Durante siglos, los habitantes de estos valles han entretenido las largas y frías noches de invierno contándose unos a otros historias escalofriantes. Una de ellas, que el tiempo y las gentes han convertido en leyenda, tiene como protagonista al abuelo de Eliseo. Nosotros la conocimos de boca de nuestro amigo el pastor.
La recuerdo muy bien.
Cuando Eliseo vino al mundo, estos montes estaban llenos de lobos. Eran los dueños de los caminos solitarios y de las noches oscuras. A veces, en los meses de frío y de noches interminables, cuando escaseaban las presas, los lobos se acercaban a los pueblos y atacaban a las ovejas en los cercados. Los ganaderos encontraban, de buena mañana, los restos de alguna matanza que los dejaba más pobres y más indefensos. Los niños crecían aterrorizados. Sus madres los escondían en casa para que no vieran a los lobos acechando. Se creía que solo la visión de uno de ellos les podía hacer enfermar.
El abuelo de Eliseo, que también se llamaba Eliseo, no debía de tener más de veinticinco años cuando protagonizó la hazaña que habría de cambiarle la vida. Recorría el valle de regreso a casa durante uno de esos cortos y helados atardeceres de invierno. Todavía el sol no declinaba del todo, y el camino estaba bien iluminado por la poca luz que le quedaba al día, roja como la sangre.
De pronto, el hombre, que caminaba a buen paso, atento a cuanto escuchaba o veía, descubrió el rastro de cuatro patas sobre la nieve. Se quedó paralizado de terror. Había escuchado historias de lobos que esperan a los hombres en los caminos, los encantan con su mirada mágica y luego saltan a su cuello para devorarlos. También sabía de lobos capaces de caminar durante kilómetros detrás de sus víctimas, pacientes y precavidos, esperando la mejor ocasión de devorarlas.
Advertido del peligro que podía estar acechando, Elíseo apuró el paso y cambió ligeramente su rumbo para llegar cuanto antes a la ermita de Nuestra Señora de las Montañas. Pensó que esa noche no llegaría a dormir a su casa y aguardaría a que amaneciera cobijado en las benditas paredes del pequeño santuario.
Hizo el camino tan rápido como sus pies y la nieve que acolchaba el sendero se lo permitieron. Una vez en la ermita, cerró la puerta tras de sí y se arrodilló a rezar a la Virgen una plegaria improvisada:
Santa Virgen montañesa
,
permite que el miedo no me acobarde
,
que el cuchillo encuentre su camino
y yo pueda vivir para contarlo, amén.
La Virgen le escuchó porque le mantuvo despierto y alerta durante toda la noche. A eso de las tres de la madrugada, le pareció oír de nuevo los pasos del lobo, sigilosos, que se acercaban. El animal se detuvo al otro lado de la puerta. Se podía sentir claramente su fuerte respiración en el silencio sobrecogedor de la noche y hasta —dicen— oler su fétido aliento.
Durante más de dos horas, el animal estuvo arañando con sus garras la gruesa madera que le impedía el paso. Los portones no tenían pestillos ni trancas, ni más protección que la fuerza con que el lobero los sujetaba, pero no se abrieron. Algunos creyeron que se trataba de un milagro de la Virgen. Otros vieron una demostración de fortaleza por parte del cazador. Y no faltó quien pensó que solo había sido cosa de la buena suerte.
Al fin, después de mucho rezar para armarse de coraje, el abuelo de Eliseo decidió salir y enfrentarse al animal. Solo tenía un arma, un afilado puñal que había dejado toda la noche sobre el altar de la ermita, a los pies de la Virgen ermitaña. No sabía de qué podía servirle en el combate cuerpo a cuerpo que habría de librar con la fiera. Se santiguó y salió a probar suerte.
