Fortunata y Jacinta (106 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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—¿Y crees tú que una idea, pongo por caso, es también pecado?

—Según y conforme. Pero tú no tienes malas ideas. Estate tranquila.

—Dios te oiga... Se me arranca el alma de verte penando... con un hombre que no quieres... ¡Qué traspaso! Chavala querida, muérete, y vente conmigo. Verás qué bien vamos a estar las dos allá. ¡Porque te quiero tanto...! Dame un abrazo, hija, y muérete conmigo.

—No lo digas mucho —balbució Fortunata conmovidísima, acariciando a su amiga—. Bien podría ser que me muriera pronto. Para lo que yo hago en este mundo... no sé... valdría más... ¡Ay, qué desgraciada soy!

—¡Re...! ¡Bendita sea tu alma! Lo primerito que le pido al Señor, lo juro por estas cruces, es que te mueras.

Las dos se echaron a llorar.

En tanto Doña Lupe sostenía una gallarda disputa con Severiana.

—Ya lo he dicho y no hay más que hablar. Yo me quedo esta noche para que usted descanse un poco.

—Señora, no lo consiento. Hay vecinas que se quieren quedar.

—¡Vecinas!... Aviada está la enferma con las vecinas. ¡Son tan torpes y tan descuidadas...! Verá usted cómo trabucan las medicinas y le encajan una por otra.

—¡Oh!, no señora, no consiento que usted se moleste.

—Repito que me quedo, ¡vaya! Si no hay en ello mérito alguno, ni sacrificio. No me cuesta ningún trabajo estar en vela toda la noche. Y además, hija, hay que hacer algo por el prójimo. Velaremos, pues, y no me hable usted de gratitud que es ridículo hacer tanto aspaviento por lo que no vale tres cominos.

La viuda de Jáuregui no hacía gran sacrificio, y su determinación estaba calculada con habilidad, pues como una de las vecinas le dijera que Guillermina pensaba echar un guante al día siguiente para atender a las apremiantes necesidades de algunos inquilinos de la casa, Doña Lupe pensó de esta suerte: «Con quedarme a velar, cumplo; y eso del guante no va conmigo, porque en todo el día de mañana no aparezco por aquí, ni a media legua a la redonda».

Severiana explicó minuciosamente a la señora cuanto había que hacer, advirtiéndole que la llamase si ocurría algo extraordinario. Otra vecina se quedaba también, en calidad de ayudante. A las doce, Fortunata se retiró a su casa con su marido, que fue a buscarla. Cogiditos del brazo recorrieron el trayecto más tortuoso que largo que les separaba de su domicilio, hablando de alcoholismo y de beneficencia domiciliaria, y poniendo muy en duda que Doña Lupe resistiese toda la noche sin dormirse, pues era persona que en dando las diez ya estaba haciendo cortesías aunque se encontrase en visita.

A la mañana siguiente, determinó la esposa ir a enterarse de la noche toledana que habría pasado Doña Lupe, y Maximiliano no se opuso a ello. Cumplidas las sabias órdenes que había dado la directora de la casa, Fortunata salió con Papitos, y después de encaminarla a la compra, indicándole algunas cosas que debía tomar, separose de ella en la plazuela de Lavapiés para dirigirse a la calle Mira el Río. Encontró a su tía en el cuarto de la comandanta en un estado verdaderamente aflictivo, ojerosa, con la cabeza pesada y un humor poco dispuesto a las bromas.

—¡Bien por las valentías!... —le dijo Fortunata—. ¿Y qué tal se ha portado la enferma?

