Aunque parezca raro, lo más difícil de mi ruptura con Salva fue explicárselo a mi padre. Últimamente tengo la sensación de que no soy el tipo de hija que le gustaría tener. Por eso trata de convertirme todo el tiempo en otra cosa.
Es complicado.
El caso es que papá se enfadó muchísimo cuando supo que había cortado con mi novio. Salva le gusta por muchos motivos. En primer lugar, porque siempre le da la razón en todo (y eso incluye lo que yo debo o no debo estudiar y lo que debo hacer con mi vida) y porque es un estudiante ejemplar, de los que tienen muy claro que su futuro será una carrera brillante en la empresa de su padre.
Información adicional imprescindible: Salva es el único hijo del socio capitalista de mi padre. Ya sabéis: un socio capitalista es quien pone el dinero para que una empresa funcione. Digamos que los negocios de mi padre, en esos días en que a Salva se le ocurrió acostarse con mi mejor amiga, dependían bastante del dinero del padre de mi novio el traidor. Las empresas familiares comenzaban a desplomarse, una detrás de otra, por culpa de la maldita crisis. Es decir, que mi padre se asustaba solo de pensar que algo pudiera molestar a su socio y hacer que se retirara, llevándose su maravilloso dinero.
Así que lo primero que hizo mi padre cuando supo que Salva y yo habíamos cortado fue llamar a su socio y preguntarle cómo estaba su hijo. Se quedó muy preocupado cuando supo que Salva estaba hecho polvo, que no tenía ganas de hablar con nadie y que apenas comía.
Nada más colgar el teléfono me preguntó:
—¿No te duele que el pobre chico esté tan mal?
Y se fue a su despacho, malhumorado, sin querer entender ni escuchar.
Mi ruptura con Salva, vista desde el punto de vista de papá, fue «egoísta», «exagerada» e «inoportuna». No me lo ha dicho, pero piensa que debería haber esperado a que la crisis económica pase o remita un poco para dejar a mi novio. De modo que me he comportado —siempre según él— «como una niña consentida, incapaz de comprender que las cosas son mucho más complicadas». En su opinión, debería disculparme con todos: con él, con la familia y, por supuesto, con Salva.
Bueno, pues aquí va mi disculpa (y advierto que es la única que pienso articular):
Lo siento, papá.
Siento mucho no haber mirado las cotizaciones de la bolsa antes de mandar a paseo a mi novio.
La próxima vez que alguien me ponga los cuernos, preguntaré a los periodistas por la situación de los negocios de la familia, antes de derramar ni una sola lágrima.
¡Seguro que ellos saben decirme si es o no es un buen momento para que mi novio se acueste con otra!
Información adicional (no tan imprescindible): Mi padre es bastante famoso. Es empresario. De los grandes de esos que van a almorzar de vez en cuando con el rey y se pasan el día pendientes de la cotización de sus acciones. Aunque, últimamente, cuando sale en los periódicos, no es solo por cosas buenas relacionadas con el crecimiento de sus empresas en todo el mundo. Ahora los periodistas le persiguen haciéndole preguntas desagradables, y hace un par de semanas incluso salió en el telediario, en la sección de «Escándalos» (bueno, no sé si esa es una sección del telediario, pero debería serlo).
La historia es que, de pronto, una semana después del episodio de Salva y Margarita, el socio capitalista de papá decidió retirar parte de su dinero. Por si alguien le da la razón a mi padre, aclaro que se trató solo de una coincidencia. Hacía mucho tiempo que los negocios iban mal y el padre de Salva había avisado muchas veces de que irían a peor. Aunque hay que reconocer que la coincidencia fue muy desafortunada.
Los abogados de mi padre (dos de ellos son mis hermanos) le aconsejaron reducir gastos de manera drástica. Así que presentaron suspensión de pagos y comenzaron a echar a trabajadores. En total, más de trescientas personas perdieron su empleo casi de la noche a la mañana. Mi padre dio una rueda de prensa, puso cara de compungido ante los periodistas y no dejó que ninguno hiciera preguntas. Como un entrenador de fútbol antipático.
Se armó un gran revuelo. Los trabajadores despedidos se manifestaron durante días delante del despacho de mi padre y de otros directivos de la empresa (entre ellos, otro de mis hermanos). Llevaban pancartas donde los insultaban y los hacían culpables de la miseria en la que habían caído. Salieron en todos los informativos. La policía tuvo que intervenir. El tema llegó al Parlamento. Mi padre indemnizó a todos para que se callaran. Luego, se deprimió. Su psicólogo le recomendó que se marchara unos días fuera de la ciudad hasta que los «incidentes» se olvidaran y el «malestar» de los trabajadores se apaciguara un poco. Mamá, claro, pensó que era una magnífica idea, como ya sabéis. Luego llegamos aquí, ocurrió lo que ya sabéis, bebí agua del Arroyo Negro, terminé en el hospital y me convertí en su coartada perfecta.
