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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Esperanza del Venado (10 page)

BOOK: Esperanza del Venado
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—Aprenderás a leer y escribir —dijo Avonap, si bien no tenía noción de lo que eso significaba.

—No quiero aprender a leer ni a escribir —susurró el chico.

—Aprenderás a contar dinero —añadió Avonap, que nunca en su vida había tenido una moneda en sus manos.

—Aprenderás a servir a Dios —dijo el sacerdote Dobbick, haciendo pasar al niño por la puerta del edificio.

Y entonces Avonap se tocó la frente e inclinó las rodillas, pues Dios era tratado con respeto en todas las tierras del rey Palicrovol.

Orem lloró cuando se cerró el inmenso portal de madera, pero no por mucho tiempo.

Los niños saben resistir. Por mucho que se les apalee, tienen su modo de sobreponerse.

AMIGOS Y ENEMIGOS

La casa de Dios era oscura y muerta; colmada de las blancas figuras de hombres adustos y niños asustados. Jamás se escuchaban grandes estallidos de risa en los pasillos y celdas de la Casa de Dios, como había escuchado en la taberna de la aldea o a través de las altas columnatas de los bosques. Los niños reían entre dientes con la misma sutileza con que tragaban el vino oblatorío. Pero Orem no tardó en sentirse como en el hogar. El hogar es cualquier sitio en donde uno sabe cuáles son sus amigos y cuáles sus enemigos.

Sus enemigos eran los niños mayores, los más fuertes, que tenían la costumbre de ejercer su poder por las noches, en las habitaciones en penumbra. Orem había crecido con cierta convicción de que la injusticia no debía ser soportada sino corregida. así que cada vez que veía alguna injusticia la corregía. No se lo decía a los sacerdotes: sabia que los adultos jamás toman en serio las guerras y luchas de los chicos. Pero si les enseñó a los más pequeños a organizarse en la oscuridad. La segunda vez que Orem venció a los matones nocturnos los niños ya comenzaron a sentirse más seguros y más libres que nunca. Los mayores no lo olvidaron. Orem los había derrotado cuando habían creído ser poderosos y con esa determinación tan propia de los niños se conjuraron para tramar la muerte de Orem.

No obstante, los amigos de Orem no eran tampoco los niños de menor edad. Una vez que se sintieron seguros, se mantuvieron lo más lejos posible de Orem. Se contentaban con permitir que el odio de los mayores cayera sobre él y a la vez permanecían al margen del asunto. Orem soportó su traición con calma. No esperaba que fuesen mejor de lo que eran. Él era hijo de su padre.

En realidad, sus amigos eran los sacerdotes y párrocos que reconocían su mente aguda y sagaz y que lo amaban por ello. Los demás niños se sentían apabullados ante las letras y números. Pero para Orem eran algo mágico y misterioso que de algún modo representaba sonidos y valores, que tenía nombre pero no lo decía, que se presentaba en filas que significaban distintas cosas en distintos momentos. Si dispones las letras verticalmente son números, le enseñaba su maestro. Horizontalmente, son palabras.

Orem memorizó todas las runas en un día, leyó palabras en una semana y en un mes descubrió que los escribas más inteligentes ordenaban sus números para que formaran palabras, y sus palabras para que fueran números, de tal forma que en este libro toda la astronomía del universo se representa matemáticamente en la historia de Azasa y el disidente, y en este otro todas las cuentas del tesoro del Rey durante una década se

representan en acrónimos y cifras que relatan los pecados de los cortesanos cuya condensación especifica aparece en las sumas. Mientras los otros niños se esforzaban por comprender el significado llano de las cosas, Orem aprendía las lecciones más sutiles y sin intentarlo, de modo que para su propia sorpresa se encontraba haciendo sus ejercicios con una elegancia que superaba la de muchos de sus maestros.

—¿No ves lo que has hecho? —preguntaba el sacerdote Dobbick—. Aquí, donde haces la suma de los soles del invierno, también se lee “nieve tibia”.

—Lo siento —decía Orem, pensando que había sido sorprendido en una falta secreta.

Pero pronto notó que el sacerdote Dobbick estaba complacido con él, y en muchas ocasiones Orem advirtió que cuando los sacerdotes venían a observar a los alumnos durante su estudio se quedaban todo el tiempo mirando sobre su hombro, siendo que jamás miraban a otro con interés particular.

Cuando Orem descubrió que los maestros eran sus amigos, se inclinó hacia ellos con gratitud, escapó de la peligrosa soledad del patio de juegos y pasó sus horas libres dentro, leyendo y conversando con los maestros. Sólo uno de los instructores de Orem comprendía lo que estaba sucediendo. El sacerdote Dobbick.

—Aún no conoces el costo de tu poder —le dijo.

—¿Poder? —preguntó Orem, ya que no creía tener ninguno.

—Actuaste valientemente y con sabiduría apenas llegaste a este lugar Debes actuar valientemente y con sabiduría delante de los otros niños ahora, si es que piensas convivir amistosamente con ellos alguna vez.

—No son mis amigos —adujo Orem.

