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Authors: Ian McEwan

Expiación (12 page)

BOOK: Expiación
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A pesar de lo cual, cuando introdujo una hoja de papel en el rodillo de la máquina de escribir, no se olvidó del papel de calco. Tecleó la fecha y el encabezamiento, y se zambulló de cabeza en una disculpa convencional por su «comportamiento torpe y desconsiderado». Luego hizo una pausa. ¿Iba a revelar algo de lo que sentía y, de ser así, hasta qué punto?

«Si sirve de excusa, he notado últimamente que me siento un poco aturdido en tu presencia. Quiero decir que nunca he entrado descalzo en ninguna casa. ¡Debió de ser el calor!»

Qué endeble parecía esta ligereza exculpatoria. Era como un hombre con una tuberculosis avanzada que finge que padece un resfriado. Pasó dos renglones con la palanca del rodillo y escribió: «Sé que no sirve de excusa, pero últimamente estoy de lo más aturdido contigo. ¿Cómo se me pudo ocurrir entrar descalzo en tu casa? ¿Y alguna vez he arrancado la boca de un jarrón?» Descansó las manos en el teclado mientras luchaba contra el impulso de teclear otra vez su nombre: «Cee, ¡no creo que pueda culpar al calor!» Ahora el tono de chanza había cedido el paso al melodramático o al lastimero. Las preguntas retóricas sonaban heladas; el signo de admiración era el primer recurso de quienes gritan para hacerse entender. Sólo perdonaba esa puntuación en las cartas de su madre, donde una hilera de cinco indicaba un broma divertidísima. Retrocedió en la línea y tecleó una «x». «Cecilia, no creo que pueda culpar al calor.» Ahora se eliminaba el humor y se colaba un elemento de piedad por sí mismo. Había que reponer el signo de admiración. La intensidad no era, obviamente, su única función.

Retocó el borrador durante otro cuarto de hora, y luego metió hojas nuevas y tecleó una copia a limpio. La misiva crucial rezaba ahora: «Te perdonaría si creyeras que estoy loco, por entrar descalzo en tu casa o romper tu jarrón antiguo. La verdad es que me siento bastante aturdido e idiota en tu presencia, Cee, ¡y no creo que el calor tenga la culpa! ¿Me perdonarás? Robbie.» Luego, al cabo de un rato de ensoñación, recostado en su silla, rato durante el cual pensó en la página por donde la
Anatomía
solía estar abierta aquellos días, se inclinó hacia delante y tecleó, antes de poderse contener: «En mis sueños te beso el cono, tu dulce cono húmedo. En mis pensamientos te hago el amor sin parar todo el día.»

Ya estaba: estropeado. El borrador estaba estropeado. Sacó la hoja en limpio de la máquina, la dejó a un lado y escribió la carta a mano, pensando que el toque personal convenía a la ocasión. Al consultar su reloj recordó que antes de salir tenía que lustrarse los zapatos. Se levantó del escritorio, con cuidado de no golpearse la cabeza con la viga.

Carecía de descontento social; lo cual era improcedente, en opinión de muchos. Una noche, durante una cena en Cambridge, se hizo en la mesa un repentino silencio y alguien que le tenía inquina a Robbie le preguntó en voz alta por sus padres. Robbie sostuvo la mirada del otro y respondió con voz plácida que su padre se había marchado hacía mucho tiempo y que su madre era una mujer de la limpieza que complementaba sus ingresos leyendo el futuro en sus horas libres. Lo dijo con un tono de calmosa tolerancia con la ignorancia de su interrogador. Robbie facilitó más datos sobre sus propias circunstancias y acabó preguntando cortésmente por los padres del otro individuo. Algunos decían que era la inocencia o la ignorancia del mundo lo que protegía a Robbie del daño que éste pudiera causarle, que era uno de aquellos benditos insensatos que podían atravesar indemnes el salón equivalente a una superficie de carbones al rojo. La verdad, como Cecilia sabía, era más sencilla. Había pasado la infancia moviéndose a sus anchas entre el bungalow y la casa principal. Jack Tallis era su protector y Leon y Cecilia eran sus mejores amigos, al menos hasta la enseñanza secundaria. En la universidad, donde Robbie descubrió que era más inteligente que muchos de sus condiscípulos, su liberación fue total. Ni siquiera necesitaba exhibir su arrogancia.