Hoy es el primer día en que me encuentro mejor. He recuperado las fuerzas. No me mareo si me incorporo demasiado rápido. Tengo un hambre feroz.
Mi madre ha llamado al médico para contárselo. Cuando ha colgado el teléfono, ha sonreído:
—Dice que es la recuperación más rápida que ha visto nunca.
Pero de inmediato ha levantado el dedo índice de las advertencias y ha añadido:
—Pero no quiere que hagas locuras. Dice que debes seguir con el reposo por lo menos seis horas al día.
Hacer reposo cuando te encuentras bien es lo peor. Hasta se me ha alterado el ritmo normal del sueño. Como paso tantas horas en cama, he comenzado a dormir de día, como los bebés. De noche, en cambio, tengo una energía increíble y ni pizca de sueño. Mamá dice que «se me ha girado el sueño», como si fuera un calcetín recién lanzado al cesto de la ropa sucia.
Menos mal que de noche internet funciona bien y me deja navegar y escribir el blog. Mi padre dice que esto de la poca cobertura diurna es cosa de las antenas, que por lo visto en este valle están espaciadas o estropeadas o las dos cosas.
Hoy tenemos más novedades. Han llegado mis tres hermanos mayores a pasar unos días. Eso significa que saldrán a cazar todas las mañanas y que luego mamá tendrá un montón de ropa que lavar y que en el porche aparecerán cada día cuatro pares de botas enormes rebozadas en barro. Mis tres hermanos mayores tienen más de treinta años y, además de sus puestos directivos, le deben a mi padre todos sus gustos. Son como cuatro gotas de agua. Esta vez han venido con sus novias. Y con media docena de escopetas nuevas.
En un par de días habrá luna llena.
¿Por qué siento escalofríos cada vez que miro la luna? ¿Por qué querría echar a correr, llegar por mis propios medios al otro extremo del valle?
¿Qué quiero descubrir? ¿Por qué necesito el aire helado de las montañas acariciándome las mejillas?
¿Por qué deseo olisquear los rastros que el viento arrastra? ¿Por qué deseo el viento, cargado de pistas de otros seres, de lugares remotos, de mares lejanos, de tantas cosas que ningún ser humano conoció jamás?
¿Por qué siento de pronto ganas de buscar a otros como yo, seres solitarios, y de escapar con ellos, sentir su calor en las noches heladas? ¿Por qué de pronto necesito ser a su lado un solo ser persiguiendo un mismo objetivo?
¿Y la soledad? ¿Es normal este deseo de estar sola, inmensamente sola? ¿Qué hay más allá de la soledad de los amplios espacios abiertos? ¿No es esa soledad mucho más terrible que cualquier otra? ¿He nacido, acaso, para ser absolutamente libre? ¿Para escapar de la manada? ¿No es un poco triste siempre la libertad de los seres solitarios?
¿Por qué cuando miro la luna solo acuden preguntas a mi mente? ¿Quién soy? ¿En qué me estoy convirtiendo? ¿Cuál es mi lugar y mi destino? ¿Quién va a compartirlo conmigo, cuando llegue?
¿Qué sienten los lobos cuando miran a los seres humanos?
He tenido una especie de recaída. Por eso he desaparecido varios días del blog. Pido disculpas, por si alguien estaba preocupado por mí. Aunque suene extraño, durante las horas que he pasado en el hospital y en la cama, ya de vuelta a casa, no hacía más que pensar en el blog y en quien está al otro lado, esperando mis palabras cada noche. Es como si este pequeño espacio virtual se hubiera convertido en mi única vida verdadera, la única en la que me apetece estar. Escribir es, ahora más que nunca, un modo de salvarse.
Intentaré contar qué ha pasado.
Ya dije que llegaron mis hermanos mayores y sus novias. Todos muy guapos, muy simpáticos, muy sofisticados, muy contentos. Todos viven en Madrid, todos tienen grandes cochazos que se ensucian en el campo. Cuando ven un mosquito o una lagartija, ellas se comportan como si hubieran visto un tigre de bengala a punto de atacarlas. En definitiva son, aunque no lo admitan, gente de ciudad, muy estresada por culpa de sus apresuradas vidas.
