Fortunata y Jacinta (29 page)

Read Fortunata y Jacinta Online

Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
4.66Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Porque mirosté, maestro, lo que les atufa es el aquel de haber estado mi endivido en Cartagena... Y yo digo que a mucha honra, ¡rehostia! Allí estábamos los verídicos liberales. Y a cuenta que yo, tocayo, toda mi vida no he hecho más que derramar mi sangre por la judía libertad. El 54, ¿qué hice?, batirme en las barricadas como una presona decente. Que se lo pregunten al difunto Don Pascual Muñoz el de la tienda de jierros, padre del marqués de Casa—Muñoz, que era el hombre de más afloencias en estos arrabales, y me dijo mismamente aquel día: «Amigo Platón, vengan esos cinco». Y aluego jui con el propio Don Pascual a Palacio, y Don Pascual subió a pleticar con la Reina, y pronto bajó con aquel papé firmado por la Reina en que les daba la gran patá a los moderaos. Don Pascual me dijo que pusiera un pañuelo branco en la punta de un palo y que malchara delante diciendo: «Cese er fuego, cese er fuego...». El 56, era yo teniente de melicianos, y O'Donnell me cogió miedo, y cuando pleticó a la tropa dijo: «si no hay quien me coja a Izquierdo, no hamos hecho na». El 66, cuando la de los artilleros, mi compare Socorro y yo estuvimos pegando tiros en la esquina de la calle de Laganitos... El 68, cuando la santísima, estuve haciendo la guardia en el Banco, pa que no robaran, y le digo asté que si por un es caso llega a paicerse por allí algún randa, lo suicido... Pues tocan luego a la recompensa, y a Pucheta me le hacen guarda de la Casa de Campo, a Mochila del Pardo... y a mí una patá. A cuenta que yo no pido más que un triste destino pa portear el correo a cualsiquiera parte, y na... Voy a ver a Bicerra, ¿y piensasté que me conoce?, ¡pa chasco!... Le digo que soy Izquierdo, por mote
Platón
, y menea la cabeza. Es la que se dice: «no se acuerdan del judío escalón dimpués que están parriba...». Dimpués me casé y juimos viviendo tal cual. Pero cuando vino la judía Repóblica, se me había muerto mi Dimetria, y yo no tenía que comer; me jui a ver al señor de Pi, y le dije, digo: «Señor de Pi, aquí vengo sobre una colocación...». ¡Pa chasco! A cuenta de que el hombre me debía de tener tirria, porque se remontó y dijo que él no tenía colocaciones. ¡Y un judío portero me puso en la calle! ¡Re—contra—hostia! ¡Si viviera Calvo Asensio!, aquel sí era un endivido que sabía las comenencias, y el tratamiento de las personas verídicas. ¡Vaya un amigo que me perdí! Toda la Inclusa era nuestra, y en tiempo leitoral, ni Dios nos tosía, ni Dios, ¡hostia!... ¡Aquél sí, aquél sí!... A cuenta que me cogía del brazo y nos entrábamos en un café, o en la taberna a tomar una angelita... porque era muy llano y más liberal que la Virgen Santísima. ¿Pero estos de ahora?... es la que dice; ni liberales ni repoblicanos, ni na. Mirosté a ese Pi... un mequetrefe. ¿Y Castelar?, otro mequetrefe. ¿Y Salmerón?, otro mequetrefe. ¿Roque Barcia?, mismamente. Luego, si es caso, vendrán a pedir que les ayudemos, ¿pero yo...? No me pienso menear; basta de
yeciones
. Si se junde la Repóblica que se junda, y si se junde el judío pueblo, que se junda también.

