Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
Y sin decir más, se fue a la cocina, pensando que toda severidad era poco contra aquella mujer, y que convenía aterrorizarla, a ver si se sometía al fin de una manera absoluta.
Pronto se hizo de noche. Los días menguaban, entristeciendo el ánimo de los que ya, por otros motivos, estaban tristes. A las seis y media la casa estaba a oscuras, y Doña Lupe retardaba el encender luces todo lo posible. Fortunata, en el cuarto de su marido, y casi a tientas, llegó al sofá donde él estaba echado, y le preguntó si tenía ganas de comer, sin obtener respuesta. Oía los suspiros que daba el infeliz, y en una de aquellas aproximaciones, Maxi cogiéndole las manos, se las apretó con afecto. Algo había en el alma de Fortunata que respondía a tal demostración de ternura. Sentía hacia él cariño semejante al que inspira un niño enfermo, efusión de lástima que protege y que no pide nada.
Doña Lupe trajo luz, y mirando a los esposos con sus ojos encandilados por el vivo resplandor de la llama de petróleo, dijo, sin duda por animar a Maxi con una broma:
—¿Ya estáis haciendo los tortolitos?... Más cuenta te tiene comer. ¿Quieres que ésta coma aquí contigo?
—Sí, sí, yo comeré aquí —dijo la esposa prontamente—. Y él comerá también, ¿verdad, hijo? ¿Verdad que comerás con tu mujer? Ella te cortará los pedacitos de carne y te los irá dando.
—Pues yo os mandaré la comida —indicó Doña Lupe, poniendo la pantalla al quinqué y acortando la llama—. Tengo hoy un arroz con menudillos que es lo que hay que comer.
En el rato que estuvieron solos, antes de que entrara Papitos con el servicio y la sopa, Maxi endilgó a su mujer algunas frases enteramente ceñidas al endiablado asunto que constituía su demencia. Fortunata le apoyó en todo, mostrándose muy penetrada de la urgencia de establecer, como realidad social, el principio de solidaridad de la sustancia divina. A todo decía que sí, y mientras comían, notó que el enfermo se animaba extraordinariamente, llegando hasta mostrarse alegre, locuaz y poniendo un singular calor en sus proyectos de apostolado. En un momento que salió afuera, preguntole Fortunata a su tía:
—¿Y le dio usted al fin esas píldoras?
—Sí por cierto. Esta mañana en ayunas se tomó una, y a las cuatro le di otra. ¿No lo dispuso así Ballester...?
—Sí... Vea usted por qué está tan avispado. ¡Vaya con el cáñamo ese! Pero los disparates son los mismos; sólo que ahora no ve las cosas de un modo tan negro sino que las toma por lo risueño.
Volvió al lado de él, y le fue dando los menudillos con el tenedor, y él se los comía con gana, sin cesar de hablar y aun de reír. Su risa plácida no parecía la de un demente.
Fortunata sentía leve consuelo en su alma, y se decía: «¡Si Dios quisiera que se pusiera bueno...! Pero cómo va Dios a hacer nada que yo le pida... ¡Si soy lo más malo que Él ha echado al mundo! Para mí esta casa se tiene que acabar. ¿A dónde me retiraré? ¿Qué será de mí? Pero a donde quiera que vaya, me gustará saber de este pobrecito, el único que me ha querido de verdad, el que me ha perdonado dos veces y me perdonaría la tercera... y la cuarta... Yo creo que me perdonaría también la quinta, si no tuviera esa cabeza como un campanario. Y esto es por culpa mía. ¡Ay, Cristo, qué remordimiento tan grande! Iré con este peso a todas partes, y no podré ni respirar».
Después de comer, estaba él animadísimo, cual no lo había estado en mucho tiempo, pero sus conceptos eran de lo más estrafalario que imaginarse puede. Como entraran Doña Silvia y Rufinita, de visita, Doña Lupe se fue con ellas a la sala, y los esposos se quedaron solos. Maxi se levantó, y estiró todo el cuerpo, elevando los brazos. Los huesos crujieron, hizo diferentes contorsiones que parecían un trabajo de gimnasia, y luego volvió a sentarse, abrazando a su mujer y quedándose ante ella (pues estaba sentado en una banqueta junto al sofá) en actitud semejante a la que toman los amantes de teatro cuando van a decirse algo muy bonito en décimas o quintillas.
