Fortunata y Jacinta (44 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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Los sábados por la tarde, cuando los alumnos iban al ejercicio con su fusil al hombro, Maximiliano se iba tras ellos para verles maniobrar, y la fascinación de este espectáculo durábale hasta el lunes. En la clase misma, que por la placidez del local y la monotonía de la lección convidaba a la somnolencia, se ponía a jugar con la fantasía y a provocar y encender la ilusión. El resultado era un completo éxtasis, y al través de la explicación sobre las propiedades terapéuticas de las tinturas madres, veía a los alumnos militares en su estudio táctico de campo, como se puede ver un paisaje al través de una vidriera de colores.

Los chicos de la clase de Botánica se entretenían en ponerse motes semejantes a las nomenclaturas de Linneo. A un tal Anacleto que se las tiraba de muy fino y muy señorito, le llamaban
Anacletus obsequiosissimus
; a Encinas, que era de muy corta estatura, le llamaban
Quercus gigantea
. Olmedo era muy abandonado y le caía admirablemente el
Ulmus sylvestris
. Narciso Puerta era feo, sucio y mal oliente. Pusiéronle
Pseudo—Narcissus odoripherus
. A otro que era muy pobre y gozaba de un empleíto, le pusieron
Christophorus oficinalis
y por último, a Maximiliano Rubín, que era feísimo, desmañado y de muy cortos alcances, se le llamó durante toda la carrera
Rubinius vulgaris
.

Al entrar el año de 1874, tenía Maximiliano veinticinco y no representaba aún más de veinte. Carecía de bigote, pero no de granos que le salían en diferentes puntos de la cara. A los veintitrés años tuvo una fiebre nerviosa que puso en peligro su vida; pero cuando salió de ella parecía un poco más fuerte; ya no era su respiración tan fatigosa ni sus corizas tan tenaces, y hasta los condenados raigones de sus muelas parecían más civilizados. No usaba ya el ioduro tan a pasto ni el canuto de brea, y sólo las jaquecas persistían, como esos amigos machacones cuya visita periódica causa espanto. Juan Pablo estaba entonces en el Cuartel Real, y Doña Lupe dejaba a Maximiliano en libertad, porque le creía inaccesible a los vicios por razón de su pobreza física, de su natural apático y de la timidez que era el resultado de aquellas desventajas. Y además de libertad, dábale su tía algún dinero para sus placeres de mozo, segura de que no había de gastarlo sino con mucho pulso. Inclinábase el chico a economizar, y tenía una hucha de barro en la cual iba metiendo las monedas de plata y algún centén de oro que le daban sus hermanos cuando venían a Madrid. En la ropa era muy mirado, y gustaba de hacerse trajes baratos y de moda, que cuidaba como a las niñas de sus ojos. De esto le sobrevino alguna presunción, y gracias a ella su figura no parecía tan mala como era realmente. Tenía su buena capa de embozos colorados; por la noche se liaba en ella, metíase en el tranvía y se iba a dar una vuelta hasta las once, rara vez hasta las doce. Por aquel tiempo se mudó Doña Lupe a Chamberí, buscando siempre casas baratas, y Maximiliano fue perdiendo poco a poco la ilusión de los alumnos de Estado Mayor.

Su timidez, lejos de disminuir con los años, parecía que aumentaba. Creía que todos se burlaban de él considerándole insignificante y para poco. Exageraba sin duda su inferioridad, y su desaliento le hacía huir del trato social. Cuando le era forzoso ir a alguna visita, la casa en que debía entrar imponíale miedo, aun vista por fuera, y estaba dando vueltas por la calle antes de decidirse a penetrar en ella. Temía encontrar a alguien que le mirara con malicia, y pensaba lo que había de decir, aconteciendo las más de las veces que no decía nada. Ciertas personas le infundían un respeto que casi casi era pánico, y al verlas venir por la calle se pasaba a la otra acera. Estas personas no le habían hecho daño alguno; al contrario, eran amigos de su padre, o de Doña Lupe o de Juan Pablo. Cuando iba al café con los amigos, estaba muy bien si no había más que dos o tres. En este caso hasta se le soltaba la lengua y se ponía a hablar sobre cualquier asunto. Pero como se reunieran seis u ocho personas, enmudecía, incapaz de tener una opinión sobre nada. Si se veía obligado a expresarse, o porque se querían
quedar con él
o porque sin malicia le preguntaban algo, ya estaba mi hombre como la grana y tartamudeando.

