Fortunata y Jacinta (102 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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Al anochecer entró Doña Lupe, después de haberse limpiado el lodo de las suelas en el felpudo del vecino.

—Oye una cosa —dijo a Fortunata, quitándose el manto—. He sabido esta tarde que Mauricia se está muriendo. ¡Pobre mujer! Tenemos que ir a verla. No es lejos: calle de Mira el Río.

Diole esta noticia su amiga Casta Moreno, que la supo por Cándido Samaniego. Doña Guillermina había sacado del Hospital a Mauricia, trasladándola a casa de la hermana de esta, y la asistía el médico de la Beneficencia Domiciliaria y de la Junta de señoras. La infeliz tarasca viciosa, con estos cuidados y las ternezas de Doña Guillermina, y más aún, con la proximidad de la muerte, estaba que parecía otra, curada de sus maldades y arrepentida
en toda la extensión de la palabra
, diciendo que se quería morir lo más católicamente posible, y pidiendo perdón a todos con unos ayes y una religiosidad tan fervientes que partían el corazón.

—Te digo que si esto es verdad, habrá que alquilar balcones para verla morir. Mañana nos vamos allá.

Doña Lupe no iba a ver a Mauricia por pura caridad. Tiempo hacía que Guillermina la fascinaba, más por el señorío que por la virtud, y ya que la gran fundadora iba a hacer patente su santidad, teniendo por corte a las damas más encopetadas, en lugar accesible a Doña Lupe, ¿por qué no había esta de intentar meter la jeta? Pues qué, ¿no era ella también
dama
? Sobre estos particulares habló largamente con Casta Moreno, que algunas noches iba de tertulia con sus dos hijas a casa de Rubín, y la viuda de Samaniego se hacía lenguas de Guillermina, conceptuándola sobrenatural. ¡Y era pariente suya, lejana, por los Morenos! El amor propio y el orgullo inflaban a Doña Lupe cuando se consideraba mangoneando en cosas de beneficencia elegante a las órdenes de la ilustre fundadora. Una contra tendría esto si llegaba a realizarse, y era que no había más remedio que dar algo de
guano
.

A la mañana siguiente, vistiéndose para salir, pensó mi Doña Lupe si debería ponerse el abrigo de terciopelo. Pero pronto cayó en la cuenta de que era un disparate. Sobre que se le mojaría, porque el día estaba lluvioso, no era propio aquel regio atavío del lugar, personas y ocasión de la visita. Tiempo tenía de darse pisto con el abrigo, la capota y otras prendas. Encargó a Fortunata que se vistiese con sencillez, y ella se puso algo más apañadita, de modo que resultase siempre la conveniente distancia.

—VI—

Naturalismo espiritual

—1—

A
l entrar en la calle de Mira el Río, encontraron a Severiana, a quien Doña Lupe había visto algunas veces. Llevaba un vaso con medicina, tapado con un papel a estilo de botica antigua. Doña Lupe la interrogó, y enterada la otra de que iban a ver a su hermana, hizo gustosamente de introductora, guiándolas por el sucio portal, la menos sucia y tortuosa escalera, hasta llegar al corredor. Ya se sabe que la vivienda de Severiana era una de las mejores de aquel falansterio, y que por su capacidad y arreglo bien podía pasar por lujosa en semejante vecindad. Vivía en compañía con aquélla una tal Doña Fuensanta, viuda de un comandante, y la casa respondía a esta situación comanditaria, pues constaba de dos salitas enteramente iguales, cada una con ventana a la calle. Entre la puerta y la sala primera había un pasillo, en el cual se veía la artesa de lavar y la entrada de la cocina, cuya reja daba al corredor. Dos piezas interiores completaban el cuarto. Cuando Guillermina, comprendiendo el fin próximo de Mauricia, indujo a Severiana a sacarla del hospital por tercera vez y llevarla a su casa, la señora viuda del comandante cedió su cuarto para tan benéfico objeto, trasladando sus muebles al cuarto de otra vecina. Mauricia fue, pues, instalada en la segunda de las dos salitas. Severiana tenía su cama en la alcoba interior, y la sala primera estaba destinada a recibir visitas, como lo declaraban el relativo lujo de la cómoda, las sillas de Vitoria nuevecitas, el sofá de lo mismo, la mesa con cubierta de hule, el cuadrito de los
dos corazones amantes
, el de la
Numancia
en mar de musgo, los retratos de militares cuñados de Severiana, la estera de esparto flamante y sin ningún agujero, de empleitas rojas y amarillas, y en fin, las laminotas que recientemente habían sido adquiridas en el Rastro por una bicoca. Eran excelentes grabados ya pasados de moda, el papel viejo y con manchas de humedad, los marcos de caoba, y representaban asuntos que nada tenían de español, por cierto, las batallas de Napoleón I, reproducidas de los un tiempo célebres retratos de Horacio Vernet y el barón Gros. ¿Quién no ha visto el
Napoleón en Eylau
, y
en Jena
, el
Bonaparte en Arcola
, la
apoteosis de Austerlitz
y la
Despedida de Fontainebleau
?

