Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
Todas las mañanas antes de ir a clase, hacía Rubín esta excursión al campo de sus ilusiones. Era como ir a misa, para el hombre devoto, o como visitar el cementerio donde yacen los restos de la persona querida. Desde que pasaba de la iglesia de Chamberí veía el disco de la noria, y ya no le quitaba los ojos hasta llegar próximo a él. Cuando el motor daba sus vueltas con celeridad, el enamorado, sin saber por qué y obedeciendo a un impulso de su sangre, avivaba el paso. No sabía explicarse por qué oculta relación de las cosas la velocidad de la máquina le decía: «apresúrate, ven, que hay novedades». Pero luego llegaba y no había novedad ninguna, como no fuera que aquel día soplaba el viento con más fuerza. Desde la tapia de la huerta oíase el rumor blando del volteo del disco, como el que hacen las cometas, y sentíase el crujir del mecanismo que transmite la energía del viento al vástago de la bomba... Otros días le veía quieto, amodorrado en brazos del aire. Sin saber por qué, deteníase el joven; pero luego seguía andando despacio. Hubiera él lanzado al aire el mayor soplo posible de sus pulmones para hacer andar la máquina. Era una tontería; pero no lo podía remediar. El estar parado el motor parecíale señal de desventura.
Pero lo que más tormento daba a Maximiliano era la distinta impresión que sacaba todos los jueves de la visita que a su futura hacía. Iba siempre acompañado de Nicolás, y como además no se apartaban de la recogida las dos monjas, no había medio de expresarse con confianza. El primer jueves encontró a Fortunata muy contenta; el segundo, estaba pálida y algo triste. Como apenas se sonreía, faltábale aquel rasgo hechicero de la contracción de los labios, que enloquecía a su amante. La conversación fue sobre asuntos de la casa, que Fortunata elogió mucho, encomiando los progresos que hacía en la lectura y escritura, y jactándose del cariño que le habían tomado las señoras. Como en uno de los sucesivos jueves dijera algo acerca de lo que le había gustado la fiesta de Pentecostés, la principal del año en la comunidad, y después recayera la conversación sobre temas de iglesia y de culto, expresándose la neófita con bastante calor, Maximiliano volvió a sentirse atormentado por la idea aquella de que su querida se iba a volver mística y a enamorarse perdidamente de un rival tan temible como Jesucristo. Se le ocurrían cosas tan extravagantes como aprovechar los pocos momentos de distracción de las madres para secretearse con su amada y decirle que no creyera en aquello de la Pentecostés, figuración alegórica nada más, porque no hubo ni podía haber tales lenguas de fuego ni Cristo que lo fundó; añadiendo, si podía, que la vida contemplativa es la más estéril que se puede imaginar, aun como preparación para la inmortalidad, porque las luchas del mundo y los deberes sociales bien cumplidos son lo que más purifica y ennoblece las almas. Ocioso es añadir que se guardó para sí estas doctrinas escandalosas porque era difícil expresarlas delante de las madres.
Las Micaelas por dentro
C
uando las dos madres aquellas, la bizca y la seca, la llevaron adentro, Fortunata estaba muy conmovida. Era aquella sensación primera de miedo y vergüenza de que se siente poseído el escolar cuando le ponen delante de sus compañeros, que han de ser pronto sus amigos, pero que al verle entrar le dirigen miradas de hostilidad y burla. Las recogidas que encontró al paso mirábanla con tanta impertinencia, que se puso muy colorada y no sabía qué expresión dar a su cara. Las madres, que tantos y tan diversos rostros de pecadoras habían visto entrar allí, no parecían dar importancia a la belleza de la nueva recogida. Eran como los médicos que no se espantan ya de ningún horror patológico que vean entrar en las clínicas. Hubo de pasar un buen rato antes de que la joven se serenase y pudiera cambiar algunas palabras con sus compañeras de lazareto. Pero entre mujeres se rompe más pronto aún que entre colegiales ese hielo de las primeras horas, y palabra tras palabra fueron brotando las simpatías, echando el cimiento de futuras amistades.
