Fortunata y Jacinta (58 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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—Sí que lo es; pero creo muy difícil quitársela de la cabeza.

—Eso corre de mi cuenta... ¡Oh! Si no tuviera yo otras montañas que levantar en vilo... —dijo el clérigo apartando de sí la ensaladera, en la cual no quedaba ni una hebra—. Verá usted... verá usted si le vuelvo yo del revés como un calcetín. Para esas cosas me pinto...

No pudo concluir la frase, porque le vino de lo hondo del cuerpo a la boca una tan voluminosa cantidad de gases, que las palabras tuvieron que echarse a un lado para darle salida. Fue tan sonada la regurgitación, que Doña Lupe tuvo que apartar la cara, aunque Nicolás se puso la palma de la mano delante de la boca a guisa de mampara. Este movimiento era una de las pocas cosas relativamente finas que sabía.

—...me pinto solo —terminó, cuando ya los fluidos se habían difundido por el comedor—. Verá usted, en cuanto llegue le echo el toro... ¡Oh!, es mi fuerte. Me parece que ya está ahí.

Oyose la campanilla, y la misma Doña Lupe abrió a su sobrino. Lo mismo fue entrar este en el comedor que conocer en la cara impertinente de su hermano que ya sabía
aquello
... No le dio Nicolás tiempo a prepararse, porque de buenas a primeras le embocó de este modo:

—Siéntese usted aquí, caballerito, que tenemos que hablar. Vaya, que me ha dejado frío lo que acabo de saber. Estamos bien. Con que...

La mano tiesa volvió a ponerse delante de la boca, a punto que se atascaban las palabras, sufriendo la cabeza como una trepidación.

—Conque aquí hace cada cual lo que le da la gana, sin tener en cuenta las leyes divinas ni humanas, y haciendo mangas y capirotes de la religión, de la dignidad de la familia...

Maximiliano, que al principiar el réspice, estaba anonadado, se rehízo de súbito, y todas las fuerzas de su espíritu se pronunciaron con varonil arranque. Tal era el síntoma característico del
hombre nuevo
que en él había surgido. Roto el hielo de la cortedad desde el momento en que la tremenda cuestión salía a
vista pública
, le brotaban del fondo del alma aquellos alientos grandes para su defensa. Discutir, eso no; pero lo que es obrar, sí, o al menos demostrar con palabras breves y enfáticas su firme propósito de independencia...

—¡Bah! —exclamó apartando la vista de su hermano con un movimiento desdeñoso de la cabeza—. No quiero oír sermones. Yo sé bien lo que debo hacer.

Dijo, y levantándose se marchó a su cuarto.

—Bien, muy bien —murmuró el cura quedándose corrido, mirando a Doña Lupe y a Papitos, la cual se pasmaba de aquel mirar que parecía una consulta—. Y qué mal educadito y que rabiosito se ha vuelto. Bien, muy bien; pero muy...

Un metro cúbico de gas se precipitó a la boca con tanta violencia, que Nicolás tuvo que ponerse tieso para darle salida franca, y a pesar de lo furioso que estaba, supo cuidar de que la mano desempeñara su obligación. Doña Lupe también parecía indignada, aunque si se hubiera ido a examinar bien el interior de la digna señora, se habría visto que en medio del enojo que su dignidad le imponía, nacía tímidamente un sentimiento extraño de regocijo por aquella misma independencia de su sobrino. ¡Si sería efectivamente un hombre, un carácter entero...! Siempre le disgustó a ella que fuera tan encogido y para poco. ¿Por qué no se había de alegrar de ver en él un rasgo siquiera de personalidad árbitra de sí misma? «Hay que ver por dónde sale este demonches de chico —pensaba con cierta travesura—. ¡Y qué geniazo va sacando!».

—Pero muy bien, perfectamente bien —dijo el cura apoyando las manos en los brazos del sillón, para enderezar el cuerpo—. Verás ahora, grandísimo piruétano, cómo te pongo yo las peras a cuarto. Tía, buenas noches. Ahora va a ser la gorda. Acostados los dos, hablaremos.