—
V
ida mía —le dijo en el tono más dulce del mundo—, gracias mil por el consuelo que me has dado con tus palabras.
Fortunata no sabía qué palabras eran aquellas que le habían consolado; pero lo mismo daba. Hizo un signo afirmativo, y adelante.
—Porque estando tú conforme conmigo, no deseo más. Mis aspiraciones están cumplidas. ¡Viva el gran principio de la liberación por el desprendimiento, por la anulación!...
—¡Vivaaa...!
—Así lo dirán las multitudes, cuando esta doctrina se propague; pero esto no nos toca a nosotros, sino al que vendrá después. Cumplamos tú y yo la ley de morir cuando nos creamos llegados al punto de caramelo de la pureza. Matemos a la bestia cuando de ella esté completamente desligada su prisionera, la sustancia espiritual, como del erizo se desprende la castaña bien madura.
—Nada, hijo, que la mataremos.
—Me gusta verte así. ¿Hay nada más hermoso que la muerte? ¡Morir, acabar de penar, desprenderse de todas estas miserias, de tantos dolores y de toda la inmundicia terrenal! ¿Hay nada que pueda compararse a este bien supremo?... ¿Concibe el alma nada más sublime?
—¿Y después? —dijo Fortunata, que aun sabiendo con quién hablaba, oía con mucho gusto aquella manera de considerar la muerte.
—¡Oh! Después, sentirse uno absolutamente puro, perteneciente a la sustancia divina; reconocerse uno parte de ella, y todito con aquel gran todo... ¡Qué dicha tan grande!
—¡No padecer...! —murmuró la prójima inclinando su cabeza sobre el pecho de él—. ¡No temer si le hacen a uno esta o la otra perrería...!, no verse en agonías nunca y gozar, gozar, gozar...
Su mente se dejó ir en alas de aquella sublime idea, perdiéndose en los espacios invisibles y sin confines.
—¡Sentir luego la irradiación del bien en sí, y contemplarse uno en aquel todo etéreo y sustancial, infinitamente perfecto y sano, hermoso, transparente y placentero...!
Esto era ya un poco metafísico, y Fortunata no lo comprendía bien. Lo accesible para ella era la idea primera: morirse, desprenderse de las lacerias de este mundo, y sentirse luego persona idéntica a la persona viva, gozando todo lo que hay que gozar y amando y siendo amada con arrobamientos que no se acaban nunca.
—Querida mía —le dijo Maxi moviendo mucho la cabeza y los músculos de la cara, señal de una fuerte excitación nerviosa—; los dos moriremos después que hayamos cumplido nuestra misión. Y para que te penetres bien de la tuya, te voy a decir lo que he sabido por revelación celestial.
Fortunata se preparó a oír el gran disparate que su marido anunciaba, y puso una carita muy gravemente atenta.
—Pues yo sé una cosa que tú no sabes, aunque quizás lo presientes, y que seguramente sabrás muy pronto. Quizás hayas empezado a notar algún síntoma; pero aún tu espíritu no tendrá más presentimientos de este gran suceso.
La miraba de tal modo, que ella empezó a asustarse. ¿Qué sería, Dios, qué sería? Maxi estuvo un rato en silencio, clavados en ella sus ojos como saetas, y por fin le dijo estas palabras que la hicieron estremecer:
—Tú estás en cinta.
