Fortunata y Jacinta (101 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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—Señoras, vengan, miren... ¡Cuánta gente!... Han matado a uno.

Asomáronse las dos señoras y vieron que en la parte baja de la calle, cerca de la esquina de la de San Carlos, había un gran corrillo que a cada momento engrosaba más.

—Hay un
cadávere
difunto allí en mitad de la gente» gritó Papitos que tenía medio cuerpo fuera del balcón.

—Yo veo un bulto tendido en el suelo —dijo Doña Lupe—. ¿Ves tú algo?... Será algún borracho. Pero observa qué multitud se va reuniendo. Como que los coches no pueden pasar... Y mira qué policías estos. Ni para un remedio.

—Señora, mándeme por los fideos... Ya sabe que no hay... —dijo la mona.

—Vamos... lo que tú quieres es curiosear...

—Mándeme —repitió la chiquilla dando brincos entre risueña y suplicante.

—Pues anda —dijo Doña Lupe, que aquel día estaba de buen humor—; si no sales te vas a caer por el balcón. Pero ven prontito... y ten cuidado de limpiarte bien los pies en los felpudos que hay en la portería, porque hay muchos barros... Mira cómo pusiste la alfombra cuando volviste de avisar al carbonero.

Salió Papitos más pronta que la vista, y estuvo fuera como unos veinte minutos. Su ama la vio entrar en la casa y fue a abrirle la puerta...

—¿Te has restregado bien las patas?

—Sí señora... mire.

—Ahora aquí otra vez... ¿Sabes lo que debes hacer siempre que subes?, refregarte bien en el limpia—barros del vecino, en ese que está ahí.

—¿En este? —dijo la mona, bailando el zapateado en el limpia—barros del cuarto de la izquierda.

—Porque todos los pisotones de menos que le demos al nuestro, eso vamos ganando.

—¿Sabe, señora, sabe?... —agregó Papitos, que a pesar de venir sofocada de tanto correr, seguía bailoteando en el felpudo ajeno—. ¿No sabe lo que hay allí? Es una mujer que parece está bebida; pero muy bebida... ¿Y no acierta quién es?, la señá Mauricia.

—¿Pero oyes, mujer, has oído? —dijo Doña Lupe desde el pasillo volviendo a la sala—. Mauricia... borracha... ahí tienes lo que reúne tantísima gente.

—¿Pero la viste bien? ¿Estás segura de que es ella? —preguntó Fortunata pasado el primer momento de asombro.

—Sí, señorita, ella es...

—Pero hija —observó Doña Lupe volviendo a asomarse con oficiosidad...— cree que me hace esto una impresión... ¡Y los de Orden Público que no parecen!... ¡Ah!, sí, la levantan... ¡Qué mujer!... Miren que ponerse en ese estado.

—Ahora se la llevan... Está como un cuerpo muerto —decía Fortunata, acordándose de las escenas que había presenciado en el convento.

—Sí, se la llevan a la Casa de Socorro o al hospital... Pero, ¡quiá!, no... Suben. ¿Apostamos a que la traen a la botica?

—Si tiene rajada la cabeza en salva la parte... —afirmó Papitos dando a conocer gráficamente las dimensiones de la herida—. Y echaba la mar de sangre... que corría por la calle abajo, como corre el agua cuando llueve.

Cuando pasaba bajo los balcones el cuerpo inerte de Mauricia la Dura, cargado por los de Orden Público y escoltado por el gentío, Fortunata se quitó del balcón, porque le faltaba ánimo para presenciar tal espectáculo. Doña Lupe y Papitos sí que lo vieron todo, y esta tuvo aún la pretensión de que su ama la dejase ir a la botica para ver la cura que le hacían a
aquella borrachona
. Pero esto ya era mucha libertad, y aunque la chiquilla imaginó diferentes pretextos para bajar, no se salió con la suya.

A la hora de comer, Maximiliano habló del caso, describiendo la cura y haciendo augurios poco lisonjeros sobre la suerte de la enferma.