Abrió la puerta de la ermita —que esta vez cedió con facilidad— y se lanzó sobre el animal. Como había temido, era un lobo gigantesco, de pelo largo y negro y de colmillos afilados como puñales. Se abrazó a él, sintió su sangre caliente y los latidos de su corazón fuerte, y se encomendó a la Virgen por lo que pudiera pasar. Ambos, hombre y bestia, rodaron sobre la nieve en un violento forcejeo hasta que, con un movimiento preciso, Eliseo pudo liberar un brazo y le rebanó al lobo el cuello de un corte.
El bicho tardó unos minutos en morir. En ese tiempo, cazador y víctima, lobo y lobero, monstruo y ser humano, siguieron aún rodando por la colina sobre la nieve. Las fuerzas de la presa disminuían mientras la sangre se escapaba de su cuerpo, pero a pesar de ello tuvo tiempo de defenderse. De un zarpazo, destrozó uno de los muslos del cazador. De otro, por suerte más débil, le cercenó un pedazo de mejilla. Si llega a tardar un segundo más en morir, tal vez el combate habría dejado dos cuerpos sin vida sobre el valle nevado.
El lobero tardó en levantarse. Cuando lo hizo, comenzaba a amanecer. El lobo, gigante, negro como el diablo, yacía al pie de un castaño gigantesco. Frente a los ojos de Eliseo, la nieve empapada de sangre dibujaba un siniestro camino en la ladera.
El lobero enterró al lobo al pie de aquel árbol y regresó a su casa. Desde ese mismo día, todos comenzaron a llamarle «el Tumbalobos». Las gentes supersticiosas creyeron que, al morir, el espíritu del animal se había traspasado a su verdugo, y por eso Eliseo fue respetado y temido en todo el valle el resto de sus días, como lo serían sus hijos y sus nietos.
Un tiempo después, el cazador volvió a los pies del castaño y descubrió las huellas de docenas de lobos. Todos escucharon su increíble historia:
—El lobo que maté era el jefe de la gran manada lobuna que habita nuestro valle —dijo—, y por eso todos los miembros del clan peregrinan ahora hasta su sepultura bajo el gran árbol. No sería extraño que cualquier noche de luna llena intenten desenterrarlo y lo devoren, como modo de rendirle un último homenaje.
Sus paisanos se sobrecogieron al escuchar estas palabras.
—Por eso propongo que construyamos trampas —prosiguió Eliseo— donde los lobos entren confiados, pero de las que no puedan salir. Podremos darles muerte o capturarlos vivos. Nos libraremos de los enemigos de nuestras ovejas, de nuestros hijos y de nuestra tranquilidad.
Todo el mundo celebró esta idea. Decidieron comenzar a construir las trampas aquella misma noche. Las llamaron «chorcos», palabra que en alguna lengua que ya nadie habla significa «fosa» o «agujero».
Así fue como, junto al castaño gigantesco y el cuerpo del mayor lobo negro que ha muerto en estos montes, se construyó el chorco de los lobos.
Esta es mi horrible verdad: soy uno más en la colección de monstruos que alguna vez han habitado este valle.
Los cazadores me acechan.
Apenas te conozco
y no quiero saber de nadie más.
No he besado tus labios,
no he tocado tus manos,
no he mirado tus ojos
y no quiero besar, tocar,
mirar a otra nunca más.
Nada tiene sentido.
Apenas te conozco.
Sé todo de tu vida.
Quiero ser tu destino.
Apenas te conozco.
Quiero ser tu destino.
Y que seas el mío.
Lo siento. He vuelto a desaparecer del blog. Esta vez la culpa no la ha tenido mi salud (me encuentro mejor que nunca), sino mi estado de ánimo. No me apetecía tropezar con mi hermano, que se pasa el día en el ordenador, ni tener que hablar con él. Tampoco tenía ganas de escribir. Creo que en las últimas veinticuatro horas he llorado más que nunca en mi vida. Hoy, por fin, mi hermano se ha largado. Mis padres están en el salón, viendo una película. Mi padre no me habla, aunque después de lo que pasó ayer, lo prefiero. Ayer papá me dijo cosas horribles. Me amenazó con encerrarme en un internado hasta que comience la universidad. Pero será mejor que comience por el principio.
