Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
Señalaba a un emblema pintado en el techo de la botica, en el cual estaban, decorativamente combinados, la serpiente de Esculapio, el reloj de arena del Tiempo, un alambique, una retorta, el busto de Hipócrates y una calavera.
—Si quiere usted contemplar toda la gracia del mundo, míreme a mí —dijo Ballester, que dejando la vara, dio una vuelta, cogiéndose los faldones de la levita—. Estoy guapo, ¿sí o no?
Ballester ostentaba aquel día zapatillas nuevas, estrenaba traje de lanilla de los más baratos, y se había ido a la peluquería, donde después de cardarle la caballera, se la habían rizado con tenacillas.
—Vaya, que está usted elegante —dijo Maxi, poniéndose a pesar unas dosis para píldoras.
—Pues más he de estarlo mañana. Mañana se casa mi hermanita con Federico Ruiz, un chico de mucho talento. ¿Le conoce usted? Los periódicos, que hablan constantemente de él, anteponen siempre a su nombre algún mote muy salado. Ahora le llaman
el distinguido pensador
. ¿A que no le llaman a usted así, a pesar de lo mucho que piensa? Porque usted no piensa con juicio y él sí.
Por la noche estaban en la botica, además de Ballester, los dos practicantes Padilla y Rubín. Como apareciese en la acera de enfrente el célebre crítico, Segismundo se vio acometido a la ira cómica que le producía la presencia de aquel personaje de tan indudable importancia en la república de las letras.
—Tengo a ese caballerito —decía—, sentado en la boca del estómago... sobre todo, desde que elogió aquella obra tan mala, estrenada este invierno, diciendo que en ella se
planteaba el problema
, y qué sé yo qué. Veréis: Es aquel dramita moral en que se recomienda el matrimonio y las buenas costumbres; como que allí resulta que todos los solteros somos unos pillos; y porque un joven se retira tarde y se gasta algún durete en picos pardos, me le llaman monstruo y el papá le maldice... Hay una escena en que todos se desmayan, porque sale uno muy malo, que resulta ser un hombre dedicado a la ciencia, el cual dice con la mayor frescura que él no cree en Dios aunque le fusilen. Total, que cuando la vi representar, pensé que me tragaba todos los eméticos que hay en mi farmacia. La moraleja de la obra es que sin religión no hay felicidad, y por eso la pone en las nubes este ángel de Dios, que es el alcaloide de la cursilería.
Cerró la noche y Ponce se acercó para telegrafiarse con su amada. Del balcón descendía una cuerda, a la que el joven ataba un papel.
—Le manda su último artículo —dijo el regente a sus amigos, acechando en la puerta de la farmacia—. Ahora baja la cuerda con un dulce... Como anoche, lo mismo que anoche. Veréis, veréis la broma que le tengo preparada.
Con nerviosa presteza fue a la rebotica y sacó del cajón un objeto del tamaño de una yema, blanco y de apariencia azucarada. Padilla se desternillaba de risa, y Maxi observaba con atención simpática.
—Pero es preciso que me ayudéis. Tú, Padilla, que le conoces, sales, te haces el encontradizo, le hablas de literatura dramática, le entretienes un rato volviéndole la cara para allá; y entretanto, yo, con muchísimo disimulo, me escurro pegado a la pared, en el momento en que baja el bramante con el dulce. Quito la yema, ¿sabes?... y pongo esta. La hice anoche. Es estricnina, a la dosis que se echa a los perros, bien neutralizado el sabor con regaliz, y forrada de azúcar. Se la come y revienta como un triquitraque.
Padilla se partía de risa, y Maxi lo tomaba a broma.
—Hombre, matarle no —dijo Padilla—. Si la hubieras hecho de jalapa, escamonea o cosa así...
—No, chico; si yo lo que quiero es que reviente... Iré a presidio... me pierdo. ¿Y qué? No se la perdono... ¡Ultrajar a los hombres de ciencia y a los solteros!
