Fortunata y Jacinta (119 page)

Read Fortunata y Jacinta Online

Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
6.28Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pasado otro rato, y cuando los brazos soltaron las cinturas y ambas estaban limpiándose los dedos en sus respectivos pañuelos, Aurora volvió a decir:

—Pues sí, todos partieron esta tarde y el primo Moreno con ellos. Creo que van a San Juan de Luz.

Fortunata volvió la cara para el balcón del gabinete, donde estaba Olimpia. Después miró a su amiga, diciéndole en tono muy seco:

—Van a San Sebastián y a Biarritz, y a principios de Setiembre irán todos a París.

—Niñas —dijo Doña Casta, tocándoles en los hombros—. ¿De qué agua quieren ustedes?... ¿
Progreso
o Lozoya?

—Lo mismo me da —replicó Fortunata.

—Toma Lozoya, y créeme —insinuó Doña Lupe, con su vaso en la mano—. Por más que diga esta,
Progreso
es un poquito salobre.

—Eso va en gustos... Y también influye el hábito —arguyó Casta con la suficiencia y formalidad de un catador de vinos—. Como yo me he criado bebiendo el agua de
Pontejos
, que es la misma que la de la Merced, que hoy llaman
Progreso
, toda otra agua me parece que sabe a fango.

No insistiré en lo mucho que se dijo sobre este tratado de las aguas de Madrid. Mientras las dos señoras mayores cotorreaban dentro, Fortunata y Aurora lo hacían en el balcón. Las once y media serían cuando sintieron la voz de Ballester. Este y Maxi las miraban desde la acera de enfrente.

—Si bajan ustedes —dijo Rubín—, las espero aquí.

—Olimpia —gritó Ballester—. Venimos de ver la obra que se estrenó anteanoche. ¡Qué mala es! ¿Tiene usted ya noticias de ella?

—¿Yo?... ¿Qué está usted diciendo?

—Como usted se trata con autoridades...

Al decir esto pasaba el crítico junto a él.

—Oiga usted, Olimpa... La obra es una ferocidad; pero ciertos amigos del autor la pondrán en las nubes. Quisiera yo verles para que me dijeran a mí por qué engañan de este modo al público.

—Déjeme usted en paz... ¡Qué tonto es usted! —replicó Olimpia, y se metió para adentro.

—¿Bajáis o no? —dijo Maxi; y su mujer le contestó que esperase en la botica, que ellas bajarían.

Aurora y Fortunata se reían mirando a Ponce, que iba escapado por la calle arriba, como alma que lleva el diablo.

Retiráronse las de Rubín a su domicilio, teniendo ambas señoras la satisfacción de ver a Maxi tan mejorado de los desórdenes cerebrales de aquella mañana, que no parecía el mismo hombre. Síntomas favorables eran la obediencia a cuanto se le mandaba, y lo juicioso y sosegado de sus respuestas. Aquella noche durmió con tranquilidad, y nada ocurrió que saliera del canon ordinario. A la tarde siguiente convinieron marido y mujer en dar un paseo a prima noche. Fue ella a buscarle a la botica a la hora concertada, y no le encontró.

—Ha ido a cortarse el pelo —le dijo Ballester, ofreciéndole una silla—. Con las murrias de estos últimos tiempos, el pobre chico no caía en la cuenta de que se iba pareciendo a los poetas melenudos... Le he mandado que se trasquilase esta misma tarde. Tenga usted presente una cosa: hay que imponérsele, combatirle el abandono, las lecturas y no consentir que se ensimisme. Antes que dejarle caer en las melancolías, vale más darle un disgusto. Yo siempre le hablo gordo, y crea usted... me ha cogido miedo. Es lo que hace falta.

—¡Pobrecito!... —exclamó Fortunata—. ¿Pero ve usted por dónde le ha dado?... Yo no he visto un desatinar semejante.

