Read Expiación Online

Authors: Ian McEwan

Expiación (15 page)

BOOK: Expiación
3.53Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Hermana! Llevo cuarenta minutos aquí y estoy medio beodo.

—Lo siento. ¿Dónde está mi copa?

En una mesa baja de madera, colocada contra el muro de la casa, había una lámpara de queroseno con pantalla de globo y, a su alrededor, un bar rudimentario. Por fin tuvo el gin-tónic en la mano. Encendió un cigarrillo con el de su hermano y entrechocaron los vasos.

—Me gusta tu vestido.

—¿Lo ves?

—Vuélvete. Precioso. Me había olvidado de ese lunar.

—¿Qué tal en el banco?

—Aburrido y de lo más agradable. Vivimos para las tardes y los fines de semana. ¿Cuándo vas a venir?

Cruzando la terraza, bajaron al sendero de grava entre las rosas. La fuente del tritón se alzaba frente a ellos, como una masa oscura cuyos contornos complicados se afilaban contra un cielo que se tornaba más verde a medida que la luz declinaba. Oían el reguero de agua y Cecilia creyó que también lo olía, plateado y acre. Debió de ser la bebida que tenía en la mano. Dijo, al cabo de una pausa:

—Estoy enloqueciendo un poco aquí.

—Has vuelto a ser la madre de todos. ¿Sabes? Hay chicas ahora que consiguen toda clase de empleos. Hasta se examinan para funcionarías. Eso le gustaría al viejo.

—No me admitirían, con mis notas finales.

—Cuando estés embarcada en la vida verás que esas cosas importan un bledo.

Llegaron a la fuente y dieron media vuelta para situarse de frente a la casa, y permanecieron en silencio un rato, recostados contra el bocal, en el lugar del deshonor de Cecilia. Insensato, ridículo y, por encima de todo, vergonzoso. Sólo la hora, un velo mojigato de horas, impidió que su hermano la viera como había estado. Pero no gozó de semejante protección con Robbie. Él la había visto, él siempre la vería, aunque el tiempo difuminase el recuerdo hasta convertirlo en una historia de bar. Seguía estando irritada con su hermano por haberlo invitado, pero lo necesitaba, quería compartir la libertad de Leon. Solícitamente, le instó a que le diera noticias de su vida.

En la de Leon o, mejor dicho, en el relato que él hacía de ella, no había nadie mezquino, nadie conspiraba ni mentía ni traicionaba a nadie. Todo el mundo era ensalzado, como poco, en algún grado, como si fuera causa de admiración que existiera alguien en el mundo. Se acordaba de las mejores ocurrencias de todos sus amigos. Las anécdotas de Leon surtían en el oyente un efecto de indulgencia hacia la humanidad y sus flaquezas. Todo el mundo era, como valoración mínima, «buena gente» o «una persona decente», y nunca se conjeturaba que los móviles pudieran discrepar de la apariencia exterior. Si en un amigo suyo había misterio o contradicción, Leon adoptaba una perspectiva amplia y buscaba una explicación benévola. La literatura y la política, la ciencia y la religión no le aburrían: lisa y llanamente no tenían cabida en su mundo, como tampoco la tenía cuestión alguna sobre la cual la gente mantuviese serias discrepancias. Se había licenciado en Derecho y se complacía en haber olvidado por completo la experiencia. Era difícil imaginarle alguna vez solo, o aburrido, o desanimado: su ecuanimidad no tenía fondo, así como su falta de ambición, y presumía que todos los demás eran muy parecidos a él. A pesar de todo esto, su insipidez era perfectamente tolerable, y hasta relajante.

