Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
—Señor Izquierdo, ¿tiene usted ahí por casualidad el retrato de su sobrina?
Si Izquierdo hubiera respondido que sí, ¡cómo se habría lanzado Jacinta sobre él! Pero no había tal retrato, y más valía así. Durante un rato estuvo la dama silenciosa, sintiendo que se le hacía en la garganta el nudo aquel, síntoma infalible de las grandes penas. En tanto, el Pituso adelantaba rápidamente en el camino de la confianza. Empezó por tocar con los dedos tímidamente una pulsera de monedas antiguas que Jacinta llevaba, y viendo que no le reñían por este desacato, sino que la señora aquella tan guapa le apretaba contra sí, se decidió a examinar el imperdible, los flecos del mantón y principalmente el manguito, aquella cosa de pelos suaves con un agujero, donde se metía la mano y estaba tan calentito.
Jacinta le sentó sobre sus rodillas y trató de ahogar su desconsuelo, estimulando en su alma la piedad y el cariño que el desvalido niño le inspiraba. Un examen rápido sobre el vestido de él le reprodujo la pena. ¡Que el hijo de su marido estuviese con las carnecitas al aire, los pies casi desnudos...! Le pasó la mano por la cabeza rizosa, haciendo voto en su noble conciencia de querer al hijo de otra como si fuera suyo. El rapaz fijaba su atención de salvaje en los guantes de la señora. No tenía él ni idea remota de que existieran aquellas manos de mentira, dentro de las cuales estaban las manos verdaderas.
—¡Pobrecito! —exclamó con vivo dolor Jacinta, observando que el mísero traje del
Pituso
era todo agujeros. Tenía un hombro al aire, y una de las nalgas estaba también a la intemperie. ¡Con cuánto amor pasó la mano por aquellas finísimas carnes, de las cuales pensó que nunca habían conocido el calor de una mano materna, y que estaban tan heladas de noche como de día!
—Toca, toca —dijo a la criada—; muertecito de frío —y al señor Izquierdo—: Pero ¿por qué tiene usted a este pobre niño tan desabrigado?
—Soy pobre, señora —refunfuñó Izquierdo con la sequedad de siempre—. No me quieren colocar... por decente...
Iba a seguir espetando el relato de sus cuitas políticas; pero Jacinta no le hizo caso. Juanín, cuya audacia crecía por momentos, atrevíase ya nada menos que a posarle la mano en la cara, con muchísimo respeto, eso sí.
—Te voy a traer unas botas muy bonitas —le dijo la que quería ser madre adoptiva, echándole las palabras con un beso en su oído sucio.
El muchacho levantó un pie. ¡Y qué pie! Más valía que ningún cristiano lo viera. Era una masa de informe esparto y de trapo asqueroso, llena de lodo y con un gran agujero, por el cual asomaba la fila de deditos rosados.
—¡Bendito Dios! —exclamó Rafaela rompiendo a reír—. ¿Pero señor Izquierdo, tan pobre es usted que no tiene para...?
—Solutamente...
—¡Te voy a poner más majo...!, verás. Te voy a poner un vestido muy precioso, tu sombrero, tus botas de charol.
Comprendiendo aquello, el muy tuno ¡abría cada ojo...! De todas las flaquezas humanas, la primera que apunta en el niño, anunciando el hombre, es la presunción. Juanín entendió que le iban a poner guapo y soltó una carcajada. Pero las ideas y las sensaciones cambian rápidamente en esta edad, y de improviso el
Pituso
dio una palmada y echó un gran suspiro. Es una manera especial que tienen los chicos de decir: «Esto me aburre; de buena gana me marcharía». Jacinta le retuvo a la fuerza.
—Vamos a ver, señor de Izquierdo —dijo la dama, planteando decididamente la cuestión—. Ya sé por su vecino de usted quién es la mamá de este niño. Está visto que usted no lo puede criar ni educar. Yo me lo llevo.