Como ella esperaba y deseaba, pusiéronle una toca blanca; mas no había en el convento espejos en que mirar si caía bien o mal. Luego le hicieron poner un vestido de lana burda y negra muy sencillo; pero aquellas prendas sólo eran de indispensable uso al bajar a la capilla y en las horas de rezo, y podía quitárselas en las horas de trabajo, poniéndose entonces una falda vieja de las de su propio ajuar y un cuerpo, también de lana, muy honesto, que recibían para tales casos. Las recogidas dividíanse en dos clases, una llamada las
Filomenas
y otra las
Josefinas
. Constituían la primera, las mujeres sujetas a corrección; la segunda componíase de niñas puestas allí por sus padres, para que las educaran, y más comúnmente por madrastras que no querían tenerlas a su lado. Estos dos grupos o familias no se comunicaban en ninguna ocasión. Dicho se está que Fortunata pertenecía a la clase de las
Filomenas
. Observó que buena parte del tiempo se dedicaba a ejercicios religiosos, rezos por la mañana, doctrina por la tarde. Enterose luego de que los jueves y domingos había adoración del Sacramento, con larguísimas y entretenidas devociones, acompañadas de música. En este ejercicio y en la misa matinal, las recogidas, como las madres, entraban en la iglesia con un gran velo por la cabeza, el cual era casi tan grande como una sábana. Lo tomaban en la habitación próxima a la entrada, y al salir lo volvían a dejar después de doblarlo.
Acostumbrada la prójima a levantarse a las nueve o las diez de la mañana, éranle penosos aquellos madrugones que en el convento se usaban. A las cinco de la mañana ya entraba Sor Antonia en los dormitorios tocando una campana que les desgarraba los oídos a las pobres durmientes. El madrugar era uno de los mejores medios de disciplina y educación empleados por las madres, y el velar a altas horas de la noche una mala costumbre que combatían con ahínco, como cosa igualmente nociva para el alma y para el cuerpo. Por esto, la monja que estaba de guardia pasaba revista a los dormitorios a diferentes horas de la noche, y como sorprendiese murmullos de secreteo, imponía severísimos castigos.
Los trabajos eran diversos y en ocasiones rudos. Ponían las maestras especial cuidado en desbastar aquellas naturalezas enviciadas o fogosas, mortificando las carnes y ennobleciendo los espíritus con el cansancio. Las labores delicadas, como costura y bordados, de que había taller en la casa, eran las que menos agradaban a Fortunata, que tenía poca afición a los primores de aguja y los dedos muy torpes. Más le agradaba que la mandaran lavar, brochar los pisos de baldosín, limpiar las vidrieras y otros menesteres propios de criadas de escalera abajo. En cambio, como la tuvieran sentada en una silla haciendo trabajos de marca de ropa se aburría de lo lindo. También era muy de su gusto que la pusieran en la cocina a las órdenes de la hermana cocinera, y era de ver cómo fregaba ella sola todo el material de cobre y loza, mejor y más pronto que dos o tres de las más diligentes.
Mucho rigor y vigilancia desplegaban las madres en lo tocante a relaciones entre las llamadas arrepentidas, ya fuesen
Filomenas
o
Josefinas
. Eran centinelas sagaces de las amistades que se pudieran entablar y de las parejas que formara la simpatía. A las prójimas antiguas y ya conocidas y probadas por su sumisión, se las mandaba a acompañar a las nuevas y sospechosas. Había algunas a quienes no se permitía hablar con sus compañeras sino en el corro principal en las horas de recreo.
A pesar de la severidad empleada para impedir las parejas íntimas o grupos, siempre había alguna infracción hipócrita de esta observancia. Era imposible evitar que entre cuarenta o cincuenta mujeres hubiese dos o tres que se pusieran al habla, aprovechando cualquier coyuntura oportuna en las varias ocupaciones de la casa. Un sábado por la mañana Sor Natividad, que era la Superiora (por más señas la madrecita seca que recibió a Fortunata el día de su entrada), mandó a esta que brochase los baldosines de la sala de recibir. Era Sor Natividad vizcaína, y tan celosa por el aseo del convento que lo tenía siempre como tacita de plata, y en viendo ella una mota, un poco de polvo o cualquier suciedad, ya estaba desatinada y fuera de sí, poniendo el grito en el Cielo como si se tratara de una gran calamidad caída sobre el mundo, otro pecado original o cosa así. Apóstol fanático de la limpieza, a la que seguía sus doctrinas la agasajaba y mimaba mucho, arrojando tremendos anatemas sobre las que prevaricaban, aunque sólo fuera venialmente, en aquella moral cerrada del aseo. Cierto día armó un escándalo porque no habían limpiado... ¿Qué creeréis?, las cabezas doradas de los clavos que sostenían las estampas de la sala. En cuanto a los cuadros, había que descolgarlos y limpiarlos por detrás lo mismo que por delante.