La primera mañana no tenían fuerzas ni para levantarse. Durmieron hasta muy tarde. Mamá había preparado para ellos las habitaciones de invitados del piso de arriba. A las dos menos cuarto, las chicas todavía se estaban duchando.
Durante la comida decidieron organizar al día siguiente «una gran cacería», aprovechando que justo hace unos días se levantó la veda del jabalí, la cabra montesa, el gamo y no sé cuántas especies más.
—Será un inicio magnífico de la temporada —anunció papá, satisfecho—. A ver si tenemos suerte y matamos algún bicho grande.
—Seguro que el valle nos hace algún regalo inesperado —dijo el mayor, que siempre ha sido un idealista—, aunque solo sea por lo poco que venimos.
Era divertido que estuvieran aquí, un paréntesis en la monotonía. Además, yo aquella tarde me encontraba muy bien. A mí también me daban ganas de lanzarme al monte, pero no a cazar, sino a disfrutar de la naturaleza, del sonido del agua, del brillo de la luna…
Cuando anocheció, los hombres se acostaron temprano y las chicas —con mi madre— se sentaron a ver una serie horrible en la tele. Una de esas de vampiros macizos, donde las protagonistas siempre son rubias y los vampiros siempre tienen buen corazón.
Decidí salir al porche. Me apetecía estar sola y respirar aire puro. Me senté en la mecedora.
Lo primero que pensé: «Huele de maravilla».
Luego reparé en los sonidos. Había mil ruidos cercanos que reconocía para mis adentros: un ratoncillo excavando sus túneles bajo mis pies, un búho agitando sus alas, una culebra serpenteando por la rama de un árbol.
Entonces me dio un brinco el corazón. Había escuchado algo. Un aullido. Llegaba desde muy lejos, calculé que a unos siete y ocho kilómetros, en dirección a la sierra, cerca del lugar donde hay una ermita centenaria. El aullido procedía de un macho joven. Estaba solo y buscaba una hembra. Me asusté mucho. ¿Cómo podía saber todas esas cosas con solo escuchar un aullido? Nunca hasta ahora me interesaron los lobos, y de ellos solo sé lo que le he escuchado a Eliseo. ¿Me lo estaba imaginando todo, o había un instinto desconocido y nuevo que había despertado en lo más profundo de mí?
Entré en casa. Dije que iba a dormir y me metí en la cama, pero no conseguí conciliar el sueño. Tenía un calor horrible, y las sábanas se pegaban a mi piel y se me enredaban en las piernas. Pensé que una ducha me relajaría.
Salí de la cama en silencio y sin encender la luz. Una vez en el cuarto de baño, procuré no hacer ruido. La casa estaba en un silencio absoluto y todos los miembros de la familia, cazadores incluidos, dormían a pierna suelta. De pronto, toda aquella algarabía del mundo parecía amplificarse. Escuchaba pasos y latidos y ecos dentro de las tuberías del baño. Podía oír la respiración de todos los ocupantes de la casa. El aletear de centenares de criaturas, allá afuera, en los árboles. El roce de millones de hojas entre sí. Era ensordecedor, insoportable.
Me asaba de calor y abrí la ventana. Cuando vi la circunferencia perfecta de la luna llena, temblé de pies a cabeza. Había empezado a desnudarme. Mientras lo hacía, sentí que el mundo comenzaba a dar vueltas y que me resultaba casi imposible sostenerme.
Mi siguiente recuerdo tiene la consistencia de uno de esos sueños recurrentes, aunque es muy real: otra vez el hospital, otra vez el médico de las preguntas, otra vez la enfermera que me sonríe como si fuera tonta. Mi madre con cara de preocupación, agarrándome la mano. Mi padre discutiendo con la enfermera por cualquier menudencia. Una escena que ya había vivido antes.
Aunque, de nuevo, absolutamente real.
Esta vez solo pasé en el hospital unas pocas horas, en observación. Ni siquiera me ingresaron. Los análisis de sangre salieron bien y al despertar me encontraba mejor que nunca. Mi único deseo era largarme de allí.
—Ha sido un desmayo sin importancia —le dijo el médico a mi padre—. Su estado es, en general, mucho mejor de lo que esperábamos. Su hija está fuerte como un toro.