Apuró de nuevo el vaso, y el otro José admiraba igualmente su facundia y su receptividad de bebedor. Izquierdo soltó luego una risa sarcástica, prosiguiendo así:

—Dicen que les van a traer a Alifonso... ¡Pa chasco! Por mí que lo traigan. A cuenta que es como si verídicamente trajeran al Terso. Es la que se dice: pa mí lo mismo es blanco que negro. Óigame lo bueno: El año pasado, estando en Alcoy, los carcas me jonjabaron. Me corrí a la partida de Callosa de Ensarriá y tiré montón de tiros a la Guardia Cevil. ¡Qué
yeción
! Salta por aquí, salta por allá. Pero pronto me llamé andana porque me habían hecho contrata de medio duro diario, y los rumbeles solutamente no paicían. Yo dije: «José mío, güélvete liberal, que lo de carca no tercia». Una nochecita me escurrí, y del tirón me jui a Barcelona, donde la carpanta fue tan grande, maestro, que por poco doy las boqueás. ¡Ay!, tocayo, si no es porque se me terció encontrarme allí con mi sobrina Fortunata, no la cuento. Socorriome... es buena chica, y con los cuartos que me dio, trinqué el judío tren, y a Madriz...

—Entonces— dijo Ido, fatigado de aquel relato incoherente, y de aquel vocabulario grotesco—, recogió usted a ese precioso niño...

Buscaba Ido la novela dentro de aquella gárrula página contemporánea; pero Izquierdo, como hombre de más seso, despreciaba la novela para volver a la grave historia.

—Allego y me aboco con los comiteles y les canto claro: «¿Pero señores, nos acantonamos o no nos acantonamos?... porque si no va a haber aquí una
yeción
». ¡Se reían de mí!... ¡Pillos! ¡Como que estaban vendidos al moderaísmo!... Sabusté tocayo, ¿con qué me motejaban aquellos mequetrefes? Pues na; con que yo no sé leer ni escribir: No es todo lo verídico, ¡hostia!, porque leer ya sé, aunque no del todo lo seguío que se debe. Como escribir, no escribo porque se me corre la tinta por el dedo... ¡Bah!, es la que se dice: los escribidores, los periodiqueros, y los publicantones son los que han perdío con sus tiologías a esta judía tierra, maestro.

Ido tardó mucho tiempo en apoyar esto, por ser quien era; pero Izquierdo le apretó el brazo con tanta fuerza, que al fin no tuvo más remedio que asentir con una cabezada, haciendo la reserva mental de que sólo por la violencia daba su autorizado voto a tal barbaridad.

—Entonces, tocayo de mi arma, viendo que me querían meter en el estaribel y enredarme con los guras, tomé el olivo y no juimos a Cartagena. ¡Ay, qué vida aquella! ¡Re—hostia! A mí me querían hacer menistro de la Gubernación; pero dije que nones. No me gustan suponeres. A cuenta que salimos con las freatas por aquellos mares de mi arma. Y entonces, que quieras que no, me ensalzaron a tiniente de navío, y estaba mismamente a las órdenes del general Contreras, que me trataba de tú. ¡Ay qué hombre y qué buen avío el suyo! Parecía verídicamente el gran turco con su gorro colorao. Aquello era una gloria. ¡Alicante, Águilas! Pelotazo va, pelotazo viene. Si por un es caso nos dejan, tocayo, nos comemos el santísimo mundo y lo acantonamos toíto... ¡Orán! ¡Ay qué mala sombra tiene Orán y aquel judío
vu
de los franceses que no hay cristiano que lo pase!... Me najo de allí, güelvo a mi Españita, entro en Madriz mu callaíto, tan fresco... ¿A mí qué?... Y me presento a estos tiólogos, mequetrefes y les digo: «Aquí me tenéis, aquí tenéis a la personalidá del endivido verídico que se pasó la santísima vida peleando como un gato tripa arriba por las judías libertades... Matarme, hostia, matarme; a cuenta que no me queréis colocar...». ¿Usté me hizo caso? Pues ellos tampoco. Espotrica que te espotricarás en las Cortes, y el santísimo pueblo que reviente. Y yo digo que es menester acantonar a Madriz, pegarte fuego a las Cortes, al Palacio Real, y a lo judíos ministerios, al Monte de Piedad, al cuartel de la Guardia Cevil y al Dipósito de las Aguas, y luego hacer un racimo de horca con Castelar, Pi, Figueras, Martos, Bicerra y los demás, por moderaos, por moderaos...

