Después, con una expresión de miedo en la cara muy semejante a la del sargento de guardia durante su confesión —una cara en la que se mezclaban la satisfacción amarga, la náusea de la droga y una mirada cargada de odio a Miles—, hizo una llamada por el vídeo.
—¿Milord? —dijo con temor.
—¿Qué pasa, Moglia? —En la cara del barón Ryoval se reflejaba sueño e irritación.
—Lamento interrumpir su sueño, señor, pero pensé que le gustaría saber algo sobre el intruso al que acabamos de capturar. No es un ladrón común, a juzgar por su ropa y su equipo. Un tipo raro, una especie de enano alto. Se metió por los conductos. —Moglia levantó el equipo de recolección de tejidos, las herramientas para detectar y desconectar alarmas, y las armas de Miles, como evidencia. El sargento de guardia metió a Miles a empujones dentro del espacio que captaba el vídeo—. Estaba haciendo preguntas sobre el monstruo de Bharaputra.
Los labios de Ryoval se abrieron un poco. Después se le encendieron los ojos y echó la cabeza hacia atrás y se rió.
—Debería habérmelo imaginado. Robando cuando debería estar comprando, ¿eh, almirante? —se burló—. Ah, muy bien, Moglia…
El jefe de seguridad pareció relajarse un poquitín.
—¿Conoce a este mutante bajito, milord?
—Sí, sí. Se hace llamar Miles Naismith. Un mercenario… dice que es almirante. Obviamente, un autoascenso. Excelente trabajo, Moglia. Retenlo ahí y yo iré a ocuparme de él por la mañana.
—¿Cómo quiere que lo retenga, señor?
Ryoval se encogió de hombros.
—Divertíos. Con libertad.
Cuando desapareció la imagen de Ryoval, Miles se descubrió en medio de las miradas especulativas del jefe de seguridad y el sargento de guardia.
Simplemente para aliviar las tensiones, uno de los guardias forzudos agarró a Miles por los brazos y el jefe de seguridad le dio un buen puñetazo en el vientre. Pero todavía se sentía demasiado descompuesto como para disfrutarlo como hubiera debido.
—Has venido a ver al soldado de juguete de los Bharaputra, ¿eh? —jadeó, aferrándose el vientre revuelto.
El sargento de seguridad miró a su jefe.
—¿Sabes? Creo que deberíamos darle ese gusto.
El jefe de seguridad ahogó un eructo y sonrió como en una visión beatífica.
—Sí…
Miles, rezando para que no le rompieran los brazos, vio que lo llevaban como a una rana por un complejo de corredores y tubos elevadores en brazos del guardia forzudo, seguido por el sargento y el jefe.
Tomaron un último tubo ascensor hasta el fondo, a un sótano polvoriento lleno de equipos y suministros almacenados o abandonados. Fueron hasta una puerta trampa sellada. Se abría sobre una escalera que descendía hasta la oscuridad.
—Lo último que arrojamos ahí dentro fue una rata —informó el sargento a Miles cordialmente—. Nueve la mordió y le sacó la cabeza. Así como así. Nueve siempre tiene hambre. Tiene el metabolismo de un horno.
El guardia empujó a Miles escalera abajo casi un metro por el simple mecanismo de pegarle en las manos con un bastón hasta que se soltaba. Miles colgaba justo fuera del alcance del palo, mirando la piedra en penumbras más abajo. El resto eran pilares y sombras y una humedad fría.
—¡Nueve! —llamó el sargento de guardia hacia la oscuridad llena de ecos—. ¡Nueve! ¡La cena! ¡Ven a buscarla!
El jefe de seguridad rió burlándose, después se aferró la cabeza y gruñó entre dientes.
Ryoval había dicho que él se encargaría de Miles personalmente por la mañana, seguramente los guardias comprendían que su jefe quería un prisionero vivo. ¿O no?
—¿Es la cárcel? —Miles escupió sangre y miró a su alrededor.
—No, no, sólo parte de los cimientos —le aseguró el sargento con alegría—. La cárcel es para los huéspedes que pagan. Je, je, je. —Y riéndose todavía de su humorada, dio una patada a la trampilla para cerrarla. El ruido del mecanismo de cierre tintineó en el silencio. Después nada.
Las barras de la escalera estaban heladas, y el frío le traspasaba los calcetines. Pasó un brazo a través de un escalón y metió una mano dentro de la camiseta para calentarla. No tenía nada en los pantalones grises, nada excepto una ración de emergencia, el pañuelo y las piernas.
Se quedó allí, colgado, durante un largo rato. Subir era inútil; bajar, nada deseable. Finalmente, el dolor en los ganglios que lo había sacudido hasta entonces empezó a mejorar y el shock físico pareció desparecer. Todavía estaba aferrado allí. Helado.
Podría haber sido peor, reflexionó. El sargento y su escuadrón podrían haber decidido que querían jugar a Lawrence de Arabia y los Seis Turcos. El comodoro Tung, jefe de personal de los Dendarii de Miles, y loco por la historia militar, había estado molestando a Miles con una serie de recuerdos militares de ese tipo. ¿Cómo se había escapado el coronel Lawrence de una situación igualmente difícil? Ah, sí, se había hecho el tonto y había persuadido a sus captores de arrojarlo en el barro. Seguramente, Tung también había leído el librofax a Murka.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, Miles descubrió que ésta era sólo relativa. Había paneles levemente luminosos en el techo aquí y allá y el brillo que arrojaban era amarillo y enfermizo. Bajó los últimos dos metros y se quedó de pie sobre la roca dura.
Se imaginó las noticias en Barrayar:
Cadáver de oficial del Imperio en el palacio de los sueños del Zar de la Carne. ¿Muerte por agotamiento?
Mierda, esto no se parecía en nada al glorioso sacrificio por el servicio del emperador que él había jurado llevar a cabo si era necesario, esto era sólo embarazoso. Tal vez la criatura de Bharaputra se comería la evidencia.
Con ese horrible consuelo en la mente, empezó a cojear de pilar en pilar, deteniéndose, escuchando, mirando a su alrededor. Tal vez había otra escalera en alguna parte. Tal vez había una trampilla que alguien se había olvidado de accionar. Quizá todavía había esperanza.
Quizás había algo que se movía en las sombras detrás de ese pilar…
El aliento de Miles se le congeló en la boca, después se liberó de nuevo cuando el movimiento se materializó en una rata albina y gorda del tamaño de un armadillo. La rata se escondió cuando lo vio y caminó tambaleándose para alejarse. Las garras del animal hicieron ruido sobre la piedra. Sólo una rata de laboratorio que se había escapado. Una rata muy grande, pero sólo una rata.
Una gran sombra temblorosa salió de ninguna parte a una velocidad increíble. Cogió a la rata de la cola y la hizo girar en el aire contra una columna, partiéndole el cráneo con un ruido agudo. Una imagen brevísima de una uña parecida a una garra y el cuerpo blanco quedó abierto de la cola a la cabeza. Dedos frenéticos separaron la piel del cuerpo de la rata mientras la sangre corría por las paredes. Miles vio por primera vez los colmillos de perro cuando mordieron y desgarraron y se hundieron en los tejidos de la rata.
Eran colmillos funcionales, no sólo decorativos, colocados en una mandíbula protuberante, con labios largos y una boca ancha, pero el efecto global era lobuno, más que simiesco. Una nariz chata, abrupta, cejas poderosas, pómulos altos. El cabello, una mata negra y enredada. Y sí, unos dos metros y medio de alto, un cuerpo tenso, musculoso, ancho.
Trepar de nuevo la escalera no ayudaría: esa criatura podía arrancarlo de los escalones y hacerlo girar y reventarlo contra una columna igual que a la rata. ¿Levitar hasta la punta de un pilar? Ah, tener dedos y pies de succión, algo que el comité de ingeniería no había considerado. ¿Quedarse quieto, inmóvil y hacerse el invisible? Miles eligió esa última defensa por eliminación: estaba paralizado de terror.
Los pies enormes, desnudos en la roca fría también tenían uñas que parecían garras. Pero la criatura iba vestida con ropa fabricada con tela verde de laboratorio, una chaqueta con cinturón parecida a un kimono y pantalones sueltos. Y otra cosa.
No me dijeron que era femenina
.
Casi había terminado con la rata cuando alzó la vista y vio a Miles. Con la cara y las manos llenas de sangre se quedó tan quieta como él.
En un movimiento casi espasmódico, Miles sacó la ración de emergencia medio aplastada del bolsillo superior del pantalón y se la tendió sobre la palma abierta.
—¿Postre? —sonrió, medio histérico.
Ella dejó caer el esqueleto de la rata, le arrebató la ración de la mano, la desenvolvió y la devoró en cuatro bocados. Después se adelantó, lo asió por el brazo y la camiseta negra y lo levantó hasta su cara. Los dedos con garras le arañaban la piel y sentía los pies flotando en el aire. Y ese aliento era exactamente lo que esperaba. La criatura tenía los ojos colorados y ardientes.
—¡Agua! —gruñó.
No me dijeron que hablaba
.
—Ah, bueno… agua —chilló Miles—. Claro. Debería haber agua por aquí… mira, allí arriba en el techo, todas estas tuberías. Si… si me bajas, muchacha, trataré de encontrar una de agua o algo así…
Ella lo bajó despacio hasta ponerlo sobre los pies y lo soltó. Él retrocedió despacio, las manos abiertas a los lados. Se aclaró la garganta, trató de volver a poner la voz en un tono suave, bajo.
—Tratemos por aquí. El techo se hace más bajo, o mejor dicho, es el suelo de roca el que se levanta un poco… ahí, cerca del panel de luz, ese tubo de plástico fino… el blanco es el código más común para el agua. No busques gris, es el de las cloacas, ni rojo, que es el de la energía óptica… —No sabía si ella lo comprendía: el tono era todo con las criaturas de cualquier tipo—. Si… si me levantaras sobre tus hombros como el alférez Murka, tal vez podría soltar esa juntura… —Hizo gestos como para enseñarle, porque no sabía qué parte de sus palabras llegaba a la inteligencia que hubiera detrás de esos ojos terribles.
Las manos ensangrentadas, fácilmente dos veces más grandes que las suyas, lo asieron bruscamente por las caderas y lo levantaron hacia arriba como en un cohete. Miles se aferró del caño blanco y se deslizó por él buscando una juntura. Los grandes hombros de la mujer se movían debajo de sus pies. A ella le temblaban los músculos, no era sólo el temblor de Miles. La juntura estaba muy bien apretada —Miles necesitaba herramientas—, pero se aferró a ella con todas sus fuerzas, aunque sabía que ponía en peligro sus débiles huesos. De pronto, la juntura hizo un ruido agudo y giró. Y cedió. El anillo de plástico se movió y el agua empezó a fluir entre los dedos de Miles. Una vuelta más y el caño se partió en dos. El agua hizo un arco brillante hacia abajo, hacia la roca.
Ella casi dejó caer a Miles en el apuro. Puso la boca debajo del escape, bien abierta, y dejó que el agua corriera en ella y sobre su cara, tosiendo y ahogándose con un frenesí más desesperado todavía que el que él le había visto demostrar con la rata. Bebió y bebió y bebió. Después dejó correr el agua sobre sus manos, su cara y su cabeza, se lavó la sangre y después volvió a beber. Miles empezó a pensar que nunca iba a dejar de beber, pero finalmente se retiró del caño, se sacó el cabello mojado de los ojos y lo miró con fijeza. Lo miró tal vez durante un minuto entero y después, de pronto, rugió:
—¡Frío!
Miles dio un brinco.
—Ah…, frío… correcto: Yo también; tengo los calcetines mojados. Calor, quieres calor. Veamos. Ah, intentemos por ahí, donde el techo está más bajo. No tiene sentido aquí, el calor saldría para arriba y no podríamos alcanzarlo… —Ella lo seguía con la intensidad de un gato que persigue… digamos, una rata, y él esquivaba pilares para llegar al espacio reducido en que el suelo se elevaba hasta casi tocar el techo y había que arrastrarse. Ahí, bien, ésa era la tubería más baja que podía encontrar—. Si podemos abrirlo —dijo y señaló el tubo de plástico que era casi tan ancho como su cintura—, está lleno de aire caliente bombeado hacia arriba. Pero esta vez no hay junturas a mano. —Miró el caño y trató de pensar. Ese compuesto plástico era muy resistente.
Ella se agachó y tiró, después se acostó boca abajo y le dio una patada, y después miró a Miles como preguntándole qué hacer.
—Probemos así —apuntó él y le cogió la mano, nervioso. La guió hasta la tubería y trazó surcos profundos alrededor de la circunferencia con las uñas largas y duras. Ella rascó y rascó, después lo miró como diciéndole
Esto no va a funcionar
…
—Trata de darle otra patada —sugirió él.
Ella debía pesar unos ciento cincuenta kilos y los puso todos en el esfuerzo, dio patadas y se colgó de la tubería, plantó los pies en el techo y se arqueó con toda su fuerza. El conducto se partió a lo largo de los rasguños. Ella cayó con él al suelo y el aire caliente empezó a sisear alrededor de los dos. Ella levantó las manos, puso la cara contra la corriente, casi se envolvió en ella, se sentó sobre las rodillas y dejó que el aire le corriera alrededor. Miles se arrodilló, se sacó los calcetines y los sostuvo sobre el conducto para que se secaran. Era un buen momento para escapar si hubiera tenido un lugar al que huir. Pero no quería dejar a su presa, no quería perderla de vista. ¿Su presa? Pensó en el valor incalculable del músculo de su pantorrilla izquierda mientras ella se sentaba sobre la roca y hundía la cara entre sus rodillas.
No me dijeron que lloraba
.
Miles sacó su pañuelo reglamentario, un pedazo de tela arcaico. Nunca había entendido la razón por la que tenía que llevar esa idiotez excepto, tal vez, que en los sitios a los que van los soldados la gente llora siempre. Se lo dio.
—Aquí tienes. Sécate los ojos con esto.
Ella lo cogió y se sonó la narizota e hizo un gesto como para devolvérselo.
—Quédatelo —dijo Miles—. ¿Cómo te llamas?
—Nueve —gruñó ella. No era hostil, era la forma en que sonaba una voz muy gastada en esa garganta enorme—. Y tú, ¿cómo te llamas?
Mi Dios,
una frase completa
. Miles parpadeó.
—Almirante Miles Naismith. —Se acomodó con las piernas cruzadas.
Ella lo miró, transfigurada.
—¿Un soldado? ¿Un oficial?, ¿en serio? —Y después, con dudas, como si lo viera bien por primera vez—: ¿Tú?
Miles se aclaró la garganta con firmeza.
—Sí, en serio. Con poca suerte de momento —admitió.
—Yo también —dijo ella con amargura y aspiró por la nariz—. No sé cuánto hace que me tienen en este lugar, pero ha sido mi primer trago de agua.
—Tres días, creo —dijo Miles—. ¿Tampoco te han dado… comida?