Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
Tuvo que ponerse rígido, porque desde el centro del cuerpo le subía por el pecho un bulto inmenso, una ola, algo que le cortaba la respiración. Alargó el brazo como quien acompaña del gesto un vocablo; pero el vocablo, expresión de angustia tal vez, o demanda de socorro, no pudo salir de sus labios. La onda crecía, la sintió pasar por la garganta y subir, subir siempre. Dejó de ver la luz. Puso ambas manos sobre el borde de la mesa, e inclinando la cabeza, apoyó la frente en ellas exhalando un sordo gemido. Dejose estar así, inmóvil, mudo. Y en aquella actitud de recogimiento y tristeza, expiró aquel infeliz hombre.
La vida cesó en él a consecuencia del estallido y desbordamiento vascular, produciéndole conmoción instantánea, tan pronto iniciada como extinguida. Se desprendió de la humanidad, cayó del gran árbol la hoja completamente seca, sólo sostenida por fibra imperceptible. El árbol no sintió nada en sus inmensas ramas. Por aquí y por allí caían en el mismo instante hojas y más hojas inútiles; pero la mañana próxima había de alumbrar innumerables pimpollos, frescos y nuevos.
Ya de día, Guillermina se acercó a la puerta y aplicó su oído. No sentía ningún rumor. No había luz.
—Duerme como un bendito... Buen disparate haría si le despertara.
Y se alejó de puntillas.
Disolución
A
mediados de Noviembre, Fortunata estaba algo desmejorada. Observándola, Ballester se decía: «¡Cuando yo digo que me debía querer a mí en vez de consumir su vida por ese botarate! ¡Qué mujeres estas! Son como los burros, que cuando se empeñan en andar por el borde del precipicio, primero lo matan a palos que tomar otro camino».
Desde la rebotica, donde estaba trabajando la vio pasar por la calle: «Allá va la nave. Siempre tan puntual a la citita. Doña Lupe furiosa, el pobre Rubín ido, y esta paloma volando al tejado del vecino. ¡Qué lejos está ella de que le he descubierto el escondrijo! Trabajillo me costó; pero me salí con la mía. Y no es que me proponga delatarla... cosa impropia de un caballero como yo. Hágolo para mi gobierno. Yo soy así; me gusta seguir los pasos de la persona que me interesa... De seguro que al volver del tortoleo entra por aquí... ¡Ah!, qué memoria la tuya, Segismundo; ya no te acordabas de que para hoy le prometiste tener hechas las píldoras de
hatchisschina
, que le quieren dar al pobre Maxi, a ver si le levantan y aclaran un poco aquellos espíritus tan entenebrecidos. Vamos a ello, y que la alegría más expansiva y la más placentera ilusión de vida
(sacando de un armario el frasco del extracto indiano)
, iluminen el cacumen de mi infeliz amigo, a la acción de este precioso excitante».
Dos o tres horas después de esto, Fortunata entraba en la botica. El farmacéutico observó pintada en su semblante la consternación. Sin duda tenía una pena grande, grande, horrible, de esas que no pueden expresarse sino con la imagen retórica de una espada traspasando el pecho.
—Amiga mía —le dijo Ballester—, no tema usted que la mortifique con consuelos vulgares. Usted padece hoy, y no es cosa de poco más o menos, sino alguna tribulación muy gorda lo que usted tiene dentro. No, ni me lo niegue. Su cara de usted es para mí un libro, el más hermoso de los libros. Leo en él todo lo que a usted le pasa. No valen evasivas. Ni pretendo que me confíe sus penitas, hasta que no se convenza de que el médico llamado a curárselas soy yo.
—Vaya, Ballester —dijo Fortunata con malísimo humor—. No estoy ahora para bromas.
—Lo creo... Tiene usted el corazón como si se lo estuvieran apretando con una soga...
—¡Ay!, sí... —exclamó con arranque la joven a quien faltaba poco para echarse a llorar.