Doña Lupe y Fortunata entraron, precedidas de Severiana, en el aposento de la enferma, que estaba incorporada en la cama. Le habían cortado el pelo días antes para poderle curar la herida de la cabeza; su perfil romano se había acentuado; era más fina la nariz, la quijada inferior abultaba más, y la extenuación le agrandaba los ojos. Las curvas airosas de la boca eran más rasgueadas, y la decomisura de los labios, que parecía obra de un agudo punzón, dábale cierto aspecto de grandeza caída o de humillación sublimemente resignada. Las cárdenas ojeras le cogían media cara; el superciliar salía como una visera; los ojos, hermosos y ardientes, quedábanse allá dentro, y rodeados de aquella piel morada relumbraban más, como si acecharan el acaso que iba a pasar. Las cejas negras formaban una sola línea recta. La frente era espaciosa, con un mechón de pelo negro... En fin, que la Dura completaba la historia aquella expuesta en las paredes: era el
Napoleón en Santa Helena
.

Cuando Doña Lupe y Fortunata la saludaron, las estuvo mirando un rato, como si tardara en reconocerlas. Después las nombró. ¡Qué voz! Siempre fue ronca la voz de Mauricia; pero había bajado ya a lo más grave del diapasón. «¡Dios mío! —se dijo Fortunata, oyéndola después de mirarla—, ¡si parece un hombre...!». Doña Lupe, en tanto, sentándose en una de las sillas de paja, pronunciaba las frases de consuelo propias de la ocasión, añadiendo:

—Eso para que aprendas... y tengas formalidad. A ver si cuando salgas de esta, te sirve de escarmiento.

Mauricia se volvió para Fortunata, que se había sentado junto a la cabecera; la miró mucho, sin decir nada; después clavó sus ojos en el techo, rezongando:

—Sí... bien mala he sido, bien remala...

Y vuelta otra vez hacia su amiga, le dirigió estas palabras:

—Oye tú, arrepiéntete... pero con tiempo, con tiempo. No lo dejes para última hora, porque... eso no vale. Tú tampoco eres trigo limpio, y el día que hagas sábado en tu conciencia, vas a necesitar mucha agua y jabón, mucha escoba y mucho estropajo...

Con tan buena fe lo dijo, que Fortunata no podía ofenderse. A Doña Lupe le pareció la amonestación muy impertinente y descortés, porque ¿a santo de qué venía el hablar de pecados ajenos, teniendo tantos propios de qué ocuparse? Verdad que su sobrina política no había sido un modelo; pero ya estaba corregida y no había que volver sobre lo pasado.

—Ya sabemos que te tratan muy bien —dijo, para variar la conversación.

—Gracias a la madre de los pobres —declaró Severiana, que estaba en pie arreglando la cama—, no le falta nada. ¡Qué señora esa!

—¡Una santa! —exclamó Doña Lupe en el tono más encomiástico—. No le dé usted otro nombre, porque ese es el que le cae bien...