El principio está en el chorco de los lobos.
La fiesta comenzaba a las doce de la noche. Mi hermano había hablado con mis padres para que me dejaran ir. Les contó que la fiesta la organizaba un amigo suyo que era «muy legal», y que no terminaríamos muy tarde. Mi padre no parecía muy interesado en el asunto. Mi madre fruncía el ceño cuando me preguntó, extrañada de tanto interés por parte de Benjamín:
—¿Tú quieres ir?
Tuve que mentir, claro. Mi hermano me miraba fijamente y esperaba una respuesta que se amoldara a sus expectativas.
—Sí —respondí.
—Está bien —otorgó al final papá—, pero no volváis tarde.
Fuimos en el coche del colega raro. Más de media hora de camino hasta llegar a un lugar insólito: una hondonada rodeada de árboles altísimos, en mitad de la oscuridad del bosque. Habían instalado una barra de bar, una mesa de sonido, y habían improvisado una pista de baile en mitad de un claro. La música retumbaba en la oscuridad de la noche. También había antorchas y palmatorias distribuidas por todas partes.
Tal vez, si no hubiera ido acompañada de aquel par de tarugos, me lo habría pasado bien.
Procuré ir a mi aire. Bailé un rato, sola. Pedí una naranjada y, antes de que pudiera pagarla, el colega de mi hermano ya estaba cerca de mí, diciéndome con su voz empalagosa:
—Las diosas no deben pagar lo que beben.
Su mirada, fija en mí, me ponía nerviosa. Me sentía observada en todo momento.
Hacia las dos de la madrugada, mi hermano me ordenó:
—Ven a ver las trampas.
Caminé tras él hacia un lugar en que el valle se estrechaba. Un par de empalizadas de madera formaban una estructura en forma de embudo. La parte superior estaba custodiada por los enormes árboles. La inferior conducía a un paso angosto, diseñado para que los lobos entraran, asustados por los cazadores, pero no lograran salir. Una vez capturada la presa dentro del foso, los cazadores decidían qué iban a hacer con ella: o la molían a palos y pedradas, o bien le ponían un bozal de hierro y lo paseaban de pueblo en pueblo y de aldea en aldea para que todos admiraran su gesta, hasta que el animal moría de inanición o de agotamiento. Luego subastaban su piel.
—Mira, los lobos entraban por aquí y caían al vacío —escuché decir al amigo de mi hermano, señalando el estrecho paso.
La oscuridad era casi total dentro de aquel agujero. Las altísimas empalizadas nos ocultaban la luna. Aunque tal vez había luna nueva y el cielo era una sábana de color carbón, sin escapatoria. De pronto me di cuenta de que mi hermano se había marchado, de que me había dejado sola con el otro, con el indeseable, y me invadió la angustia. Aunque creo que mi desazón no se debía solo a la compañía.
—¿Te sientes mal, princesa? —me preguntó.
Me sentía fatal. Me faltaba la respiración y el corazón me latía desbocado. No contesté.
Él insistió:
—Y aquí es donde morían. O, mejor dicho, donde los masacraban.
—Necesito salir de aquí —musité.
—Aunque es mejor morir que ser humillado de pueblo en pueblo, ¿no crees? —continuó él—. ¿O tú soportarías que te exhibieran como una atracción de feria?
—No, claro que no.
—¿Sabes que, durante mucho tiempo, las madres creían que los niños que tocaban a un lobo morían de enfermedades horribles?
No quería escuchar nada más. Me estaba sintiendo realmente mal.
—Por favor, déjame salir.
El amigo de mi hermano, que me pareció aún más alto que de costumbre, se detuvo frente a mí impidiéndome el paso. Me di cuenta de que desprendía un calor extraño, demasiado intenso.