Por esto le gustaba más, cuando el tiempo no era muy frío, vagar por las calles, embozadito en su pañosa, viendo escaparates y la gente que iba y venía, parándose en los corros en que cantaba un ciego, y mirando por las ventanas de los cafés. En estas excursiones podía muy bien emplear dos horas sin cansarse, y desde que se daba cuerda y cogía impulso, el cerebro se le iba calentando, calentando hasta llegar a una presión altísima en que el joven errante se figuraba estar persiguiendo aventuras y ser muy otro de lo que era. La calle con su bullicio y la diversidad de cosas que en ella se ven, ofrecía gran incentivo a aquella imaginación, que al desarrollarse tarde, solía desplegar los bríos de que dan muestras algunos enfermos graves. Al principio no le llamaban la atención las mujeres que encontraba; pero al poco tiempo empezó a distinguir las guapas de las que no lo eran, y se iba en seguimiento de alguna, por puro éxtasis de aventura, hasta que encontraba otra mejor y la seguía también. Pronto supo distinguir de
clases
, es decir, llegó a tener tan buen ojo, que conocía al instante las que eran honradas y las que no. Su amigo
Ulmus sylvestris
, que a veces le acompañaba, indújole a romper la reserva que su encogimiento le imponía, y Maximiliano conoció a algunas que había visto más de una vez y que le habían parecido muy guapetonas. Pero su alma permanecía serena en medio de sus tentativas viciosas: las mismas con quienes pasó ratos agradables le repugnaban después, y como las viera venir por la calle, les huía el bulto.

Agradábale más vagar solo que en compañía de Olmedo, porque este le distraía, y el goce de Maximiliano consistía en pensar e imaginar libremente y a sus anchas, figurándose realidades y volando sin tropiezo por los espacios de lo posible, aunque fuera improbable. Andar, andar y soñar al compás de las piernas, como si su alma repitiera una música cuyo ritmo marcaban los pasos, era lo que a él le deleitaba. Y como encontrara mujeres bonitas, solas, en parejas o en grupos, bien con toquilla a la cabeza o con manto, gozaba mucho en afirmarse a sí mismo que
aquellas eran honradas
, y en seguirlas hasta ver a dónde iban. «¡Una honrada! ¡Que me quiera una honrada!». Tal era su ilusión... Pero no había que pensar en tal cosa. Sólo de pensar que le dirigía la palabra a una honrada, le temblaban las carnes. ¡Si cuando iba a su casa y estaban en ella Rufinita Torquemada o la señora de Samaniego con su hija Olimpia, se metía en la cocina por no verse obligado a saludarlas...!

—3—

D
e esta manera aquel misántropo llegó a vivir más con la visión interna que con la externa. El que antes era como una ostra había venido a ser algo como un poeta. Vivía dos existencias, la del pan y la de las quimeras. Esta la hacía a veces tan espléndida y tal alta, que cuando caía de ella a la del pan, estaba todo molido y maltrecho. Tenía Maximiliano momentos en que se llegaba a convencer de que era otro, esto siempre de noche y en la soledad vagabunda de sus paseos. Bien era oficial de ejército y tenía una cuarta más de alto, nariz aguileña, mucha fuerza muscular y una cabeza... una cabeza que no le dolía nunca; o bien un paisano pudiente y muy galán, que hablaba por los codos sin turbarse nunca, capaz de echarle una flor a la mujer más arisca, y que estaba en sociedad de mujeres como el pez en el agua. Pues como dije, se iba calentando de tal modo los sesos, que se lo llegaba a creer. Y si aquello le durara, sería tan loco como cualquiera de los que están en Leganés. La suerte suya era que aquello se pasaba, como pasaría una jaqueca; pero la alucinación recobraba su imperio durante el sueño, y allí eran los disparates y el teje maneje de unas aventuras generalmente muy tiernas, muy por lo fino, con abnegaciones, sacrificios, heroísmos y otros fenómenos sublimes del alma. Al despertar, en ese momento en que los juicios de la realidad se confunden con las imágenes mentirosas del sueño y hay en el cerebro un crepúsculo, una discusión vaga entre lo que es verdad y lo que no lo es, el engaño persistía un rato, y Maximiliano hacía por retenerlo, volviendo a cerrar los ojos y atrayendo las imágenes que se dispersaban.

—Verdaderamente —decía él—, ¿por qué ha de ser una cosa más real que la otra? ¿Por qué no ha de ser sueño lo del día y vida efectiva lo de la noche? Es cuestión de nombres y de que diéramos en llamar
dormir
a lo que llamamos
despertar
, y
acostarse
al
levantarse
... ¿Qué razón hay para que no diga yo ahora mientras me visto: «Maximiliano, ahora te estás echando a dormir. Vas a pasar mala noche, con pesadilla y todo, o sea con clase de
Materia farmacéutica animal
...?».

