Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
Dio Jacinta de cara a diferentes personas muy ceremoniosas. Eran maniquís vestidos de señora con tremendos
polisones
, o de caballero con terno completo de lanilla. Después gorras muchas gorras, posadas y alineadas en percheros del largo de toda una casa; chaquetas ahuecadas con un palo, zamarras y otras prendas que algo, sí, algo tenían de seres humanos sin piernas ni cabeza. Jacinta, al fin, no miraba nada; únicamente se fijó en unos hombres amarillos, completamente amarillos, que colgados de unas horcas se balanceaban a impulsos del aire. Eran juegos de calzón y camisa de bayeta, cosidas una pieza a otra, y que así, al pronto, parecían personajes de azufre. Los había también encarnados. ¡Oh!, el rojo abundaba tanto, que aquello parecía un pueblo que tiene la religión de la sangre. Telas rojas, arneses rojos, collarines y frontiles rojos con madroñaje arabesco. Las puertas de las tabernas también de color de sangre. Y que no son ni tina ni dos. Jacinta se asustaba de ver tantas, y Guillermina no pudo menos de exclamar:
—¡Cuánta perdición! Una puerta sí y otra no, taberna. De aquí salen todos los crímenes.
Cuando se halló cerca del fin de su viaje, la Delfina fijaba exclusivamente su atención en los chicos que iba encontrando. Pasmábase la señora de Santa Cruz de que hubiera tantísima madre por aquellos barrios, pues a cada paso tropezaba con una, con su crío en brazos, muy bien agasajado bajo el ala del mantón. A todos estos ciudadanos del porvenir no se les veía más que la cabeza por encima del hombro de su madre. Algunos iban vueltos hacia atrás, mostrando la carita redonda dentro del círculo del gorro y los ojuelos vivos, y se reían con los transeúntes. Otros tenían el semblante mal humorado, como personas que se llaman a engaño en los comienzos de la vida humana. También vio Jacinta no uno, sino dos y hasta tres, camino del cementerio. Suponíales muy tranquilos y de color de cera dentro de aquella caja que llevaba un tío cualquiera al hombro, como se lleva una escopeta.
—Aquí es —dijo Guillermina, después de andar un trecho por la calle del Bastero y de doblar una esquina.
No tardaron en encontrarse dentro de un patio cuadrilongo. Jacinta miró hacia arriba y vio dos filas de corredores con antepechos de fábrica y pilastrones de madera pintada de ocre, mucha ropa tendida, mucho refajo amarillo, mucha zalea puesta a secar, y oyó un zumbido como de enjambre. En el patio, que era casi todo de tierra, empedrado sólo a trechos, había chiquillos de ambos sexos y de diferentes edades. Una zagalona tenía en la cabeza toquilla roja con agujeros, o con
orificios
, como diría Aparisi; otra, toquilla blanca, y otra estaba con las greñas al aire. Esta llevaba zapatillas de orillo, y aquella botitas finas de caña blanca, pero ajadas ya y con el tacón torcido. Los chicos eran de diversos tipos. Estaba el que va para la escuela con su cartera de estudio, y el pillete descalzo que no hace más que vagar. Por el vestido se diferenciaban poco, y menos aún por el lenguaje, que era duro y con inflexiones dejosas.
—Chicooo... mia éste... Que te rompo la cara... ¿Sabeees...?
—¿Ves esa farolona? —dijo Guillermina a su amiga—, es una de las hijas de Ido... Esa, esa que está dando brincos como un saltamontes... ¡Eh!, chiquilla... No oyen... Venid acá.
Todos los chicos, varones y hembras, se pusieron a mirar a las dos señoras, y callaban entre burlones y respetuosos, sin atreverse a acercarse. Las que se acercaban paso a paso eran seis u ocho palomas pardas, con reflejos irisados en el cuello; lindísimas, gordas. Venían muy confiadas meneando el cuerpo como las chulas, picoteando en el suelo lo que encontraban, y eran tan mansas, que llegaron sin asustarse hasta muy cerca de las señoras. De pronto levantaron el vuelo y se plantaron en el tejado. En algunas puertas había mujeres que sacaban esteras a que se orearan, y sillas y mesas. Por otras salía como una humareda: era el polvo del barrido. Había vecinas que se estaban peinando las trenzas negras y aceitosas, o las guedejas rubias, y tenían todo aquel matorral echado sobre la cara como un velo. Otras salían arrastrando zapatos en chancleta por aquellos empedrados de Dios, y al ver a las forasteras corrían a sus guaridas a llamar a otras vecinas, y la noticia cundía, y aparecían por las enrejadas ventanas cabezas peinadas o a medio peinar.
—¡Eh!, chiquillos, venid acá —repitió Guillermina.
Y se fueron acercando escalonados por secciones, como cuando se va a dar un ataque. Algunos, más resueltos, las manos a la espalda, miraron a las dos damas del modo más insolente. Pero uno de ellos, que sin duda tenía instintos de caballero, se quitó de la cabeza un andrajo que hacía el papel de gorra y les preguntó que a quién buscaban. «¿Eres tú del señor de Ido?». El rapaz respondió que no, y al punto destacose del grupo la niña de las zancas largas, de las greñas sueltas y de los zapatos de orillo, apartando a manotadas a todos los demás muchachos que se enracimaban ya en derredor de las señoras.
