Read Fronteras del infinito Online

Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Fronteras del infinito (31 page)

BOOK: Fronteras del infinito
5.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Coma —susurró. Los labios apenas se movieron. Los pedacitos de barra cayeron a la manta. Oliver lo intentó de nuevo, pareció sentirse consciente de los ojos de Miles y se guardó el resto de la barra en los pantalones con un gruñido ininteligible.

—¿Lo… lo hirieron cuando arrasaron Núcleo Dormido? —preguntó Miles—. ¿En la cabeza?

Oliver sacudió la cabeza.

—Nadie arrasó Núcleo Dormido, muchacho.

—Pero cayó el 6 de octubre, eso dijeron, y…

—Cayó el 5 de octubre. Núcleo Dormido fue traicionada. —Oliver se volvió y se alejó antes de que su cara tensa pudiera dejar traslucir sus emociones.

Miles se arrodilló en el barro y soltó el aire de los pulmones, lentamente. Así estaban las cosas.

Entonces, ¿había llegado al final de su búsqueda?

Quería caminar y pensar pero andar todavía le dolía demasiado. Se alejó un poco, tratando de no invadir por error las fronteras del territorio de ningún grupo importante y se sentó, después se acostó en el polvo con las manos detrás de la cabeza, mirando el brillo perlado de la cúpula, sellado como una tapa sobre todos ellos.

Pensó en sus opciones, una, dos, tres. Las consideró y sopesó con cuidado. No le llevó mucho tiempo.

Y yo que pensé que no creías en la división entre gente buena y gente mala
… Había cauterizado sus emociones al entrar allí, pensó, para su propia protección, pero sentía que su imparcialidad cuidadosamente cultivada se estaba derrumbando. Estaba empezando a odiar esa cúpula de una forma personal, íntima. Una forma estéticamente elegante unida a su función tan a la perfección como la forma de la cáscara de un huevo, una maravilla de la física… pervertida para transformarla en un instrumento de tortura.

Una tortura sutil… Miles revisó las reglas de la Comisión judicial Interestelar para el tratamiento de los prisioneros de guerra, reglas que Cetaganda había firmado y aceptado. Tantos metros cuadrados de espacio por persona: sí, evidentemente los tenían. Ningún prisionero en confinamiento solitario por un período que excediera las veinticuatro horas: de acuerdo, allí no había soledad excepto en la locura. Ningún período de oscuridad mayor de doce horas: fácil, ahí no había ningún período de oscuridad, punto, sólo el brillo permanente del mediodía. Nada de golpes: claro que no, los guardias podían decir, sin faltar a la verdad, que nunca ponían una mano sobre los prisioneros. Sólo miraban mientras los prisioneros se golpeaban unos a otros. El tema de las violaciones, prohibidas con todavía mayor fuerza, se manejaba de la misma forma.

Miles había visto lo que podían hacer con la regla que decía que todo el mundo debía recibir dos barras de ración estándar por día. Lo de las barras de rata era un toque particularmente limpio, pensó. Nadie podía dejar de participar en la guerra del reparto (se frotó el estómago vacío). Tal vez el enemigo había provocado la lucha inicial poniendo una pila de barras escasa. Pero tal vez no. La primera persona que cogió dos en lugar de una, dejó a otro sin comida. Y quizás, a la vez siguiente, esa persona tomó tres para compensar el hambre y así la cosa se precipitó y se agigantó como una bola de nieve. Y eso había quebrado cualquier esperanza de orden, había enfrentado a grupo contra grupo, a persona contra persona en una pelea de perros, un recordatorio dos veces al día de la indefensión y la degradación a la que todos estaban sometidos. Nadie podía permitirse no entrar en la lucha si no quería morir de hambre en poco tiempo.

Prohibición de trabajos forzados: ah, vamos. Eso significaría imponer orden. Acceso a personal médico: claro, los médicos de las unidades debían de estar por allí en alguna parte. Repasó las palabras de ese párrafo en su memoria, por Dios, decía personal, ¿no es cierto? No remedios ni instrumental, solamente personal médico. Médicos y técnicos médicos desnudos, con las manos vacías. Se le encogieron los labios en una sonrisa sin alegría. Se habían facilitado las listas de prisioneros como se requería. Pero no había habido otra comunicación…

Comunicación. La falta de relación con el mundo exterior tal vez lo volvería loco a él también en poco tiempo. Era tan malo como rezar, hablar con un Dios que nunca respondía. Era fácil darse cuenta de por qué todos parecían tocados por un leve rastro de esquizofrenia. Las dudas asaltaron a Miles.
¿Había realmente alguien allí fuera?
¿Alguien que pudiera oír y entender su voz?

Ah, la fe ciega. El salto de la fe. Se le crispó la mano derecha, como si estuviera aplastando la cáscara de un huevo.

—Esto —dijo con claridad— merece un cambio de planes.

