Fortunata y Jacinta (23 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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—3—

S
i todo lo que les pasa a las personas superiores mereciera una efeméride, es fácil que en una hoja de calendario americano, correspondiente a Diciembre del 73, se encontrara este parrafito: «Día
tantos
: fuerte catarro de Juanito Santa Cruz. La imposibilidad de salir de casa le pone de un humor de doscientos mil diablos». Estaba sentado junto a la chimenea, envuelto de la cintura abajo en una manta que parecía la piel de un tigre, gorro calado hasta las orejas, en la mano un periódico, en la silla inmediata tres, cuatro, muchos periódicos. Jacinta le daba bromas por su forzada esclavitud, y él, hallando distracción en aquellas guasitas, hizo como que le pegaba, la cogió por un brazo, le atenazó la barba con los dedos, le sacudió la cabeza, después le dio bofetadas, terribles bofetadas, y luego muchísimos porrazos en diferentes partes del cuerpo, y grandes pinchazos o estocadas con el dedo índice muy tieso. Después de bien cosida a puñaladas, le cortó la cabeza segándole el pescuezo, y como si aún no fuera bastante sevicia, la acribilló con cruelísimas e inhumanas cosquillas, acompañando sus golpes de estas feroces palabras:

—¡Qué
guasoncita
se me ha vuelto mi nena!... Voy yo a enseñar a mi payasa a dar bromitas, y le voy a dar una solfa buena para que no le queden ganas de...».

Jacinta se desbarataba de risa, y el Delfín hablando con un poco de seriedad, prosiguió:

—Bien sabes que no soy callejero... A fe que te puedes quejar. Maridos conozco que cuando ponen el pie en la calle, del tirón se están tres días sin parecer por la casa. Estos podrían tomarme a mí por modelo.

—Mariquita date tono —replicó Jacinta secándose las lágrimas que la risa y las cosquillas le habían hecho derramar—. Ya sé que hay otros peores; pero no pongo yo mi mano en el fuego porque seas el número uno.

Juan meneó la cabeza en señal de amenaza. Jacinta se puso lejos de su alcance, por si se repetían las bárbaras cosquillas.

—Es que tú exiges demasiado» dijo el marido, deplorando que su mujer no le tuviese por el más perfecto de los seres creados.

Jacinta hizo un mohín gracioso con fruncimiento de cejas y labios, el cual quería decir: «No me quiero meter en discusiones contigo, porque saldría con las manos en la cabeza». Y era verdad, porque el Delfín hacía las prestidigitaciones del razonamiento con muchísima habilidad.

—Bueno —indicó ella—. Dejémonos de tonterías. ¿Qué quieres almorzar?

—Eso mismo venía yo a saber —dijo Doña Bárbara apareciendo en la puerta—. Almorzarás lo que quieras; pero pongo en tu conocimiento, para tu gobierno, que he traído unas calandrias riquísimas.
Divinidades
, como dice Estupiñá.

—Tráiganme lo que quieran, que tengo más hambre que un maestro de escuela.

Cuando salieron las dos damas, Santa Cruz pensó un ratito en su mujer, formulando un panegírico mental. ¡Qué ángel! Todavía no había acabado él de cometer una falta, y ya estaba ella perdonándosela. En los días precursores del catarro, hallábase mi hombre en una de aquellas etapas o mareas de su inconstante naturaleza, las cuales, alejándole de las aventuras, le aproximaban a su mujer. Las personas más hechas a la vida ilegal sienten en ocasiones vivo anhelo de ponerse bajo la ley por poco tiempo. La ley las tienta como puede tentar el capricho. Cuando Juan se hallaba en esta situación, llegaba hasta desear permanecer en ella; aún más, llegaba a creer que seguiría. Y la Delfina estaba contenta. «Otra vez ganado —pensaba—. ¡Si la buena durara!... ¡Si yo pudiera ganarle de una vez para siempre y derrotar en toda la línea a las
cantonales
...!».

Don Baldomero entró a ver a su hijo antes de pasar al comedor.