—No me hables, hija; noche más perra no la he pasado en mi vida. No me ha dejado ni siquiera descabezar un sueño de diez minutos. La maldita parecía que lo hacía a propósito y por vengarse de lo muy derecha que la he obligado a andar cuando me corría mantones... Figúrate; en un puro delirio hasta que Dios amaneció. Juraría que todo el aguardiente que ha bebido en su vida se le subió a la cabeza esta noche. Ya se levantaba, ya se revolvía, echaba las piernazas fuera de la cama, y los brazos como aspas de molino... ¡Luego unas voces y unos berridos...! Ya sabes el diccionario que gasta... Y a lo mejor se quedaba como un gato que acecha, los ojos como ascuas, y hablando bajito, bajito, y señalando para la mesa en que está el altar y la lamparilla, decía: «Mírenlo, mírenlo; allí está». ¡A mí me daba un miedo...! Prefería oírla gritar... Créete que me horripilaba cuando le veía señalar a la luz y al altarito.

Doña Lupe empezó a tomar el chocolate que le trajo Doña Fuensanta, y a renglón seguido continuó la relación, imitando la voz y la actitud de la delirante.

—Y se ponía así: «Allí está, mírenlo... el
señor
de Sor Natividad... La bribona lo tiene preso... Bribona, más que loba...». ¿Sabes tú quién es el
señor
... con retintín, de Sor Natividad? Pues la custodia, hija, el Santísimo... Y seguía: «Ahora voy allá, te cojo, te saco y te echo al pozo...». ¡Al pozo! ¿Has visto? ¡Arrojar la custodia al pozo! Mira tú si tendrá malas ideas... Luego dice que se salva. ¡Como no se salve esa...! Me ha dicho Severiana que cuando delira fuerte, siempre se sale con eso, con que va a sacar del Sagrario la custodia y a guardarla en su baúl, o qué sé yo qué. Verás: soltaba una risa que a mí me ponía los pelos de punta, y decía muy callandito: «¡Qué guapo estás con tu cara blanca, con tu cara de hostia dentro del cerco de piedras finas!... ¡Oh, qué reguapo estás! No creas que te robo las piedras... Para nada las quiero... Me gustas... ¡te comería! No me digas que no te coja, porque te cojo, aunque me muera y me eches al infierno... Sor Natividad te falta; para que lo sepas; te falta con el Padre Pintado...». En fin, hija, que era un horror. Suprimo las flores que iba entreverando, porque me ardería la boca.

Doña Lupe hizo esfuerzos por atraer hacia su paladar, con la lengua y con los rechupidos de sus labios, lo que en el fondo del pocillo quedaba, y conseguido esto al fin, acabó así:

—Con estos disparates sacrílegos estuve toda la noche en vilo, horrorizada, el estómago revuelto, y deseando que el día llegara.

—Me lo figuraba —dijo Fortunata, y después le dio cuenta de lo que había dispuesto y de lo que le indicó a Papitos que comprase.

—¡Ay! Me parece que he estado un año fuera de mi casa. Me ocurría que no sabríais desenvolveros y que la mona se declararía en cantón, haciendo lo que le daba la gana. Ahora a casa, que es madre. Ya hemos cumplido. Claro que esto no es ninguna santidad extraordinaria, ni un caso de heroísmo; pero algo es algo...

Vieron entonces que Guillermina pasaba en dirección al cuarto de Severiana, y Doña Lupe corrió a recibir de su boca augusta los plácemes que merecía.

—¡Oh, qué buena es usted! —le dijo la santa, estrechándole las manos—. ¡Quedarse aquí cuidando a esta pobre...! No, no diga usted que esto no vale nada. Vaya si vale. ¡Dejar las comodidades de su casa para velar a la cabecera de una infeliz...! Pues lo que yo sé es que no lo hacen todas... Dios se lo pagará. Más de agradecer es esto que los donativos que hacen otras... quedándose muy abrigaditas en sus camas... porque esta es la verdadera caridad que sale del corazón... En fin, veo que su modestia se ofende, amiga mía, y no quiero sacarle a usted los colores a la cara. Gracias, gracias.

Doña Lupe estaba muy satisfecha; pero sospechando que la fundadora iba a sacar el temido guante, se despidió con prisa.

—Amiga de mi alma, la obligación me llama a mi choza...

—Sí, sí —le dijo Guillermina—. La obligación antes que nada. Hasta luego.