—Tienes razón —observó la viuda—. Me parece que de este barquinazo no sale. ¡Pobre mujer! ¡Tener ese vicio! De veras lo siento, pues no hay otra como ella para correr alhajas.

Refirió entonces Maxi un pasaje curiosísimo y reciente de la historia de la tal Mauricia, que había sido contado aquella misma tarde, después de la cura, por el señor de Aparisi, uno de los que solían ir de tertulia a la botica.

—Pues esa buena pieza, en una de las tremendas borrascas que le produce el maldito vicio, fue recogida de la calle por los protestantes, que tienen su capilla y casa en las Peñuelas. Enterose Doña Guillermina, la señora esa que pide para los huérfanos de la calle de Alburquerque, y lo mismo fue saberlo, que volarse... Vean ustedes. Plantose en la casa de los protestantes a reclamar a la tarasca. Tun, tun... ¿Quién?... yo... Y salió el pastor, que es uno que llaman Don Horacio, que tiene el pelo colorado y ralo, como barbas de maíz; salió también la pastora, su mujer, que es una tal Doña Malvina... buenas personas los dos, porque lo protestante no quita lo decente. Entre paréntesis, se distinguen por su independencia en el vestir. Doña Malvina le hace las levitas a Don Horacio, y Don Horacio le arregla los sombreros a Doña Malvina. Total, que estos inglesones lo entienden: no gastan un cuarto en sastres ni modistas. Pero voy al cuento. Los pastores se las tuvieron tiesas, y Doña Guillermina más tiesas todavía. Religión frente a religión, la cosa se iba poniendo fea. Los protestantes decían que la mujer aquella les había pedido limosna y protección; Doña Guillermina lo negaba, acusándoles de haberla sonsacado y de haber ido a buscarla a su propia casa. Don Horacio dijo que nones y que haría valer sus derechos luteranos ante el mismo Tribunal Supremo; amoscose la otra, y Doña Malvina sacó el libro de la Constitución, a lo que replicó Guillermina que ella no entendía de constituciones ni de libros de caballerías. Por fin, acudió la católica al Gobernador, y el Gobernador mandó que saliese Mauricia del poder de Poncio Pilatos, o sea de Don Horacio.

—¿Ves, qué cosas? —observó Doña Lupe—. Ahí tienes los belenes que se arman por la religión. Bien decía mi Jáuregui que él era muy liberal, pero que no le petaba por la libertad de cultos.

—Pues aguárdense ustedes, que falta lo mejor. Don Horacio, como inglés que sabe respetar las leyes, obedeció la orden del Gobernador, reservándose el sostener su derecho ante los tribunales. Pero cuando le dijo a Mauricia que se marchara, esta no quiso, y empezó a poner de oro y azul a Doña Guillermina, hallándose esta presente, y a todas las señoras de las Juntas católicas, diciendo que eran unas tales y unas cuales.

—¡Qué bribona! Si es atroz... le entran esos toques, y no sabe lo que dice.

—Doña Guillermina no se acobardó por esto, ni renunció a llevársela. Se fue pian pianino, y se sentó en la puerta, en un guardacantón que hay allí. Todos los días iba a ponerse en el mismo sitio, como un centinela. El pastor y la pastora le decían que pasara y ella contestaba que muchas gracias... Y por fin ayer se volvieron las tornas, porque Mauricia se enfureció, y acometiendo a Doña Malvina le llenó la cara de arañazos... Don Horacio llama a los de Orden Público, y la tarasca se mete en la capilla, rompe el púlpito, vuelca el tintero, hace pedazos todos los libros, arma una barricada con las sillas, y coge la copa en que ellos comulgan, y... la profana del modo más indecente. Costó trabajo echarla a la calle... Al salir, ¡tras!... Doña Guillermina, que me le echa un cordel al pescuezo y se la lleva. Todo esto lo ha contado Aparisi, que lo sabe por el mismo Don Horacio y por Doña Guillermina, y porque tuvo que intervenir como teniente alcalde que es del distrito... A Mauricia la pusieron en casa de una hermana que vive ahí por la calle de Toledo; y se conoce que allá tampoco la pueden sujetar, por lo que se ha visto esta tarde. De la botica la llevaron a la Casa de Socorro.