A Grace Turner le agradaba lavarle la ropa —¿de qué otro modo, aparte de los guisos, podía mostrar su amor de madre cuando su único hijo tenía veintitrés años?—, pero Robbie prefería lustrarse los zapatos. Vistiendo una camiseta blanca y el pantalón del traje, bajó el corto tramo de escaleras en calcetines y con un par de zapatos negros en la mano. Junto a la puerta del cuarto de estar había un espacio estrecho que terminaba en la puerta de cristal esmerilado de la entrada, a través de la cual una luz difusa, de color sangre anaranjada, repujaba con vivos diseños de panal el papel de la pared, beige y aceituna. Se detuvo, con la mano en el pomo, sorprendido por la transformación, y luego entró. El aire de la habitación era húmedo, cálido y levemente salado. Debía de haber acabado una sesión. Su madre estaba sentada en el sofá, con los pies en alto y las zapatillas de felpa colgando de sus dedos.

—Ha venido Molly —dijo, y se irguió para mostrarse sociable—. Y me alegra decirte que las cosas le irán bien.

Robbie cogió en la cocina la caja de limpiar zapatos, se sentó en la butaca más próxima a su madre y desplegó sobre la alfombra una página de un
Daily Sketch
de tres días antes.

—Bravo por tu parte —dijo él—. Te he oído y he subido a darme un baño.

Sabía que tenía que irse enseguida, que debía lustrarse los zapatos, pero en vez de hacerlo se recostó en el respaldo, se estiró cuan largo era y bostezó.

—¡Desherbar! ¿Qué voy a hacer con mi vida?

En su tono había más humor que angustia. Se cruzó de brazos y miró al techo mientras se frotaba el empeine de un pie con el dedo gordo del otro.

Su madre miraba al espacio encima de la cabeza de Robbie.

—Anda, desembucha. Te sucede algo. Dime qué te pasa. Y no me digas que nada.

Grace Turner había empezado a limpiar la casa de los Tallis después de que Ernest la hubiese abandonado. Jack Tallis no era un hombre capaz de expulsar a una mujer joven y a su hijo. Encontró en el pueblo un jardinero y un factótum que sustituyese a Ernest y que no necesitara una vivienda en la finca. En aquel tiempo se decidió que Grace conservaría el bungalow durante uno o dos años antes de marcharse o de volver a casarse. Su buen natural y su maña para abrillantar —su dedicación a la superficie de las cosas, era la broma familiar— la hicieron popular, pero fue la adoración que despertó en Cecilia, que tenía seis años, y en su hermano Leon, que tenía ocho, lo que salvó a Grace y selló el destino de Robbie. Durante las vacaciones escolares, a Grace se le permitía llevar consigo a su hijo de seis años. Robbie creció frecuentando el cuarto de juegos y los demás lugares de la casa accesibles a los niños, así como los terrenos. Leon era su camarada para trepar a los árboles, y Cecilia la hermanita que con toda confianza le cogía de la mano y le hacía sentirse inmensamente juicioso. Unos años más tarde, cuando Robbie ganó una beca para el colegio local, Jack Tallis dio el primer paso de un mecenazgo duradero pagándole el uniforme y los libros de texto. Aquello fue el año en que nació Briony. Al difícil parto siguió la larga enfermedad de Emily. Los servicios que prestaba Grace afianzaron su posición: el día de Navidad de aquel año —1922—, Leon, con chistera y pantalones de montar, fue andando hasta el bungalow, a través de la nieve, con un sobre verde de su padre. Una carta de un abogado informaba a Grace de que ahora era propietaria del bungalow, con independencia del trabajo que ejercía para los Tallis. Pero Grace siguió en su puesto, realizando los quehaceres domésticos mientras los niños crecían, con una responsabilidad especial en la tarea de sacar brillo.