Llevando su broma hasta el fin, Ballester porfiaba que la yema era venenosa; mas como el otro rechazara la complicidad en aquel homicidio, diose a partido el exaltado boticario, diciendo que la pelotilla era de azúcar con aceite de croto, que es el derivativo drástico por excelencia. Maxi, que le había ayudado a hacerla, se sonreía. Como en estos dimes y diretes se pasó bastante tiempo, cuando Ballester quiso poner en ejecución la chuscada, ya había bajado el hilo con una yema de coco, y el crítico se la estaba comiendo. El otro se consoló pensando que otra noche consumaría su trágica venganza.
—Él se la tiene que comer... —dijo guardando la bola—. Como me llamo Segismundo, se la tiene que tragar, y entonces diré como mi tocayo: «¡Vive Dios que pudo ser!».
A
quella noche, cuando Maxi subió a comer, encontró a su mujer un poco enferma. Le dolía la cabeza y tenía náuseas. Doña Lupe, que la estaba observando siempre, veía en su mal un pretexto para esconder de la familia los pesares que la consumían. «Lo que tú tienes —pensaba—, es el afán de volver al reclamo. Estás luchando contigo misma. Quieres ir y no te determinas». Algo de esto debía de ser, pues Fortunata se metió en su alcoba, resistiéndose a tomar alimento. Maximiliano no le instaba a que comiera, pues aquella actitud de su mujer tomábala él por querencia de privaciones, por iniciación del aniquilamiento, o apetito de muerte y liberación. Doña Lupe, fatigada de lidiar con tanta insensatez de una y otra parte, se retiró, dejándoles solos y diciendo:
—Haced lo que queráis. Allá os arregléis a vuestro gusto. Yo estoy rendida.
Comió sola, y con Papitos les mandaba de algún plato, que volvía casi intacto. Después entró un instante en la alcoba para preguntarles qué tal estaban, y se fue a descansar.
—No puedo resistir más esta vida de perros —decía—. Dios tenga compasión de mí.
Fortunata habría deseado que su marido se durmiese y la dejase en paz. Pero no parecía él dispuesto a hacerle el gusto en esto. Presentábase aquella noche bastante locuaz, lo que la disgustó mucho, pues pocas veces se había sentido con menos ganas de conversación. A poco de acostarse, observó que su marido, sentado frente a la mesa donde estaba la luz, sacaba del bolsillo un paquete, después otro, objetos envueltos en papeles, y los ponía frente a sí, como un hombre que se prepara a trabajar. El ligero ruido estridente que hace el papel al ser desdoblado, ruido que se acrecía con el silencio de la noche, molestaba a Fortunata atrayendo su atención. Lo primero que hizo Maxi fue sacar de un envoltorio de regular tamaño multitud de paquetes chicos muy bien doblados, como los que en Farmacia se llaman
papeletas
, forma en que se dividen y expenden las dosis de las medicinas en polvo. Pero después vio la joven que desliaba otro paquete de forma larga y... ¡Ay, Dios mío, era un cuchillo!... Lo estuvo él contemplando un rato por un lado y por otro, y acercaba la yema del dedo a la punta como para probar si era bien aguda. La esposa sintió sudor frío en todo su cuerpo... No pudo contenerse, y como si despertase a un durmiente para librarle de los fingidos horrores de angustiosa pesadilla, le dijo...
—Maxi, hijo, ¿qué haces?
Él la miró con gran tranquilidad.
—Yo creí que dormías. ¿No tienes sueño? Pues charlaremos de cosas agradables.
—Como quieras. Pero más vale que te acuestes, y dejes las cosas agradables para mañana.
—No... de seguro que te gustará lo que voy a decirte. Espera un poco.
Recogió todos sus paquetes y el cuchillo, y trasladándose a la silla que estaba junto a la cama, lo puso todo sobre la mesa de noche.
—Ajajá... Ahora verás —dijo sonriendo cariñosamente, como el que se dispone a dar a la persona amada la sorpresa de un regalito—. Esto, ya lo ves: es un puñal.
