Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
—Es un angelón... No tenéis idea de la pasta celestial de que está formado el corazón de este hombre.
Barbarita no tenía sosiego hasta no enterarse del por qué de aquel tumulto que en el salón había. Fue a ver y volvió con el cuento:
—Hijas, que el rey se marcha.
—¡Qué dices, mujer!
—Que Don Amadeo, cansado de bregar con esta gente, tira la corona por la ventana y dice: «Vayan ustedes a marcar al Demonio».
—¡Todo sea por Dios! —exclamó Guillermina dando un suspiro y volviendo imperturbable a su trabajo.
Jacinta pasó al salón, más que por enterarse de las noticias, por ver a su marido que aquel día no había comido en casa.
—Oye —le dijo en secreto Guillermina, deteniéndola, y ambas se miraban con picardía; —con veinte duros que le sonsaques hay bastante.
—
E
n Bolsa no se supo nada. Yo lo supe en el Bolsín a las diez —dijo Villalonga—. Fui al Casino a llevar la noticia. Cuando volví al Bolsín, se estaba haciendo el consolidado a 20.
—Lo hemos de ver a 10, señores —dijo el marqués de Casa—Muñoz en tono de Hamlet.
—¡El Banco a 175...! —exclamó Don Baldomero pasándose la mano por la cabeza, y arrojando hacia el suelo una mirada fúnebre.
—Perdone usted, amigo —rectificó Moreno Isla—. Está a 172, y si usted quiere comprarme las mías a 170, ahora mismo las largo. No quiero más papel de la querida patria. Mañana me vuelvo a Londres.
—Sí —dijo Aparisi poniendo semblante profético—; porque la que se va a armar ahora aquí, será de órdago.
—Señores, no seamos impresionables —indicó el marqués de Casa—Muñoz, que gustaba de dominar las situaciones con mirada alta—. Ese buen señor se ha cansado; no era para menos; ha dicho: «ahí queda eso». Yo en su caso habría hecho lo mismo. Tendremos algún trastorno; habrá su poco de República; pero ya saben ustedes que las naciones no mueren...
—El golpe viene de fuera —manifestó Aparisi—. Esto lo veía yo venir. Francia...
—No
involucremos
las cuestiones, señores —dijo Casa—Muñoz poniendo una cara muy parlamentaria—. Y si he de hablar ingenuamente, diré a ustedes que a mí no me asusta la República, lo que me asusta es el republicanismo.
Miró a todos para ver qué tal había caído esta frase. No podía dudarse de que el murmullo aquel con que fue acogida era laudatorio.
—Señor Marqués —declaró Aparisi picado de rivalidad—, el pueblo español es un pueblo digno... que en los momentos de peligro, sabe ponerse...
—¿Y qué tiene que ver una cosa con otra?... —saltó el marqués incómodo, anonadando a su contrario con una mirada—. No
involucre
usted las cuestiones.
Aparisi, propietario y concejal de oficio, era un hombre que se preciaba de
poner los puntos sobre las íes
; pero con el marqués de Casa—Muñoz no le valía su suficiencia, porque este no toleraba imposiciones y era capaz de poner puntos sobre las haches. Había entre los dos una rivalidad tácita, que se manifestaba en la emulación para lanzar observaciones sintéticas sobre todas las cosas. Una mirada de profunda antipatía era lo único que a veces dejaba entrever el pugilato espiritual de aquellos dos atletas del pensamiento. Villalonga, que era observador muy picaresco, aseguraba haber descubierto entre Aparisi y Casa—Muñoz un antagonismo o competencia en la emisión de palabras escogidas. Se desafiaban a cuál hablaba más por lo fino, y si el marqués daba muchas vueltas al
involucrar
, al
ad hoc
, al
sui generis
y otros términos latinos, en seguida se veía al otro poniendo en prensa el cerebro para obtener frases tan selectas como
la concatenación de las ideas
. A veces parecía triunfante Aparisi, diciendo que tal o cual cosa era el
bello ideal
de los pueblos; pero Casa—Muñoz tomaba arranque y diciendo
el desiderátum
, hacía polvo a su contrario.
Cuenta Villalonga que hace años hablaba Casa—Muñoz disparatadamente, y sostiene y jura haberle oído decir, cuando aún no era marqués, que las
puertas estaban herméticamente abiertas
; pero esto no ha llegado a comprobarse. Dejando a un lado las bromas, conviene decir que era el marqués persona apreciabilísima, muy corriente, muy afable en su trato, excelente para su familia y amigos. Tenía la misma edad que Don Baldomero; mas no llevaba tan bien los años. Su dentadura era artificial y sus patillas teñidas tenían un viso carminoso, contrastando con la cabeza sin pintar. Aparisi era mucho más joven, hombre que presumía de pie pequeño y de manos bonitas, la cara arrebolada, el bigote castaño cayendo a lo chino, los ojos grandes, y en la cabeza una de esas calvas que son para sus poseedores un diploma de talento. Lo más característico en el concejal perpetuo era la expresión de su rostro, semejante a la de una persona que está oliendo algo muy desagradable, lo que provenía de cierta contracción de los músculos nasales y del labio superior. Por lo demás, buena persona, que no debía nada a nadie. Había tenido almacén de maderas, y se contaba que en cierta época les puso los puntos sobre las íes a los pinares de Balsain. Era hombre sin instrucción, y... lo que pasa... por lo mismo que no la tenía gustaba de aparentarla. Cuenta el tunante de Villalonga que hace años usaba Aparisi el
e pur si muove
de Galileo; pero el pobrecito no le daba la interpretación verdadera, y creía que aquel célebre dicho significaba
por si acaso
. Así, se le oyó decir más de una vez: «Parece que no lloverá; pero sacaré el paraguas
e pur si muove
».