—Si no tenéis alma, ni un adarme de gracia de Dios —les decía—, y no os habéis de condenar por malas, sino por puercas.
El sábado aquel mandó, como digo, dar cera y brochado al piso de la sala, encargando a Fortunata y a otra compañera que se lo habían de dejar
lo mismo que la cara del Sol
.
Era para Fortunata este trabajo no sólo fácil, sino divertido. Gustábale calzarse en el pie derecho el grueso escobillón, y arrastrando el paño con el izquierdo, andar de un lado para otro en la vasta pieza, con paso de baile o de patinación, puesta la mano en la cintura y ejercitando en grata gimnasia todos los músculos hasta sudar copiosamente, ponerse la cara como un pavo y sentir unos dulcísimos retozos de alegría por todo el cuerpo. La compañera que Sor Natividad le dio en aquella faena era una
filomena
en cuyo rostro se había fijado no pocas veces la neófita, creyendo reconocerlo. Indudablemente había visto aquella cara en alguna parte, pero no recordaba dónde ni cuándo. Ambas se habían mirado mucho, como deseando tener una explicación; pero no se habían dirigido nunca la palabra. Lo que sí sabía Fortunata era que aquella mujer daba mucha guerra a las madres por su carácter alborotado y desigual.
Desde que la Superiora las dejó solas, la otra rompió a patinar y a hablar al mismo tiempo. Parándose después ante Fortunata, le dijo:
—Porque nosotras nos conocemos, ¿eh? A mí me llaman
Mauricia la Dura
. ¿No te acuerdas de haberme visto en casa de la Paca?
—¡Ah... sí!... —indicó Fortunata, y cargando sobre el pie derecho, tiró para otro lado frotando el suelo con amazónica fuerza.
Mauricia la Dura representaba treinta años o poco más, y su rostro era conocido de todo el que entendiese algo de iconografía histórica, pues era el mismo, exactamente el mismo de Napoleón Bonaparte antes de ser Primer Cónsul. Aquella mujer singularísima, bella y varonil tenía el pelo corto y lo llevaba siempre mal peinado y peor sujeto. Cuando se agitaba mucho trabajando, las melenas se le soltaban, llegándole hasta los hombros, y entonces la semejanza con el precoz caudillo de Italia y Egipto era perfecta. No inspiraba simpatías Mauricia a todos los que la veían; pero el que la viera una vez, no la olvidaba y sentía deseos de volverla a mirar. Porque ejercían indecible fascinación sobre el observador aquellas cejas rectas y prominentes, los ojos grandes y febriles, escondidos como en acecho bajo la concavidad frontal, la pupila inquieta y ávida, mucho hueso en los pómulos, poca carne en las mejillas, la quijada robusta, la nariz romana, la boca acentuada terminando en flexiones enérgicas, y la expresión, en fin, soñadora y melancólica. Pero en cuanto Mauricia hablaba, adiós ilusión. Su voz era bronca, más de hombre que de mujer, y su lenguaje vulgarísimo, revelando una naturaleza desordenada, con alternativas misteriosas de depravación y de afabilidad.
D
espués que se reconocieron, callaron un rato, trabajando las dos con igual ahínco. Un tanto fatigadas se sentaron en el suelo, y entonces Mauricia, arrastrándose hasta llegar junto a su compañera, le dijo:
—Aquel día... ¿Sabes?, acabadita de marcharte tú, estuvo en casa de la Paca Juanito Santa Cruz.
Fortunata la miró aterrada.
—¿Qué día? —fue lo único que dijo.
—¿No te acuerdas? El día que estuviste tú, el día en que te conocí...