Su teoría acerca de Ernest era que lo habían mandado al frente con otro nombre, y que no había vuelto de la guerra. De lo contrario, la falta de curiosidad del padre por su hijo era inhumana. A menudo, en los minutos de que disponía cada día cuando caminaba del bungalow a la casa, reflexionaba sobre los benévolos accidentes de su vida. Ernest siempre le había inspirado un poco de miedo. Quizás no hubiesen sido tan felices juntos como ella lo había sido viviendo sola con el amado genio que tenía por hijo en su hogar minúsculo. Si el señor Tallis hubiera sido otra clase de hombre… Algunas de las mujeres que iban a que ella, por un chelín, les leyera el futuro, habían sido abandonadas por sus maridos, y muchos más habían muerto en el frente. Eran mujeres que vivían en condiciones de estrechez, como fácilmente habrían podido ser las suyas.

—Nada —dijo él, en respuesta a su pregunta—. No me pasa absolutamente nada —añadió, mientras cogía un cepillo y una lata de betún—: Así que Molly tiene un futuro risueño.

—Volverá a casarse dentro de cinco años. Y será muy feliz. Con alguien del norte que cumple todos los requisitos.

—No se merece menos.

Permanecieron sentados en confortable silencio mientras él cepillaba sus zapatos con un paño amarillo de gamuza. El movimiento estiraba los músculos adyacentes a sus hermosos pómulos, y los de los antebrazos se expandían y desplazaban en complejos reajustes por debajo de la piel. Ernest debía de haber tenido algo bueno para darle un hijo así.

—Así que sales.

—Leon llegaba justo cuando yo volvía. Venía con ese amigo, ya sabes, el magnate del chocolate. Me han convencido de que cene con ellos esta noche.

—Oh, y yo he estado toda la tarde puliendo la plata. Y preparando su cuarto.

Robbie cogió los zapatos y se levantó.

—Cuando me mire la cara en la cuchara te veré sólo a ti.

—Anda. Tus camisas están tendidas en la cocina.

Él salió con la caja de lustrar zapatos y eligió una camisa de lino de color crema de las tres que había en el tendedero. Cruzó el cuarto de estar para subir al suyo, pero su madre quería retenerle un poco más.

—Y los pequeños Quincey. El chico que ha mojado la cama y todo eso. Los pobres corderitos.

Él se demoró en la puerta y se encogió de hombros. Se había asomado para verlos alrededor de la piscina, gritando y riéndose en el calor del mediodía. Le habrían tirado la carretilla a la parte más honda de la piscina si él no hubiera aparecido. Danny Hardman también estaba allí, lanzando a Lola miradas lascivas en lugar de estar trabajando.

—Sobrevivirán —dijo.

Impaciente por marcharse, subió las escaleras de tres en tres. Ya en su dormitorio, terminó de vestirse con premura, silbando algo desafinado al tiempo que se inclinaba para darse brillantina y peinarse ante el espejo que había dentro del ropero. No tenía el menor oído para la música, y era incapaz de decir si una nota era más alta o más baja que otra. Ahora que estaba concentrado en la velada, estaba excitado y, por algún motivo extraño, se sentía libre. Las cosas no podían ser peores de lo que eran. Metódicamente, y complacido por su propia eficiencia, como si se preparase para un viaje peligroso o una hazaña militar, ejecutó los consabidos trámites: localizó sus llaves, encontró un billete de diez chelines en el monedero, se cepilló los dientes, se olió el aliento contra una mano ahuecada, cogió la carta del escritorio y la metió doblada en un sobre, rellenó su pitillera y comprobó su mechero. Se inspeccionó una última vez ante el espejo. Expuso las encías y se giró para ponerse de perfil y contemplar su imagen por encima del hombro. Por último, se tanteó los bolsillos y bajó a la carrera las escaleras, otra vez de tres en tres, se despidió de su madre y salió al estrecho camino de ladrillo que conducía entre los arriates hasta una cancela abierta en la valla.