Segismundo, que en aquel momento tenía poco que hacer, dejolo todo por atender cortésmente a la señora de su amigo y serle grato en lo que de él dependiera. Era hombre que tenía que contenerse mucho para no ser galante y aun atrevido con cualquier mujer en cuya presencia estuviese. Con Fortunata se había permitido alguna vez tal cual broma; aquel día se corrió más. Llevándose los dedos a su rebelde cabellera para hacer con ellos púas de peine, se la atusó, y arqueando el cuerpo, inclinose hacia la señora para decirle con retintín:

—Muy triste está usted desde ayer... No, no me lo niegue... ¿Pues yo no veo lo que pasa? Leo en las caras.

—Pues en la mía poco habrá leído usted.

—Más de lo que se piensa... Leo pasajes tiernísimos... estrofas de despedida... ayes de soledad...

—¡Ay, qué majadero!

—¡Oh! A mí no se me escapa nada. Convengo en que no hay motivos para que usted esté tan patética... Pero hay otra cosa... a mí me gusta remontarme a los orígenes, me gusta buscar el por qué, y francamente, cuando miro ese por qué, no puedo menos que lamentar la equivocación de que usted viene padeciendo desde tiempos remotos.

Fortunata le miraba sonriendo, pues no creía que debía enojarse.

—Sí, no puedo menos de deplorar —prosiguió el regente inflándose—, que usted sea tan consecuente con personas que no lo merecen... Habiendo en el mundo tanto corazón leal, ir a buscar precisamente el más inconstante y...

—¿Qué disparates está usted diciendo?

—¡Oh!, no son disparates —replicó el farmacéutico, dando algunos pasos delante de ella y procurando que dichos pasos fueran todo lo airosos posible—. Perdóneme usted mi atrevimiento. Yo las gasto así; siempre he sido Juan Claridades, y cuando una idea quiere salir de mí, le abro la puerta para que salga, porque si la dejo dentro, estallo... Pues decía... ¿Se va usted a enfadar?

—No, hombre, ¿qué me voy a enfadar yo? Suéltela, suéltela.

—Pues decía... (Ballester tomaba una actitud que a él le parecía aristocrática), decía que a quien debiera usted querer es a mí... Ya ve usted que no me muerdo la lengua.

—¡Ay, qué gracia! Me gusta usted por lo corto de genio.

—Al pan pan y al vino vino. Queriéndome a mí, verá lo que es corazón amante, consecuente y tropical. Pero le advierto una cosa...

—¿Qué?

—Que si se decide a quererme... usted no se decidirá, pero si se decide, tenga cuidado de no decírmelo de sopetón... porque me moriré de gusto... Sería como una descarga eléctrica.

—Estese tranquilo... Sí, se lo iré diciendo poco a poco... preparándole, como cuando se dan malas noticias...

—No tanto, no tanto...

—Vaya que es usted malo... Aquí, entre tanta medicina, ¿no hay nada que le cure la cabeza?

—¡Pues si lo hubiera, amiga mía, si lo hubiera...! Y creen muchos que la peor cabeza de esta casa es la del pobre Maxi, cuando la mía es una pajarera. Verdad que dos palabras de quien yo me sé me harían la persona más cuerda y más feliz de la tierra...

Viendo en esto que entraba Rubín, dio otro giro a su charla.

—Aquí le estaba diciendo a su cara mitad, que le voy a dar unas píldoras... ¡Dios, qué píldoras!

—¿Para ella?

—No, hombre, para usted.

—¿Y de qué son?

—Bueno va; ya quiere saber de qué son. Carambita, cuando uno discurre algo nuevo, debe reservarse el secreto. Es un específico.

—Este Segismundo está ido —dijo Fortunata—. Vámonos.

—Yo no tomo píldoras sin saber la composición —indicó Maxi con la mayor buena fe.

—Estos hombres felices son muy impertinentes. Todo lo quieren averiguar... ¡Y ahora se va de paseíto con su tórtola! ¡Qué babosos...
semos
! ¡Luego se queja el nene!... —tirándole de una oreja—, se queja de vicio... el niño mimado de la Providencia... Abur, divertirse.

Salió a despedirles a la puerta de la botica, se puso muy tieso, y estirándose todo lo posible sobre la base de sus zapatillas, les siguió con la vista hasta que desaparecieron en lo alto de la calle.