—¿Te amarán más si te alias con nosotros, los maestros, los opresores, los enemigos de todos los niños?

—¿Qué me importa a quién quieran o por qué? Estoy más feliz aquí en la oscuridad, con los libros, que allí en la luz con ellos. Si no desea enseñarme, déjeme solo en la biblioteca.

Pero el sacerdote Dobbick no era fácil de disuadir, y se encargó de que se obligara a Orem a jugar afuera, y a intervenir en los juegos. Con los otros niños arrojó piedras y las golpeó con palos. Orem aprendió a ser diestro en esquivar las piedras que le disparaban justo a la cabeza. Cuando nadaba con los otros niños en el foso de agua, aprendió a contener el aliento largo tiempo y a ser ágil como una anguila para que no pudieran retenerlo bajo el agua más de lo que aguantaba la respiración. Cuando los demás dormían, Orem aprendió a moverse en silencio y con seguridad en las sombras, y cada noche se tendía en un sitio distinto de la Casa de Dios, lejos de su cama, para que no lo asesinaran durante el sueño Odiaba al sacerdote Dobbick por obligarlo a vivir y jugar junto a los demás niños, pero contra su voluntad sus manos, sus pies y sus ojos adquirieron destreza, sus puños se fortalecieron y su ingenio se aguzó. Y su cuerpo se endureció y fue capaz de soportar grandes adversidades. Nadie en la Casa de Dios podía correr tanto ni tan rápido como Orem, nadie podía vivir con menos horas de sueño, y nadie podía leer ni escribir como él. Creía ser desdichado, pero luego miraría hacia atrás y recordaría esta época como la más feliz de su vida.

EL FUEGO Y EL AGUA

Los niños que más odiaban a Orem eran Cressam, Morram y Hob. No detentaban el poder antes de la llegada de Orem, pero a causa de la despiadada tortura que infligían a los más pequeños, solían ser valiosos instrumentos de los más astutos que ejercían el mando. Ahora no tenían lugar alguno en la Casa de Dios: eran torpes en sus tareas escolares y ninguno de los juegos infantiles recompensaba la crueldad y la falta de misericordia. De modo que tramaron la muerte de Orem, en parte por no tener mejor cosa

que hacer, y una vez que trazaron su plan lo practicaron hasta estar seguros de que podía ser llevado a cabo con rapidez y sin que nadie lo advirtiera.

Fue el día en que llegaron las ofrendas de heno. Orem estaba junto a los demás niños observando cómo crecía y se engrosaba la pila a medida que los granjeros acercaban sus d divas a la Casa de Dios. Orem ansiaba ver a su padre, si bien sabia que había escasas posibilidades de que su propia familia hiciera el trayecto para traer el presente de la aldea.

De pronto Orem notó que lo asían muchas manos y que lo arrojaban por debajo del heno. Se retorció y trató de zafarse, pero no estaba en el agua, y ellos lo habían practicado bien. Orem alcanzó a ver que Cressam tenía una antorcha en la mano.

Entonces, el heno lo cubrió y comprendió el plan de inmediato. Cressam tropezaría y la antorcha caería. Contarían a los niños cuando el fuego se hubiese extinguido y sólo entonces descubrirían que faltaba Orem. Si alguno de los críos veía el incidente, no se atrevería a contarlo: si Cressam, Morram y Hob habían matado una vez no vacilarían en hacerlo de nuevo.

De modo que no intentó salir de la pila de heno, donde las llamas estallarían primero.

En cambio se echó hacia atrás y se internó entre la paja hacia las profundidades del montículo. A sus espaldas escuchó un rugido repentino, el grito del Fuego. No veía la llamarada pero si la oía; el calor y el humo no tardaron en llegar. No tenía que pensar.

Sus brazos sabían cómo cavar entre el heno; sus pies sabían cómo patear la paja detrás de si para que el humo no encontrara el camino por donde pensaba ocultarse.

Dentro del heno estaba oscuro como la boca del lobo, y puesto que sus ojos no podían ver, su mente lo hacia en su lugar: recordó vividamente las piras de heno que había visto anteriormente. Las llamas siempre tardaban un par de segundos en recorrer todo el trayecto, pero no morían antes de uno o dos minutos. Dentro del heno siempre había un sitio sin encender, un lugar al que no llegaban las llamas. Esa era su esperanza.

Pero también recordó haber rastrillado los restos de un fuego de heno en una ocasión, y haber encontrado el cadáver de un ratón en un sector que no había ardido. No tenía ni un pelo quemado, ni señales de fuego, pero estaba muerto, con los ojos bien abiertos.

Con fuego o sin él, el calor del humo había alcanzado el centro mismo de la pila, y Orem se preguntó qué forma tomaría su muerte y cuánto dolor le causaría.

Y entonces, sucedió el único milagro de su niñez. La pila había sido levantada sobre tierra firme y seca, pero ahora su mano se extendió hacia adelante en busca de sostén y no halló en qué apoyarse. Fue a dar a un estanque de agua que no debía estar allí. Tuvo suficiente presencia de ánimo para tomar una profunda bocanada de aire antes de sumergirse y luego se dejó hundir más y más en las aguas, sin moverse, sólo tratando de recordar el arriba y el abajo y de estimar cuánto tardaría el fuego en extinguirse.