Esta relación era demasiado larga para los pulmones de Maximiliano, por lo cual llegó al término de ella fatigadísimo. Todos se pasmaron del cuento, y Doña Lupe compadeció a la Dura, deplorando que con vicio tan inmundo malograse las cualidades de inteligencia corredora que poseía. En cuanto a Fortunata, se sentía profundamente lastimada, y deseaba que su marido acabase de contar aquellos tristísimos lances, para que la conversación recayese en otro asunto. Pero no fue posible, porque hasta el término de la comida no se habló más que de Mauricia, de los protestantes y del insano vicio de la embriaguez; y por fin, Nicolás sacó a relucir sucesos ocurridos en las Micaelas, evocando el testimonio de Fortunata. Esta, muy contra su voluntad, no tuvo más remedio que referir los novelescos pasajes del ratón, las visiones y de la botella de coñac; pero lo hizo a
grandes rasgos
, para acabar más pronto.

—4—

A
quella noche se fueron a Variedades, que está a dos pasos del Ave—María. Otra ventaja de aquel barrio sobre Chamberí es que se puede ir de noche a ver una piececita o a pasar un rato en cualquier café, sin hacer caminatas de media legua, ni usar el tranvía. A Fortunata no le gustaba ir al teatro ni presentarse en público. Sentía inexplicable miedo de las miradas de la gente, y aunque pocos o ninguno la conocían, figurábase que la conocían todos, y que de cada boca salía un comentario acerca de ella. Por desgracia, asunto no faltaba. Pero si la miraban los hombres, era para admirarla, y si cuchicheaban luego, rara vez decían algo fundado en un conocimiento verdadero de la realidad. Otro motivo del terror que el teatro y los sitios públicos le inspiraban era encontrar
caras conocidas
, y este recelo la tenía como azorada y sobre ascuas durante la función.

En la casa se hallaba muy bien. Había tenido seguramente en su vida temporadas de mayor felicidad, pero no de tan blando sosiego. Había visto días, los menos, eso sí, en que brillaba echando chispas el sol del alma, seguidos de otros en que se apagaba casi por completo; pero nunca vio una tan inalterable y mansa corriente de días tibios, iguales, de penumbra dulce y reparadora. Llevábase muy bien con Doña Lupe, y con su marido le pasaba lo más extraño que imaginar pudiera. No digamos que le quería, según su concepto y definición del querer; pero le había tomado un cierto cariño como de hermana o hermano. No era ni podía ser el hombre por quien la mujer da su vida, encontrando espiritual goce en este sacrificio; era simplemente un ser cuya conservación y bienestar deseaba. Y así como se supone y casi se entrevé una tierra lejana cuando se va navegando a la aventura, así entreveía ella la contingencia de quererle con amor más firme, y de pasar a su lado toda la vida, llegando a no desear nunca otra mejor. En vez de rehuir las obligaciones de su casa, Fortunata hacía por extenderlas y aumentarlas, conociendo que el trabajo le ayudaba a sostenerse en aquel equilibrio, sin balances de dicha, pero también sin penas, el corazón adormecido y aplanado, como bajó la acción de un bálsamo emoliente. Acordábase de los dos casos que le había presentado el bueno de Feijoo, y pensaba si ocurriría lo que ella tuvo por más inverosímil, esto es, que se realizara el primero. ¿Llegaría a conformarse con tal vida, y a contenerse con aquel fruto desabrido del amor sin apetecer otro más dulzón y menos sano?...