Encerrose Nicolás en su alcoba, que era la de su hermano, y ambos se metieron en la cama. Doña Lupe se puso fuera a escuchar. Al principio no oyó más que el crujir de los hierros de la cama del clérigo, que era muy mala y endeble, y en cuanto se movía el desgraciado ocupador de ella volvíase toda una pura música, la que unida al ruido de los muelles del colchón veterano, hubiera quitado el sueño a todo hombre que no fuese Nicolás Rubín. Después oyó Doña Lupe la voz de Maxi, opaca, pero entera y firme. Nicolás no le dejaba meter baza; pero el otro se las tenía tiesas... ¡Terrible duelo entre el sermón y el lenguaje sincero de los afectos! Ponía singular atención Doña Lupe a la voz del sietemesino, y se hubiera alegrado de oír algo estupendo, categórico y que se saliera de lo común; pero no podía distinguir bien los conceptos, porque la voz de Maxi era muy apagada y parecía salir de la cavidad de una botella. En cambio los gritos del cura se oían claramente desde el pasillo. «Miren por dónde sale ahora este... —pensó Doña Lupe volviendo la cara con desdén—. ¡Qué tendrán que ver Santo Tomás ni el padre Suárez con...!». Al fin dejó de oírse la voz cavernosa del sacerdote, y en cambio se percibió un silbido rítmico, al que siguieron pronto mugidos como los del aire filtrándose por los huecos de un torreón en ruinas.

—Ya está roncando ese... —dijo Doña Lupe retirándose a su alcoba—. ¡Qué noche va a pasar el otro pobre!

Serían las nueve de la mañana siguiente, cuando Nicolás pidió a Papitos su chocolate. Salió del cuarto con la cara muy mal lavada, y algunas partes de ella parecían no haber visto más agua que la del bautismo.

—¿Ese chocolate? —preguntó en el comedor, resobándose las manos una con otra, como si quisiera sacar fuego de ellas.

—Ahora mismo.

El chocolate había de ser con canela, hecho con leche, por supuesto, y en ración de dos onzas. Le habían de acompañar un bollo de tahona, varios bizcochitos y agua con azucarillo. Y aún decía Nicolás que tomaba chocolate no por tomarlo, sino nada más que por fumarse un cigarrillo encima.

—¿Y qué resultó anoche? —preguntó Doña Lupe al ponerle delante todo aquel cargamento.

—Pues nada, que no hay quien le apee —respondió el clérigo, sumergiendo el primer bizcochito en el espeso líquido—. Lo que usted decía: no es posible quitárselo de la cabeza. Una de dos, o matarle o dejarle, y como no le hemos de matar... Al fin convenimos en que yo vería hoy a esa... cabra loca.

—No me parece mal.

—Y según la impresión que me haga, determinaremos.

—¿Vais juntos?

—No, yo solo, quiero ir solo. Además él está hoy con jaqueca.

—¿Con jaqueca? ¡Pobrecito!

Doña Lupe corrió a ver a Maximiliano, que después de empezar a vestirse, había tenido que echarse otra vez en la cama. Provocado sin duda por las emociones de aquellos días, por el largo debate con su hermano Nicolás, y más aún quizás por los insufribles ronquidos de este, apareció el temido acceso. Desde media noche sintió Maxi un entorpecimiento particular dentro de la cabeza, acompañado del presagio del mal. La atonía siguió, con el deseo de sueño no satisfecho y luego una punzada detrás del ojo izquierdo, la cual se aliviaba con la compresión bajo la ceja. El paciente daba vueltas en la cama buscando posturas, sin encontrar la del alivio. Resolvíase luego la punzada en dolor gravitativo, extendiéndose como un cerco de hierro por todo el cráneo. El trastorno general no se hacía esperar, ansiedad, náuseas, ganas de moverse, a las que seguían inmediatamente ganas más vivas todavía de estarse quieto. Esto no podía ser, y por fin le entraba aquella desazón epiléptica, aquel maldito hormigueo por todo el cuerpo. Cuando trató de levantarse parecíale que la cabeza se le abría en dos o tres cascos, como se había abierto la hucha a los golpes de la mano del almirez. Sintió entrar a su tía. Doña Lupe conocía tan bien la enfermedad, que no tenía más que verle para comprender el periodo de ella en que estaba.

—¿Tienes ya el clavo? —le preguntó en voz muy baja—. Te pondré láudano.