En los años venideros rememoraría con frecuencia la noche en que tomó un atajo por el sendero que rodeaba un extremo de los robledales y enlazaba con el camino principal en el punto donde se curvaba hacia el lago y la casa. Tenía tiempo de sobra, pero le costó trabajo moderar el paso. Muchos placeres inmediatos y otros más alejados se fundían con la exuberancia de aquellos minutos: el crepúsculo declinante y rojizo, el aire cálido, todavía saturado de la fragancia de las hierbas secas y la tierra agostada, sus miembros desentumecidos por la jornada de trabajo en los jardines, la piel tersa del baño, el tacto de la camisa y de su único traje, el que llevaba puesto. La expectativa y el temor que le inspiraba la idea de ver a Cecilia eran también una especie de placer sensual y envolvía este placer, como un abrazo, una euforia general: quizás le doliera aquello, era sumamente inoportuno, nada bueno podía deparar, pero había descubierto por sí mismo lo que era estar enamorado, y le exaltaba. Otros afluentes engrosaban la corriente de su felicidad; le seguía produciendo satisfacción pensar en sus notas: el mejor de todo el curso, le dijeron. Y ahora Jack Tallis le había confirmado la continuidad de su apoyo. De pronto tuvo la certeza de que le aguardaba una nueva aventura, en modo alguno un exilio. Era bueno y acertado estudiar medicina. No habría sabido explicar su optimismo: era feliz y, por tanto, forzosamente tenía que triunfar.

Una palabra resumía todo lo que sentía, y explicaba por qué reviviría aquel momento más tarde: libertad. Tanto en su vida como en su cuerpo. Muchos años atrás, antes incluso de que supiese lo que era un colegio, le presentaron a un examen mediante el que obtuvo plaza en uno. A pesar de que había disfrutado mucho en Cambridge, la elección de la universidad había sido idea del ambicioso director de su colegio. Incluso sus estudios los había elegido en su lugar, en la práctica, un profesor carismático. Ahora, por fin, cuandc ya podía ejercer su albedrío, la edad adulta había comenzado. Estaba urdiendo un relato cuyo héroe era él mismo, y cuyo comienzo había causado un pequeño escándalo entre sus amigos. La jardinería no era más que una fantasía bohemia, así como una pobre ambición —tal como había analizado con la ayuda de Freud— de reemplazar o sobrepasar al padre ausente. La docencia —al cabo de quince años, director del departamento de inglés, R. Turner, licenciado en artes por Cambridge— no entraba en sus planes, como tampoco una plaza de profesor universitario. A pesar de sus notas, el estudio de la literatura inglesa le parecía, retrospectivamente, un absorbente juego de salón, y leer libros y poseer una opinión sobre ellos era un complemento deseable de una existencia civilizada. Pero no era el meollo, dijera lo que dijese Leavis en sus clases. No era el sacerdocio necesario, ni la búsqueda primordial de una mente inquisitiva, ni la primera y última defensa contra una horda bárbara, como tampoco lo era el estudio de la pintura o la música, de la historia o de la ciencia. En diversas charlas a las que había asistido en su último año, Robbie había oído a un psicoanalista, a un dirigente de un sindicato comunista y a un físico abogar por sus respectivas disciplinas con tanta vehemencia y tanta convicción como Leavis defendía la suya. Probablemente ocurría lo mismo con la medicina, pero para Robbie la cuestión era más simple y personal: su carácter práctico y sus frustradas aspiraciones científicas hallarían una salida, adquiriría aptitudes mucho más complejas que las que había aprendido en el ejercicio de la crítica, y por encima de todo habría tomado una decisión propia. Buscaría alojamiento en una ciudad extraña, y manos a la obra.

BOOK: Expiación
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