Fortunata y Jacinta (124 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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—¿Pero tú le querías? —preguntó la de Rubín, que con la idea del querer resolvía todos los problemas.

—Yo... te diré... me pasaba una cosa particular. Temblaba siempre que nos encontrábamos... Le tenía miedo, y... de ti para mí, me gustaba. Pero, lo que yo digo, ¿por qué no se casó conmigo?

—Claro.

—Yo le hubiera querido mucho, y no le habría faltado por nada de este mundo. Pero estos hombres, ¡qué malos son, pero qué malos! Pues verás. Me voy a Burdeos con mi marido, pasan meses y meses, llega el verano y nos vamos a pasar una corta temporada en Royan, un pueblo de baños de mar. Pues, hija, estaba yo una tarde en el muelle viendo desembarcar a los pasajeros que venían en el vaporcito de Burdeos, cuando me veo al primo Moreno. Me quedé... ¡Ay!, no te quiero decir nada.

—¿Y tu marido estaba contigo?

—No; ese es el caso. Fenelón había ido a París a hacer compras. En París estaba Moreno, le vio... y chitito callando se fue a Royan, sabiendo que me cogía sola y descuidada. Descuido fue, que aquella vez, hija, no pude zafarme como cuando la del coche... ¡Ay!, estas cosas te las cuento a ti, porque sé que eres callada y no me has de hacer traición. ¡Si mamá lo supiera...! En fin, que el muy tunante se divirtió todo lo que quiso, y después la del humo. Llegó el 70, y al pobrecito Fenelón le mataron esos infames prusianos. Fue un dolor... ¡Ah! por ser valiente, ¡por empeñarse en salir en una descubierta! Era un hombre tan patriota, que por salvar a su querida Francia, habría dado él cien vidas que tuviera... Pero vamos al otro, a ese solterón estragado... Cuando enviudé, dije: «Pues ahora, si de veras le gusto...». ¡Quiá! Me le encontré en Madrid al año siguiente, y como si tal cosa. ¿Creerás que me dijo algo de amor? ¿Creerás que se acordaba de cumplir las promesas que me había hecho? Buen cumplimiento nos dé Dios. Hija, frialdad igual no he visto. Te aseguro, que me dan ganas,
por ejemplo
, de clavarle un puñal... Cierto que me ofreció lo que yo quisiera para establecerme... pero no quise tomar nada de aquellas manos. ¡Monstruo! Cuando le dio al primo Pepe el dinero para la gran tienda, puso por condición que me había de colocar al frente de las labores... Pero no se lo agradezco, palabra de honor, no se lo agradezco...

—A tu primo no le gustan más que las casadas. ¡Valiente tuno! —dijo Fortunata moviendo la cabeza, como quien comprende tarde lo que debió de comprender antes.

—Estos solterones vagabundos y ricos son así... Están viciosos, estragados, mimosos; y como se han acostumbrado a hacer su gusto, piden
mediodía a catorce horas
. Ahí le tienes ya, aburrido, enfermo; no sabe qué hacerse; quiere calor de familia y no le encuentra en ninguna parte. Bien merecido le está; me alegro. Que lo pague. Y para mayor desgracia, se engolosina ahora con Jacinta. Lo que a él le enciende el amor es la resistencia; y las que tienen fama de honradas, le entusiasman, y las que sobre tener fama, lo son, le vuelven loco. Con Jacinta debe de haber sostenido una guerra tremenda, sí, tremenda; pero al fin, ella se ha rendido, no te quepa duda. Yo fui Metz, que cayó demasiado pronto; y ella es Belfort, que se defiende; pero al fin cae también... ¡Ah!, las señas son mortales. El primo va a la casa todos los días, y la acecha cuando sale, para hacerse el encontradizo... Algunas tardes no parece por la tienda. ¿Tendrán citas? He aquí mi idea. Te juro que lo he de averiguar. Imposible que yo no lo averigüe. Aunque tuviera que perder mi colocación, aunque me quedara sin camisa que ponerme... ¡Qué infamia! Y miren la otra, la mosquita muerta, con su cara de Niño Jesús y su fama de virtud. Sí; santidades a cuarto; véase la clase. Te aseguro que el día en que esto estalle y haya la gran tragedia, será el día más feliz de mi vida. ¿Pues qué cree ese? ¿Que se puede engañar, y engañar, y engañar siempre, y burlarse de los pobres maridos? Pues ya cayó otro;
solamente
que ahora no da con mi Fenelón, que era un santo y no sospechaba de nadie más que de los prusianos. Ahora da con un hombre templado, tu amigo, que no se conformará con esta deshonra, ¿verdad? Te aseguro que le va a arder el pelo al tal primito con todo su mal de corazón y su extranjerismo.