Jacinta trincó a su marido por el brazo y le llevó un poquito aparte:
—Y qué,
nene
, ¿hay barricadas?
—No, hija, no hay nada. Tranquilízate.
—¿No volverás a salir esta noche?... Mira que me asustaré mucho si sales.
—Pues no saldré... ¿Qué... qué buscas?
Jacinta, riendo, deslizaba su mano por el forro de la levita, buscando el bolsillo del pecho.
—¡Ay! Yo iba a ver si te sacaba la cartera sin que me sintieses...
—Vaya con la descuidera...
—¡Quiá!, si no sé... Esto quien lo hace bien es Guillermina, que le saca a Manolo Moreno las pesetas del bolsillo del chaleco sin que él lo sienta... A ver...
Jacinta, dueña ya de la cartera, la abrió.
—¿Te enfadarías si te quito este billete de veinte duros? ¿Te hace falta?
—No por cierto. Toma lo que quieras.
—Es para Guillermina. Mamá le dio dos, y le falta un pico para poder pagar mañana el trimestre del alquiler del asilo.
Contestole el Delfín apretándole con mucha efusión las dos manos y arrugando el billete que estaba en ellas.
En cuanto Guillermina pescó lo que le faltaba para completar su cantidad, dejó la costura y se puso el manto. Despidiéndose brevemente de las dos señoras, atravesó el salón a prisa.
—¡A esa, a esa! —gritó Moreno—, sin duda se lleva algo. Caballeros, vean ustedes si les falta el reloj. Bárbara, que debajo de la mantilla de
la rata eclesiástica
veo un bulto... ¿No había aquí candeleros de plata?
En medio de la jovial algazara que estas bromas producían, salió Guillermina, esparciendo sobre todos una sonrisa inefable que parecía una bendición.
En seguida, cebáronse todos con furia en el tema suculento de la partida del Rey, y cada cual exponía sus opiniones con ínfulas de profecía, como si en su vida hubieran hecho otra cosa que vaticinar acertando. Villalonga estaba ya viendo a Don Carlos entrar en Madrid, y el marqués de Casa—Muñoz hablaba de
las exageraciones liberticidas
de la demagogia roja y de la demagogia blanca como si las estuviera mirando pintadas en la pared de enfrente; el ex—subsecretario de Gobernación, Zalamero, leía clarito en el porvenir el nombre del Rey Alfonso, y el concejal decía que
el alfonsismo estaba aún en la nebulosa de lo desconocido
. El mismo Aparisi y Federico Ruiz profetizaron luego en una sola cuerda... ¡Qué demonio! Ellos no se asustaban de la República. Como si lo vieran... no iba a pasar nada. Es que aquí somos muy impresionables, y por cualquier contratiempo nos parece que se nos cae el Cielo encima. «Yo les aseguro a ustedes —decía Aparisi, puesta la mano sobre el pecho—, que no pasará nada, pero nada. Aquí no se tiene idea de lo que es el pueblo español... Yo respondo de él, me atrevo a responder con la cabeza, vaya...». Moreno no vaticinaba; no hacía más que decir: «Por si vienen mal dadas, me voy mañana para Londres». Aquel ricacho soltero alardeaba de carecer en absoluto del sentimiento de la patria, y estaba tan extranjerizado que nada español le parecía bueno. Los autores dramáticos lo mismo que las comidas, los ferrocarriles lo mismo que las industrias menudas, todo le parecía de una inferioridad lamentable. Solía decir que aquí los tenderos no saben envolver en un papel una libra de cualquier cosa. «Compra usted algo, y después que le miden mal y le cobran caro, el envoltorio de papel que le dan a usted se le deshace por el camino. No hay que darle vueltas; somos una raza inhábil hasta no poder más».
Don Baldomero decía con acento de tristeza una cosa muy sensata: «¡Si Don Juan Prim viviera...!». Juan y Samaniego se apartaron del corrillo y charlaban con Jacinta y Doña Bárbara, tratando de quitarles el miedo. No habría tiros, ni jarana... no sería preciso hacer provisiones... ¡Ah! Barbarita soñaba ya con hacer provisiones. A la mañana siguiente, si no había barricadas, ella y Estupiñá se ocuparían de eso.
Poco a poco fueron desfilando. Eran las doce. Aparisi y Casa—Muñoz se fueron al Bolsín a saber noticias, no sin que antes de partir dieran una nueva muestra de su rivalidad. El concejal de oficio estaba tan excitado, que la contracción de su hocico se acentuaba, como si el olor aquel imaginario fuera el de la aza fétida. Zalamero, que iba a Gobernación, quiso llevarse al Delfín; pero este, a quien su mujer tenía cogido del brazo, se negó a salir... «Mi mujer no me deja».