Había aparecido el clavo, que era la sensación de una baguetilla de hierro caliente atravesada desde el ojo izquierdo a la coronilla. Después pasaba al ojo derecho este suplicio, algo atenuado ya. Doña Lupe, tan cariñosa como siempre, le puso láudano, y arreglando la cama y cerrando bien las maderas, le dejó para ir a hacer una taza de té, porque era preciso que tomase algo. El enfermo dijo a su tía que si iba Olmedo a buscarle para ir a clase, le dejase pasar para hacerle un encargo. Fue Olmedo, y Maximiliano le rogó corriese a avisar a Fortunata la visita del clérigo, para que estuviese prevenida.

—Oye, adviértele que tenga mucho cuidado con lo que dice; que hable sin miedo y con sinceridad; basta con esto. Dile cómo estoy y que no la podré ver hasta mañana.

—4—

E
l aviso, puntualmente transmitido por Olmedo, de la visita del cura puso a Fortunata en gran confusión. Pareciole al pronto un honor harto grande, luego compromiso, porque la visita de persona tan respetable indicaba que la cosa iba de veras. No se conceptuaba, además, con bastante finura para recibir a sujetos de tanta autoridad. «¡Un señor eclesiástico!... ¡Qué vergüenza voy a pasar! Porque de seguro me preguntará cosas como cuando una se va a confesar... ¿Y cómo me pondré? ¿Me vestiré con los trapitos de cristianar, o de cualquier manera?... Quizás sea mejor ponerme hecha un pingo, a lo pobre, para que no crea... No, no es propio. Me vestiré decente y modestita». Despachados los más urgentes quehaceres del día, peinose con mucha sencillez, se puso su vestido negro, las botas nuevas; púsose también su pañuelo de lana oscuro, sujeto con un imperdible de metal blanco que representaba una golondrina, y mirándose al espejo, aprobó su perfecta facha de mujer honesta. Antes de arreglarse había almorzado precipitadamente, con poca gana, porque no le gustaban visitas tan serias, ni sabía lo que en ellas había de decir. La idea de soltar alguna barbaridad o de no responder derechamente a lo que se le preguntara, le quitó el apetito... Y bien mirado, ¿qué necesidad tenía ella de visitas de curas? Pero no tuvo tiempo de pensar mucho en esto, porque de repente... tilín. Era próximamente la una y media.

Corrió a abrir la puerta. El corazón le saltaba en el pecho. La figura negra avanzó por el pasillo para entrar en la salita. Fortunata estaba tan turbada que no acertó a decirle que se sentase y dejara la canaleja. Maxi, que al hablar de la familia se dejaba guiar más por el amor propio que por la sinceridad, le había hecho mil cuentos hiperbólicos de Nicolás, pintándole como persona de mucha virtud y talento, y ella se los había creído. Por esto se desilusionó algo al ver aquella figura tosca de cura de pueblo, aquellas barbas mal rapadas y la abundancia de vello negro que parecía cultivado para formar cosecha. La cara era desagradable, la boca grande y muy separada de la nariz corva y chica; la frente espaciosa, pero sin nobleza; el cuerpo fornido, las manos largas, negras y poco familiarizadas con el jabón; la tez morena, áspera y aceitosa. El ropaje negro del cura revelaba desaseo, y este detalle bien observado por Fortunata la ilusionó otra vez respecto a la santidad del sujeto, porque en su ignorancia suponía la limpieza reñida con la virtud. Poco después, notando que su futuro hermano político olía, y no a ámbar, se confirmó en aquella idea.

—Parece que está usted como asustada —dijo Nicolás con fría sonrisa clerical—. No me tenga usted miedo. No me como a la gente. ¿Se figura usted a lo que vengo?

—Sí señor... no... digo, me figuro. Maximiliano...

—Maximiliano es un tarambana —afirmó el clérigo con la seguridad burlesca del que se siente frente a un interlocutor demasiado débil—, y usted lo debe conocer como lo conozco yo. Ahora ha dado en la simpleza de casarse con usted... No, si no me enfado. No crea usted que la voy a reñir. Yo soy moro de paz, amiga mía, y vengo aquí a tratar la cosa por las buenas. Mi idea es esta: ver si es usted una persona juiciosa, y si como persona juiciosa comprende que esto del casorio es una botaratada; ni más ni menos... Y si lo reconoce así, pretendo, esta, esta es la cosa, que usted misma sea quien se lo quite de la cabeza... ni menos ni más.