Izquierdo se preparó a la respuesta.
—Diré a la señora... yo... verídicamente, le tengo ley. Le quiero, si a mano viene, como hijo... Socórrale la señora, por ser de la casta que es; colóqueme a mí, y yo lo criaré.
—No, estos tratos no me convienen. Seremos amigos; pero con la condición de que me llevo este pobre ángel a mi casa. ¿Para qué le quiere usted? ¿Para que se críe en esos patios malsanos entre pilletes?... Yo le protegeré a usted, ¿qué quiere?, ¿un destino?, ¿una cantidad?
—Si la señora —insinuó Izquierdo torvamente, soltando las palabras después de rumiarlas mucho—, me logra una cosa...
—A ver qué cosa...
—La señora se aboca con Castelar... que me tiene tanta tirria... o con el señor de Pi.
—Déjeme usted a mí de
pi
y de
pa
... Yo no le puedo dar a usted ningún destino.
—Pues si no me dan la ministración del Pardo, el hijo se queda aquí... ¡Hostia! —declaró Izquierdo con la mayor aspereza, levantándose. Parecía responder con la exhibición de su gallarda estatura más que con las palabras.
—La administración del Pardo nada menos. Sí, para usted estaba. Hablaré a mi esposo, el cual reconocerá a Juanín y le reclamará por la justicia, puesto que su madre le ha abandonado.
Rafaela cuenta que al oír esto, se desconcertó un tanto
Platón
. Pero no se dio a partido, y cogiendo en brazos al niño le hizo caricias a su modo: «¿Quién te quiere a ti, churumbé?... ¿A quién quieres tú, piojín mío?».
El chico le echó los brazos al cuello.
—Yo no le impido ni le impediré a usted que le siga queriendo, ni aun que le vea alguna vez —dijo la señora, contemplando a Juanín como una tonta—. Volveré mañana y espero convencerle... y en cuanto a la administración del Pardo, no crea usted que digo que no. Podría ser... no sé...
Izquierdo se dulcificó un poco.
—Nada, nada —pensó Jacinta—, este hombre es un chalán. No sé tratar con esta clase de gente. Mañana vuelvo con Guillermina y entonces... aquí te quiero ver. Para usted —dijo luego en voz alta—, lo mejor sería una cantidad. Me parece que está la patria oprimida.
Izquierdo dio un suspiro y puso al chico en el suelo.
—Un endivido, que se pasó su santísima vida bregando porque los españoles sean libres...
—Pero, hombre de Dios, ¿todavía les quiere usted más libres?
—No... es la que se dice... cría cuervos... Sepa usté que Bicerra, Castelar y otros mequetrefes, todo lo que son me lo deben a mí.
—Cosa más particular.
El ruido de la guitarra y de los cantos de los ciegos arreció considerablemente, uniéndose al estrépito de tambores de Navidad.
—¿Y tú no tienes tambor? —preguntó Jacinta al pequeñuelo, que apenas oída la pregunta ya estaba diciendo que no con la cabeza.
—¡Que barbaridad! ¡Miren que no tener tú un tambor...! Te lo voy a comprar hoy mismo, ahora mismo. ¿Me das un beso?
No se hacía de rogar el
Pituso
. Empezaba a ser descarado. Jacinta sacó un paquetito de caramelos, y él, con ese instinto de los golosos, se abalanzó a ver lo que la señora sacaba de aquellos papeles. Cuando Jacinta le puso un caramelo dentro de la boca, Juanín se reía de gusto.
—¿Cómo se dice? —le preguntó Izquierdo.
Inútil pregunta, porque él no sabía que cuando se recibe algo se dan las gracias.
Jacinta le volvió a coger en brazos y a mirarle. Otra vez le pareció que el parecido se borraba. ¡Si no sería...! Era conveniente averiguarlo y no proceder con precipitación. Guillermina se encargaría de esto. De repente el muy pillo la miró, y sacándose el caramelo de la boca, se lo ofreció para que chupase ella.