Y llevando aparte a Fortunata en el corredor, su tía le dijo:

—Tú te quedarás aquí un ratito; si hay petitorio, no quedaremos nosotras en mal lugar. Le dices que apunte un duro por ti y otro por mí. Es bastante. Bien debe saber que no somos potentadas. No me gustan guantes; pero sé cumplir en todas las circunstancias y no hacer un mal papel. Un duro por ti y otro por mí; no lo olvides. No digas si podemos o no podemos más. Tú lo sueltas seco, sin achicarte ni engrandecerte; que ella, aunque se le dé un ochavo, siempre da las gracias con la misma boquita de merengue. Vaya... Mentira me parece que he de verme en mis cuatro paredes...

—5—

C
uando Fortunata, después de un ratito de palique con la comandanta, penetró en la otra casa, vio cosas que la pasmaron. Guillermina, dejando su mantilla y su libro de misa sobre el sofá, desempeñaba junto a Mauricia las obligaciones más penosas del arte de cuidar enfermos, acometiendo con actividad maquinal las faenas más repugnantes, como persona que tiene la obligación y la costumbre de hacerlo. Severiana se esforzaba en impedirlo; pero Guillermina no cedía.

—Déjame tú... Si a mí esto no me cuesta ningún trabajo... Vete a ver lo que quiere Juan Antonio, que está dando voces hace un rato.

La pobre menestrala deseaba tener tres o cuatro cuerpos para atender todo.

—Hombre, ten consideración. ¿Cómo quieres que deje a la señora en...?

Al ver la de Rubín este tráfago y la poca gente que había para tan diversos quehaceres, brindose gustosa a ayudar. Lo que hacía Guillermina era para asustar a cualquiera. Fortunata no se creía con valor para tanto. Y sin embargo, al ver a la insigne dama aristocrática humillarse de aquel modo, avergonzose de no tener valor para imitarla, y sacando fuerzas de flaqueza, ofreció su ayuda. Como hija del pueblo, no quería ser menos que la
señora de la grandeza
en aquellos bajísimos menesteres...

—Quite usted allá, por Díos, hija... —replicó la santa—. No faltaba más; no lo consiento... de ninguna manera. ¿Es que quiere usted ayudarnos? Pues si tan buen deseo tiene, barra la sala, que va a venir el médico.

Apenas hubo cogido Fortunata la escoba, entró Severiana, y que quieras que no, se la quitó de las manos.

—No faltaba más... señorita. Se va usted a poner perdida...

—Por Dios, déjeme usted que la ayude. ¿Quiere que le haga el almuerzo a su marido?

—¡Qué cosas tiene...!

—¡Ay qué gracia!... ¿Cree usted que no sé?... La tortillita en la fiambrera, y el pan abierto con la sardina dentro. Si he hecho yo en mi vida más almuerzos de obreros que pelos tengo en la cabeza...

—Hemos encendido la lumbre en la casa de la vecina. Allá está Doña Fuensanta; pero va a salir a la compra, y si usted hiciera el favor...

Fortunata no necesitó más, y fue a la otra casa, donde encontró a la comandanta muy afanada, porque no era un almuerzo, sino tres los que tenía que preparar, el de Juan Antonio y el de dos obreros más, cuyas respectivas mujeres se habían ido ya para la fábrica, dejándole aquel encargo.

—Váyase usted a la compra —le dijo—, que de las tortillas se encarga una servidora...

Mucho agradeció esto Doña Fuensanta, y poniéndose su toquilla encarnada, quedándose con la bata de tartán y las gruesas zapatillas de orillo, cogió el cesto y el portamonedas y fue a pedir órdenes a Severiana, que estaba en la sala, dentro de una nube de polvo.

—Tráigame usted un codillo como el del otro día, para ponerlo en sal... un cuarterón de agujas cortas... Tocino hay en casa... ¡Ah!, no olvide las zanahorias, ni el cuarto de gallina... Si trae para usted sesada de carnero, cómpreme otra a mí... Oiga, oiga; si ve una buena lengua, tráigamela descargada, y la salaremos para las dos...