Habló en primer lugar de su club de remo. Hacía poco que había sido elegido capitán del equipo de remeros, y aunque todos habían sido amables con él, consideró preferible que otro marcase el ritmo. De forma similar, en el banco hubo rumores de un ascenso que quedaron en agua de borrajas, y Leon, en cierto modo, se sintió aliviado. Luego habló de chicas: la actriz Mary, que había estado tan maravillosa en
Vidas privadas
, de repente, sin dar explicaciones, se había trasladado a Glasgow, y nadie sabía por qué. Él sospechaba que estaba cuidando de un familiar moribundo. Francine, que hablaba un magnífico francés y que había escandalizado al mundo poniéndose un monóculo, le había acompañado la semana anterior a una función de Gilbert y Sullivan, y en el entreacto habían visto al Rey, que pareció que miraba en dirección a ellos. La dulce, fiable y tan bien relacionada Barbara, con quien Jack y Emily pensaban que él debía casarse, le había invitado a pasar una semana en el castillo de sus padres en las Highlands. Leon pensaba que declinar la invitación sería una grosería.

Cada vez que parecía a punto de quedarse callado, Cecilia le incitaba con otra pregunta. De un modo inexplicable, le habían rebajado el alquiler en el Albany. Un viejo amigo había dejado embarazada a una chica que ceceaba, se había casado con ella y era felicísimo. Otro iba a comprarse una motocicleta. El padre de un amigóte había comprado una fábrica de aspiradoras y decía que era una mina. La madre de alguien era una tía valiente por caminar un kilómetro con una pierna rota. Tan dulce como el aire vespertino, esta conversación envolvía a Cecilia, evocadora de un mundo de buenas intenciones y desenlaces agradables. Hombro con hombro, medio de pie y medio sentados, contemplaban la casa de su infancia, cuyas referencias medievales, confundidas en la arquitectura, les parecían ahora juguetonamente frivolas; la migraña de su madre era un interludio cómico en una opereta, la tristeza de los gemelos una extravagancia sentimental, el incidente de la cocina un mero encontronazo alegre de almas vivaces.

Cuando a Cecilia le tocó el turno de dar cuenta de los meses recientes, le resultó imposible no contagiarse del tono de Leon, aunque no pudo remediar que su relato sonara a burla. Ridiculizó sus propias tentativas de establecer una genealogía; el árbol familiar era invernal y pelado, aparte de que carecía de raíces. El abuelo Harry Tallis era hijo de un jornalero que, por alguna razón, había cambiado su apellido, Cartwright, y cuyo nacimiento y muerte no constaban en ningún registro. En cuanto a
Clarissa
—todas aquellas horas del día ovillada en la cama, con un hormigueo en el brazo—, su lectura resultaba ser el caso inverso de
El paraíso perdido
: la heroína se volvía cada vez más odiosa a medida que se revelaba su virtud obsesionada con la muerte. Leon asintió y frunció los labios; no fingía saber de qué le hablaba Cecilia ni la interrumpió. Ella prestó un tono absurdo a sus semanas de tedio y soledad al contar cómo había ido para estar con su familia y corregir su ausencia, y cómo había encontrado a sus padres y a su hermana abstraídos en distintas cosas. Alentada por la generosa actitud de su hermano, casi al borde de la risa, ella describió en viñetas cómicas la necesidad diaria de cigarrillos, el arrebato de Briony cuando rompió el cartel, los gemelos en la puerta de su cuarto con un calcetín cada uno, y el deseo de su madre de realizar un milagro en el banquete: transformar patatas asadas en ensalada de patatas. Leon no captó aquí la referencia bíblica. La desesperación teñía todo lo que ella contaba, había un vacío en el fondo, o algo excluido o innominado que la impulsaba a hablar más aprisa y a exagerar con menor convicción. La grata vacuidad de la vida de Leon era un artefacto pulido, su desenvoltura era engañosa, y sus limitaciones habían sido alcanzadas por medio de un trabajo invisible y riguroso y por los accidentes del carácter, nada de lo cual Cecilia podía abrigar la esperanza de emular. Enlazó el brazo con el de su hermano y lo apretó. Era otro rasgo de Leon: era una compañía dócil y encantadora, pero su brazo, a través de la chaqueta, tenía la consistencia de una dura madera tropical. Ella se sintió blanda en todos los sentidos, y transparente. El la miraba con cariño.