Quedose un rato la infeliz mujer como petrificada. Trataba de tomarlo a broma, trataba de negarlo; pero para ninguna de estas determinaciones tenía valor. Terror inmenso llenaba su alma al ver que Maxi decía lo que decía con expresión de la más grande seguridad. Pero lo último que a Fortunata le quedaba que oír fue esto, dicho con exaltación de iluminado, y con atroz recrudecimiento de las sacudidas nerviosas de la cabeza:
—Ha sido una revelación. El espíritu que me instruye me ha traído anoche esta idea... Misterio bonitísimo, ¿verdad? Tú estás embarazada... Y tú lo presumes; mejor dicho, lo sabes, te lo estoy conociendo en la cara; lo ocultas porque ignoras que esto no ha de arrojar ninguna deshonra sobre ti. El hijo que llevas en tus entrañas es el hijo del Pensamiento Puro, que ha querido encarnarse para traer al mundo su salvación. Fuiste escogida para este prodigio, porque has padecido mucho, porque has amado mucho, porque has pecado mucho. Padecer, amar y pecar... ve ahí los tres infinitivos del verbo de la existencia. Nacerá de ti el verdadero Mesías. Nosotros somos nada más que precursores, ¿te vas enterando?, nada más que precursores, y cuanto des a luz, tú y yo habremos cumplido nuestra misión, y nos liberaremos matando nuestras bestias.
Del salto se puso Fortunata al otro extremo de la habitación. Habíale entrado tal pánico, que por poco sale al pasillo pidiendo socorro. Maxi tenía la cara descompuesta y transfigurada, y sus ojos parecían carbones encendidos. Ni siquiera reparó que su mujer se había alejado de él, y continuó hablando como si aún la tuviera al lado. La infeliz, turbada y muerta de miedo, se acurrucó en el rincón opuesto, y cruzadas las manos, miraba al desgraciado demente, diciendo para sí: «¿En qué lo habrá conocido?... Dios, ¡qué hombre! ¿Será farsa todo esto de la locura? ¿Será que se finge así para poder matarme, sin que la justicia le persiga...? ¡Pero cómo habrá descubierto...! ¡Si no lo he dicho a nadie! ¡Si no se me conoce nada todavía...! ¡Ah!, lo que este hombre tiene es mucha picardía. Eso de la revelación lo dice para engañar a la gente... Sin duda se lo figura, se lo teme, o me lo ha conocido no sé en qué... ¿Lo habré dicho yo en sueños?... Aunque no; podrá haberlo adivinado por su propia locura. ¿No dicen que las grandes verdades las saben los niños y los locos...? ¡Ay, qué miedo me ha entrado! Dios mío, líbrame de esta tribulación. Este hombre me quiere matar y hace todas estas comedias para vengarse en mí y asesinarme a lo bóbilis bóbilis...».
El iluminado fue hacia su mujer, cogiéndola por un brazo. Tal temor sentía ella, que hasta se encontró con fuerzas inferiores a las de su marido, que era tan débil.
—Moñuca mía —le dijo apretándole el brazo con nerviosa energía, y mirándola con una expresión en que la desdichada veía confundidos al amante y al asesino—. Nos liberaremos, por medio de una sangría suelta, desde que hayas cumplido tu misión. ¿Cuándo será? Allá por febrero o marzo.
«Debe ser por marzo —pensó Fortunata—; pero para ti estaba... Ya me pondré yo en salvo. Mátate tú, si quieres, que yo tengo que vivir para criarlo, ¡y voy a ser tan feliz con él...! Va a ser el consuelo de mi vida. Para eso lo tengo, y para eso me lo ha dado Dios... ¿Ves cómo me salí con mi idea?... Mi hijo es una nueva vida para mí. Y entonces no habrá quien me tosa... ¡Oh!, si no lo sintiera aquí dentro, yo y tú seríamos iguales, tan loco el uno como el otro, y entonces sí que debíamos matarnos».
Oíase el run run de las despedidas de Doña Silvia y Rufinita en el pasillo. A poco entró la de Jáuregui, y viéndola su sobrino, se volvió al sofá, dejando a su mujer en pie en medio del cuarto.
—¿Qué tal? —dijo Doña Lupe—. ¿Hay sueño? Son las once.
—Ha venido usted a turbar nuestra felicidad —replicó Maxi sentado, y moviendo las piernas en el aire—. Mi elegida y yo deseamos estar solos, enteramente solos. Los misterios inefables que a ella y a mí...
