Fronteras del infinito (23 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

BOOK: Fronteras del infinito
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Ella sacó la chaqueta verde pálida y los pantalones de debajo de su cuerpo, se vistió y lo siguió a cuatro patas hasta que el espacio le permitió ponerse de pie.

Recorrieron y volvieron a recorrer la cámara subterránea en la que se encontraban. Había cuatro escaleras con trampillas, todas bien cerradas. Había una salida de vehículos, cerrada, hacia el lado más bajo de la ladera. Por ahí tal vez fuera más fácil escapar rompiendo la puerta, pero si no podía hacer contacto inmediato con Thorne, tendría una caminata de veintisiete kilómetros hasta la aldea más cercana. Sobre la nieve, en calcetines… y ella descalza. Y si llegaban, no podría usar la red de vídeo porque su tarjeta de crédito todavía estaba bajo llave en la oficina de Operaciones de Seguridad, arriba. Pedir un favor en una ciudad de Ryoval era un plan dudoso. Así que… ¿escapar y arrepentirse después o quedarse y tratar de equiparse, arriesgándose a que los atraparan de nuevo y arrepentirse antes? Las decisiones tácticas eran siempre tan divertidas…

Los conductos ganaron. Miles señaló hacia arriba, al que tenía más posibilidades.

—¿Crees que podrías abrirlo y alzarme? —le preguntó a Taura.

Ella lo estudió, asintió lentamente con una expresión cerrada en el rostro. Se estiró y se movió hasta una juntura metálica recubierta, deslizó las garras bajo esa banda y tiró. Metió los dedos en la ranura que quedó al descubierto y se colgó de ella como si la estuviera levantando. El conducto se dobló bajo el peso.

—Ahí está —dijo.

Lo levantó como si él hubiera sido un crío. Miles se metió en el conducto. Era muy estrecho, a pesar de que él no había visto ningún otro más grande. Se arrastró muy despacio sobre la espalda. Tuvo que detenerse un par de veces para ahogar un ataque histérico de risa. El conducto se curvaba hacia arriba y él subió despacio por la curva sólo para descubrir que, más adelante, el conducto se abría en una Y y cada rama era la mitad de ancha que la que él venía recorriendo. Maldijo en voz alta y retrocedió. Taura tenía la cara hacia arriba para verlo, un ángulo de visión muy raro.

—Por ahí no —jadeó él, deslizándose hacia atrás.

Esta vez fue hacia el otro lado. Ese lado también se curvaba hacia arriba pero enseguida encontró una rejilla. Una rejilla muy bien cerrada, imposible de quitar, imposible de romper y, con las manos desnudas, imposible de cortar. Taura tal vez hubiera tenido la fuerza necesaria para arrancarla de la pared pero ella no podía entrar por el conducto. Él la miró por unos minutos.

—De acuerdo —dijo y retrocedió—. Basta ya de conductos —informó a Taura—. ¿Podrías ayudarme a bajar? —Ella lo bajó hasta el suelo y él se sacudió el polvo de la ropa. Un acto inútil—. Revisemos un poco más.

Ella lo siguió con docilidad, aunque había algo en su expresión que decía que debía de estar perdiendo la fe en su condición de almirante. De pronto, Miles vio algo que le llamó la atención en una columna y se acercó para examinarlo más de cerca.

Era una de las columnas de apoyo de baja vibración. Dos metros de diámetro, metida profundamente en la roca en un pozo de fluido, iba directo hacia arriba hasta uno de los laboratorios, de eso no había duda, para proveer una base ultraestable a ciertos proyectos de generación de cristales y cosas por el estilo. Miles raspó el costado de la columna. Hueca.
Ah, claro, tiene sentido, el cemento no flota bien
. Una ranura en el costado parecía dibujar… ¿una puerta de acceso? Pasó los dedos sobre ella, buscando. Había algo escondido… Estiró los brazos y encontró un punto al otro lado. Si los apretaba al mismo tiempo, esos puntos cedían bajo la presión de los pulgares. Hubo un ruidito como un estallido diminuto y un escape de presión y todo el panel cedió. Miles se tambaleó y casi lo dejó caer en el agujero. Lo puso de lado y lo sacó.

—Bueno, bueno —sonrió. Sacó la cabeza por la puerta y miró arriba y abajo. Negro como boca de lobo. Con mucho cuidado, estiró el brazo y tocó alrededor. Había una escalera en el interior para facilitar la limpieza y las reparaciones. Aparentemente, se podía llenar toda la columna con un líquido de la densidad que hiciera falta. Llena, habría estado sellada por auto presión y hubiera sido imposible de abrir. Miles examinó el lado interno de la trampilla con cuidado. Se podía abrir por los dos lados, gracias a Dios.

—Veamos si hay más de éstas, más arriba.

Fue una ascensión lenta. Buscaron ranuras mientras subían en la oscuridad. Miles trató de no pensar en la caída que sufriría si resbalaba en esa escalera estrecha. El aliento profundo de Taura, más abajo, le resultaba reconfortante. Habían subido tal vez tres pisos cuando los dedos fríos y casi paralizados de Miles encontraron otra ranura. Casi la había dejado pasar porque estaba al lado opuesto de la primera. Entonces descubrió, de la peor manera, que no era lo bastante corpulento para mantener un brazo alrededor de la escalera y apretar los dos puntos al mismo tiempo. Después de un resbalón terrorífico, se colgó de la escalera hasta que el corazón dejó de latirle con fuerza.

—¿Taura? —llamó—. Voy más arriba, a ver si tú puedes. —Pero no le quedaba mucho espacio arriba. La columna terminaba un metro por encima de su cabeza.

Lo que hacía falta eran brazos largos como los de ella. La trampilla se rindió frente a esas manos grandes con un crujido de protesta.

—¿Qué ves? —susurró Miles.

—Una habitación grande y oscura. Un laboratorio, tal vez.

—Tiene sentido. Baja otra vez y vuelve a colocar el panel allá abajo. No creo que debamos indicarles por dónde nos hemos ido.

Miles se deslizó a través de la abertura hacia un laboratorio oscuro mientras Taura cumplía con su tarea. No se atrevió a encender una luz en esa habitación sin ventanas, pero algunos instrumentos tenían los paneles de lectura encendidos en las paredes y mesas y eso generaba un brillo fantasmal suficiente para sus ojos adaptados a la oscuridad. Por lo menos, le servía para no tropezar con nada. Una puerta de vidrio daba a un corredor. Un corredor vigilado electrónicamente, muy vigilado, sí. Con la nariz apretada contra el vidrio, Miles vio una forma roja que pasaba por un corredor. Guardias, ¿Pero qué estaban cuidando?

Taura salió retorciéndose de la rejilla de acceso en la columna, pero le costó bastante y se sentó en el suelo con la cara entre las manos. Miles, preocupado, volvió hacia ella.

—¿Estás bien?

Ella meneó la cabeza.

—No. Hambre.

—¿Qué? ¿Ya? Se suponía que ésa era una rata… digo una barra de ración de veinticuatro horas. —Para no mencionar los dos o tres kilos de carne que había comido como aperitivo.

—Para ti, tal vez —se quejó ella. Estaba temblando.

Miles empezó a darse cuenta de la razón por la que Canaba pensaba que su proyecto había sido un fracaso. Imagínate tratar de alimentar a un ejército entero con semejante apetito. Napoleón se desmayaría de espanto. Tal vez esa muchachita de huesos grandes todavía estaba creciendo. Una idea terrible.

Había una nevera al final del laboratorio. Si conocía bien a los técnicos… Ajá. Entre los tubos de ensayo había un paquete con medio bocadillo y una pera grande, un poco tocada. Se lo dio a Taura. Ella parecía muy impresionada, como si él lo hubiera conjurado de su manga con magia. Lo devoró enseguida y recuperó un poco el color.

Miles busco más para su tropa. Por desgracia, las únicas sustancias orgánicas que quedaban en la nevera eran pequeños platos cubiertos de algo gelatinoso con una cosa desagradable y multicolor que parecía crecer encima. Pero había otros tres grandes refrigeradores empotrados. Miles espió a través del rectángulo de vidrio de una puerta de mucho espesor y se arriesgó a apretar el control de la pared que encendía la luz. Dentro había fila tras fila de cajones marcados, llenos de bandejas de plástico. Muestras y muestras congeladas de algo. Cientos y cientos —Miles volvió a mirar y calculó con más cuidado—, cientos de miles. Echó una mirada al panel de control junto a los cajones. La temperatura interior era la del nitrógeno líquido. Tres refrigeradores…
Millones de
… Miles se sentó en el suelo bruscamente.

—Taura, ¿tienes idea de dónde estamos? —murmuró con una intensidad extraña en la voz.

—Lo lamento, no —murmuró ella en respuesta, arrastrándose para ir a su encuentro.

—Es una pregunta retórica. Yo sí sé dónde estamos.

—¿Dónde?

—En la cámara del tesoro de Ryoval.

—¿Qué?

—Eso —dijo Miles y puso un pulgar sobre la heladera— es la colección de tejidos del barón. Hace cien años que se dedica a ella. Dios. Tiene un valor incalculable. Ahí están todos los pedacitos de mutantes extraños, únicos, irreemplazables que consiguió rogando, pagando, pidiendo prestado o robando desde hace tres cuartos de siglo, alineados en cajoncitos, esperando que los saquen y los cultiven y los cocinen para producir a otro esclavo. Éste es el corazón viviente de esta enorme operación de biología humana. —Miles se puso de pie de un salto y miró los paneles de control. El corazón le latía con fuerza y respiraba con la boca abierta, riéndose en silencio, casi a punto de desmayarse—. Ah, mierda, mierda, mierda. Dios, Dios. —Se detuvo, tragó saliva. ¿Podría?

Esas neveras debían de tener un sistema de alarma, monitores, algo que las comunicara por lo menos con Seguridad. Sí, había un mecanismo complejo para abrir la puerta. Bien. Él no quería abrir la puerta. La dejó como estaba. Lo que quería era ver el sistema de lectura. Si podía estropear al menos un sensor… Esa cosa, ¿estaría conectada a varios monitores externos o tendría sólo un hilo óptico? Encontró una pequeña luz de mano y cajones y cajones de herramientas y suministros en los bancos de laboratorio. Taura lo miraba extrañada mientras él corría de aquí para allá haciendo inventario.

El monitor de las neveras estaba conectado con algún lugar exterior, inaccesible. ¿Podría hacer algo a este lado de la conexión? Levantó una cubierta plástica oscura con tanta tranquilidad como pudo. Ahí,
ahí
, el hilo óptico salía de la pared y enviaba información constante sobre el medio que había en el interior del frigorífico. Entraba en un receptor simple estándar, conectado a una caja negra mucho más amenazadora que controlaba también la alarma de la puerta. Había visto todo un cajón lleno de fibras ópticas de distintos extremos y adaptadores y conexiones en Y… Sacó lo que necesitaba de ese conjunto enredado como un plato de fideos y descartó varios extremos rotos y elementos dañados. Había tres grabadores de datos ópticos en el cajón. Dos no funcionaban. El tercero sí.

Un empalme rápido de fibra óptica, una conexión, luego desconectar, y ya tenía una nevera conectada a dos cajas de control. Colocó el hilo libre para que comunicara con el grabador de datos. Y ahora tenía que arriesgarse en el momento del blip cuando pasara de uno a otro. Si alguien controlaba a posteriori, lo encontraría todo en buen estado, aparentemente. Le dio varios minutos al grabador para que desarrollara un buen circuito cerrado de replay, continuo, exacto, y se quedó agachado, muy quieto. Apagó incluso la pequeña luz de mano. Taura esperaba con la paciencia de un predador, sin hacer ruido.