—¿Qué pasa, Cee?

—Nada. Nada de nada.

—En serio, tendrías que venir a quedarte conmigo y echar un vistazo.

Una figura deambulaba por la terraza, y las luces del salón se estaban encendiendo. Briony llamó a su hermano y su hermana. Leon le contestó.

—Estamos aquí.

—Deberíamos entrar —dijo Cecilia y, todavía del brazo, empezaron a caminar hacia la casa. Al pasar por los rosales ella se preguntó si en realidad tenía algo que decirle a su hermano. Confesar su conducta de aquella mañana era de todo punto imposible.

—Me encantaría ir a la ciudad.

En el momento de decir estas palabras se imaginó que algo la retenía, que era incapaz de hacer el equipaje o de tomar el tren. Tal vez no tuviera el menor deseo de ir, pero se repitió a sí misma, con un poco más de énfasis:

—Me encantaría ir.

Briony esperaba impaciente en la terraza para saludar a su hermano. Alguien le habló desde dentro del salón y ella respondió por encima del hombro. Cuando Cecilia y Leon se aproximaban, oyeron otra vez la voz: era su madre, procurando ser severa.

—Sólo te lo digo una vez más. Sube ahora mismo a lavarte y cambiarte.

Briony demoró la mirada en sus hermanos y se dirigió hacia las puertaventanas. Tenía algo en la mano.

Leon dijo:

—Podríamos instalarte en un santiamén.

Cuando entraron en el salón, a la luz de varias lámparas, Briony seguía allí, todavía descalza y con el vestido blanco sucio, y su madre estaba junto a la puerta del fondo, sonriendo indulgente. Leon extendió los brazos y puso la cómica voz
cockney
que reservaba para ella.

—¡Pero si es mi hermanita!

Según pasaba corriendo, Briony deslizó en la mano de Cecilia un pedazo de papel doblado en cuatro, y a continuación gritó el nombre de Leon y saltó a sus brazos.

Consciente de que su madre la observaba, Cecilia adoptó una expresión de curiosidad divertida mientras desplegaba la hoja. Hay que decir en su honor que pudo mantener esa expresión durante el tiempo que tardó en examinar el breve texto mecanografiado, que asimiló entero de una sola ojeada: una unidad de significado cuya fuerza y colorido dimanaban de la sola palabra repetida. Junto al codo de Cecilia, Briony le hablaba a Leon de la obra que había escrito para él y se lamentaba de no poder representarla.
Las tribulaciones de Arabella
, repetía.
Las tribulaciones de Arabella
. Nunca se había mostrado tan animada, tan extrañamente excitada. Todavía rodeaba con sus brazos el cuello de Leon, y se había puesto de puntillas para frotarse la mejilla con la suya.

Al principio, una simple frase daba vueltas y vueltas en los pensamientos de Cecilia:
por supuesto, por supuesto
. ¿Cómo no lo había visto? Todo quedaba explicado. El día entero, las semanas precedentes, su infancia. Toda una vida. Ahora lo veía claro. ¿Por qué, si no, tardar tanto en elegir un vestido, o disputarse un jarrón, o verlo todo tan distinto, o ser incapaz de irse? ¿Qué le había hecho ser tan ciega, tan obtusa? Muchos segundos habían transcurrido, y ya no era convincente seguir mirando fijamente la hoja de papel. El acto de doblarlo le hizo comprender algo obvio: no podían haberlo enviado sin cerrar. Se volvió para ver a su hermana.

Leon le estaba diciendo a Briony:

—¿Qué te parece esto? Soy bueno haciendo voces, y tú incluso mejor. Lo leeremos juntos en voz alta.

Cecilia rodeó a Leon, para que Briony la viera.

—¿Briony? Briony, ¿has leído esto?