Fortunata no chistó. Aquella revelación le había dejado tan atontada, cual si le descargasen un fuerte golpe en la cabeza.

Jacinta... ¡Jesús!... El modelito, el ángel, la mona de Dios... ¿Qué diría Guillermina, la
obispa
, empeñada en convertir a la gente y en ver la que peca y la que no peca?... ¿Qué diría?... ja, ja, ja... ¡Ya no había virtud! ¡Ya no había más ley que el amor!... ¡Ya podía ella alzar su frente! Ya no le sacarían ningún ejemplo que la confundiera y abrumara. Ya Dios las había hecho a todas iguales... para poderlas perdonar a todas.

—II—

Insomnio

—1—

A
las doce de un hermoso día de Octubre, Don Manuel Moreno-Isla regresaba a su casa, de vuelta de un paseíto por
Hide Park
... digo, por el Retiro. Responde la equivocación del narrador al
quid pro quo
del personaje, porque Moreno, en las perturbaciones superficiales que por aquel entonces tenía su espíritu, solía confundir las impresiones positivas con los recuerdos. Aquel día, no obstante, el cansancio que experimentaba, determinando en él un trabajo mental comparativo, permitíale apreciar bien la situación efectiva y el escenario en que estaba. «Muy mal debe andar la máquina, cuando a mitad de la calle de Alcalá ya estoy rendido. Y no he hecho más que dar la vuelta al estanque. ¡Demonio de neurosis o lo que sea! Yo, que después de darle la vuelta a la
Serpentine
me iba del tirón a
Cromwell road
... friolera; como diez veces el paseo de hoy... yo que llegaba a mi casa dispuesto a andar otro tanto, ahora me siento fatigado a la mitad de esta condenada calle de Alcalá... ¡Tal vez consista en estos endiablados pisos, en este repecho insoportable!... Esta es la capital de las setecientas colinas. ¡Ah!, ya están regando esos brutos, y tengo que pasarme a la otra acera para que no me atice una ducha este salvaje con su manga de riego. «Eso es, bestias, encharcad bien para que haya fango y paludismo...». Pues por aquí, los barrenderos me echan encima una nube de polvo... «Animales, respetad a la gente...». Prefiero las duchas... En fin, que este salvajismo es lo que me tiene a mí enfermo. No se puede vivir aquí... Pues digo; otro pobre. No se puede dar un paso sin que le acosen a uno estas hordas de mendigos. ¡Y algunos son tan insolentes!... «Toma, toma tú también». Como me olvide algún día de traer un bolsillo lleno de cobre, me divierto. ¡Aquí no hay policía, ni beneficencia, ni formas, ni civilización!... Gracias a Dios que he subido el repecho. Parece la subida al Calvario, y con esta cruz que llevo a cuestas, más... ¡Qué hermosos nardos vende esta mujer! Le compraré uno... «Deme usted un nardo. Una varita sola... Vaya, deme usted tres varitas. ¿Cuánto? Tome usted... Abur». Me ha robado. Aquí todos roban... Debo de parecer un San José; pero no importa... «Yo no juego a la lotería; déjeme usted en paz». ¿Qué me importará a mí que sea mañana último día de billetes, ni que el número sea bonito o feo...? Se me ocurre comprar un billete, y dárselo a Guillermina. De seguro que le toca. ¡Es la mujer de más suerte!... «Venga ese décimo, niña... Sí, es bonito número. ¿Y tú por qué andas tan sucia?». ¡Qué pueblo, válgame Dios, qué raza! Lo que yo le decía anteayer a Don Alfonso: «Desengáñese Vuestra Majestad, han de pasar siglos antes de que esta nación sea presentable. A no ser que venga el cruzamiento con alguna casta del Norte, trayendo aquí madres sajonas». Ya poco me falta. Francamente, es cosa de tomar un coche; pero no, aguántate, que pronto llegarás... Un entierro por la Puerta del Sol. No, lo que es aquí no me he de morir yo, para que no me lleven en esas horribles carrozas... Dan las doce. Allá están los cesantes mirando caer la bola. Buena bola os daría yo. Ahí viene Casa—Muñoz. ¿Pero qué veo? ¿Es él? Ya no se tiñe. Ha comprendido que es absurdo llevar el pelo blanco y las patillas negras. No me mira, no quiere que le salude. Realmente es muy ridícula la situación de un hombre que se tiñe, el día en que se decide a renunciar a la pintura, porque la edad lo exige o porque se convence de que nadie cree en el engaño... Allí va en un coche la duquesa de Gravelinas... No me ha visto... «Abur Feijoo...». ¡Qué bajón ha dado ese hombre!... Vamos, ya entro por mi calle de Correos. Si habrá venido a almorzar mi primo... Lo que es hoy me tiene que hacer un reconocimiento en toda regla, porque me siento muy mal... Que me ausculte bien, porque este corazón parece un fuelle roto. ¿Será esto un fenómeno puramente moral? Puede ser. Ya veo yo el remedio... ¡Pero qué verdes están las uvas, qué verdes! Los balcones tan tristes como siempre. ¡Ah!... sale al mirador Barbarita para hablar con la
rata eclesiástica
... «Adiós, adiós... vengo de dar mi paseíto... Estoy muy bien, hoy no me he cansado nada...». «¡Qué mentira tan grande he dicho! Me canso como nunca. Ahora, escalera de mi casa, sé benévola conmigo. Subamos... ¡Ay, qué corazón, maldito fuelle! Despacito, tiempo hay de llegar arriba. Si no llego hoy, llegaré mañana. Seis escalones a la espalda. ¡Dios mío, lo que falta todavía!».

