.

—¿Me dirás tu poema?

—No sirvo mucho para cantar —se excusó el mercader. Pero posó la mano izquierda en las de Orem, y la derecha sobre su cabeza. Y entonó:

Glasin el Mercader va y viene por doquier,

remonta el río, cruza los vados,

se dirige al norte, al pueblo de Corth,

y entrega su carne al Sabueso Sagrado.

—Tú… —dijo Orem mudo de estupor.

Glasin el Mercader asintió con pudor.

—Aquí, en mi hombro —dijo, descubriéndose para que Orem pudiera ver las heridas—.

Tuve suerte. Era el primer día del Sabueso, y tomó lo suficiente para regresar a su Guarida.

—¿No tuviste miedo?

—Me meé encima —confesó, riéndose entre dientes.

Orem también sonrió. Pero pensó cómo debía ser eso de que el inmenso Sabueso negro se acercara por los bosques sin un solo ruido y clavara los ojos en uno y lo paralizara en su lugar. Y luego arrodillarse y orar mientras el Sabueso se acercaba e hincaba los dientes en uno, y comiera toda la carne que le venia en gana, sin tener el poder de correr ni aliento para gritar.

—Soy un hombre de Dios —dijo Glasin el Mercader—. No grité, y no sentí dolor. así fue. Me llevaron a la ciudad y los trovadores compusieron esa canción para mi. Ese año fue la mejor cosecha de todas las épocas.

—Oí hablar de ese año. Decían que el Sabueso había dado con la carne de un ángel.

Glasin lanzó una risotada y se palmeó el muslo.

—¿Un ángel? ¡Jamás!

Cada vez que Glasin reía, llegaba hasta la nariz de Orem su aliento cargado de olor a dientes podridos, y Orem no se atrevía a volver la cabeza para no faltarle el respeto. Y

Glasin lo merecía ahora: un solo mordisco del Sabueso Sagrado y una buena cosecha.

—Fuiste el premio de Corth —dijo Orem, sacudiendo la cabeza.

Glasin dio un manotazo al hombro de Orem.

—¿Conque un ángel, eh?

—De veras… —aseguró Orem, y Glasin repitió la canción. La entonó muchas veces mientras descendían por el río, esas dos semanas durante las cuales el Banning se convertía en el Burring, y en que pasaron por los grandes castillos de Runs, Gronskeep, Curva Santa, Sturks y Pry. Cuanto más se acercaban al sur, más balsas y embarcaciones había y el río se tornaba cada vez más hediondo a medida que recibía los desagües de los pueblos que crecían a sus orillas. Pero los olores, los ruidos y las disputas con los demás viajeros no apagaban la excitación de saber que Inwit se aproximaba hora a hora.

Lo único que amargaba los días de Orem era el mismo Glasin. En verdad, en muchas ocasiones Orem deseó devotamente que él y Glasin no hubieran entablado amistad y echó de menos el viejo silencio. Después de todo, la vida de Glasin era demasiado insignificante y en unas pocas noches ya se habían agotado todos los relatos posibles.

Orem debía obligarse a no decir: “Pero tu poema se debe a que el Sabueso Sagrado te encontró por casualidad y sólo por esto fuiste limpio. Pero ser limpio es justamente una de las tantas cosas que jamás has hecho en tu vida.” Orem pensó que se trataba de una existencia vacía. Yo conseguiré un poema tan largo y hermoso que nunca tendré que cantarlo con mi propia voz sino que todos los demás lo harán y se lo aprenderán de memoria.

Una mañana, Glasin comenzó a hablar apenas impulsó la nave hacia la corriente.

—Apuesto a que piensas que no puedo tener la lengua quieta. Pero ya verás como sé guardar un secreto, escucha. ¿Te dije que hoy es el día de Inwit, y que se puede arribar desde el Puerto del Granjero? Si te lo hubiese dicho, no habrías podido cerrar un ojo en toda la noche, y hoy necesitarías descansar. Me dije: “Hoy necesitará estar descansado.” Pero mira allí, los Bosques de Ainn, y esa colina que hay por aquel lado es Punta Ainn, y más allá está Ensenada Ainn.

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