Fortunata se estremeció como si la hoja fría le tocara las carnes, y se puso a dar diente con diente.
—Lo compré hoy en la tienda de espadas de la calle de Cañizares. Aquí dice:
Toledo, 1873
. Es bonito, ¿verdad? Hace días que vengo pensando en cuál es la mejor manera de hacerle al alma el gran favor de mandarla para el otro barrio. ¿A ti que te parece? No decido nada sin tu consejo; y lo que tú prefieras, eso preferiré yo.
La infeliz mujer estaba tan medrosa, que apenas podía hablar.
—Guarda eso, por Dios... Mira que me da mucho miedo.
—¡Miedo! —exclamó él con asombro y desconsuelo—. Pues yo creí que habría conseguido infundirte mi idea y que ya mi idea te era familiar. ¡Miedo a la muerte!, es decir, ¡miedo a la libertad y amor al calabozo! ¿Ahora salimos con eso? Si lo primero, mil veces te lo he dicho, es mirar a la muerte como el fin de los padecimientos, como miran a la playa los infelices que luchan con las olas, agarrados a un madero.
—No, si no tengo miedo —dijo ella con deseos de tranquilizarle, porque observó que se exaltaba—. Pero es que... esas cosas, más vale dejarlas para de día. Ahora, a dormir.
—¡Dormir!... Ahí tienes otra tontería. Dormir, ¿y qué saca uno de dormir? Pues embrutecerse, olvidarse de lo principal, que es el desprendimiento y la evasión. Querida mía, o estás conmigo o estás contra mí; decídete pronto. ¿Estás dispuesta a tomar la llave de la puerta y escaparte conmigo? ¿Sí? Pues lo primero es no tener horror a la muerte, que es la puerta, estar siempre mirándola, y prepararse para salir por ella cuando llegue la hora feliz de la liberación.
Fortunata se arropó bien, porque le había entrado más frío. ¡Ay qué miedo tan grande!
—El momento de la liberación es aquel en que uno se considera suficientemente purificado para apechugar con el paso de un mundo a otro, y dar ese paso por sí mismo. Las religiones dominantes prohíben el suicidio. ¡Qué tontas son! La mía lo ordena. Es el sacramento, es la suprema alianza con la divinidad... Bueno; pues las personas que por medio de la anulación social, y cultivando la vida interior, llegan a purificarse, comprenden por su propio sentido cuándo llega el momento de tomar el portante. La liberación no debiera llamarse suicidio. La expresión mejor es esta: matar a la bestia carcelera. Llega un momento en que el alma no puede ya aguantar la esclavitud, y es preciso soltarse. ¿Cómo? Mira.
Fortunata tiritaba, discurriendo si se levantaría para llamar a Doña Lupe.
—Esto es un puñal... bien afilado... Hay que tener en cuenta que la bestia se defiende, por muy decaída que esté. La carne es carne, y mientras tenga vida hace la gracia de doler. Por eso conviene que la liberación sea con el menor dolor posible, porque la misma alma, con toda su fortaleza, se amilana, siente lástima de la bestia carcelera e intercede por ella. Tú fíjate bien, y si el arma blanca no te gusta, me lo dices con franqueza. ¿Prefieres el arma de fuego? Pueden fallar los tiros, y entonces el alma se impacienta; suele suceder que la bala no toma la dirección conveniente y queda la bestia a medio matar con medio cuerpo muerto y medio cuerpo vivo. Por eso yo te traigo aquí los medios tóxicos, que son callados y seguros.
Empezó a mostrar aquellas papeletas tan bien hechas y bien dobladas, sobre las cuales había escrito con clarísima letra el nombre de cada droga. Mirábalas Fortunata con indecible terror, y se tapaba la nariz y la boca, temerosa de que, respirando tales ingredientes, pudiera envenenarse.