—¿Pero qué volteretas son esas que das? —no sabiendo si reír o ponerse seria—. Pareces un saltimbanquis.
—Que a ella y a mí se nos han revelado... los misterios inefables, digo... nos llevan a un éxtasis delicioso, de que no pueden participar las personas vulgares.
—¡Llamarme a mí persona vulgar!...
—La vulgaridad consiste en estar muy apegada a los bienes terrenos... es decir, en hacerle mimos a la bestia.
—Pero, ¿qué? ¿También vas a dar vueltas de carnero? —dijo asustada Doña Lupe, viéndole apoyar las manos en el sofá y doblar luego la cabeza hasta tocar con ella la gutapercha.
—Lo que yo dé, a usted no le importa, mujer de poca fe... La noche está fría y necesito que las extremidades entren en calor. Dentro del cráneo me han encendido un hornillo.
—¿Ve usted... ve usted...? —indicó Fortunata, no recatándose de decirlo en alta voz—. El efecto de esas condenadas píldoras. Creo que no deben dársele más. Ya ve usted cómo se pone: se le trastorna más el cerebro y adivina los secretos.
—¿Cómo que adivina los secretos...? Pero, niño, ¿qué haces?
Rubín se sentaba y se levantaba, dando botes en el asiento, como un jinete que monta a la inglesa.
—Allá por Marzo será el gran suceso, la admiración del mundo —gruñía el infeliz, dando vueltas sobre sí mismo—. Lo anunciará una estrella que ha de aparecer por Occidente, y los Cielos y la tierra resonarán con himnos de alegría.
—¿Pero qué estás diciendo? Vamos, hijo de mi alma, estate tranquilo.
—Lo que yo quisiera saber ahora es dónde está mi sombrero— dijo él, mirando debajo de la mesa y del sofá.
—¿Y para qué quieres el sombrero?
—Quiero salir, tengo que ir a la calle. Pero lo mismo da salir con la cabeza descubierta. Hace un calor horrible.
—Sí, vámonos al Retiro. Fortunata, coge la vela; y tú por delante.
Y agarrándose al brazo del joven sin ventura, le llevaron a la alcoba. Del salto se plantó Maxi en la cama, quedándose un instante con los brazos y las piernas en alto. Después dejaba caer pesadamente las extremidades para volver a levantarlas.
—¡Bonita noche nos va a hacer pasar! —exclamó Doña Lupe cruzando las manos.
Fortunata, desalentada y meditabunda, se dejó caer en el sofá.
—¿A que no me aciertan ustedes en dónde estoy? —dijo el pobre demente—. Me he caído del Cielo sobre un tejado. ¿Qué hace mi mujer ahí que no viene en mi socorro?
—Pues sí señor, ¡bonita noche! —repetía Doña Lupe, echando un suspiro por cada palabra.
Intentaron acostarle. Pero no fue posible. Se les escapaba de las manos, con viveza de niño, que a veces parecía agilidad de mono. Su risa causaba espanto a las dos señoras, y últimamente no se le entendía una palabra de las muchas que de su boca soltaba atropelladamente, pronunciándolas de un modo primitivo, como los chiquillos que empiezan a hablar. Por fin el desgaste nervioso hubo de rendirle, y se quedó quieto en el sofá, con una pierna sobre la mesa, la otra en una silla, la cabeza debajo de un cojín, y los brazos extendidos en cruz. Una mano daba contra el suelo, y tenía la otra metida debajo del cuerpo, dando al brazo una vuelta que parecía inverosímil. No quisieron ellas variarle la difícil postura, temiendo que si le tocaban, se alborotaría de nuevo y les daría otra jaqueca. Doña Lupe dormitaba, sentada en una silla junto a la cama del matrimonio; pero Fortunata no pegó los ojos en toda la noche. Ya amanecía cuando le acostaron. Apenas daba acuerdo de sí, y gemía, al moverse, como si tuviera molido a palos su ruin y desdichado cuerpo.