—Y usted ha llorado, porque los ojos también lo están diciendo.
—Sí, sí... pero déjese de tonterías y no se meta en lo que no le importa. Está usted hoy muy agudo.
—
Siempre lo fue Don García
. Para otras personas tendrá usted secretos, para mí no. Sé de dónde viene usted. Sé la calle, número de la casa y piso... Y si me apura, sé lo que ha ocurrido. Desazón; que si tú, que si yo; que no me quieres, que sí, que tira, que afloja, que vira, que vuelta; que me engañas, que no, que tú más, y hemos concluido, y adiós, y allá va la lagrimita.
La señora de Rubín dejó caer la cabeza sobre el pecho, dando un chapuzón en el lago negro de su tristeza. Ballester la miraba sin osar decirle nada, respetando aquel dolor que por lo muy verdadero no podía disimularse. Por fin, Fortunata, como quien vuelve en sí, se levantó de la silla, y le dijo:
—Esas píldoras, ¿las ha hecho usted?
—Aquí están —entregándole la cajita—. Y a propósito, a usted no le vendrá mal tomarse una.
—¿Yo?... Lo mío no va con píldoras... Quédese con Dios; me voy a mi casa.
—Consolarse —le dijo Segismundo en la puerta—. La vida es así; hoy pena, mañana una alegría. Hay que tener calma, y tomar las cosas como vienen, y no ligar todo nuestro ser a una sola persona. Cuando una vela se acaba, debe encenderse otra... Conque tengamos valor, y aprendamos a despreciar... Quien no sabe despreciar, no es digno de los goces del amor... Y por último, simpática amiga mía, ya sabe que estoy a sus órdenes, que tiene en mí el más rendido de los servidores para cuanto se le ocurra, amigo diligente, reservadísimo, buena persona... Abur.
Subió la joven a su casa. Doña Lupe no estaba, porque en aquellos días iba infaliblemente a las subastas del Monte de Piedad. Maximiliano permanecía largas horas en su despacho o en la alcoba, sin salir ni siquiera a los pasillos, sumergido en una meditación que más bien parecía somnolencia, por lo común echado en el sofá, la vista fija en un punto del techo, al modo de penitente visionario. No molestaba a nadie; no se resistía a tomar el alimento ni las medicinas, sometiéndose silenciosamente a cuanto se le mandaba, como si lo dominante, en aquella fase del proceso encefálico, fuera la anulación de la voluntad, el no ser nada para llegar a serlo todo. Considerándose sola en la casa, Fortunata anduvo de una parte a otra, buscando una ocupación que la distrajera y consolara. Imposible. Mientras más trabajaba, con más energía y claridad repetía su mente lo que le había pasado aquella mañana. «Yo me voy a volver loca —se dijo poniéndose a mojar la ropa—. Más loca estoy que el pobre Maxi, y esto me acaba de rematar».
Sin que se interrumpiera la acción mecánica, el espíritu de la pobre mujer reproducía fielmente la escena aquella, con las palabras, los gestos y las inflexiones más insignificantes del diálogo. En medio de la reproducción iban colocándose, como anotaciones puestas al acaso, los comentarios que se le ocurrían. El trabajo de su cerebro era una calenturienta y dolorosa mezcla de las funciones del juicio y de la memoria, revolviéndose con desorden y alumbrándose unas a otras con aquella claridad de relámpago que a cada instante despedían.
