Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
—¡Tú no...!, ya lo sabía. Eres muy aseada.
—No, no me pinté —repitió acentuando tan fuertemente el no con la cabeza, que parecía que se le rompía el pescuezo—. Esos puercachones me querían pintar, pero no me dejé.
Jacinta y Rafaela estaban embelesadas. No habían visto una niña tan bonita, tan modosa y que se metiera por los ojos como aquella. Daba gusto ver la limpieza de su ropa. La falda la tenía remendada, pero aseadísima; los zapatos eran viejos, pero bien defendidos, y el delantal una obra maestra de pulcritud.
En esto llegó la tía y madre adoptiva de Adoración. Era guapetona, alta y garbosa, mujer de un papelista, y la inquilina más ordenada, o si se quiere, más pudiente de aquella colmena. Vivía en una de las habitaciones mejores del primer patio y no tenía hijos propios, razón más para que Jacinta simpatizase con ella. En cuanto se vieron se comprendieron. Severiana estimó en lo que valían las bondades de la dama para con la pequeña; hízola entrar en su casa, y le ofreció una silla de las que llaman de Viena, mueble que en aquellos tugurios pareciole a Jacinta el colmo de la opulencia.
—¿Y mi ama Doña Guillermina? —preguntó Severiana—. Ya sé que viene ahora todos los días. ¿Usted no me conoce? Mi madre fue planchadora en casa de los señores de Pacheco... allí nos criamos mi hermana Mauricia y yo.
—He oído hablar de ustedes a Guillermina...
Severiana dejó el cesto de la compra, que bien repleto traía, arrojó mantón y pañuelo, y no pudo resistir un impulso de vanidad. Entre las habitantes de las casas domingueras es muy común que la que viene de la plaza con abundante compra la exponga a la admiración y a la envidia de las vecinas. Severiana empezó a sacar su repuesto, y alargando la mano lo mostraba de la puerta afuera... «Vean ustedes... una brecolera... un cuarterón de carne de falda... un pico de carnero con carrilladas... escarola...», y por último salió la gran sensación. Severiana la enseñó como un trofeo, reventando de orgullo. «¡Un conejo!» clamaron media docena de voces... «¡Hija, cómo te has corrido!». —«Hija, porque se puede, y lo he sacado por siete riales». Jacinta creyó que la cortesía la obligaba a lisonjear a la dueña de la casa, mirando con muchísimo interés las provisiones y elogiando su bondad y baratura.
Hablose luego de Adoración, que se había cosido a las faldas de Jacinta, y Severiana empezó a referir:
—Esta niña es de mi hermana Mauricia... La señora metió en las Micaelas a mi hermana, pero esta se fugó, encaramándose por una tapia; y ahora la estamos buscando para volverla a encerrar allá.
—Conozco mucho esa Orden —dijo la de Santa Cruz—, y soy muy amiga de las madres Micaelas. Allí la enderezarán... Crea usted que hacen milagros...
—Pero si es muy mala... señora, muy mala —replicó Severiana dando un suspiro—. Aquí me dejó esta escritura, y no nos pesa, porque me tira el alma como si la hubiera parido... lo cual que todos los míos me han nacido muertos; y mi Juan Antonio le ha tomado tal ley a la chica, que no se puede pasar sin ella. Es una pinturera, eso sí, y me enreda mucho. Como que nació y se crió entre mujeres malas, que la enseñaron a fantasiar y a ponerse polvos en la cara. Cuando va por la calle, hace unos meneos con el cuerpo que... ya le digo que la deslomo, si no se le quita esa maña... ¡Ah! ¡Verás tú, verás, bribonaza! Lo bueno que tiene es que no me empuerca la ropa y le gusta lavarse manos, brazos, hocico, y hasta el cuerpo, señora, hasta el cuerpo. Como coja un pedazo de jabón de olor, pronto da cuenta de él. ¿Pues el peinarse? Ya me ha roto tres espejos, y un día... ¿Que creerá la señora que estaba haciendo?... pues pintándose las cejas con un corcho quemado.