De vuelta a nuestra casa del campo, me recibieron mis dos hermanos y sus novias. Habían preparado una cena especial, más o menos a mi salud, y nos sentamos todos a devorarla. Mi padre no estaba enfadado conmigo (o esa noche no lo demostraba) y parecía contento de volver a estar allí. Yo me moría de hambre. Me comí yo sola una tortilla de patatas de seis huevos y casi un cuarto de kilo de jamón de pata negra. Mi padre se reía a carcajadas viéndome zampar.
—Por Dios, hija, si sigues comiendo así, te pondrás como una vaca —dijo mamá, divertida por la situación.
Durante la cena me contaron lo que me había ocurrido.
A las cinco de la mañana, mis hermanos y mi padre, armados hasta los dientes y con grandes expectativas, salieron a cazar.
No habían caminado ni media hora cuando uno de mis hermanos gritó:
—¡Mirad! ¡Allí! ¡Es un lobo!
No hace falta decir que se pusieron locos de alegría. Era la sorpresa que les había reservado el monte en pago a su visita, como mi hermano mayor había dicho la noche antes.
La caza de un lobo requiere pericia, trabajo en equipo y mucha prudencia. Nunca se puede saber si se trata de un lobo solitario, uno de esos que han sido expulsados de su manada y condenados a vagar solos, o si tras él aparecerá toda su familia.
Le dispararon varias veces, a pesar de que hace años que está prohibido matar lobos. Por raro que parezca, en aquellos momentos, ninguno de ellos pensaba en la ley, ni en las consecuencias de desobedecerla.
Durante un rato pensaron que habían conseguido acorralar al animal, que le habían herido, que la presa era suya. Puede que estuvieran muy cerca de lograrlo, pero, al fin, el animal se escabulló. El resto del tiempo lo pasaron buscando por todas partes algún rastro que los pusiera de nuevo tras su pista y lamentándose de su mala suerte.
A las once menos cuarto de la mañana, la novia de mi hermano mayor se levantó y se asomó a la ventana. Se llevó un susto de muerte al ver un lobo junto al porche de la casa, vigilando cualquier movimiento con atención. Empezó a gritar, histérica, alertando a toda la casa (menos a mí). Mi madre acudió enseguida, la abrazó, la tranquilizó, le preparó una tila. Luego, salió al porche armada con el palo de la escoba y volvió al momento, diciendo que allí no había ningún lobo.
—Estaba ahí… Ahí mismo, junto a la mecedora —repetía mi cuñada.
—Es raro que los lobos se acerquen tanto —informó mi madre, para tranquilizarla—. Normalmente, temen a los humanos.
—Pues este no parecía asustado en absoluto. Me miraba como si… como si me conociera —decía ella.
Lo siguiente que hizo mamá fue entrar en casa (sin soltar la escoba) y asegurarse de que todo estaba en orden. Encontró mi cama vacía pero deshecha y pensó que podía estar en el baño. Llamó a la puerta. Estaba cerrada por dentro. Utilizando el palo de la escoba como palanca, forzó la cerradura hasta romperla (cuando es necesario, mi madre puede ser muy resolutiva).
Me encontró desmayada en el suelo, junto a mi ropa, completamente desnuda. La ducha abierta inundaba el plato, que apenas daba abasto a tragar tanta agua, y también el suelo del baño. A saber cuántos litros se habían malgastado por mi culpa.
Mi madre telefoneó a mi padre antes que a la ambulancia. Me puso el pijama. «Como cuando eras un bebé», me dijo. Mi padre y mis hermanos llegaron enseguida, aún excitados como niños por las aventuras de su noche de caza, pero llenos de frustración por tener que volver con las manos vacías.
—Es mejor que no le hayáis cazado —escuché decir a mi madre—. El lobo es una especie protegida y matarlo se considera un delito ecológico. Mejor así.
Mi madre le explicó al médico que me fui a dormir a la hora habitual y desperté al amanecer. Por alguna extraña razón, decidí darme una ducha y allí mismo, en el baño, debí de perder el conocimiento y me derrumbé.
—¿A qué hora se desmayó? —preguntó el médico.
—No creo que fueran más de las once. Si hubiera sido antes, la habría oído. Aquí hay mucho silencio —dijo mi madre, está claro que equivocando sus juicios.
—Entonces el desmayo habrá durado… —el médico hizo sus cálculos—, aproximadamente una hora, ¿no es cierto?
—Eso es —corroboró mi madre.
Cuando me desperté, me pidieron que confirmara su reconstrucción de los hechos. La ducha, el desmayo, la hora. Me pareció que era perfecta.
Les dije que habían acertado en todo. Lo hice porque contarles mi versión habría sido una agotadora pérdida de tiempo.