—¿Está tu padre arriba?
La chica respondió que sí, y desde entonces convirtiose en individuo de Orden Público. No dejaba acercar a nadie; quería que todos los granujas se retiraran y ser ella sola la que guiase a las dos damas hasta arriba.
—¡Qué pesados, qué sobones!... En todo quieren meter las narices... Atrás, gateras, atrás... Quitarvos de en medio; dejar paso.
Su anhelo era marchar delante. Habría deseado tener una campanilla para ir tocando por aquellos corredores a fin de que supieran todos qué gran visita venía a la casa.
—Niña, no es preciso que nos acompañes —dijo Guillermina que no gustaba de que nadie se sofocase tanto por ella—. Nos basta con saber que están en casa.
Pero la zancuda no hacía caso. En el primer peldaño de la escalera estaba sentada una mujer que vendía higos pasados en una sereta, y por poco no la planta el zapato de orillo en mitad de la cara. Y todo porque no se apartaba de un salto para dejar el paso libre...
—¡Vaya dónde se va usted a poner, tía bruja!... Afuera o la reviento de una patada...
Subieron, no sin que a Jacinta le quedaran ganas de examinar bien toda la pillería que en el patio quedaba. Allá en el fondo había divisado dos niños y una niña. Uno de ellos era rubio y como de tres años. Estaban jugando con el fango, que es el juguete más barato que se conoce. Amasábanlo para hacer tortas del tamaño de
perros grandes
. La niña, que era de más edad, había construido un hornito con pedazos de ladrillo, y a la derecha de ella había un montón de panes, bollos y tortas, todo de la misma masa que tanto abundaba allí. La señora de Santa Cruz observó este grupo desde lejos. ¿Sería alguno de aquellos? El corazón le saltaba en el pecho y no se atrevía a preguntar a la zancuda. En el último peldaño de la escalera encontraron otro obstáculo: dos muchachuelas y tres nenes, uno de estos en mantillas, interceptaban el paso. Estaban jugando con arena
fina
de fregar. El mamón estaba fajado y en el suelo, con las patas y las manos al aire, berreando, sin que nadie le hiciera caso. Las dos niñas habían extendido la arena sobre el piso, y de trecho en trecho habían puesto diferentes palitos con cuerdas y trapos. Era el secadero de ropa de las Injurias, propiamente imitado.
—¡Qué tropa, Dios! —exclamó la zancuda con indignación de celador de ornato público, que no causó efecto—. Cuidado donde se van a poner... ¡Fuera, fuera!... y tú,
pitoja
, recoge a tu hermanillo, que le vamos a espachurrar.
Estas amonestaciones de una autoridad tan celosa fueron oídas con el más insolente desdén. Uno de los mocosos arrastraba su panza por el suelo, abierto de las cuatro patas; el otro cogía puñados de arena y se lavaba la cara con ella, acción muy lógica, puesto que la arena representaba el agua.
—Vamos, hijos, quitaos de en medio —les dijo Guillermina a punto que la zancuda destruía con el pie el lavadero, gritando—:
—Sinvergüenzonas, ¿no tenéis otro sitio donde jugar? ¡Vaya con la canalla ésta...! —y echó adelante resuelta a destruir cualquier obstáculo que se pusiera al paso.
Las otras chiquillas cogieron a los mocosos, como habrían cogido una muñeca, y poniéndoselos al cuadril, volaron por aquellos corredores.
—Vamos —dijo Guillermina a su guía—, no las riñas tanto, que también tú eres buena...
A
vanzaron por el corredor, y a cada paso un estorbo. Bien era un brasero que se estaba encendiendo, con el tubo de hierro sobre las brasas para hacer tiro; bien el montón de zaleas o de ruedos, ya una banasta de ropa; ya un cántaro de agua. De todas las puertas abiertas y de las ventanillas salían voces o de disputa, o de algazara festiva. Veían las cocinas con los pucheros armados sobre las ascuas, las artesas de lavar junto a la puerta, y allá en el testero de las breves estancias la indispensable cómoda con su hule, el velón con pantalla verde y en la pared una especie de altarucho formado por diferentes estampas, alguna lámina al cromo de prospectos o periódicos satíricos, y muchas fotografías. Pasaban por un domicilio que era taller de zapatería, y los golpazos que los zapateros daban a la suela, unidos a sus cantorrios, hacían una algazara de mil demonios. Más allá sonaba el convulsivo tiquitique de una máquina de coser, y acudían a las ventanas bustos y caras de mujeres curiosas. Por aquí se veía un enfermo tendido en un camastro, más allá un matrimonio que disputaba a gritos. Algunas vecinas conocieron a Doña Guillermina y la saludaban con respeto. En otros círculos causaba admiración el empaque elegante de Jacinta. Poco más allá cruzáronse de una puerta a otra observaciones picantes e irrespetuosas.
—Señá Mariana, ¿ha visto que nos hemos traído el sofá en la rabadilla? ¡Ja, ja, ja!