—No, tonto, si tengo más.
Después, viendo que su galantería no era estimada, le enseñó la lengua.
¡Grandísimo tuno, me haces burla, a mí!...
Y él, entusiasmándose, volvió a sacar la lengua, y habló por primera vez en aquella conferencia, diciendo muy claro: «Putona».
Ama y criada rompieron a reír, y Juanín lanzó una carcajada graciosísima, repitiendo la expresión, y dando palmadas como para aplaudirse.
—¡Qué cosas le enseña usted!...
—Vaya, hijo, no digas exprisiones...
—¿Me quieres? —le dijo la Delfina apretándole contra sí.
El chico clavó sus ojos en Izquierdo.
—Dile que sí pero a cuenta que no te vas con ella... ¿Sabes?... que no te vas con ella, porque quieres más a tu papá Pepe, piojín... y que a tu papá le tien que dar la ministración.
Volvió el bárbaro a cogerle, y Jacinta se despidió, haciendo propósito firme de volver con el refuerzo de su amiga.
—Adiós, adiós, Juanín. Hasta mañana —y le besó la mano, pues la cara era imposible por tenerla toda untada de caramelo.
—Adiós, rico —dijo Rafaela pellizcándole los dedos de un pie que asomaban por las claraboyas del calzado.
Y salieron. Izquierdo, que aunque se tenía por caballería, preciábase de ser caballero, salió a despedirlas a la puerta de la calle, con el pequeño en brazos. Y le movía la manecita para hacerle saludar a las dos mujeres hasta que doblaron la esquina de la calle del Bastero.
A
las nueve del día siguiente ya estaban allí otra vez ama y doncella, esperando a Guillermina, que convino en unirse con su amiga en cuanto despachara ciertos quehaceres que tenía en la estación de las Pulgas. Había recibido dos vagones de sillares y obtenido del director de la Compañía del Norte que le hicieran la descarga gratis con las grúas de la empresa... ¡Los pasos que tuvo que dar para esto! Pero al fin se salió con la suya, y además quería que del transporte se encargara la misma empresa, que bastante dinero ganaba, y bien podía dar a los huérfanos desvalidos unos cuantos viajes de camiones.
En cuanto entraron Jacinta y Rafaela vieron a Juanín jugando en el patio. Llamáronle y no quiso venir. Las miraba desde lejos, riendo, con media mano metida dentro de la boca; pero en cuanto le enseñaron el tambor que le traían, como se enseñan al toro, azuzándole, las banderillas que se le han de clavar, vino corriendo como exhalación. Su contento era tal que parecía que le iba a dar una pataleta, y estaba tan inquieto, que a Jacinta le costó trabajo colgarle el tambor. Cogidos los palillos uno en cada mano, empezó a dar porrazos sobre el parche, corriendo por aquellos muladares, envidiado de los demás, y sin ocuparse de otra cosa que de meter toda la bulla posible.
Jacinta y Rafaela subieron. La criada llevaba un lío de cosas, dádivas que la señora traía a los menesterosos de aquella pobrísima vecindad. Las mujeres salían a sus puertas movidas de la curiosidad; empezaba el chismorreo, y poco después, en los murmurantes corros que se formaron, circulaban noticias y comentos: «A la señá Nicanora le ha traído un mantón borrego, al tío
Dido
un sombrero y un chaleco de Bayona, y a Rosa le ha puesto en la mano cinco duros como cinco soles...». —«A la baldada del número 9 le ha traído una manta de cama, y a la señá Encarnación un aquel de franela para la reuma, y al tío Manjavacas un ungüento en un tarro largo que lo llaman
pitofufito
... Sabe, lo que le di yo a mi niña el año pasado, lo cual no le quitó de morírseme...». «Ya estoy viendo a Manjavacas empeñando el tarro o cambiándolo por gotas de aguardiente...». «Oí que le quiere comprar el niño a señó Pepe, y que le da treinta mil duros... y le hace gobernaor...». «¿Gobernaor de qué?...». «Paicen bobas... pues tiene que ser de las caballerizas repoblicanas...».