Adoración púsose como la grana, avergonzada de las perrerías que se contaban de ella.
—No lo hará más —dijo la dama sin hartarse de acariciar aquella cara tan tersa y tan bonita; y variando la conversación, lo que agradeció mucho la pequeña, se puso a mirar y alabar el buen arreglo de la salita.
—Tiene usted una casa muy mona.
—Para menestrales, talcualita. Ya sabe la señorita que está a su disposición. Es muy grande para nosotros; pero tengo aquí una amiga que vive en compañía, Doña Fuensanta, viuda de un señor comandante. Mi marido es bueno como los panes de Dios. Me gana catorce riales y no tiene ningún vicio. Vivimos tan ricamente.
Jacinta admiró la cómoda, bruñida de tanto fregoteo, y el altar que sobre ella formaban mil baratijas, y las fotografías de gente de tropa, con los pantalones pintados de rojo y los botones de amarillo. El Cristo del Gran Poder y la Virgen de la Paloma, eran allí dos hermosos cuadros; había un gran cromo con la
Numancia
, navegando en un mar de musgo, y otro cuadrito bordado con
dos corazones amantes
, hechos a estilo de dechado, unidos con una cinta.
Se hacía tarde, y Jacinta no tenía sosiego. Por fin, saliendo al corredor, vio venir a su amiga presurosa, acalorada...
—No me riñas, hija; no sabes cómo me han marcado esos badulaques en la estación de las Pulgas. Que no pueden hacer nada sin orden expresa del Consejo. No han hecho caso de la tarjeta que llevé, y tengo que volver esta tarde, y los sillares allí muertos de risa y la obra parada... Pero en fin, vamos a nuestro asunto. ¿En dónde está ese que se come la gente? Adiós, Severiana... Ahora no me puedo entretener contigo. Luego hablaremos.
Avanzaron en busca de la guarida de Izquierdo, siempre rodeadas de vecinas. Adoración iba detrás, cogida a la falda de Jacinta, como los pajes que llevan la cola de los reyes, y delante abriendo calle, como un batidor, la zancuda, que aquel día parecía tener las canillas más desarrolladas y las greñas más sueltas. Jacinta le había llevado unas botas, y estaba la chica muy incomodada porque su madre no se las dejaba poner hasta el domingo.
Vieron entornada la puerta del 17, y Guillermina la empujó. Grande fue su sorpresa al encarar, no con el señor
Platón
a quien esperaba encontrar allí, sino con una mujerona muy altona y muy feona, vestida de colorines, el talle muy bajo, la cara como teñida de ferruje, el pelo engrasado y de un negro que azuleaba. Echose a reír aquel vestiglo, enseñando unos dientes cuya blancura con la nieve se podría comparar, y dijo a las señoras que
Don
Pepe no estaba, pero que al momentico vendría. Era la vecina del bohardillón, llamada comúnmente la
gallinejera
, por tener puesto de gallineja y fritanga en la esquina de la Arganzuela. Solía prestar servicios domésticos al decadente señor de aquel domicilio, barrerle el cuarto una vez al mes, apalearle el jergón, y darle una mano de refregones al
Pituso
, cuando la porquería le ponía una costra demasiado espesa en su angelical rostro. También solía preparar para el grande hombre algunos platos exquisitos, como dos cuartos de molleja, dos cuartos de sangre frita y a veces una ensalada de escarola, bien cargada de ajo y comino.
No tardó en venir Izquierdo, y echose fuera la estantigua aquella gitanesca, a quien Rafaela miraba con verdadero espanto, rezando mentalmente un Padre—nuestro porque se marchara pronto. Venía el bárbaro dando resoplidos, cual si le rindiera la fatiga de tanto negocio como entre manos traía, y arrojando su pavero en el rincón y limpiándose con un pañuelo en forma de pelota el sudor de la nobilísima frente, soltó este gruñido:
—Vengo de en ca Bicerra... ¿Ustés me recibieron? Pues él tampoco... ¡El muy soplao, el muy...! La culpa tengo yo que me rebajo a endividos tan... disinificantes.