«Tontería grande fue decírselo... Él está hace tiempo muy frío, y como con ganas de romper. ¡Cansado otra vez, cansado; y allá por Junio, sí, bien me acuerdo de que era en Junio, porque estaban poniendo los palos para el toldo de la procesión del Corpus, me dijo que nunca más me dejaría, que se avergonzaba de haberme abandonado dos veces, ¡y qué sé yo cuántas mentiras más!... Lo que hace ahora es buscar un pretexto para llamarse andana... ¡Cristo! ¡Qué cara me puso cuando le dije aquello...! «No seas bobito, ni fíes tanto en la virtud de tu mujer. ¿Pues qué te crees? ¿Que no es ella como las demás? Para que lo sepas; tu mujer te ha faltado con aquel señor de Moreno, que se murió de repente, una noche. La suerte tuya fue que dio el estallido; y es que los corazones revientan, de la fuerza del querer... Créete, como Dios es mi padre, que la
mona del Cielo
le quería también, y tenían sus citas... no sé dónde... pero las tenían. Tan listo como eres, y a ti también te la dan...». ¡Bendito Dios, qué cara me puso! ¡Ah!, el amor propio y la soberbia le salían a borbotones por la boca...
Después sentía claramente en su oído la vibración de aquella réplica que la había hecho estremecer, que aún la alumbraba, porque las palabras se repetían sin cesar como la pieza de una caja de música, cuyo cilindro, sonada la última nota, da la primera. «¿Pero qué te has figurado, que mi mujer es como tú? ¿De dónde has sacado esa historia infame? ¿Quién te ha metido en la cabeza esas ideas? Mi mujer es sagrada. Mi mujer no tiene mancilla. Yo no la merezco a ella, y por lo mismo la respeto y la admiro más. Mi mujer, entiéndelo bien, está muy por encima de todas las calumnias. Tengo en ella una fe absoluta, ciega, y ni la más ligera duda puede molestarme. Es tan buena, que sobre serme fiel, tiene la costumbre de entregarme todos sus pensamientos para que yo los examine. ¡Ojalá pudiera yo entregarle los míos! Y ahora, cuando tú me traes esos absurdos cuentos, me veo tan por bajo de ella, que no puede ser más. Tú misma me estás castigando con eso de decirme que mi mujer es como tú, o que en algo puede parecerse a ti. Me castigas porque me demuestras la diferencia; te comparo con ella, y si pierdes en la comparación, échate a ti la culpa... Para concluir, si vuelves a pronunciar delante de mí una palabra sola referente a mi mujer, cojo mi sombrero... y no vuelves a verme más en todos los días de tu vida».
Comentario: «¡Y yo que me había hecho la ilusión de que no era honrada, para salir ahora con que no tengo más remedio que confesar que lo es! ¿Habrá visto visiones Aurora? Lo asegura de un modo, que no sé... Puede que se equivoque... Puede que el caballero ese estuviera prendado de ella; eso no quiere decir que ella pecase ni mucho menos...».
Otra vez sentía retumbar en su oído las tremendas palabras de
aquel
: «Si vuelves a pronunciar delante de mí,
etc
...». Y el comentario parecía producirse en el cerebro paralelamente a la repetición de la filípica: «¡Ah!, tuno, no hablabas antes de ese modo. En Junio, sí, bien me acuerdo, todo era
te quiero y te adoro
, y bastante que nos reíamos de la
mona del Cielo
, aunque siempre la teníamos por virtuosa. ¿Que es sagrada, dices?... ¿Entonces, para qué la engañas? ¡Sagrada! Ahora sales con eso.
Cojo mi sombrero y no me vuelves a ver
... Eso es que tú lo quieres hace tiempo. Estás buscando un motivo, y te agarras a lo que dije.
Te comparo con ella, y si pierdes en la comparación, échate a ti misma la culpa
. Eso es decirme que soy un trasto, que yo no puedo ser honrada aunque quiera... ¡Cómo me requemaba oyendo esto y cómo me requemo ahora mismo! Se me aprieta la garganta, y los ojos se me llenan de lágrimas. ¡Decirme a mí esto, a mí, que me estoy condenando por él...! Pero, Señor, ¡qué culpa tendré yo de que esa niña bonita sea ángel! Hasta la virtud sirve para darme a mí en la cabeza. ¡Ingrato!».
Reproducción de algo que ella le había contestado: «Mira; no lo tomes tan a pechos. Podrá ser mentira. ¿Yo qué sé? No creerás que lo he inventado yo. Para que veas que no me gustan farsas contigo; eso que te incomoda tanto, es cosa de Aurora...».