—¿Qué es eso, chico? Lo que yo digo: no te abrigas. ¡Qué cosas tenéis tú y Villalonga! ¡Pararse a hablar a las diez de la noche en la esquina del Ministerio de la Gobernación, que es otra punta del diamante! Te vi. Venía yo con Cantero de la Junta del Banco. Por cierto que estamos desorientados. No se sabe a dónde irá a parar esta anarquía. ¡Las acciones a 138!... Pase usted, Aparisi... Es Aparisi que viene a almorzar con nosotros.

El concejal entró y saludó a los dos Santa Cruz.

—¿Qué periódicos has leído? —preguntó el papá calándose los quevedos, que sólo usaba para leer—. Toma
La Época
y dame
El Imparcial
... Bueno, bueno va esto. ¡Pobre España! Las acciones a 138... el consolidado a 13.

—¿Qué 13?... Eso quisiera usted —observó el eterno concejal—. Anoche lo ofrecían a 11 en el Bolsín y no lo quería nadie. Esto es el diluvio.

Y acentuando de una manera notabilísima aquella expresión de oler una cosa muy mala, añadió que todo lo que estaba pasando lo había previsto él, y que los sucesos no discrepaban ni tanto así de lo que
día por día
había venido él profetizando. Sin hacer mucho caso de su amigo, Don Baldomero leyó en voz alta la noticia o estribillo de todos los días. «La partida tal entró en tal pueblo, quemó el archivo municipal, se racionó, y volvió a salir... La columna tal perseguía activamente al cabecilla cual, y después de racionarse...».

—Ea —dijo sin acabar de leer—, vamos a racionarnos nosotros. El marqués no viene. Ya no se le espera más.

En esto entró Blas, el criado de Juan con la mesita, ya puesta, en que había de almorzar el enfermo. Poco después apareció Jacinta trayendo platos. Después de saludarla, Aparisi le dijo:

—Guillermina me ha dado un recado para usted... Hoy no hay
odisea filantrópica
a la
parroquia de la chinche
, porque anda en busca de ladrillo portero para cimientos. Ya tiene hecho todo el vaciado del edificio... y por poco dinero. Unos carros trabajando a destajo, otros de limosna, aquel que ayuda medio día, el otro que va un par de horas, ello es que no le sale el metro cúbico ni a cinco reales. Y no sé qué tiene esa mujer. Cuando va a examinar las obras, parece que hasta las mulas de los carros la conocen y tiran más fuerte para darle gusto... Francamente, yo que siempre creí que el tal edificio no era
factible
, voy viendo...

—Milagro, milagro —apuntó Don Baldomero en marcha hacia el comedor.

—¿Y tú? —preguntó Juan a su consorte al quedarse solos—. ¿Almuerzas aquí o allá?

—¿Quieres que aquí? Almorzaré en las dos partes. Dice tu mamá que te estoy mimando mucho.

—Toma, golosa —le dijo él alargándole un pedazo de tortilla en el tenedor.

Después de comérselo, la Delfina corrió al comedor. Al poco rato volvió riendo.

—Aquí te tengo reservada esta pechuga de calandria. Toma, abre la boquita, nena».

La nena cogió el tenedor, y después de comerse la pechuga, volvió a reír.

—¡Qué alegre está el tiempo!

—Es que ha llegado el marqués, y desde que se sentó en la mesa empezaron Aparisi y él a tirotearse.

—¿Qué han dicho?

—Aparisi afirmó que la Monarquía no era
factible
, y después largó un
ipso facto
, y otras cosas muy finas.

Juan soltó la carcajada.

—El marqués estará furioso.

—Come en silencio, meditando una venganza. Te contaré lo que ocurra. ¿Quieres pescadilla?, ¿quieres bistec?

—Tráeme lo que quieras con tal que vengas pronto.

Y no tardó en volver, trayendo un plato de pescado.

—Hijo de mi vida, le mató.

—¿Quién?

—El marqués a Aparisi... le dejó en el sitio.

—Cuenta, cuenta.