—Cálmese usted, señor Pepe —indicó Jacinta, sintiéndose fuerte en compañía de su amiga.
Como no había más que dos sillas, Rafaela tuvo que sentarse en el baúl y el grande hombre no comprendido quedose en pie; mas luego tomó una cesta vacía que allí estaba, la puso boca abajo y acomodó su respetable persona en ella.
D
esde que se cruzaron las primeras palabras de aquella conferencia, que no dudo en llamar memorable, cayó Izquierdo en la cuenta de que tenía que habérselas con un diplomático mucho más fuerte que él. La tal Doña Guillermina, con toda su opinión de santa y su carita de Pascua, se le atravesaba. Ya estaba seguro de que le volvería tarumba con sus
tiologías
porque aquella señora debía de ser muy nea, y él, la verdad, no sabía tratar con neos.
—Con que señor Izquierdo —propuso la fundadora sonriendo—, ya sabe usted... esta amiga mía quiere recoger a ese pobre niño, que tan mal se cría al lado de usted... Son dos obras de caridad, porque a usted le socorreremos también, siempre que no sea muy exigente...
—¡Hostia, con la tía bruja esta! —dijo para sí
Platón
, revolviendo las palabras con mugidos; y luego en voz alta—: Pues como dije a la señora, si la señora quiere al
Pituso
, que se aboque con Castelar...
—Eso sí; para que le hagan a usted ministro... señor Izquierdo, no nos venga usted con sandeces. ¿Cree que somos tontas? A buena parte viene... Usted no puede desempeñar ningún destino, porque no sabe leer.
Recibió Izquierdo tan tremendo golpe en su vanidad, que no supo qué contestar. Tomando una actitud noble, puesta la mano en el pecho, repuso:
—Señora, eso de no saber no es todo lo verídico... digo que no es todo lo verídico... verbi gracia: que es mentira. A cuenta que nos moteja porque semos probes. La probeza no es deshonra.
—No lo es, cierto, pero sí; pero tampoco es honra, ¿estamos? Conozco pobres muy honrados; pero también los hay que son buenos pájaros.
—Yo soy todo lo decente... ¿Estamos?
—¡Ah!, sí... Todos nos llamamos personas decentes; pero facilillo es probarlo. Vamos a ver. ¿Cómo se ha pasado usted la vida? Vendiendo burros y caballos, después conspirando y armando barricadas...
—¡Y a mucha honra, y a mucha honra!... ¡Rehostia! —gritó fuera de sí el chalán, levantándose encolerizado—. ¡Vaya con las tías estas...!
Jacinta daba diente con diente. Rafaela quiso salir a llamar; pero su propio temor le había paralizado las piernas.
—Ja, ja, ja... nos llama
tías
... —exclamó Guillermina echándose a reír cual si hubiera oído un inocente chiste—. Vaya con el excelentísimo señor... ¿Y piensa que nos vamos a enfadar por la flor que nos echa? Quiá; yo estoy muy acostumbrada a estas finuras. Peores cosas le dijeron a Cristo.
—Señora... señora... no me saque la dinidá; mire que me estoy aguantando... aguantando...
—Más aguantamos nosotras.
—Yo soy un endivido... tal y como...
—Lo que es usted, bien lo sabemos: un holgazanote y un bruto... Sí hombre, no me desdigo... ¿Piensa usted que le tengo miedo? A ver; saque pronto esa navaja...
—No la gasto pa mujeres...