El tal
Ulmus sylvestris
era un chico simpático, buen mozo, alegre y de cabeza un tanto ligera. De todos los compañeros de
Rubinius vulgaris
, aquel era el que más le quería, y Maximiliano le pagaba con un cariño que tenía algo de respeto. Llevaba Olmedo una vida muy poco ejemplar, mudando cada mes de casa de huéspedes, pasándose las noches en lugares pecaminosos, y haciendo todos los disparates estudiantiles, como si fueran un programa que había que cumplir sin remedio. Últimamente vivía con una tal Feliciana, graciosa y muy corrida, dándose importancia con ello, como si el
entretener
mujeres fuese una carrera en que había que matricularse para ganar título de hombre hecho y derecho. Dábale él lo poco que tenía, y ella afanaba por su lado para ir viviendo, un día con estrecheces, otro con rumbo y siempre con la mayor despreocupación. Tomaba él en serio este género de vida, y cuando tenía dinero, invitaba a sus amigos a
tomar un bacalao
en su
hotel
, dándose unos aires de hombre de mundo y pillín, con cierta imitación mala del desgaire parisiense que conocía por las novelas de Paul de Kock. Feliciana era de Valencia, y ponía muy bien el arroz; pero el servicio de la mesa y la mesa misma tenían que ver. Y Olmedo lo hacía todo tan al vivo y tan con arreglo a programa, que se emborrachaba sin gustarle el vino, cantaba flamenco sin saberlo cantar, destrozaba la guitarra y hacía todos los desatinos que, a su parecer, constituían el rito de perdido; pues a él se le antojó ser perdido, como otros son masones o caballeros cruzados, por el prurito de desempeñar papeles y de tener una significación. Si existiera el uniforme de perdido, Olmedo se lo hubiera puesto con verdadero entusiasmo, y sentía que no hubiese un distintivo cualquiera, cinta, plumacho o galón, para salir con él, diciendo tácitamente: «Vean ustedes lo perdulario que soy». Y en el fondo era un infeliz. Aquello no era más que una prolongación viciosa de la
edad del pavo
.

Maximiliano no iba nunca a las francachelas de su amigo, aunque este le convidaba siempre. Pero se informaba de la salud de Feliciana, como si fuera una señora, y Olmedo también tomaba esto en serio, diciendo: «La tengo un poquillo delicada. Hoy le he dicho a Orfila que se pase por casa». Este Orfila era un estudiantillo de último año de Medicina, que se llamaba lo mismo que el célebre doctor, y curaba, es decir, recetaba a los amigos y a las amigas de los amigos.

Un día, al salir de clase, dijo Olmedo a Rubín:

—Vete por casa si quieres ver una mujer... hasta allí. Es una amiga de Feliciana, que se ha ido a nuestro
hotel
unos días mientras encuentra colocación.

—¿Es honrada? —preguntó Rubín, mostrando en su tono la importancia que daba a la honradez.

—¡Honrada! ¡Qué narices! —exclamó el perdis riendo—. ¿Pero tú crees que hay alguna mujer que sea... lo que se llama honrada?

Esto lo dijo con aplomo filosófico, el sombrero inclinado sobre la sien derecha como distintivo de sus ideas acerca de la depravación humana. Ya no había mujeres honradas: lo decía un conocedor profundo de la sociedad y del vicio. El escepticismo de Olmedo era signo de infancia, un desorden de transición fisiológica, algo como una segunda dentición. Todo se reduce a echar muchas babas, y luego ya viene el hombre con otras ideas y otra manera de ser.

—¡Conque no es honrada!... —apuntó Maximiliano, que habría deseado que todas las hembras lo fueran.

—¿Qué ha de ser, hombre?... ¡Buena púa está! Llegó a Madrid no hace mucho tiempo con un barbián... creo que tratante en fusiles. ¡Traían un tren, chico!... La vi una noche... Te juro que daba el puro opio. Parecía del propio París... Pero yo no sé lo que pasó, ¡narices! Aquel señor no jugaba limpio, y una mañana se largó dejando un pico muy grande en la casa de huéspedes, y otro pico no sé dónde, y picos y picos... Total, que la pobre tuvo que empeñar todos sus trapos y se quedó con lo puesto, nada más que con lo puesto, cuando lo tiene puesto se entiende. Feliciana se la encontró no sé dónde hecha un mar de lágrimas, y le dijo: «vente a mi casa». ¡Allí está! Hace sus saliditas, ojo al Cristo, para lo cual Feliciana le presta su ropa. No te creas; es una chica muy buena. ¡Tiene un ángel...!

Por la noche fue Maximiliano al
hotel
de Feliciana, tercer piso en la calle de Pelayo, y al entrar, lo primero que vio... Es que junto a la puerta de entrada había un cuartito pequeño, que era donde moraba la huéspeda, y esta salía de su escondrijo cuando Rubín entraba. Feliciana había salido a abrir con el quinqué en la mano, porque lo llevaba para la sala, y a la luz vivísima del petróleo sin pantalla, encaró Maximiliano con la más extraordinaria hermosura que hasta entonces habían visto sus ojos. Ella le miró a él como a una cosa rara, y él a ella como a sobrenatural aparición.

Pasó Rubín a la salita, y dejando su capa, se sentó en un sillón de hule cuyos muelles asesinaban la parte del cuerpo que sobre ellos caía. Olmedo quería que su amigo jugase con él a la siete y media; pero como Maximiliano se negase a ello, empezó a hacer solitarios. Puso Feliciana sobre la luz una pantalla de figurines vestidos con pegotes de trapo, y después se echó con indolencia en la butaca, abrigándose con su mantón alfombrado.

—Fortunata —gritó llamando a su amiga, que daba vueltas por toda la casa como si buscara alguna cosa—. ¿Qué se te ha perdido?

—Chica, mi toquilla azul.

—¿Vas a salir ya?

—Sí. ¿Qué hora es?

Rubín se alegró de aquella ocasión que se le presentaba de prestar un servicio a mujer tan hermosa, y sacando su reloj con mucha solemnidad, dijo:

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