—Pues de primera intención soltole a su enemigo un
delirium tremens
a boca de jarro, y después, sin darle tiempo de respirar, un
mane tegel fare
. El otro se ha quedado como atontado por el golpe. Veremos con lo que sale.

—¡Qué célebre! Tomaremos café juntos —dijo Santa Cruz—. Vente pronto para acá. ¡Qué coloradita estás!

—Es de tanto reírme.

—Cuando digo que me estás haciendo tilín...

—Al momento vuelvo... Voy a ver lo que salta por allá. Aparisi está indignado con Castelar, y dice que lo que le pasa a Salmerón es porque no ha seguido sus consejos...

—¡Los consejos de Aparisi!

—Sí, y al marqués lo que le tiene con el alma en un hilo es que se levante
la masa obrera
.

Volvió Jacinta al comedor, y el último cuento que trajo fue este:

—Chico, si estás allí te mueres de risa. ¡Pobre Muñoz! El otro se ha rehecho y le está soltando unos primores... Figúrate. Ahora está contando que ha visto un proyectil de los que tiran los carcas, y el fusil Berdan... No dice agujeros, sino
orificios
. Todo se vuelve
orificios
, y el marqués no sabe lo que le pasa...

No pudo seguir, porque entró Muñoz, fumando un gran puro, a saludar al enfermo.

—Hola, Juanín... ¿Estamos
exclaustrados
?... ¿Y qué es?... ¿Coriza? Eso es bueno, y cuando la mucosa necesita eliminar, que elimine... En fin, yo me...

Iba a decir
me largo
; pero al ver entrar a Aparisi (tal creyeron Jacinta y su marido), dijo:

—Me ausento.

A eso de las tres, marido y mujer estaban solos en el despacho, él en el sillón leyendo periódicos, ella arreglando la habitación que estaba algo desordenada. Barbarita había salido a comprar. El criado anunció a un hombre que quería hablar con el
señor joven
.

—Ya sabes que no recibe —dijo la señorita, y tomando de manos de Blas una tarjeta que este traía leyó:
José Ido del Sagrario, corredor de publicaciones nacionales y extranjeras
.

—Que entre, que entre al instante —ordenó Santa Cruz, saltando en su asiento—. Es el loco más divertido que puedes imaginar. Verás cómo nos reímos... Cuando nos cansemos de oírle, le echamos. ¡Tipo más célebre...! Le vi hace días en casa de Pez, y nos hizo morir de risa.

Al poco rato entró en el despacho un hombre muy flaco, de cara enfermiza y toda llena de lóbulos y carúnculas, los pelos bermejos y muy tiesos, como crines de escobillón, la ropa prehistórica y muy raída, corbata roja y deshilachada, las botas muertas de risa. En una mano traía el sombrero que era un
claque
del año en que esta prenda se inventó, el primogénito de los
claques
sin género de duda, y en la otra un lío de carteras—prospectos para hacer suscriciones a libros de lujo, las cuales estaban tan sobadas, que la mugre no permitía ver los dorados de la pasta. Impresionó penosamente a la compasiva Jacinta aquella estampa de miseria en traje de persona decente, y más lástima tuvo cuando le vio saludar con urbanidad y sin encogimiento, como hombre muy hecho al trato social.

—Hola, señor de Ido... ¡Cuánto gusto de verle! —le dijo Santa Cruz con fingida seriedad—. Siéntese, y dígame qué le trae por aquí.

—Con permiso... ¿Quiere usted
Mujeres célebres
?

Jacinta y su marido se miraron.

—O
Mujeres de la Biblia
—prosiguió Ido, enseñando carteras—. Como el señor de Santa Cruz me dijo el otro día en casa del señor de Pez que deseaba conocer las publicaciones de las casas de Barcelona que tengo el honor de representar... ¿O quiere usted
Cortesanas célebres, Persecuciones religiosas, Hijos del Trabajo, Grandes inventos, Dioses del Paganismo
...?