—Pero esta se ha cerrado a no comer —dijo la hermana mirándola—, y sin comer no viven más que los camaleones.

—¿Pero ayunas de verdad?

—Para pasar el caldo tenemos que dárselo con Jerez... y por la mañana, para que pase una tostadita, hay que darle un dedito de la horchata de cepa, y por la noche otro dedito...

—¿Pero de veras le dais... esa perdición? —preguntó alarmadísima Doña Lupe.

—Lo ha mandado el médico. Dice que es medicina. Parece aquello de
al revés te lo digo
.

—¡Qué cosas!... ¿Y no te comerías tú —le propuso Fortunata—, un muslito de gallina, una ruedita de merluza, una croquetita?

Sólo de oír hablar de comida se ponía peor Mauricia. Le temblaban mucho las manos, y de rato en rato le daban como ataques de asfixia, siendo su respiración muy difícil, y quejándose de irresistible calor. Hallándose presentes la de Jáuregui y su sobrina, estuvo la Dura un ratito como quien desea romper a toser y no puede. Las tres mujeres la miraban con pena, lamentándose de no saber aliviarle aquel ahogo...

—Bebe un poco de agua —le dijo Fortunata incorporándose.

Pero aquello pasó, y la infeliz volvió a hablar, cortando mucho las frases y tomando aire a cada palabra.

—Ayer me trajeron a la niña... ¡Qué guapa y qué señorita está!...

—¿Pero no la tienes contigo? —preguntó la de Rubín.

—No, señora. Si está en el colegio... —replicó Severiana—; interna en el colegio de señoritas de Doña Visitación.

—Sí...; más vale que esté... allá...
desapartada
de mí. Ayer...; ¡qué pena!... no me conoció... ¡Tanto tiempo sin verme!... Me tenía miedo... ¡Pobrecita de mi alma!... Miedo, así como se dice... Ni que su madre fuera el coco...

En esto oyeron pasos, y miraron todas a la puerta. Era Doña Guillermina, que entró, como siempre, muy apresurada, encendidas las mejillas, con su perdurable mantón oscuro, sus zapatones, su falda de merino. Doña Lupe y Fortunata se levantaron, y la fundadora saludó con aquella gracia y amabilidad que eran iguales para el Rey y para el último de los mendigos. Doña Lupe creyó que no la reconocería, pues sólo se habían hablado una vez en la función del Asilo; pero sí la reconoció, y aun la nombró, porque Guillermina era como los grandes capitanes, que tienen memoria felicísima de nombres y fisonomías, y soldado con quien hablan una vez, no se les despinta.

—Mi sobrina —dijo la viuda presentándola.

Y Guillermina la miró sonriendo.

—No me es desconocida su cara... La he visto en las Micaelas... Por muchos años.

En seguida dirigiose a Mauricia, apoyando ambas manos en la cama.

—¿Y qué tal te encuentras hoy? ¿Comerías algo?... Nada, este chubasco te pasará pronto. Mañana recibirás a Dios. ¿Cómo va esa conciencia? Buen limpión te vamos a dar. Eso te conviene más que nada. Yo te quería coger por mi cuenta y hacerte confesar, porque diciéndole tú misma al Señor lo buena pieza que eres, el Señor te daría su gracia... Con que prepararse. Esta tarde volverá el padre Nones. Me ha dicho que te confesaste bien. Se me figura que aún tendrás algunas heces que sacar, ¿eh?

Mauricia se sonreía, cortada y confusa. Con la cabeza dijo que sí.

—Pues estos pozos endurecidos hay que echarlos fuera, porque el demonio se agarra de cualquier cosa —dijo la santa, acariciándole la barba—. Con que ya sabes... mañana tenemos aquí gran fiesta... ¿Te parece? Viene a visitarte el que hizo los Cielos y la Tierra... Te parecerá a ti que no lo mereces... Pues aunque no lo merezcas, él viene, y sabido se tendrá por qué.