—6—

D
ijo el
por moderaos
hasta seis veces, subiendo gradualmente de tono, y la última repetición debió de oírse en el puente de Toledo. El otro José estaba muy aturdido con la bárbara charla del grande hombre, el más desgraciado de los héroes y el más desconocido de los mártires. Su máscara de misantropía y aquella displicencia de genio perseguido eran natural consecuencia de haber llegado al medio siglo sin encontrar su asiento, pues treinta años de tentativas y de fracasos son para abatir el ánimo más entero. Izquierdo había sido chalán, tratante en trigos, revolucionario, jefe de partidas, industrial, fabricante de velas, punto figurado en una casa de juego y dueño de una
chirlata
; había casado dos veces con mujeres ricas, y en ninguno de estos diferentes estados y ocasiones obtuvo los favores de la voluble suerte. De una manera y otra, casado y soltero, trabajando por su cuenta y por la ajena, siempre mal, siempre mal, ¡hostia!

La vida inquieta, las súbitas apariciones y desapariciones que hacía, y el haber estado en
gurapas
algunas temporadillas rodearon de misterio su vida, dándole una reputación deplorable. Se contaban de él horrores. Decían que había matado a Demetria, su segunda mujer, y cometido otros nefandos crímenes, violencias y atropellos. Todo era falso. Hay que declarar que parte de su mala reputación la debía a sus fanfarronadas y a toda aquella humareda revolucionaria que tenía en la cabeza. La mayor parte de sus empresas políticas eran soñadas, y sólo las creían ya poquísimos oyentes, entre los cuales Ido del Sagrario era el de mayores tragaderas. Para completar su retrato, sépase que no había estado en Cartagena. De tanto pensar en el dichoso cantón, llegó sin duda a figurarse que había estado en él, hablando por los codos de aquellas tremendas
yeciones
y dando detalles que engañaban a muchos bobos. Lo de la partida de Callosa sí parece cierto.

También se puede asegurar, sin temor de que ningún dato histórico pruebe lo contrario, que
Platón
no era valiente, y que, a pesar de tanta baladronada, su reputación de braveza empezaba a decaer como todas las glorias de fundamento inseguro. En los tiempos a que me refiero, el descrédito era tal que la propia vanidad
platónica
estaba ya por los suelos. Principiaba a creerse una nulidad, y allá en sus soliloquios desesperados, cuando le salía mal alguna de las bajezas con que se procuraba dinero, se escarnecía sinceramente, diciéndose: «soy pior que una caballería; soy más tonto que un cerrojo; no sirvo absolutamente para nada». El considerar que había llegado a los cincuenta años sin saber
plumear
y leyendo sólo a trangullones, le hacía formar de su
endivido
la idea más desventajosa. No ocultaba su dolor por esto, y aquel día se lo expresó a su tocayo con sentida ingenuidad:

—Es una gaita esto de no saber escribir... ¡Hostia!, si yo supiera... Créalo: ese es el por qué de la tirria que me tiene Pi.

Don José no le contestó. Estaba doblado por la cintura, porque el digerir las dos enormes chuletas que se había atizado, no se presentaba como un problema de fácil solución. Izquierdo no reparó que a su amigo le temblaba horriblemente el párpado, y que las carúnculas del cuello y los berrugones de la cara, inyectados y turgentes, parecían próximos a reventar. Tampoco se fijó en la inquietud de Don José, que se movía en el asiento como si este tuviese espinas; y volviendo a lamentarse de su destino, se dejó decir:

—Porque no hacen solutamente estimación de los verídicos hombres del mérito. Tanto mequetrefe colocao, y a nosotros, tocayo, a estos dos hombres de calidá nadie les ensalza. A cuenta de ellos se lo pierden; porque usted, ¡hostia!, sería un lince para la Destrución pública, y yo... yo...