Se puso de pie para ir a buscar a Suegar.

Lo descubrió bien pronto, agachado en el polvo, haciendo dibujos. El otro levantó la vista con una sonrisa leve.

—Te llevó Oliver a ver a… a tu primo?

—Sí, pero llegué muy tarde. Se está muriendo.

—Ah… sí, pensé que tal vez sería así… Lo lamento.

—Yo también. —Miles se distrajo un momento de su propósito con una pregunta de curiosidad práctica—. Suegar, ¿qué hacen aquí con los cadáveres?

—Hay una pila de basura, o algo así, al lado de una de las paredes. La cúpula se hincha y salta sobre ella y se la lleva cada tanto, como se hace con los prisioneros nuevos y la comida, pero al revés. Generalmente, cuando un cadáver empieza a oler y se hincha, alguien lo lleva allá. A veces los llevo yo.

—Pero no hay posibilidad de escapar por ahí, ¿verdad?

—Lo incineran todo con microondas poco antes de abrir el portal.

—Ah. —Miles respiró hondo y se lanzó—. Suegar, creo que ahora lo sé. Soy el otro Elegido.

Suegar asintió, sereno, sin sorprenderse.

—Lo sabía.

Miles se detuvo, desilusionado. ¿Ésa era toda la reacción que iba a conseguir? Había esperado algo más enérgico, ya fuera a favor o en contra.

—Me di cuenta por una visión —declaró con voz dramática, siguiendo un libreto que había concebido.

—¿Ah, sí? —Había captado la atención de Suegar—. Yo nunca he tenido visiones —agregó con envidia—. Tuve que comprenderlo todo poco a poco, por el contexto. ¿Qué se siente? ¿Como un trance?

Mierda. Y yo que pensé que este tipo hablaba con los duendes y los ángeles
. Miles se retiró un poco.

—No, es como un pensamiento, pero más fuerte, más poderoso. Arrasa la voluntad… quema como el deseo carnal, y no es tan fácil de satisfacer. No es como un trance, porque lo lleva a uno hacia fuera, no hacia dentro. —Dudó, inquieto; le parecía que había dicho más verdad de la que quería.

Suegar parecía muy contento.

—Ah, bien. Durante un segundo tuve miedo de que fueras de los que hablan con gente que nadie más ve.

Miles miró hacia arriba sin querer, y después devolvió la mirada a Suegar.

—… así que eso es una visión. Pero si yo también me sentí así… —Sus ojos parecieron enfocar mejor lo que lo rodeaban. Se intensificaron.

—¿Y no te diste cuenta de que eso era una visión? —preguntó Miles con inocencia.

—No por ese nombre… es algo reconfortante ser elegido de esa forma. Traté de evadirme durante mucho tiempo, pero Dios siempre encuentra la forma de convencer a los que no quieren hacerse cargo de lo suyo.

—Eres demasiado modesto, Suegar. Siempre creíste en su escritura pero no en ti mismo. ¿No sabes que cuando uno recibe una misión, también se le da la energía necesaria para llevarla a cabo?

Suegar suspiró con satisfacción alegre.

—Sabía que era un trabajo para dos. Es como decía la escritura.

—Correcto. Y ahora somos dos. Pero debemos ser más. Supongo que será mejor que empecemos con tus amigos.

—Eso no va a llevar demasiado tiempo —dijo Suegar con amargura—. Supongo que ya tienes pensado un segundo paso, ¿verdad?

—Entonces, empezaremos con tus enemigos. O tus conocidos. Empezaremos con el primero que se nos cruce en el camino. No importa dónde empecemos porque los quiero a todos, al final. A todos, hasta el último. —Una cita que venía bien al caso se le cruzó en la memoria y la repitió con vigor—. «Que los que tienen oídos oigan.» Todos. —Miles envió una plegaria real desde su corazón para apoyar lo que decía—. De acuerdo. —Miles puso a Suegar de pie—. Vayamos a predicar a los infieles.

Suegar rió de pronto.

—Tenía un amigo que decía «vamos a sacudir culos» en el mismo tono.

—Eso también —dijo Miles y sonrió—. Te darás cuenta de que la unión universal a nuestra hermandad no va a venir voluntariamente en todos los casos. Pero deja el reclutamiento en mis manos, ¿de acuerdo?

Suegar se estiró los pelos de la barba, miró a Miles con el ceño fruncido.

—Empleado de oficina, ¿no?

—Sí.

—Sí, señor.

Empezaron con Oliver.

Miles hizo un gesto.

—¿Podemos entrar en tu oficina?

Oliver se rascó la nariz con la palma de la mano y aspiró profundamente.

—Quiero darte un buen consejo, muchacho —dijo con más familiaridad que antes—. No vas a convertir este lugar en base para tus chistes. Todas las bromas están gastadas aquí. Hasta las muy pesadas.