Cuando llegó al principal, su hermana le esperaba en la puerta.

—¿Te has cansado mucho?

—Así, así. ¿Dónde está Tom? Que venga.

Moreno entró en su habitación, seguido del criado. Este era inglés y le acompañaba en todos su viajes. Decía el antipatriota que los sirvientes españoles son tan torpes que no saben ni cerrar una puerta. El suyo era de esos que hacen de la servidumbre una profesión inteligente, y se adelantan a los más insignificantes deseos de sus amos para satisfacerlos. En inglés le dijo Moreno que echase agua en uno de los búcaros que en la estancia había, para poner los nardos; y sin soltar estos de la mano se dejó caer en el sofá. Vestía el caballero americana oscura y pantalón de cuadros, sombrero de copa, y los indispensables botines blancos cubriendo las botas holgadísimas, con suelas de un dedo de grueso.

—¿Ha venido mi primo? —preguntó a Tom dándole las flores.

—El señor doctor está en la habitación de
miss
Guillermina.


Dígale usted
que estoy aquí.

La fatiga del paseo y de la escalera le duraba aún cuando vio entrar al más simpático de los doctores, Moreno Rubio, despidiendo tufo de alegría, como un preservativo contra las tristezas de la medicina. Médico de gran saber y aplicación, había alcanzado mucha fama y tenía una clientela brillantísima.

—Hoy me vas a examinar bien... —le dijo su primo—. Figúrate que soy un desconocido que se te presenta en tu consulta. Déjate de bromas conmigo, y no me ocultes la verdad. Mira que te desacredito, si no lo haces así.

—Bueno, hombre, descuida; te registraremos en toda regla —replicó el médico sonriendo y sentándose junto a él—. ¿Te has cansado mucho?