Guillermina se paró, mirando a su amiga:
—Esas chafalditas no van conmigo. No puedes figurarte el odio que esta gente tiene a los
polisones
, en lo cual demuestran un sentido... ¿Cómo se dice?, un sentido
estético
superior al de esos haraganes franceses que inventan tanto pegote estúpido.
Jacinta estaba algo corrida; pero también se reía, Guillermina dio dos pasos atrás, diciendo:
—Ea, señoras, cada una a su trabajo, y dejen en paz a quien no se mete con ustedes.
Luego se detuvo junto a una de las puertas y tocó en ella con los nudillos.
—La señá Severiana no está —dijo una de las vecinas—. ¿Quiere la señora dejar recado?...
—No; la veré otro día.
Después de recorrer dos lados del corredor principal, penetraron en una especie de túnel en que también había puertas numeradas; subieron como unos seis peldaños, precedidas siempre de la zancuda, y se encontraron en el corredor de otro patio, mucho más feo, sucio y triste que el anterior. Comparado con el segundo, el primero tenía algo de aristocrático y podría pasar por albergue de familias
distinguidas
. Entre uno y otro patio, que pertenecían a un mismo dueño y por eso estaban unidos, había un escalón social, la distancia entre eso que se llama
capas
. Las viviendas, en aquella segunda
capa
, eran más estrechas y miserables que en la primera; el revoco se caía a pedazos, y los rasguños trazados con un clavo en las paredes parecían hechos con más saña, los versos escritos con lápiz en algunas puertas más necios y groseros, las maderas más despintadas y roñosas, el aire más viciado, el vaho que salía por puertas y ventanas más espeso y repugnante. Jacinta, que había visitado algunas casas de corredor, no había visto ninguna tan tétrica y mal oliente.
—¿Qué, te asustas, niña bonita? —le dijo Guillermina—. ¿Pues qué te creías tú, que esto era el Teatro Real o la casa de Fernán—Núñez? Ánimo. Para venir aquí se necesitan dos cosas: caridad y estómago.
Echando una mirada a lo alto del tejado, vio la Delfina que por encima de este asomaba un tenderete en que había muchos cueros, tripas u otros despojos, puestos a secar. De aquella región venía, arrastrado por las ondas del aire, un olor nauseabundo. Por los desiguales tejados paseábanse gatos de feroz aspecto, flacos, con las quijadas angulosas, los ojos dormilones, el pelo erizado. Otros bajaban a los corredores y se tendían al sol; pero los propiamente salvajes, vivían y aun se criaban arriba, persiguiendo el sabroso ratón de los secaderos.
Pasaron junto a las dos damas figuras andrajosas, ciegos que iban dando palos en el suelo, lisiados con montera de pelo, pantalón de soldado, horribles caras. Jacinta se apretaba contra la pared para dejar paso franco. Encontraban mujeres con pañuelo a la cabeza y mantón pardo, tapándose la boca con la mano envuelta en un pliegue del mismo mantón. Parecían moras; no se les veía más que un ojo y parte de la nariz. Algunas eran agraciadas; pero la mayor parte eran flacas, pálidas, tripudas y envejecidas antes de tiempo.
Por los ventanuchos abiertos salía, con el olor a fritangas y el ambiente chinchoso, murmullo de conversaciones dejosas, arrastrando toscamente las sílabas finales. Este modo de hablar de la tierra ha nacido en Madrid de una mixtura entre el deje andaluz, puesto de moda por los soldados, y el dejo aragonés, que se asimilan todos los que quieren darse aires varoniles.
Nueva barricada de chiquillos les cortó el paso. Al verles, Jacinta y aun Guillermina, a pesar de su costumbre de ver cosas raras, quedáronse pasmadas, y hubiérales dado espanto lo que miraban, si las risas de ellos no disiparan toda impresión terrorífica. Era una manada de salvajes, compuesta de dos tagarotes como de diez y doce años, una niña más chica, y otros dos
chavales
, cuya edad y sexo no se podía saber. Tenían todos ellos la cara y las manos llenas de chafarrinones negros, hechos con algo que debía de ser betún o barniz japonés del más fuerte. Uno se había pintado rayas en el rostro, otro anteojos, aquél bigotes, cejas y patillas con tan mala maña, que toda la cara parecía revuelta en heces de tintero. Los pequeñuelos no parecían pertenecer a la raza humana, y con aquel maldito tizne extendido y resobado por la cara y las manos semejaban micos, diablillos o engendros infernales.
—Malditos seáis... —gritó la zancuda, cuando vio aquellas fachas horrorosas—. ¡Pero cómo os habéis puesto así, sinvergüenzones, indecentes, puercos, marranos...!
—En el nombre del Padre... —exclamó Guillermina persignándose—. ¿Pero has visto...?
Contemplaban ellos a las damas, mudos y con grandísima emoción, gozando íntimamente en la sorpresa y terror que sus espantables cataduras producían en aquellas señoriticas tan requetefinas. Uno de los pequeños intentó echar la zarpa al abrigo de Jacinta; pero la zancuda empezó a dar chillidos: