Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
—Las nueve menos siete minutos... y medio.
No podía decirse la hora con exactitud más escrupulosa.
—Ya ves —dijo Feliciana—. tienes tiempo... Hasta las diez. Con que salgas de aquí a las diez menos cuarto... ¿Pero esa toquilla?... Mírala, mírala en esa silla junto a la cómoda.
—¡Ay!, hija... Si llega a ser perro me muerde.
Se la puso, envolviéndose la cabeza, echando miradas a un espejo de marco negro que sobre la cómoda estaba, y después se sentó en una silla a hacer tiempo. Entonces Maximiliano la miró mejor. No se hartaba de mirarla, y una obstrucción singular se le fijó en el pecho, cortándole la respiración. ¿Y qué decir? Porque había que decir algo. El pobre joven se sentía delante de aquella hermosura más cortado que en la visita de más campanillas.
—Bien puedes abrigarte —indicó Feliciana a su amiga; y Rubín vio el cielo abierto, porque pudo decir en tono de sentencia filosófica:
—Sí, está la noche fresquecita.
—Llévate el llavín... —añadió Feliciana—. Ya sabes que el sereno se llama Paco. Suele estar en la taberna.
La otra no desplegaba sus labios. Parecía que estaba de muy mal humor. Maximiliano contemplaba como un bobo aquellos ojos, aquel entrecejo incomparable y aquella nariz perfecta, y habría dado algo de mucho precio porque ella se hubiese dignado mirarle de otra manera que como se mira a los bichos raros. «¡Qué lástima que no sea honrada! —pensaba—. Y quién sabe si lo será, quiero decir que conserve la honradez del alma en medio de...
Estaba muy fija en él la idea aquella de las dos honradeces, en algunos casos armonizadas, en otros no. Habló Fortunata poco y vulgar; todo lo que dijo fue de lo menos digno de pasar a la historia: que hacía mucho frío, que se le había descosido un mitón, que aquel llavín parecía la
maza de Fraga
, que al volver a casa entraría en la botica a comprar unas pastillas para la tos.
Maximiliano estaba encantado, y no atreviéndose a desplegar los labios, daba su asentimiento con una sonrisa, sin quitar los extáticos ojos de aquel semblante que le parecía angelical. Y cuanto ella dijo lo oyó como si fuera una sarta de conceptos ingeniosísimos. «¡Si es un ángel!... No ha dicho ni una palabra malsonante... ¡Y qué metal de voz! No he oído en mi vida música tan grata... ¿Cómo será el decir esta mujer un
te quiero
, diciéndolo con verdad y con alma?». Esta idea produjo en la mente de Rubín sacudidas que le duraron mediano rato. Le corrió un frío por el espinazo y vínole cierto picor a la nariz como cuando se ha bebido gaseosa.
Cansado de hacer solitarios, Olmedo se puso a contar cuentos indecentes, lo que a Maximiliano le pareció muy mal. Otras noches había oído anécdotas parecidas y se había reído; pero aquella noche se ponía de todos colores deseando que a su condenado amigo se le secara la boca. «¡Qué desvergüenza contar aquellas marranadas delante de personas... de personas decentes, sí señor!». Estaba Rubín tan desconcertado como si las dos mujeres allí presentes fuesen remilgadas damas o alumnas de un colegio monjil; pero su timidez le impedía mandar callar a Olmedo. Fortunata no se reía tampoco de aquellos estúpidos chistes; pero más bien parecía indiferente que indignada de oírlos. Estaba distraída pensando en sus cosas. ¿Qué cosas serían aquellas? Diera Maximiliano por saberlas... su hucha con todo lo que contenía. Al acordarse de su tesoro tuvo otra sacudida, y se removió en el asiento lastimándose mucho con el duro contacto de aquellos mal llamados muelles.
—Pero el cuento más salado ¡narices! —dijo Olmedo—, es el del panadero. ¿Lo sabes tú? Cuando aquel obispo fue a la visita pastoral y se acostó en la cama del cura... Veréis...
Fortunata se levantó para marcharse. Ocurriole a Maximiliano salir detrás de ella para ver dónde iba. Era la manera especial suya de hacer la corte. En su espíritu soñador existía la vaga creencia de que aquellos seguimientos entrañaban una comunicación misteriosa, quizás magnética. Seguir, mirando de lejos, era un lenguaje o telegrafía
sui generis
, y la persona seguida, aunque no volviese la vista atrás, debía de conocer en sí los efectos del fluido de atracción. Salió Fortunata despidiéndose muy fríamente, y a los dos minutos se despidió también Maximiliano con ánimo de alcanzarla todavía en el portal. Pero aquel condenado
Ulmus sylvestris
le entretuvo a la fuerza, cogiéndole una mano y apretándosela con bárbaros alardes de vigor muscular, para reírse con los chillidos de dolor que daba el pobre
Rubinius vulgaris
.
—¡Qué asno eres! —exclamaba este, retirando al fin su mano magullada, con los dedos pegados unos a otros—. ¡Vaya unas gracias!... Esto y contar porquerías es tu fuerte. Mejor te pusieras a estudiar.
—
Niño del mérito, papos—castos
, ¿quieres hacer el favor de tocarme las narices?
—No te hagas ordinario —dijo Rubín con bondad—. Si no lo eres, si aunque quieras parecerlo no lo puedes conseguir.
Esto lastimó el amor propio de Olmedo más que si su amigo le hubiera llenado de insultos, porque todo lo llevaba con paciencia menos que se le rebajase un pelo de la graduación de perdis que se había dado. Le supo tan mal la indulgencia de Rubín, que salió tras él hasta la puerta, diciéndole entre otras tonterías:
—¡Valiente hipócrita estás tú... narices! Estos silfidones, a lo mejor la pegan.
M
aximiliano bajó la escalera como la baja uno cuando tiene ocho años y se le ha caído el juguete de la ventana al patio. Llegó sin aliento al portal, y allí dudó si debía tomar a la derecha o a la izquierda de la calle. El corazón le dijo que fuera hacia la calle de San Marcos. Apretó el paso pensando que Fortunata no debía de andar muy a prisa y que la alcanzaría pronto. «¿Será aquella?». Creyó ver la toquilla azul; pero al acercarse notó que no era la nube de su cielo. Cuando veía una mujer
que pudiera ser ella
, acortaba el paso por no aproximarse demasiado, pues acercándose mucho no eran tan misteriosos los encantos del seguimiento. Anduvo calles y más calles, retrocedió, dio vueltas a esta y la otra manzana, y la
dama nocturna
no parecía. Mayor desconsuelo no sintió en su vida. Si la encontrara era capaz hasta de hablarle y decirle algún amoroso atrevimiento. Se agitó tanto en aquel paseo vagabundo, que a las once ya no se podía tener en pie, y se arrimaba a las paredes para descansar un rato. Irse a su casa sin encontrarla y darse un buen trote con ella... a distancia de treinta pasos, dábale mucha tristeza. Pero al fin se hizo tan tarde y estaba tan fatigado, que no tuvo más remedio que coger el tranvía de Chamberí y retirarse. Llegó y se acostó, deseando apagar la luz para pensar sobre la almohada. Su espíritu estaba abatidísimo. Asaltáronle pensamientos tristes, y sintió ganas de llorar. Apenas durmió aquella noche, y por la mañana hizo propósito de ir al
hotel
de Feliciana en cuanto saliera de clase.
Hízolo como lo pensó, y aquel día pudo vencer un poco su timidez. Feliciana le ayudaba, estimulándole con maña, y así logró Rubín decir a la otra algunas cosas que por disimulo de sus sentimientos quiso que fueran maliciosas.
—Tardecillo vino usted anoche. A las once no había vuelto usted todavía.
Y por este estilo otras frases vulgares que Fortunata oía con indiferencia y que contestaba de un modo desdeñoso. Maximiliano reservaba las purezas de su alma para ocasión más oportuna, y con feliz instinto había determinado iniciarse como uno de tantos, como un cualquiera que no quería más que divertirse un rato. Dejoles solos la tunanta de Feliciana, y Rubín se acobardó al principio; pero de repente se rehízo. No era ya el mismo hombre. La fe que llenaba su alma, aquella pasión nacida en la inocencia y que se desarrolló en una noche como árbol milagroso que surge de la tierra cargado de fruto, le removía y le transfiguraba. Hasta la maldita timidez quedaba reducida a un fenómeno puramente externo. Miró sin pestañear a Fortunata, y cogiéndole una mano, le dijo con voz temblorosa:
—Si usted me quiere querer, yo... la querré más que a mi vida».
Fortunata le miró también a él, sorprendida. Le parecía imposible que el
bicho raro
se expresase así... Vio en sus ojos una lealtad y una honradez que la dejaron pasmada. Después reflexionó un instante, tratando de apoyarse en un juicio pesimista. Se habían burlado tanto de ella, que lo que estaba viendo no podía ser sino una nueva burla. Aquel era, sin duda, más pillo y más embustero que los demás. Consecuencia de tales ideas fue la sonora carcajada que soltó la mujer aquella ante la faz compungida de un hombre que era todo espíritu. Pero él no se desconcertó, y la circunstancia de verse escuchado con atención, dábale un valor desconocido. ¡Ánimo!
—Si usted me quiere, yo la adoraré, yo la idolatraré a usted...
Revelaba la tal mujer un gran escepticismo, y lo que hacía la muy pícara era tomar a risa la pasión del joven.
—¿Y si lo probara? —dijo Maximiliano con seriedad que le dio, ¡parece mentira!, un tornasol de hermosura—; ¿si le probara a usted de un modo que no dejase lugar a dudas...?
—¿Qué?
—¡Que la idolatraré!... no, que ya la estoy idolatrando.
—¡
Tié
gracia!... ¡Idolatrando! ¡Ja, ja! —repitió la otra, y devolvía la palabra como se devuelve una pelota en el juego.
Maximiliano no insistió en emplear vocablos muy expresivos. Comprendió que lo ridículo se le venía encima. No dijo más que:
—Bueno, seremos amigos... Me contento con eso por hoy. Yo soy un infeliz, quiero decir, soy bueno. Hasta ahora no he querido a ninguna mujer.
Fortunata le miraba y, francamente, no podía acostumbrarse a aquella nariz chafada, a aquella boca tan sin gracia, al endeble cuerpo que parecía se iba a deshacer de un soplo. ¡Que siempre se enamoraran de ella tipos así! Obligada a disimular y a hacer ciertos papeles, aunque en verdad no los hacía muy bien, siguió la conversación en aquel terreno.
—Esta noche quiero hablar con usted —dijo Rubín categóricarnente—. Vendré a las ocho y media. ¿Me da usted palabra de no salir... o de esperarme para salir conmigo?
Diole ella la palabra que con tanta necesidad le pedía el joven, y así concluyó la entrevista. Rubín se fue corriendo a su casa.
¡Qué chico! Si parecía otro. Él mismo notaba que algo se había abierto dentro de sí, como arca sellada que se rompe, soltando un mundo de cosas, antes comprimidas y ahogadas. Era la crisis, que en otros es larga o poco acentuada, y allí fue violenta y explosiva. ¡Si hasta le parecía que tenía talento...! Como que aquella tarde se le ocurrieron pensamientos magníficos y juicios de una originalidad sorprendente. Había formado de sí mismo un concepto poco favorable como hombre de inteligencia; pero ya, por efecto del súbito amor, creíase capaz de dar quince y raya a más de cuatro. La modestia cedió el puesto a un cierto orgullo que tomaba posesión de su alma... «Pero ¿y si no me quiere? —pensaba desanimándose y cayendo a tierra con las alas rotas—. Es que me tendrá que querer... No es el primer caso... Cuando me conozca...
Al mismo tiempo la apatía y la pereza quedaban vencidas... Andábanle por dentro comezones y pruritos nuevos, un deseo de hacer algo, y de probar su voluntad en actos grandes y difíciles... Iba por la calle sin ver a nadie, tropezando con los transeúntes, y a poco se estrella contra un árbol del paseo de Luchana. Al entrar en la calle de Raimundo Lulio vio a su tía en el balcón tomando el sol. Verla y sentir un miedo muy grande, pero muy grande, fue todo uno. «¡Si mi tía lo sabe...!». Pero del miedo salió al instante la reacción de valor, y apretó los puños debajo de la capa, los apretó tanto que le dolieron los dedos. «Si mi tía se opone, que se oponga y que se vaya a los demonios». Nunca, ni aun con el pensamiento, había hablado Maximiliano de Doña Lupe con tan poco respeto. Pero los antiguos moldes estaban rotos. Todo el mundo y toda la existencia anteriores a aquel estado novísimo se hundían o se disipaban como las tinieblas al salir el sol. Ya no había tía, ni hermanos, ni familia, ni nada, y quien quiera que se le atravesase en su camino era declarado enemigo. Maximiliano tuvo tal acceso de coraje, que hasta se ofreció a su mente con caracteres odiosos la imagen de Doña Lupe, de su segunda madre. Al subir las escaleras de la casa se serenó, pensando que su tía no sabía nada, y si lo sabía, que lo supiera, ¡ea!... «¡Qué carácter estoy echando!» se dijo al meterse en su cuarto.
Cerró cuidadosamente la puerta y cogió la hucha. Su primer impulso fue estrellarla contra el suelo y romperla para sacar el dinero; y ya la tenía en la mano para consumar tan antieconómico propósito, cuando le asaltaron temores de que su tía oyera el ruido y entrase y le armara un cisco. Acordose de lo orgullosa que estaba Doña Lupe de la hucha de su sobrino. Cuando iban visitas a la casa la enseñaba como una cosa rara, sonándola y dando a probar el peso, para que todos se pasmaran de lo arregladito y previsor que era el niño. «Esto se llama formalidad. Hay pocos chicos que sean así...».
Maximiliano discurrió que para realizar su deseo, necesitaba comprar otra hucha de barro exactamente igual a aquella y llenarla de cuartos para que sonara y pesara... Se estuvo riendo a solas un rato, pensando en el chasco que le iba a dar a su tía... ¡Él, que no había cometido nunca una travesura...! Lo único que había hecho, años atrás, era robarle a su tía botones para coleccionarlos. ¡Instintos de coleccionista, que son variantes de la avaricia! Alguna vez llegó hasta cortarle los botones de los vestidos; pero con un solfeo que le dieron no le quedaron ganas de repetirlo. Fuera de esto, nada; siempre había sido la misma mansedumbre, y tan económico que su tía le amaba más quizá por la virtud del ahorro que por las otras.
—Pues señor; manos a la obra. En la cacharrería del paseo de Santa Engracia hay huchas exactamente iguales. Compraré una; miraré bien esta para tomarle bien las medidas.
Estaba Maximiliano con la hucha en la mano mirándola por arriba y por abajo, como si la fuera a retratar, cuando se abrió la puerta y entró una chiquilla como de doce años, delgada y espigadita, los brazos arremangados, muy atusada de flequillo y sortijillas, con un delantal que le llegaba a los pies. Lo mismo fue verla Maximiliano, que se turbó cual si le hubieran sorprendido en un acto vergonzoso.
—¿Qué buscas tú aquí, chiquilla sin vergüenza?
Por toda contestación, la rapaza le enseñó medio palmo de lengua, plegando los ojos y haciendo unas muecas de careta fea de lo más estrafalario y grotesco que se puede imaginar.