Uno, dos, tres y ahora era el grabador el que hablaba a las tres cajas de control. El verdadero hilo colgaba, suelto, en la nada. ¿Serviría? No había señales de alarmas activadas, ninguna horda rabiosa de guardias de seguridad…

—Taura, ven aquí.

Ella se acercó a él, una sombra amenazante, perpleja.

—¿Llegaste a conocer al barón Ryoval? —le preguntó.

—Sí, lo vi una vez, cuando vino a comprarme.

—¿Te gustó?

Ella le echó una mirada de ¿cómo-se-te-ocurre?

—Sí, a mí tampoco me cayó bien. —Ryoval casi había querido asesinarlo, en realidad. Y ahora se sentía muy agradecido por el perdón que había conseguido para esa sentencia—. ¿Te gustaría arrancarle el corazón, si pudieras?

Ella apretó las manos con garras.

—¡Dime cómo!

—¡Muy bien! —Él sonrió, contento—. Quiero darte tu primera lección de táctica y estrategia. —Señaló con el dedo—. ¿Ves ese control? La temperatura en estas neveras se puede elevar a doscientos grados centígrados para esterilizarlas cuando las limpian. Dame tu dedo. Un dedo. Con suavidad, más suavemente. —Le guió la mano—. Tiene que ser la menor presión que puedas aplicarle al dial, sólo la que necesites para moverlo… Ahora la próxima. —La llevó al panel siguiente—. Y el último. —Miles soltó un suspiro. No podía creerlo—. Y la lección es —jadeó— que la fuerza que usas no es lo importante. Lo importante es dónde aplicas esa fuerza.

Resistió el deseo de escribir algo como
El Enano ataca de nuevo
en el frontal de la nevera con un lápiz para superficies lisas. Pero cuanto más tardara el barón en darse cuenta de quién había sido, mejor. Pasarían varias horas antes de que toda esa masa pasara de la temperatura del nitrógeno líquido a «muy pasado», pero si no venía nadie hasta el cambio de guardia de la mañana, la destrucción sería absoluta.

Miles miró la hora en el reloj digital de la pared. Dios mío, había perdido demasiado tiempo en los cimientos. Un tiempo bien empleado, y sin embargo…

—Ahora —dijo a Taura, que todavía meditaba sobre el dial y la mano con los ojos brillantes—, tenemos que salir de aquí. Ahora sí que tenemos que salir de aquí. —
No fuera a ser que la próxima lección de táctica fuera no cortes la rama donde estás sentado
, pensó Miles, nervioso.

Al mirar de nuevo los mecanismos que cerraban la puerta, y lo que había más allá —entre otras cosas, los monitores empotrados activados por sonido y con disparos láser— Miles casi pensó en volver atrás y poner otra vez la temperatura en su lugar. Sus herramientas Dendarii manejadas por chips de ordenador, que ahora descansaban bajo llave en la oficina de Operaciones de Seguridad, tal vez habrían podido hacer algo con los circuitos complejos de la caja de control recién abierta. Pero claro está, no podía llegar hasta sus herramientas sin sus herramientas… una bonita paradoja. A Miles no le sorprendía que Ryoval hubiera reservado su sistema de alarma más sofisticado para la única puerta de ese laboratorio. Pero eso hacía que la habitación fuera una trampa mucho peor que los cimientos de donde venían.

Dio otra vuelta por el laboratorio con la linterna, revisando los cajones de nuevo. No encontró claves de ordenador, pero sí un par de alicates grandes en un cajón lleno de anillos y abrazaderas, alicates que podían ayudarlo a pasar por la rejilla que lo había vencido en el otro conducto. Bien. El avance hasta ese laboratorio había sido sólo un avance ilusorio.

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