—Yo sé lo que te pasa, princesa —dijo con un brillo extraño en los ojos.
—Por favor… —creo que estaba a punto de echarme a llorar.
Miré hacia arriba, hacia las altísimas empalizadas, y comprendí que no tenía escapatoria. Aquel lugar era una trampa mortal para mí.
—Yo sé lo que eres —continuó él—, y ahora ya no tengo dudas de que estamos hechos el uno para el otro. ¿No te das cuenta? —un par de manazas ardientes me agarraron por los hombros—. Las criaturas como nosotros debemos estar juntas, ayudarnos, complementarnos. Somos nosotros contra el mundo, algo que ellos, los normales, jamás entenderán.
Sus labios hervían cuando intentó besarme. Me revolví. Me dio mucho asco.
—Déjame —le dije.
Me miró con furia.
—Ni hablar —zanjó, abalanzándose otra vez sobre mí.
No sé de dónde saqué las fuerzas, pero le aparté de un empujón. Su espalda se estrelló contra la empalizada. Me miró con sorpresa, estupefacto. También yo estaba sorprendida de lo que acababa de hacer.
Aunque no fue suficiente para hacerle desistir. Recuperó la energía en el acto y se lanzó de nuevo sobre mí. Esta vez, directo al cuello. Apartó el abrigo, el suéter, la camiseta, todo con un solo y violento gesto, y por un momento creí que iba a morderme. Incluso me pareció ver brillar en su dentadura un par de afilados colmillos. Sentí tanto miedo que lancé un grito. No: más bien un gemido. O un aullido. Algo que no reconocí como mi voz.
Al instante, otro aullido llegó desde no muy lejos.
Mi agresor se detuvo. Me miró frunciendo el ceño.
El aullido se repitió, esta vez desde más cerca, como un eco del anterior.
Desde fuera, una voz gritó, despavorida:
—¡Lobos! ¡Vienen lobos!
La música cesó de pronto. Se escucharon gritos de histeria, carreras, motores de motos y de coches. Y los aullidos, más cerca todavía.
Mi hermano, que debía de estar vigilando en alguna parte, gritó de pronto:
—Salid de ahí, tío, tenemos que irnos.
Aproveché su desconcierto para escapar tan rápido como pude.
Afuera, la fiesta había terminado de improviso. En la barra se veían botellas tumbadas y vasos a medio beber. La mesa de mezclas estaba abandonada. La gente huía. Los coches salían del aparcamiento sin guardar ningún orden, alumbrando con sus faros la negrura de la noche. Al pie del castaño más alto de todos, me pareció ver un gran lobo negro, mirándome satisfecho.
No volví con Benjamín y el pesado. Decidí regresar por mi cuenta. Corrí entre los árboles. No tenía miedo, más bien todo lo contrario. Los aullidos lejanos me hacían sentir acompañada, protegida. Corrí durante horas, descansando de vez en cuando. Cuando encontré el Arroyo Negro, bebí con avidez hasta saciarme. Unos metros más allá descubrí a una loba joven con sus lobeznos, haciendo lo mismo, y me sentí muy bien. A partir de ese momento, todo fue más fácil. Solo tuve que seguir la corriente para dar con nuestra casa. Cuando llegué, los pájaros comenzaban a cantar, anunciando un amanecer que apenas se vislumbraba. Benjamín me esperaba sentado en los escalones del porche y parecía muy enfadado.
—¿Se puede saber con quién has vuelto?
—Con nadie. He venido caminando —respondí.
Entré en casa sin mirarle. No tenía nada que hablar con él. Fingí no oír sus últimas palabras:
—Arístides dice que volverá a por ti. Y que hará todo lo posible para que te quedes con él.
Arístides es su colega, claro; creo que no había dicho su nombre aún. Un nombre raro para un tío raro.