—¿No me ves? También es gana de hacer preguntas. En cuanto almorcemos, me entrego a ti, como un cadáver de la sala de disección.

—Pues mejor es antes —sacando la trompetilla y tornillándola—.

—Bueno, pues ya puedes empezar. —Quitándose la americana—. ¿Me echo en la cama? Es mejor, sí; aquí me tienes como un muerto, con las manos cruzadas.

—No, extiende los brazos. Así...

El doctor abrió la camisa y aplicó un extremo de la trompeta, inclinándose para poner su oído en el otro.

—No te muevas... Ahora, respira fuerte... da un suspiro, pero un suspiro grande, como los de los enamorados.

—Me parece que tú estás de guasa. Pepe, por Dios, mira que esto es serio, muy serio. Llevo más de diez noches sin pegar los ojos, y tu dichoso digital no me alivia nada.

—Cállate, y déjame oír...

—¿Qué notas?... ¿Qué?

—Pero ten paciencia. Aguarda... Pues esto está muy malo. Hay aquí dentro un zipizape de mil demonios.

—¿Qué clase de ruido sientes? La sístole es demasiado fuerte y...

—Algo de eso.

—El empuje de la corriente sanguínea...

—Sí, pero prevalece un síntoma muy perro, un síntoma...

—¿Cuál es? Dímelo. ¿Cómo se llama?

—Amor.

—¡Vaya! Llamaré otro médico. Tú no me sirves... con tus guasitas de mal gusto. ¡Ni qué tendrá que ver...!

—¡Pues no ha de tener que ver! —dijo Moreno Rubio poniéndose serio y guardando su instrumento—. No sé qué te figuras tú. ¿Quieres romper de un golpe la armonía del mundo espiritual con el mundo físico? Ya lo sabes; te lo he dicho mil veces. No necesito auscultarle más. Tienes desórdenes en la circulación, los cuales podrán ser muy graves si no cambias de vida.

—No parece sino que hago yo la vida del perdido —levantándose y volviéndose a poner su ropa.

—Haces la vida del caprichoso, que es peor. Te conviene una tranquilidad absoluta, renunciar a los deseos vehementes, a las cavilaciones que la no satisfacción de ellos te produce; viajar menos, ahogar todo apetito loco de los sentidos, renunciar a todos los excitantes malsanos; no me refiero solamente al café y al té, sino más principalmente a los excitantes imaginativos e ideales; huir de las emociones, y cortarte la coleta de banderillero, con intención de no dejártela crecer más; trazar una raya en tu vida y decir: «ni Cristo pasó de la Cruz, ni yo paso de aquí». Si tuvieras treinta o treinta y cinco años, te aconsejaría que te casaras; pero más vale que te hagas la cuenta de que por reciente providencia judicial... o divina, han desaparecido todas las mujeres que hay en el mundo, casadas, solteras y viudas...

—¡Bah! ¡Bah! Siempre la misma historia —dijo Moreno—Isla, tomándolo a broma—. ¿Pero tú eres un médico o un confesor?

—Las dos cosas —afirmó el otro con serenidad y energía—. Si no haces lo que te he dicho, Manolo, si no lo haces, te mueres, y pronto. De modo que ya sabes mi opinión. No vuelvas a consultarme. No sé más. He agotado mi ciencia contigo. Si hay algún colega que encuentre el medio de poner de acuerdo tus costumbres y tus pasiones con una ordenada y sana función vascular, llámalo, y entiéndete con él.

El criado anunció que el almuerzo estaba servido.

—Vamos en seguida —dijo el enfermo, cogiendo a su primo por el brazo—. Espérate un poco, que te quiero consultar otra cosa.

Detuviéronse un instante en la habitación, y Don Manuel, poniéndole una cara muy seria, hizo a su primo esta pregunta:

—Vamos a ver, sin guasa. En mi estado, sea bueno, sea malo, en mi estado presente, fíjate bien, tal como ahora estoy, ¿podría yo tener hijos?

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