Jacinta empezaba a impacientarse porque no llegaba su amiga, y en tanto tres o cuatro mujeres, hablando a un tiempo, le exponían sus necesidades con hiperbólico estilo. Esta tenía a sus dos niños descalcitos; la otra no los tenía descalzos ni calzados, porque se le morían todos, y a ella le había quedado una angustia en el pecho que decían era una
eroísma
. La de más allá tenía cinco hijos y vísperas, de lo que daba fe el promontorio que le alzaba las faldas media vara del suelo. No podía ir en tal estado a la Fábrica de Tabacos, por lo cual estaba pasando la familia una
crujida
buena. El pariente de estotra no trabajaba, porque se había caído de un andamio y hacía tres meses que estaba en el catre con un tolondrón en el pecho y muchos dolores, echando sangre por la boca. Tantas y tantas lástimas oprimían el corazón de Jacinta, llevando a su mente ideas muy latas sobre la extensión de la miseria humana. En el seno de la prosperidad en que ella vivía, no pudo darse nunca cuenta de lo grande que es el imperio de la pobreza, y ahora veía que, por mucho que se explore, no se llega nunca a los confines de este dilatado continente. A todos les daba alientos y prometía ampararles en la medida de sus alcances, que, si bien no cortos, eran quizás insuficientes para acudir a tanta y tanta necesidad. El círculo que la rodeaba se iba estrechando, y la dama empezaba a sofocarse. Dio algunos pasos; pero de cada una de sus pisadas brotaba una compasión nueva; delante de su caridad luminosa íbanse levantando las desdichas humanas, y reclamando el derecho a la misericordia. Después de visitar varias casas, saliendo de ellas con el corazón desgarrado, hallábase otra vez en el corredor, ya muy intranquila por la tardanza de su amiga, cuando sintió que le tiraban suavemente de la cachemira. Volviose y vio una niña como de cinco o seis años, lindísima, muy limpia, con una hoja de
bónibus
en el pelo.
—Señora —le dijo la niña con voz dulce y tímida, pronunciando con la más pura corrección—, ¿ha visto usted mi delantal?
Cogiendo por los bordes el delantal, que era de cretona azul, recién planchado y sin una mota, lo mostraba a la señorita.
—Sí... ya lo veo —dijo ésta admirada de tanta gracia y coquetería—. Estás muy guapa y el delantal es... magnífico.
—Lo he estrenado hoy... no lo ensuciaré, porque no bajo al patio —añadió la pequeña, hinchando de gozo y vanidad sus naricillas.
—¿De quién eres? ¿Cómo te llamas?
—Adoración.
—¡Qué mona eres... y qué simpática!
—Esta niña —dijo una de las vecinas—, es hija de una mujer muy mala que la llaman
Mauricia la Dura
. Ha vivido aquí dos veces, porque la pusieron en las
Arrecogidas
, y se escapó, y ahora no se sabe dónde anda.
—¡Pobre niña!... su mamá no la quiere.
—Pero tiene por mamá a su tía Severiana, que la ampara como si fuera hija y la va criando. ¿No conoce la señorita a Severiana?
—He oído hablar de ella a mi amiga.
—Sí, la señorita Guillermina la quiere mucho... Como que ella y Mauricia son hijas de la planchadora de la casa... ¡Severiana!... ¿Dónde está esa mujer?
—En la compra —replicó Adoración.
—Vaya, que eres muy señorita.
La otra, que se oyó llamar señorita, no cabía en sí de satisfacción.
—Señora —dijo, encantando a Jacinta con su metal de voz argentino y su pronunciación celestial—. Yo no me pinté la cara el otro día...».