La vivacidad, la gracia y el fervor con que Guillermina decía estas cosas, impresionaron a las cuatro mujeres que las oían. Severiana soltaba dos lagrimones. Fortunata sentía en su alma tanta admiración por aquella mujer, que le habría besado la orla del vestido. «Luego dicen que ya no hay gente buena en el mundo —pensaba—. ¿Pues y esta?... ¡Cuidado que mandar todo a paseo, casa, parientes, fortuna, querer, y sacrificar su juventud para andar toda la vida entre miserias...!». Asustábase de medir con el pensamiento la distancia que había entre ella y la ilustre señora; distancia infinita sin duda, y que en manera alguna podía acortarse, pues aunque la gente santa pecara, y ella hiciera muchas obras de caridad, las dos almas no llegarían jamás a verse próximas.

La fundadora, con aquella actividad vivaracha que en todo ponía, dictó a Severiana algunas disposiciones para la ceremonia que se preparaba.

—Aquí pondrás la mesilla que está en la otra sala, y se hará el altar. Yo te mandaré un crucifijo, y buscaremos flores... La ropa de la cama hay que ponerla limpia, y adornar todo el cuarto lo mejor que se pueda...

Luego pasó a la sala, seguida de Doña Lupe, que quería meter baza a todo trance:

—Tendremos sumo gusto en venir mañana. Aprecio mucho a Mauricia, que a no ser por el maldito vicio, sería una buena mujer, trabajadora, fiel... Y dígame usted: de noche habrá que velarla. Yo no tendría inconveniente en quedarme alguna noche; y si no, mi sobrina...

—Dios se lo pague a usted... Se acepta, se acepta. Póngase usted de acuerdo con Severiana. La comandanta y yo nos hemos quedado anoche. Se necesitan dos personas, porque cuando le dan convulsiones, cuesta Dios y ayuda sujetarla.

—Verdaderamente —manifestó Doña Lupe con adulación—; los ejemplos que usted da, señora, hacen que todas las demás seamos mejores de lo que seríamos si usted no existiera.

La flor estaba bien ideada; pero Guillermina se echó a reír, agradeciendo la flor, pero no queriéndola tomar.

—¡Ejemplos yo! Eso quisiera. Me vendría bien que alguien me los diese a mí. ¡Ay, hija! Estoy para que me enseñen, no para enseñar.

—¿Usted qué ha de decir? Ni aun le gusta que le saquen la cuenta de todo lo que vale... Pues, amiga, no sea usted tan buena y rebajaremos.

—Quite usted, quite usted... Eso lo dice por disimular. ¡Sabe Dios las misericordias que usted, a la calladita, habrá hecho en este mundo, con esta misma Mauricia tal vez...! Y ahora me las quiere colgar a mí.

—¡Yo!... ¡Jesús! No digo que no tenga yo también algunas buenas obras en mi cuentecita del cielo; ¡pero compararme con usted...! Calle por Dios, señora.

—En fin, no es cosa de que nos pongamos a reñir por quién peca menos... ¿Le parece a usted? —dijo la fundadora, uniendo la cortesía a la modestia, y permitiéndose el característico guiñar de ojos, un tanto picaresco—. Mi lema es este: «Haga cada uno lo que pueda y lo que sepa, y Dios verá».

—Eso mismo pienso yo...

—Conque, usted me dispensará... tengo mucho que hacer. Hasta mañana; no faltar...

Entre tanto, la de Rubín estaba sola con la enferma, porque Severiana se fue a la cocina. Le arregló las almohadas, y después ambas se estuvieron mirando. Fortunata pensaba en la simpatía inexplicable que aquella mujer le había inspirado siempre, a pesar de ser tan loca y tan mala. ¿Sería tal simpatía un parentesco de perversidad? Ejercía sobre ella una atracción querenciosa, y como le dijera algún concepto lisonjero a su corazón, sentíalo retumbar en su mente cual si fuera verdad pronunciada por sobrenatural labio. Mil veces analizó la joven este poder fascinador de su amiga, sin lograr encontrarle nunca el sentido. ¡Cosas del espíritu, que no las entiende más que Dios!

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