Fortunata conocía
La Dama de las Camelias
, por haberla oído leer. Recordaba la escena aquella del padre suplicando a la
dama
que le quite de la cabeza al chico la tontería de amor que le degrada, y sintió cierto orgullo de encontrarse en situación semejante. Más por coquetería de virtud que por abnegación, aceptó aquel bonito papel que se le ofrecía, ¡y vaya si era bonito! Como no le costaba trabajo desempeñarlo por no estar enamorada ni mucho menos, respondió en tono dulce y grave:

—Yo estoy dispuesta a hacer todo lo que usted me mande.

—Bien, muy bien, perfectamente bien —dijo Nicolás, orgulloso de lo que creía un triunfo de su personalidad, que se imponía sólo con mostrarse—. Así me gusta a mí la gente. ¿Y si le mando que no vuelva a ver más a mi hermano, que se escape esta noche para que cuando él vuelva mañana no la encuentre?

Al oír esto, Fortunata vaciló.

—Lo haré, sí, señor —contestó al fin, cuidando luego de buscar inconvenientes al plan del sacerdote—. ¿Pero a dónde iré yo que él no venga tras de mí? Al último rincón de la tierra ha de ir a buscarme. Porque usted no sabe lo desatinado que está por... esta su servidora.

—¡Oh!, lo sé, lo sé... A buena parte viene. ¿De modo que usted cree que no adelantamos nada con darle esquinazo?... Esta es la cosa.

—Nada, señor, pero nada —declaró ella, disgustada ya del papel de
Dama de las Camelias
, porque si el casarse con Maximiliano era una solución poco grata a su alma, la vida pública la aterraba en tales términos, que todo le parecía bien antes que volver a ella.

—Bien, perfectamente bien —afirmó Nicolás dándose aires de persona que medita mucho las cosas, y razona a lo matemático—. Ya tenemos un punto de partida, que es la buena disposición de usted... esta es la cosa. Respóndame ahora. ¿No tiene usted quién la ampare si rompe con mi hermano?

—No señor.

—¿No tiene usted familia?

—No señor.

—Pues está usted aviada... De forma y manera —dijo cruzando los brazos y echando el cuerpo atrás—, que en tal caso no tiene más remedio que... que echarse a la buena vida... al amor libre... a... Ya usted me entiende.

—Sí, señor, entiendo... no tengo más camino —manifestó la joven con humildad.

—¡Tremenda responsabilidad para mí! —exclamó el curita moviendo la cabeza y mirando al suelo, y lo repitió hasta unas cinco veces en tono de púlpito.

En aquel instante le vinieron al pensamiento ideas distintas de las que había llevado a la visita, y más conformes con su empinada soberbia clerical. Había ido con el propósito de romper aquellos lazos, si la novia de su hermano no se prestaba medianamente a ello; pero cuando la vio tan humilde, tan resignada a su triste suerte, entrole apetito de componendas y de mostrar sus habilidades de zurcidor moral. «He aquí una ocasión de lucirme —pensó—. Si consigo este triunfo, será el más grande y cristiano de que puede vanagloriarse un sacerdote. Porque figúrense ustedes que consigo hacer de esta samaritana una señora ejemplar y tan católica como la primera... figúrenselo ustedes...». Al pensar esto, Nicolás creía estar hablando con sus colegas. Tomaba en serio su oficio de pescador de gente, y la verdad, nunca se le había presentado un pez como aquel. Si lo sacaba de las aguas de la corrupción, «¡qué victoria, señores, pero qué pesca!». En otros casos semejantes, aunque no de tanta importancia, en los cuales había él mangoneado con todos sus ardides apostólicos, alcanzó éxitos de relumbrón que le hicieron objeto de envidia entre el clero toledano. Sí; el curita Rubín había reconciliado dos matrimonios que andaban a la greña, había salvado de la prostitución a una niña bonita, había obligado a casarse a tres seductores con las respectivas seducidas; todo por la fuerza persuasiva de su dialéctica... «Soy de encargo para estas cosas» fue lo último que pensó, hinchado de vanidad y alegría como caudillo valeroso que ve delante de sí una gran batalla. Después se frotó mucho las manos, murmurando: «Bien, bien; esta es la cosa». Era el movimiento inicial del obrero que se aligera las manos antes de empezar una ruda faena, o del cavador que se las escupe antes de coger la azada. Después dijo bruscamente y sonriendo:

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