Salió la viuda del comandante renqueando por aquellas escaleras abajo, y a poco partieron Juan Antonio y los otros dos obreros con sus saquitos de comida en la mano. La señora de Rubín había desempeñado su cometido con tanta presteza como acierto, y mientras se lavaba las manos, dejose llevar por su vagabundo pensamiento a un orden de ideas que no era nuevo en ella. «¡Si es lo que a mí me gusta, ser obrera, mujer de un trabajador honradote que me quiera...! No le des vueltas, chica; pueblo naciste y pueblo serás toda tu vida. La cabra tira al monte, y se te despega el señorío, créetelo, se te despega...».

Cuando pasó a decir a Severiana que estaba servida, esta había concluido de limpiar la sala. Como había tan mal olor allí, trajeron una paletada de carbones encendidos, y echando un puñado de espliego, la pasearon por toda la casa, desde el pasillo hasta la cocina. Después del sahumerio, Fortunata entró a ver a Mauricia, a quien encontró muy mal, en un estado de decaimiento y postración muy visibles. El médico, que llegó entonces, la examinó detenidamente, observando hinchazón en las piernas y en el vientre. La parálisis agitante crecía de una manera aterradora. Antes de partir, el doctor habló con Guillermina en la sala, diciéndole que aquello no podía menos de acabar mal, y que a todo tirar, tiraría dos días... Acercábase Fortunata para enterarse de esto, cuando vio entrar inesperadamente a una persona cuya presencia le hizo el efecto de una descarga eléctrica. «¡Jesús, esa mona otra vez...!, yo me voy».

Jacinta y Guillermina hablaron un momento con el médico, que se despidió luego.

—Entraré un ratito a verla —dijo la Delfina a su amiga, sentándose en el sofá—. ¿Va usted a estar aquí mucho tiempo?

—Tengo que pasar al otro corredor a ver al zapatero... Pobre hombre, no ha querido ir al hospital. Yo no había visto nunca un caso de hidropesía semejante. La barriga de ese infeliz era anoche como un tonel... Y ya le han dado tres barrenos; pero el de ayer con tan mala fortuna, que no le sacaron más que medio litro, y dicen que tiene en aquel cuerpo la friolera de catorce litros... ¡Qué humanidad, Dios mío!

Fortunata pasó a la otra sala, y a poco volvió diciendo que Mauricia dormía profundamente. La fundadora hizo entonces una observación humorística. Dirigiéndose a las dos, les dijo:

—¿Oyen ustedes ese trombón que toca la marcha real?

En efecto, se oía bien clara, aunque lejana, la marcha real tocada con verdadero frenesí por Leopardi, que en la repetición le ponía un lujo escandaloso de mordentes y apoyaturas.

—Pues ese pobre hombre —añadió la santa conteniendo la risa—, desde que se entera de que estoy aquí, se pone a tocar como un descosido. Es la manera de recordarme que le prometí vestirle, porque el desventurado está mejor de pulmones que de ropa. Mira —propuso a Jacinta, cogiéndole un brazo—; en cuanto vayas hoy a tu casa, has de ver si tiene tu marido algunos pantalones que no le sirvan... Puede que no tenga porque ¡ya hemos hecho tantos escrutinios en su guardarropa!

—No sé, no sé —dijo la señora de Santa Cruz, procurando recordar...— me parece.

—Si no —manifestó prontamente la de Rubín—, yo traeré unos del mío...

—Dios se lo pagará a usted... porque verdaderamente parte el corazón ver a ese pobre hombre, en este tiempo, con unos calzones de hilo, de los que traen los soldados de Cuba...

Salió Guillermina para ir al almacén de maderas de la Ronda, y Jacinta la acompañó hasta el corredor. Sentose Fortunata en el sofá, creyendo que las dos se marchaban. Pero la de Santa Cruz, después de hablar con su amiga de varias cosas, le dijo:

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