—Vete enterando. Esta sustancia que ves aquí, blanca y en cristalitos, es la
estricnina
... Muerte segura y tetánica, y que produce muchas angustias, por lo cual no te la recomiendo. La
atropina
es esta, y esta la
cicutina
. ¿Ves?, polvos blancos. La
citutina
tiene una ventaja, y es que con ella se liberó el señor de Sócrates, lo que la hace venerable. Ambos son venenos virosos, es a saber, que se queda uno dormido y en sueños se acaba. Pero yo me pregunto: En las tinieblas del sueño, ¿no producirán los pataleos de la bestia horribles martirios? ¿Qué te parece a ti? ¿Preferiremos la
digitalina
, que mata por asfixia? ¿O nos fijaremos en los mercuriales? Míralos aquí: El
ioduro de Mercurio
, rojo; el
cianuro de Mercurio
, blanco. También tengo un preparado de fósforo, que mata por envenenamiento de la sangre. Pero lo bueno está aquí, míralo; el verdadero
ojo de boticario
, la bendición de Dios. Esto sí que mata, y pronto. ¿Ves este polvo gris? Es la
gelsemina
, la maravilla de la toxicación. La bestia se estremece sólo de verla; porque sabe que con esto no hay bromas. Muerte instantánea.
—Basta, basta —dijo Fortunata, que ya no podía resistir más—. Si no guardas todo eso, me levanto y me voy.
Él la miró con semblante en que se pintaban un desconsuelo siniestro y un asombro compasivo. Esta mirada le aumentó a ella el miedo, y comprendiendo que era forzoso disimularlo, acariciándole la manía para evitar cualquier barbaridad, le dijo:
—Todo está muy bien... yo comprendo... Claro, la bestia hay que matarla. Pero si quieres que yo te quiera, ha de ser con condición de que no me traigas acá venenos...
—¡Ah! Corriente... Si prefieres las armas de fuego... Pero en este caso hay que ejercitarse. Preciso es que mueras primero tú, después yo... ¿Y si me falla el tiro y me quedo vivo y viene gente y me sujetan...?
—No, hijo no; cada cual coge una pistola, y apunta uno para el otro como en los desafíos... Se da la señal, ¡pum!, y ya verás cómo quedan las dos bestias.
Maximiliano meditaba.
—No me parece muy practicable tu solución.
—Sí, chico, sí, te digo que sí. Hazme el favor de coger todos esos polvos y tirarlos por la ventana al patio. No, mejor será que los envuelvas en un paquete y me los des; yo los guardaré. Te prometo guardarlos. Pero qué, ¿desconfías de mí?... Gracias, hombre.
De veras que desconfiaba, porque cuando ella extendió sus manos para coger las papeletas, acudió él a defenderlas como se defiende una propiedad sagrada.
—Tate, tate; déjame esto aquí. Yo lo guardaré...
—Bueno, mételo en el cajón de la mesa de noche, y también el cuchillito. Yo te prometo no tocarlo.
—¿Me lo juras?
—Te lo juro... No parece sino que yo te he engañado alguna vez. ¡Qué cosas tienes!... Pero te has de acostar...
—Si no tengo sueño, a Dios gracias. Cuando duermo algo, sueño que soy hombre, es decir, que la bestia me amarra, me azota y hace de mí lo que le da la gana... ¡Infame carcelero!
Impaciente, Fortunata se lanzó a las determinaciones que exigen los casos graves. Echose de la cama tal como estaba, y casi a la fuerza, mezclando los cariños con la autoridad, como se hace con los niños, le hizo acostar. Quitole la ropa, le cogió en brazos, y después de meterle en la cama, se abrazó a él sujetándole y arrullándole hasta que se adormeciera. Decíale mil disparates referentes a aquello de la liberación, de la hermosura de la muerte y de lo buena que es la matanza de la bestia carcelera. «A cada bestia le llega su San Martín» repetía, con otras frases que habrían sido humorísticas, si las circunstancias no las hicieran lúgubres.