Pero la niña, entretenida en dar una estridente respuesta a la sugerencia de Leon, se retorció en los brazos de éste, apartando la cara de Cecilia, y se enterró a medias en la chaqueta de su hermano.

Desde el otro extremo del salón, Emily dijo, conciliadora:

—Y ahora, calma.

Cambiando otra vez de posición. Cecilia se colocó al otro lado de Leon.

—¿Dónde está el sobre?

Briony apartó la cara y se rió locamente de algo que Leon le estaba diciendo.

En eso Cecilia percibió, en el borde de su visión, que había otra figura presente y que avanzaba hacia ella, y al volverse vio delante a Paul Marshall. En una mano llevaba una bandeja de plata en la que había cinco vasos de cóctel, todos ellos llenos hasta la mitad de una viscosa sustancia parda. Levantó un vaso y se lo ofreció.

—Insisto en que pruebes esto.

10

La propia complejidad de sus sentimientos confirmó a Briony en su idea de que estaba entrando en un terreno de emociones y disimulos adultos de los que habría de beneficiarse su escritura. ¿En qué cuento de hadas había tantas contradicciones? Una curiosidad frenética e irreflexiva la impulsó a despojar a la carta de su sobre, y aunque la conmoción del mensaje justificaba plenamente su conducta, no por ello dejó de sentirse culpable. Estaba mal abrir las cartas ajenas, pero estaba bien, era esencial, que ella lo conociera todo. Estaba encantada de volver a ver a su hermano, pero no por ello dejó de exagerar sus efusiones, con el fin de esquivar la pregunta acusadora de su hermana. Y después se había limitado a fingir que obedecía prontamente la orden de su madre de subir corriendo a su cuarto; además de escapar de Cecilia, necesitaba estar sola para pensar en la nueva imagen de Robbie y perfilar el párrafo inaugural de un relato cargado de vida real. ¡Basta de princesas! La escena junto a la fuente, su cariz de fea amenaza y, al final, cuando los dos se fueron por caminos distintos, la luminosa ausencia que relucía sobre la humedad de la grava: había que reconsiderar todo aquello. La carta había aportado algo elemental, brutal, quizás hasta criminal, algún principio de tinieblas, y a, pesar de la excitación que le inspiraba aquel nuevo horizonte, no dudaba de que Cecilia estaba de algún modo amenazada y necesitaría su ayuda.

La palabra: procuró impedir que resonase en sus pensamientos, pero bailoteaba obscenamente en ellos, como un demonio tipográfico que hacía malabarismos con anagramas insinuantes, vagos: un cono y un moño, la palabra que en latín quiere decir siguiente, un viejo rey inglés que intentaba detener la marea.
[3]
Cobraban forma vocablos de libros infantiles que rimaban con ella: el cerdito más pequeño de la carnada, la jauría que persigue al zorro, las barcas de fondo plano en el río Cam, junto al prado de Grantchester. Naturalmente, nunca había oído pronunciar la palabra, ni la había visto escrita, ni la había encontrado señalada con un asterisco. Nadie en su presencia había aludido nunca a la existencia del término, y lo que es más, nadie, ni siquiera su madre, se había referido nunca a la existencia de aquella parte de ella a la que —Briony estaba segura— se refería la palabra. No dudaba de que aquello era lo que era. El contexto ayudaba pero, más que eso, la palabra y su significado eran todo uno, y era casi onomatopéyica. Los contornos huecos y en parte cercados de sus tres primeras letras eran tan claros como una serie de dibujos anatómicos. Tres figuras acurrucadas debajo de la tilde. Le asqueaba profundamente que la palabra hubiese sido escrita por un hombre, delatando una imagen en su mente, revelando una preocupación solitaria.

BOOK: Expiación
3.53Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Buckle Down by Melissa Ecker
Echoes by Robin Jones Gunn
Expert Witness by Rebecca Forster
Numb by Sean Ferrell
Blurred Boundaries by Lori Crawford