—4—


B
asta, basta, no cite usted más obras ni me enseñe más carteras. Ya le dije que no me gustan libros por suscrición. Se extravían las entregas, y es volverse loco... Prefiero tomar alguna obra completa. Pero no tenga prisa. Estará usted cansado de tanto correr por ahí. ¿Quiere tomar una copita?

—Muchísimas gracias. Nunca bebo.

—¿No?, pues el otro día, cuando nos vimos en casa de Joaquín, decía este que estaba usted algo peneque... se entiende, un poco alegre...

—Perdone usted, señor de Santa Cruz —replicó Ido avergonzado—. Yo no me embriago; no me he embriagado jamás. Algunas veces, sin saber cómo ni por qué, me entra cierta excitación, y me pongo así, nervioso y como echando chispas... me pongo eléctrico. ¿Ven ustedes?... ya lo estoy. Fíjese usted, señor Don Juan, y observe cómo se me mueve el párpado izquierdo y el músculo este de la quijada en el mismo lado. ¿Lo ve usted...?, ya está la función armada. Francamente, así no se puede vivir. Los médicos me dicen que coma carne. Como carne y me pongo peor. Ea, ya estoy como un muelle de reloj... Si usted me da su permiso me retiro...

—Hombre, no, descanse usted. Eso se le pasará. ¿Quiere usted un vaso de agua?

Jacinta sintió que no le dejase marchar, porque la idea de que el hombre aquel iba a caer allí con una pataleta le inspiraba repugnancia y miedo. Como Juan insistiese en lo del vaso de agua, díjole a su esposa por lo bajo: «Este infeliz lo que tiene es hambre».

—A ver, señor de Ido —indicó la dama—, ¿se comería usted una chuletita?

Don José respondió tácitamente, con la expresión de una incredulidad profunda. Cada vez parecía más extraño su mirar y más acentuado el temblor del párpado y la mejilla.

—Perdóneme usted, señora... Como la cabeza se me va, no puedo hacerme cargo de nada. Usted ha dicho que si me comería yo una...

—Una chuletita.

—Mi cabeza no puede apreciar bien... Padezco de olvidos de nombres y cosas. ¿A qué llama usted una chuleta? —añadió llevándose la mano a las erizadas crines, por donde se le escapaba la memoria y le entraba la electricidad—. ¿Por ventura, lo que usted llama... no sé cómo, es un pedazo de carne con un rabito que es de hueso?

—Justo. Llamaré para que se la traigan.

—No se moleste, señora. Yo llamaré.

—Que le traigan dos —dijo el señorito gozando con la idea de ver comer a un hambriento.

Jacinta salió, y mientras estuvo fuera Ido hablaba de su mala suerte.

—En este país, señor Don Juanito, no se protege a las letras. Yo que he sido profesor de primera enseñanza, yo que he escrito obras de amena literatura tengo que dedicarme a correr publicaciones para llevar un pedazo de pan a mis hijos... Todos me lo dicen: si yo hubiera nacido en Francia, ya tendría
hotel
...

—Eso es indudable. ¿No ve usted que aquí no hay quien lea, y los pocos que leen no tienen dinero?...

—Naturalmente —decía Ido a cada instante, echando ansiosas miradas en redondo por ver si aparecía la chuleta.

Jacinta entró con un plato en la mano. Tras ella vino Blas con el mismo velador en que había almorzado el señorito, un cubierto, servilleta, panecillo, copa y botella de vino. Miró estas cosas Ido con estupor famélico, no bien disimulado por la cortesía, y le entró una risa nerviosa, señal de hallarse próximo a la plenitud de aquel estado que llamaba eléctrico. La Delfina se volvió a sentar junto a su marido y miraba entre espantada y compasiva al desgraciado Don José. Este dejó en el suelo las carteras y el
claque
, que no se cerraba nunca, y cayó sobre las chuletas como un tigre... Entre los mascullones salían de su boca palabras y frases desordenadas: «Agradecidísimo... Francamente, habría sido falta de educación desairar... No es que tenga apetito, naturalmente... He almorzado fuerte... ¿Pero cómo desairar? Agradecidísimo...».

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