Maximiliano, en cambio, no podía vencer su inquietud. Ningún motivo tenía para sospechar de su mujer, cuya conducta era absolutamente correcta. Doña Lupe y él convinieron en que jamás Fortunata saldría sola a la calle, y esto se cumplía al pie de la letra. Pero ni con tales seguridades acababa de tranquilizarse. Deseaba ardientemente tener hijos, por dos motivos: primero, para echarle a su cara mitad un lazo más y ligaduras nuevas; segundo, para que la maternidad desgastase un poco aquella hermosura espléndida que cada día deslumbraba más. La desproporción entre las estaturas de uno y otro, y entre el conjunto de su apariencia personal, mortificaba tanto al pobre chico, que hacía esfuerzos imposibles y a veces ridículos para amenguar aquella falta de armonía. Encargábase calzado con tacones altos, y se esmeraba en vestir bien y en atender a ciertos perfiles de que sólo se ocupan los
dandys
. Desgraciadamente, aunque Fortunata apenas se componía, la desproporción era siempre muy visible. Pero Maxi veía con gozo que su esposa se cuidaba poco de hacer resaltar su belleza, mirando con desdén las modas, y se alegraba por dos razones también: porque así se igualarían algo los dos consortes
o harían más juego
, y porque así la mirarían menos los extraños.

Desde la restauración de su legalidad doméstica había abandonalo por completo las lecturas filosóficas, reverdeciendo en su alma el mal curado dolor de su afrenta y los odios vengativos. Aquel ascetismo y aquel
ver a Dios en sí
fueron nada más que obra fugaz de la tristeza, o quizás de las circunstancias, y existían en su mente como esas lecciones, pegadas con saliva, que los estudiantes aprenden en los apuros del examen. Sus nuevas obligaciones en la botica le llamaban del lado de la química y de la farmacia, y se dedicó a esto con verdadero ardor, deseando aprender. Decíale Doña Lupe que inventase algún específico, alguna papa cualquiera o antigualla que con nombre peregrino y nuevo pasase por prodigioso hallazgo; pero él se resistía porque lo consideraba impropio de la ciencia. Tía y sobrino tenían sobre esto altercados muy vivos...

—¡Como si fuera un crimen idear cualquier clase de píldoras, cápsulas o grajeas, y allá te va un nombre!...». «Cápsulas
hipoquitropíticas vegetales
... o
animales
, lo mismo da... del Doctor Rubín...
infalibles
... contra cualquier cosa... contra la tisis... o el moquillo de los perros... Lo que importa es
descubrir
algo y plantarle unas etiquetas muy chillonas con tu retrato... Eres un mandria. Si no inventas tú un específico, al fin tendré que inventarlo yo... Fortunata, dile que invente, hija, convéncele... Podéis ganar ríos de oro.

Pocas veces veía Fortunata al señor de Feijoo, que iba a la casa de visita, ceremoniosamente, y se estaba allí como una hora, charlando más con la señora de Jáuregui que con la de Rubín. El simpático viejo parecía contento; pero los achaques le pesaban cada día más, y ya en Abril no salía a la calle sino acompañado de un criado. En una de sus visitas habló a solas con su amiga, en términos tan paternales que a ella le faltó poco para llorar. Todo iba bien, perfectamente bien, y ya se habría convencido la chulita del valor de sus lecciones y consejos. A Maxi le agradaba poco la amistad de Feijoo, sin que a punto fijo supiera por qué. Pero lo más particular era que a la misma Fortunata, al mes de aquella vida, empezaron a serle menos gratas las visitas de Don Evaristo. Su gratitud y afecto hacia él eran siempre los mismos; pero no podía menos de considerar la presencia de su antiguo protector en la casa como una monstruosidad. «¿Será verdad —pensaba—, como me ha dicho él, que de estas barbaridades increíbles está llena la vida humana?... ¡Qué cosas hay, pero qué cosas!... Un mundo que se ve, y otro que está debajo, escondido... Y lo de dentro gobierna a lo de fuera... pues... claro... no anda la muestra del reloj, sino la máquina que no se ve».

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