—6—

I
ban pasando los cansados días del verano, que es en Madrid la estación de las tristezas, porque el sueño y el apetito escasean, la sociedad disminuye, y los que aquí se quedan parece que comen el pan de la emigración. En la familia de Rubín nada ocurría de particular, pues Maxi no empeoraba, aunque todas las mañanas tenía su excitación correspondiente, más o menos aparatosa; pero mientras no llegase a un grado de furor como el de la célebre mañanita del arsénico, las dos mujeres podían llevarlo con paciencia. De noche, las depresiones se manifestaban levemente, y a veces no se conocían. Ballester había conseguido, combinando la persuasión con la severidad, apartarle en absoluto de toda lectura favorable a la concentración del ánimo.

Entre Fortunata y Doña Lupe no era todo concordia, como se puede haber comprendido, pues la señora de Jáuregui, observadora sagaz, había comprendido que desde principios de Junio su sobrina andaba en malos pasos. Todas las personas relacionadas con la familia de Rubín sabían la historia de la mujer de Maxi, y el dramático papel que desempeñaba en ella el señorito de Santa Cruz. Algunas, quizás, tenían conocimiento de aquella tercera salida de la aventurera al campo de su loca ilusión; pero nadie se atrevió a llevar el cuento a
la de los Pavos
. Esta, no obstante, lo sabía por obra del puro cálculo y de sus facultades olfatorias. Arrancose una vez a
armar la gorda
«para que no crea —pensaba— que me trago sus mentiras y que estoy aquí haciendo el papamoscas». Pero Fortunata, recordando al instante las lecciones de su amigo Feijoo, trazó la raya divisoria que este le recomendara, y vino a decir en sustancia: «de aquí para allá, señora, gobierna usted; de aquí para acá, están
mis cosas
y en ellas no tiene usted que meterse».

No se dio por vencida la orgullosa viuda del alabardero, y volvió a la carga dos o tres veces en esta forma:

—Si el pobre Maxi estuviera bueno, él te arreglada como cumple a todo hombre que se estima; pero no lo está, y tengo que tomar yo a mi cargo el decoro de la familia. Me he dicho mil veces: «¿daré el estallido o no daré el estallido?». En la situación de ese pobrecito, mi estallido sería su muerte. Por eso me contengo y me trago todo el veneno. ¿Ves?, mi cabeza se está llenando de canas desde que veo estas ignominias sin poderlas remediar...

Fortunata volvió el rostro para ocultar sus lágrimas. Esta escena ocurría en el gabinete, hallándose las dos cosiendo sus trajes de verano.

—Después de lo que pasó en Noviembre del año pasado —prosiguió la viuda con serenidad que espantaba—, después de tu enmienda verdadera o falsa; después que se te perdonó (y por mi voto no se te habría perdonado); después que echamos tierra al horrible crimen, me parece que estabas obligada a portarte de otra manera. No vengas ahora con lagrimitas que han de parecer de hipocresía. Porque yo digo una cosa. Óyeme atentamente.

Doña Lupe dejó la costura y se preparó a hablar, como los oradores de profesión.

—Yo me pongo en el caso de una mujer que siente una pasión antigua, con raigones muy hondos y que no se pueden arrancar. Hay casos, y verdaderamente, esto es para mirarlo despacio. Pues si tú hubieras venido a mí y me hubieras dicho: «Tía, esto me pasa. Me persiguen; yo no sé si podré defenderme; soy débil; ayúdeme usted...». ¡Oh!, la cosa variaba mucho. Porque yo te habría dirigido, yo te habría dado fortaleza, consuelo... Pero no; se te antoja campar por tus respetos, y hacer y acontecer, como una mozuela sin juicio... Eso es un disparate. Ahí tienes, ahí tienes el motivo de todas tus desgracias al no contar para nada con las personas que deben guiarte. Total, que cuando acudas pidiendo socorro ya será tarde, y esas personas te dirán: «Entiéndete ahora, húndete, y cúbrete de vergüenza y date a los demonios».