Paices
boba. Yo me lié con la Visitación, que me robó un pañuelo, la muy ladrona sinvergüenza. Le metí mano, y... ¡ras!, le trinqué la oreja y me quedé con el pendiente en la mano, partiéndole el pulpejo... por poco me traigo media cara. Ella me mordió un brazo, mira... todavía está aquí la señal; pero yo le dejé sellaíto un ojo... todavía no lo ha abierto, y le saqué una tira de pellejo ¡ras!, desde semejante parte, aquí por la sien... hasta la barba. Si no nos apartan, si no me coges tú a mí por la cintura, y Paca a ella, la reviento... creételo.
—Ya me acuerdo de aquella trifulca —dijo Fortunata mirando a su compañera con miedo.
—A mí, la que me la hace me la paga. No sé si sabes que a la Matilde, aquella silfidona rubia...
—No sé, no la conozco.
—Pues allá se me vino con unos chismajos, porque yo
hablaba
entonces con el chico de Tellería y... Pues la cogí un día, la tiré al suelo, me estuve paseando sobre ella todo el tiempo que me dio la gana... y luego, cogí una badila y del primer golpe le abrí un ojal en la cabeza, del tamaño de un duro... La llevaron al hospital... Dicen que por el boquete que le hice se le veía la sesada... Buen repaso le di. Pues otro día, estando en el Modelo... verás... me dijo una tía muy pindongona y muy facha que si yo era no sé qué y no sé cuánto, y de la primer bofetada que le alumbré fue rodando por el suelo con las patas al aire. Nada, que tuvieron que atarme... Pues volviendo a lo que decía. Aquel día que tuve la zaragata con Visitación...
Sintieron venir a la Superiora, y rápidamente se levantaron y se pusieron a brochar otra vez. La monja miró el piso, ladeando la cara como los pájaros cuando miran al suelo, y se retiró. Un rato después, las dos arrepentidas volvieron a pegar su hebra.
—No aportaste más por allí. Yo le pregunté después a la Paca si había vuelto por allí el
chico
de Santa Cruz, y me contestó: «Calla hija, si han dicho aquí anoche que está con
plumonía
...». Pobrecito, por poco no lo cuenta. Estuvo si se las lía, si no se las lía... Por ti pregunté a la Feliciana una tarde que fui a enseñarle los mantones de Manila que yo estaba corriendo, y me dijo que te ibas a casar con un boticario... ya, el sobrino de Doña Lupe
la de los Pavos
... ¡Ah!, chica, si esa tal Doña Lupe es lo que más conozco... Pregúntale por mí. Le he vendido más alhajas que pelos tengo en la cabeza. ¡Ah!, entonces sí que estaba yo bien; pero de repente me trastorné, y caí tan enferma del estómago, que no podía pasar nada, y lo mismo era entrarme bocado en él o gota de agua, que parecía que me encendían lumbre; y mi hermana Severiana, que vive en la calle de Mira el Río, me llevó a su casa, y allí me entraron unos calambres que creí que espichaba; y una noche, viendo que aquello no se me quería calmar, salí de estampía, y en la taberna me atizé tres copas de aguardiente, arreo, tras, tras, tras, y salí, y en medio a medio de la calle caíme al suelo, y los chiquillos se me ajuntaron a la redonda, y luego vinieron los guindillas y me soplaron en la prevención. Severiana quiso llevarme otra vez a su casa; pero entonces una señora que conocemos, esa Doña Guillermina... la habrás oído nombrar... me cogió por su cuenta y me trajo a este
establecimiento
. La Doña Guillermina es una que se ha echado mismamente a pobre, ¿sabes?, y pide limosna y está haciendo un palación ahí abajo para
los huérfanos
. Mi hermana y yo nos criamos en su casa, ¡gran casa la de los señores de Pacheco! Personas muy ricas, no te creas, y mi madre era la que les planchaba. Por eso nos tiene tanta ley Doña Guillermina, que siempre que me ve con miseria me socorre, y dice que mientras más mala sea yo más me ha de socorrer. Pues que quise que no, aquí me metieron... Ya me habían metido antes; pero no estuve más que una semana, porque me escapé subiéndome por la tapia de la huerta como los gatos».