De pronto sintió la tierra bajo sus pies y se levantó. Cuando su cabeza irrumpió en la superficie del agua no lo hizo entre una pila de heno sino en un mar de cenizas que flotaban en la superficie y le cubrieron el rostro. Tomó aire: en sus pulmones fue como humo cálido, pero al menos era aire. Luego lo sacudió el dolor del calor y la humareda, y cayó al agua. Sin duda moriría, pensó. Pero no bien se había zambullido unas manos fuertes lo aferraron, lo levantaron y le oprimieron los pulmones. Unos grandes labios masculinos se posaron sobre su boca para insuflar vida en él, pero Orem hizo al sacerdote a un lado.

—Estoy bien —le dijo.

Los sacerdotes lo miraron atemorizados y el sacerdote Enzinn expresó lo que todos pensaban:

—Secamos esta ciénaga hace un siglo y sólo para ti el agua volvió a brotar y formó una fuente debajo del heno. Dios debe amarte, Orem. No ha querido que mueras.

Desde ese momento los sacerdotes y el resto de los niños supieron que Orem estaba protegido, y no volvieron a alzar la mano en contra suya.

Descolló en sus estudios. Su mano era tan diestra a los doce años que lo separaron de la clase de caligrafía y lo pusieron a hacer manuscritos. Dejaron que transcribiera de nuevo las profecías del presbítero Cork, y cuando concluyó lo alabaron por haber descubierto siete nuevos significados ocultos en las rimas y diagonales. Pero cada vez que los elogios tentaban a Orem a ser jactancioso, a hablar con arrogancia ante los demás niños o a presumir de su amistad con algún sacerdote, se sentía caer irremediablemente en un estanque de agua, sentía que sus pulmones se le comprimían en un desesperado afán por respirar, y no le salía palabra.

Y así pasaron los años en la Casa de Dios, en Banningside, hasta el día en que le encontró su verdadero padre.

9
EL HOMBRE DE LOS OJOS DE ORO

Aquí se narra cómo casi conoces a tu hijo, aun cuando no sabias siquiera que tuvieras un vástago, y cómo lo pusiste sobre la senda que lo condujo a los hechos por los cuales lo quieres matar.

EL FIN DE LA EDUCACIÓN

Orem estaba sentado durante una clase. El sacerdote Dobbick estaba frente a él, estudiando la copia de la Resurrección de los Vinos. Siguiendo un impulso, Orem había escrito las palabras “brote”, “capullo”, “flor” y “sangre” en los márgenes de las copias y otras figuras análogas en el resto del libro. Dobbick fruncía el ceño de cuando en cuando, y Orem temió haber hallado demasiados significados en el texto. Quería hablar, disculparse, explicarse. Pero sabia que el silencio era la mejor estrategia.

De modo que se dedicó a observar las calles por la ventana. Allí estaba sentado el sordo Yizzer, donde siempre, ante el portal de la Casa de Dios, gritando con una voz que podía escucharse desde el último rincón del edificio.

—¡Oh señor, amable señor, en su rostro posee usted el don de Dios, oh señor, bienaventurado sea, Dios le sonríe por sus dádivas y Dios nombrará sus más secretos nombres con una bendición a sus más secretos nombres!

Y seguía y seguía en un eterno monólogo que era singularmente eficaz para conseguir que los desconocidos transeúntes le arrojaran monedas. Los novicios estaban convencidos de que Yizzer no era más sordo que ellos, pero ningún intento de tomarle el pelo desde el patio podía interrumpir sus gritos o conseguir que se enfureciera o se echara a reír; Si sólo simulaba ser sordo, lo hacia muy bien.

Si yo tuviera hambre de verdad, ¿me haría mendigo?

Dobbick apoyó el libro sobre la mesa.

—Te has superado a ti mismo.

Orem no sabia cuán tenso había estado hasta que sintió que se relajaba.

—¿Entonces lo he hecho bien?

—Oh, si. Certificaré que es tu obra maestra.

Orem se quedó atónito.

—¿Mi obra maestra? Pero si sólo tengo quince años…

Dobbick permaneció en silencio, obligando a Orem a aguardar pacientemente sus palabras, y por fin dijo:

—Tu educación ha concluido, Orem.

—No puede haber terminado. No he llegado a la mitad de la biblioteca y mi trabajo aún es burdo…

—Tu trabajo es lo mejor que hemos visto en Banningside desde que Dios fue mostrado en estas tierras por vez primera. ¿Quién crees que escribió los manuscritos que copiaste de la Resurrección de los Vinos?

—No lo sé. Nunca firmaban.

—El presbítero Abrekem.

—¿Él?

—El profeta que enseñó a Palicrovol por primera vez el camino de Dios. Y tú has superado su trabajo. No apenas, sino muy notablemente. ¿Qué más te enseñaremos en Banningside? Los libros que no has leído no contienen nada que necesites… ya has escogido las obras más difíciles y las devoraste por completo.

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