—Mi tocaya —dijo Villalonga—, se está volviendo muy anticonstitucional.
Por fin se quedaron solos los de casa. Don Baldomero y Barbarita besaron a sus hijos y se fueron a acostar. Esto mismo hicieron Jacinta y su marido.
Escenas de la vida íntima
A
poco de acostarse notó Jacinta que su marido dormía profundamente. Observábale desvelada, tendiendo una mirada tenaz de cama a cama. Creyó que hablaba en sueños... pero no; era simplemente quejido sin articulación que acostumbraba a lanzar cuando dormía, quizá por causa de una mala postura. Los pensamientos políticos nacidos de las conversaciones de aquella noche, huyeron pronto de la mente de Jacinta. ¿Qué le importaba a ella que hubiese República o Monarquía, ni que Don Amadeo se fuera o se quedase? Más le importaba la conducta de aquel ingrato que a su lado dormía tan tranquilo. Porque no tenía duda de que Juan andaba algo distraído, y esto no lo podían notar sus padres por la sencilla razón de que no le veían nunca tan cerca como su mujer. El pérfido guardaba tan bien las apariencias, que nada hacía ni decía
en familia
que no revelara una conducta regular y correctísima. Trataba a su mujer con un cariño tal, que... vamos, se le tomaría por enamorado. Sólo allí, de aquella puerta para adentro, se descubrían las trastadas; sólo ella, fundándose en datos negativos, podía destruir la aureola que el público y la familia ponían al glorioso Delfín. Decía su mamá que era el marido modelo. ¡Valiente pillo! Y la esposa no podía contestar a su suegra cuando le venía con aquellas historias... Con qué cara le diría: «Pues no hay tal modelo, no señora, no hay tal modelo, y cuando yo lo digo, bien sabido me lo tendré».
Pensando en esto, pasó Jacinta parte de aquella noche, atando cabos, como ella decía, para ver si de los hechos aislados lograba sacar alguna afirmación. Estos hechos, valga la verdad, no arrojaban mucha luz que digamos sobre lo que se quería demostrar. Tal día y a tal hora Juan había salido bruscamente, después de estar un rato muy pensativo, pero muy pensativo. Tal día y a tal hora Juan había recibido una carta, que le había puesto de mal humor. Por más que ella hizo, no la había podido encontrar. Tal día y a tal hora, yendo ella y Barbarita por la calle de Preciados, se encontraron a Juan que venía deprisa y muy abstraído. Al verlas, quedose algo cortado; pero sabía dominarse pronto. Ninguno de estos datos probaba nada; pero no cabía duda: su marido se la estaba pegando.
De vez en cuando estas cavilaciones cesaban, porque Juan sabía arreglarse de modo que su mujer no llegase a cargarse de razón para estar descontenta. Como la herida a que se pone bálsamo fresco, la pena de Jacinta se calmaba. Pero los días y las noches, sin saber cómo, traíanla lentamente otra vez a la misma situación penosa. Y era muy particular; estaba tan tranquila, sin pensar en semejante cosa, y por cualquier incidente, por una palabra sin interés o referencia trivial, le asaltaba la idea como un dardo arrojado de lejos por desconocida mano y que venía a clavársele en el cerebro. Era Jacinta observadora, prudente y sagaz. Los más insignificantes gestos de su esposo, las inflexiones de su voz, todo lo observaba con disimulo, sonriendo cuando más atenta estaba, escondiendo con mil zalamerías su vigilancia, como los naturalistas esconden y disimulan el lente con que examinan el trabajo de las abejas. Sabía hacer preguntas capciosas, verdaderas trampas cubiertas de follaje. ¡Pero bueno era el otro para dejarse coger!
Y para todo tenía el ingenioso culpable palabras bonitas: «La luna de miel perpetua es un contrasentido, es... hasta ridícula. El entusiasmo es un estado infantil impropio de personas normales. El marido piensa en sus negocios, la mujer en las cosas de su casa, y uno y otro se tratan más como amigos que como amantes. Hasta las palomas, hija mía, hasta las palomas cuando pasan de cierta edad, se hacen cariños así... de una manera sesuda». Jacinta se reía con esto; pero no admitía tales componendas. Lo más gracioso era que él se las echaba de hombre ocupado. ¡Valiente truhán! ¡Si no tenía absolutamente nada que hacer más que pasear y divertirse...! Su padre había trabajado toda la vida como un negro para asegurar la holgazanería dichosa del príncipe de la casa... En fin, fuese lo que fuese, Jacinta se proponía no abandonar jamás su actitud de humildad y discreción. Creía firmemente que Juan no daría nunca escándalos, y no habiendo escándalo, las cosas irían pasando así. No hay existencia sin gusanillo, un parásito interior que la roe y a sus expensas vive, y ella tenía dos: los apartamientos de su marido y el desconsuelo de no ser madre. Llevaría ambas penas con paciencia, con tal que no saltara algo más fuerte.