Y él: «Como la coja, le arranco la lengua. Es una víbora esa mujer, una envidiosa, una intrigante. Ándate con cuidado con ella».
Comentario: «De veras que estuve muy prudente. No se debe hablar mal de nadie sin tener seguridad de lo que se dice. Desde aquel momento no me volvió a mirar como me mira siempre. Le chafé su amor propio. Es como cuando se sienta una, sin pensarlo, sobre un sombrero de copa, que no hay manera, por más que se le planche después, de volverlo a poner como estaba. Esta sí que no me la perdona. Perdona él todo; pero que le toquen a su soberbia no lo perdona. «¿Estás enfadado?». —«¡Si te parece que no debo estarlo...!». —«Hazte el cargo de que no he dicho nada». —«No puedo; me has ofendido; te has rebajado a mis ojos. Como tú no tienes sentido moral, no comprendes esto. No calculas el valor que se quitan a sí mismas las personas cuando hablan más de la cuenta». —«No me digas esas cosas». —«Se me salen de la boca. Desde que calumniaste a mi mujer, la veneración y el cariño que le tengo se aumentan, y veo otra cosa; veo lo miserable que soy al lado suyo; tú eres el espejo en que miro mi conciencia y te aseguro que me veo horrible».
Comentario: «Cuando toma este tonito, le pegaría... Eso es decirme que soy una indecente. Y siempre que saca estas
tiologías
, es porque me quiere dejar. Y yo no puedo vivir así, Dios mío; esto es peor que la muerte».
Reproducción: «¿Te vas ya?». «¿Te parece que es temprano todavía?». «¿Vienes el lunes?». «No puedo asegurártelo». «Ya empiezas con tus mañas». «Tú sí que te pones pesada». «No quiero disputar. Dime lo que quieras». «Si rompemos, no me eches a mí la culpa, porque eres tú quien la tiene». «¿Yo?». «Sí, tú, por salir con alguna patochada ordinaria». «Bueno, lo que quieras... Tú siempre has de tener razón... Adiós». «Hasta la vista».
Y al cabo de un rato, su mente saltó de improviso con una idea nueva, expresada en medio de los ahogos de la desesperación, como un rayo que atraviesa las nubes y momentáneamente las horada, las ilumina con sus refulgentes dobleces. «¿Pero qué demonios es esto de la virtud, que por más vueltas que le doy no puedo hacerme con ella y meterla en mí?».
Entonces advirtió que no había mojado la ropa. Su tarea estaba por empezar, y los rollos de camisas, chambras y demás prendas continuaban delante de ella, muertos de risa, lo mismo que el barreño de agua. Papitos, que entró en el comedor con los cuchillos ya limpios, fue el choque que la hizo salir de su abstracción.
E
l día de San Eugenio propuso Doña Casta ir de merienda al Pardo; pero las de Rubín no querían ni oír hablar de nada que a diversión se pareciese. Bueno tenían ellas el espíritu para meriendas. Fueron
las Samaniegas
con
Doña Desdémona
, Quevedo y otros amigos. Por la noche, Doña Casta se empeñaba en que todas habían de comer bellota, de la provisión que trajo. Estaban de tertulia en casa de Rubín. Sólo faltaba Aurora, a quien Fortunata esperaba con ansia, y siempre que sentía pasos en la escalera, iba a la puerta para abrirle antes de que llamase. Por fin llegó la viuda de Fenelón, fatigadísima. Los encargos en aquel mes eran considerables; las bodas aristocráticas menudeaban, y la pobre Aurora no podía desenvolverse. Como que por cumplir y hacer las entregas a tiempo se había traído alguna labor para trabajar en su casa. Velaría hasta las doce o la una. Brindose la de Rubín a ayudarla, y con la venia de las dos señoras mayores se fueron a la casa próxima. Fortunata deseaba estar sola con su amiga para hablar largo y tendido sobre diferentes cosas.