—Ni para hombres... Si creerá este fantasmón que nos va a acoquinar porque tiene esa fachada... Siéntese usted y no haga visajes, que eso servirá para asustar a chicos, pero no a mí. Además de bruto es usted un embustero, porque ni ha estado en Cartagena ni ese es el camino, y todo lo que cuenta de las revoluciones es gana de hablar. A mí me ha enterado quien le conoce a usted bien... ¡Ah!, pobre hombre, ¿sabe usted lo que nos inspira? Pues lástima, una lástima que no puede ponderarle, por lo grande que es...
Completamente aturdido, cual si le hubieran descargado una maza sobre el cuello, Izquierdo se sentó sobre la cesta, y esparció sus miradas por el suelo. Rafaela y Jacinta respiraron, pasmadas del valor de su amiga, a quien veían como una criatura sobrenatural.
—Con que vamos a ver —prosiguió esta guiñando los ojos, como siempre que exponía un asunto importante—. Nosotras nos llevamos al niñito, y le damos a usted una cantidad para que se remedie...
—¿Y qué hago yo con un triste estipendio? ¿Cree que yo me vendo?
—¡Ay, qué delicados están los tiempos!... Usted, ¿qué se ha de vender? Falta que haya quien le compre. Y esto no es compra, sino socorro. No me dirá usted que no lo necesita...
—En fin, pa no cansar... —replicó bruscamente José—, si me dan la ministración...
—Una cantidad y punto concluido...
—¡Que no me da la gana, que no me da la santísima gana!
—Bueno, bueno, no grite usted tanto, que no somos sordas. Y no sea usted tan fino, que tales finuras son impropias de un señor revolucionario tan... feroz.
—Usted me quema la sangre...
—¿Con que destino, y si no no? Tijeretas han de ser. A fe que está el hombre cortadito para administrador. señor Izquierdo, dejemos las bromas a un lado; me da mucha lástima de usted; porque, lo digo con sinceridad, no me parece tan mala persona como cree la gente. ¿Quiere usted que le diga la verdad? Pues usted es un infelizote que no ha tenido parte en ningún crimen ni en la invención de la pólvora.
Izquierdo alzó la vista del suelo y miró a Guillermina sin ningún rencor. Parecía confirmar con una mirada de sinceridad lo que la fundadora declaraba.
—Y lo sostengo, este hijo de Dios no es un hombre malo. Dicen por ahí que usted asesinó a su segunda mujer... ¡Patraña! Dicen que usted ha robado en los caminos... ¡Mentira! Dicen por ahí que usted ha dado muchos trabucazos en las barricadas... ¡Paparrucha!
—Parola, parola, parola —murmuró Izquierdo con amargura.
—Usted se ha pasado la vida luchando por el pienso y no sabiendo nunca vencer. No ha tenido arreglo... La verdad, este vendehumos es hombre de poca disposición: no sabe nada, no trabaja, no tiene pesquis más que para echar fanfarronadas y decir que se come los niños crudos. Mucho hablar de la República y de los cantones, y el hombre no sirve ni para los oficios más toscos... ¿Qué tal?, ¿me equivoco? ¿Es este el retrato de usted, sí o no?...
Platón
no decía nada, y pasó y repasó su hermosa mirada por los ladrillos del piso, como si los quisiera barrer con ella. Las palabras de Guillermina resonaban en su alma con el acento de esas verdades eternas contra las cuales nada pueden las argucias humanas.
—Después —añadió la santa—, el pobre hombre ha tenido que valerse de mil arbitrios no muy limpios para poder vivir, porque es preciso vivir... Hay que ser indulgente con la miseria, y otorgarle un poquitín de licencia para el mal».
Durante la breve pausa que siguió a los últimos conceptos de Guillermina, el infeliz hombre cayó en su conciencia como en un pozo, y allí se vio tal cual era realmente, despojado de los trapos de oropel en que su amor propio le envolvía; pensó lo que otras veces había pensado, y se dijo en sustancia: «Si soy un verídico mulo, un buen Juan que no sabe matar un mosquito; y esta diabla de santa tiene dentro el cuerpo al Pae Eterno».