La vanidad de
Platón
cayó de golpe cuando más se remontaba, y no encontrando aplicación adecuada a su personalidad, se estrelló en la conciencia de su estolidez. «Yo... para tirar de un carromato —pensó—. Después dejó caer la varonil y gallarda cabeza sobre el pecho y estuvo meditando un rato sobre
el por qué
de su perra suerte. Ido permaneció completamente insensible a la lisonja que le soltara su amigo, y tenía la imaginación sumergida en sombrío lago de tristezas, dudas, temores y desconfianzas. A Izquierdo le roía el pesimismo. La carga de la bebida en su estómago no tuvo poca parte en aquel desaliento horrible, durante el cual vio desfilar ante su mente los treinta años de fracasos que formaban su historia activa... Lo más singular fue que en su tristeza sentía una dulce voz silbándole en el oído: «Tú sirves para algo... no te amontones...». Mas no se convencía, no. «Al que me dijera —pensaba—, cuál es la judía cosa pa que sirve este piazo de hombre, le querría, si es caso, más que a mi padre». Aquel desventurado era como otros muchos seres que se pasan la mayor parte de la vida fuera de su sitio, rodando, rodando, sin llegar a fijarse en la casilla que su destino les ha marcado. Algunos se mueren y no llegan nunca; Izquierdo debía llegar, a los cincuenta y un años, al puesto que la Providencia le asignara en el mundo, y que bien podríamos llamar glorioso. Un año después de lo que ahora se narra estaba ya aquel planeta errante, puedo dar fe de ello, en su sitio cósmico.
Platón
descubrió al fin la ley de su sino, aquello para que exclusiva y
solutamente
servía. Y tuvo sosiego y pan, fue útil y desempeñó un gran papel, y hasta se hizo célebre y se lo disputaban y le traían en palmitas. No hay ser humano, por despreciable que parezca, que no pueda ser eminencia en algo, y aquel buscón sin suerte, después de medio siglo de equivocaciones, ha venido a ser, por su hermosísimo talante, el gran
modelo
de la pintura histórica contemporánea. Hay que ver la nobleza y arrogancia de su figura cuando me lo encasquetan una armadura fina, o ropillas y balandranes de raso, y me lo ponen
haciendo
el duque de Gandía, al sentir la corazonada de hacerse santo, o el marqués de Bedmar ante el Consejo de Venecia, o Juan de Lanuza en el patíbulo, o el gran Alba poniéndoles las peras a cuarto a los flamencos. Lo más peregrino es que aquella caballería, toda ignorancia y rudeza, tenía un notable instinto de la postura, sentía hondamente la facha del personaje, y sabía traducirla con el gesto y la expresión de su admirable rostro.

Pero en aquella sazón, todo esto era futuro y sólo se presentaba a la mente embrutecida de
Platón
como presentimiento indeciso de glorias y bienandanza. El héroe dio un suspiro, a que contestó el poeta con otro suspiro más tempestuoso. Mirando cara a cara a su amigo, Ido tosió dos o tres veces, y con una vocecilla que sonaba metálicamente, le dijo, poniéndole la mano en el hombro:

—Usted es desgraciado porque no le hacen justicia; pero yo lo soy más, tocayo, porque no hay mayor desdicha que el deshonor.

—¡Repóblica puerca, repóblica cochina! —rebuznó
Platón
, dando en la mesa un porrazo tan recio, que todo el ventorro tembló.

—Porque todo se puede conllevar —dijo Ido bajando la voz lúgubremente—, menos la infidelidad conyugal. Terrible cosa es hablar de esto, querido tocayo, y que esta deshonrada boca pregone mi propia ignominia... pero hay momentos, francamente, naturalmente, en que no puede uno callar. El silencio es delito, sí señor... ¿Por qué ha de echar sobre mí la sociedad esta befa, no siendo yo culpable? ¿No soy modelo de esposos y padres de familia? ¿Pues cuándo he sido yo adúltero?, ¿cuándo?... que me lo digan.

Other books

Not Exactly a Brahmin by Susan Dunlap
Immortal Moon by June Stevens
Lucasta by Melinda Hammond
Blood Ocean by Weston Ochse
T.J. and the Hat-trick by Theo Walcott
Home Before Midnight by Virginia Kantra
No Pirates Allowed! Said Library Lou by Rhonda Gowler Greene
Carol Finch by Fletcher's Woman