Pronunciada esta elocuente filípica, continuó la señora un buen espacio de tiempo dando resoplidos, y Fortunata no levantaba los ojos de su costura. Discurría sobre la extrañeza de aquellos conceptos de la viuda, que parecía dispuesta a ciertos temperamentos indulgentes en caso de que se la consultara, y de que se la tuviera por dispensadora infalible de protección y por sancionadora de las acciones. «Esta mujer quiere ser el Papa —pensaba—, y con tal que la hagan Papa, se aviene a todo. Pero lo que es por mí...». A Fortunata le repugnaba la moral despótica de Doña Lupe, en la cual entrevía más soberbia que rectitud, o una rectitud adaptada jesuíticamente a la soberbia. No se conformaba esto con las ideas absolutas de la joven criminal. Ella quería para sus actos la absolución completa o la completa condenación. Infierno o Cielo, y nada más. Tenía
su idea
y para nada necesitaba de consejos ni de la protección de nadie. Se las componía sola mucho mejor, y cualquiera que fuese su cruz, no le hacía falta Cirineo. Sus acciones eran decisivas, rectilíneas, iba a ellas disparada como proyectil que sale del cañón.

Enterada Doña Lupe, en aquellos secreteos que con su amiga Casta tenía, de que los de Santa Cruz se habían marchado a veranear, tomó pie de esta circunstancia para endilgarle a su sobrina otro discurso, aunque en tono menos catilinario que los anteriores.

Era aquella señora esencialmente gubernamental y edificaba siempre sobre la base sólida de los hechos consumados todos sus planes y raciocinios.

—Mira tú por dónde podríamos llegar a entendernos —le dijo una tarde que la volvió a coger a mano para el caso—. He sabido que la persona que te trae dislocada no está ya en Madrid. ¿Qué mejor ocasión quieres para emprender la reforma de tu estado interior, que está como una casa en ruinas? Yo estoy dispuesta a ayudarte todo lo que pueda. No debiera hacerlo; pero tengo caridad y me hago cargo de las flaquezas humanas. Otra tomaría por la calle de en medio; yo creo que en cosas tan delicadas se debe proceder con cierto ten con ten. Habrías de empezar por ponerme en antecedentes, por confiarme hasta los menores detalles, entiéndelo bien, hasta los menores detalles; por ponerme al tanto de lo que piensas, de lo que sientes, de las tentaciones que te dan por la mañana, por la tarde y por la noche; en fin, habías de declarar todos, toditos los síntomas de esa maldita enfermedad, y darme palabra de hacer cuanto yo te mandare.

Hablaba, pues, la viuda como si tuviera en el bolsillo las recetas para todos los casos patológicos del alma.

Por cumplir, más que por gusto, Fortunata tuvo la condescendencia de decir algo, reservando, como es natural lo más delicado. Doña Lupe se entusiasmó tanto con aquella muestra de sumisión, que hizo gala de sus facultades profesionales, y terminó así:

—Te aseguro que si me obedeces, te quitaré eso de la cabeza y serás lo que no eres, un modelo de mujeres casadas. Por de pronto, me comprometo a que no vuelvas a caer, aun en el caso de que se te tendiera el lazo otra vez. ¡Vaya, con el caballerito! Es cosa de dar parte a la policía. Tú déjate llevar; pon el pleito en mis manos, déjame a mí... y verás. ¿Apuestas a que me planto un día en casa de Doña Bárbara y le canto clarito? Tú no sabes quién soy, tú no me conoces. ¡Y has sido tan tonta que no has querido valerte de mí...! Bien merecido tienes lo que te pasa. Pues lo que es ahora, que quieras que no, tomo cartas en el asunto... Has de concluir por adorarme como se adora a una madre.

Other books

Vortex by Chris Bunch; Allan Cole
Innocence Lost by T.A. Williams
Dark Daze by Ava Delany
Kitty's House of Horrors by Carrie Vaughn
My Year with Eleanor by Noelle Hancock
The Book of Blood and Shadow by Robin Wasserman
Tomorrow About This Time by Grace Livingston Hill
All Through The House by Johnson, Janice Kay
Mounting Fears by Stuart Woods