—Muy bien. —Miles se sentó con las piernas cruzadas cerca de la manta de Oliver, pero no demasiado cerca. Suegar se quedó un poco más atrás, no muy cerca del suelo, para poder escapar fácilmente si era preciso—. Entonces, lo diré sin dar más vueltas. No me gusta la forma en que están las cosas por aquí.

La boca de Oliver se frunció en un gesto sardónico, no hizo ningún comentario en voz alta. No hacía falta.

—Y voy a cambiarlas —agregó Miles.

—Mierda —dijo Oliver y les dio la espalda.

—Empezando aquí y ahora.

Después de un momento de silencio, Oliver dijo:

—Vete o te vas a conseguir una buena paliza.

Suegar empezó a levantarse, pero Miles le hizo un gesto irritado para que se quedara.

—Era comando —susurró Suegar, preocupado—. Puede partirte en dos.

—El noventa por ciento de la gente de este campo puede partirme en dos, incluyendo a las chicas —susurró Miles—. No me parece una consideración significativa.

Se inclinó hacia delante, cogió el mentón de Oliver y le volvió la cara hacia él. Suegar soltó un silbido por todo comentario.

—Hablemos de cinismo, sargento. Es la posición moral más supina del universo. Muy confortable. Si no se puede hacer nada, no eres una mierda por no hacerlo, y puedes tumbarte y rascarte en paz.

Oliver se sacó de encima la mano de Miles, pero no se volvió. La rabia bailó en sus ojos.

—¿Suegar te ha dicho que era sargento?

—No, está escrito en esa frente en letras de fuego. Escucha, Oliver…

Oliver rodó y elevó todo su cuerpo sobre los nudillos apoyados en la manta. Suegar hizo un gesto de miedo, pero no se fue.

—Escúchame, mutante —le espetó Oliver a Miles—. Ya lo hemos hecho todo. Ejercicios, juegos, vida limpia, gimnasia y duchas frías pero no hay duchas frías. Coros para cantar y espectáculos. Los hicimos siguiendo las reglas, siguiendo los libros, lo hicimos a la luz de las velas. Lo hicimos por la fuerza, y nos peleamos como en una guerra de verdad. Después de eso, pecamos y pasamos al sexo y al sadismo hasta que nos dieron ganas de vomitar. Lo hicimos por lo menos diez veces. ¿Crees que eres el primer reformador que llega a este lugar?

—No, Oliver. —Miles se inclinó hacia él y taladró los ojos ardientes del sargento sin quemarse. Bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Creo que soy el último.

Oliver se quedó callado un momento, después soltó una risita.

—Por Dios, Suegar encontró por fin a su alma gemela. Dos locos juntos, como dice su escritura.

Miles se detuvo, pensativo, después se sentó tan erguido como se lo permitía su columna torcida.

—Léeme tu escritura de nuevo, Suegar. El texto completo.

Cerró los ojos para concentrarse, y para que Oliver no interrumpiera.

Suegar se retorció y se aclaró la garganta nervioso.

—Para los que serán los herederos de la salvación. —Y empezó—: «Así pasaron por el portal. Debes saber que la ciudad estaba sobre una colina muy alta, pero los peregrinos subieron esa colina con facilidad porque tenían a esos dos hombres para guiarlos; y habían dejado sus vestimentas tras ellos en el río, por que, aunque entraron con ellas, salieron desnudos. Y por lo tanto subieron allí con mucha agilidad y velocidad, a través de los cimientos de la ciudad, más alta que las nubes. Y por lo tanto, subieron por las regiones del cielo… » —Suegar agregó disculpándose—: Ahí termina. Ahí fue donde rompí la página. No estoy seguro de lo que significa.

—Probablemente, significa que se supone que uno tiene que improvisar —sugirió Miles, abriendo los ojos de nuevo. Así que ésa era la materia prima sobre la que estaba construyendo. Tenía que admitir que la última línea en particular le daba escalofríos, como mirar un vientre lleno de gusanos. Pero así eran las cosas.

Adelante—. Ahí tienes, Oliver. Eso es lo que ofrezco. La única esperanza por la que vale la pena vivir. La salvación.

—Muy edificante —se burló Oliver.

—Yo lo que quiero es edificar sobre vosotros. Tienes que entenderlo, Oliver, soy un fundamentalista. Tomo las escrituras muy literalmente.

Oliver abrió la boca, después la cerró con ruido. Miles tenía toda su atención.

Comunicación por fin
, se dijo Miles.
Hemos establecido la conexión
.

—Haría falta un milagro —añadió Oliver al fin— para edificar algo en este lugar.

—La mía no es una teología de elegidos. Yo pienso predicar a las masas. Incluso a los pecadores. —Era evidente que estaba cogiendo el tranquillo—. El paraíso es para todos. Pero los milagros, por su propia naturaleza, tienen que venir de fuera. No los tenemos en los bolsillos…

—Tú seguro que no —murmuró Oliver entre dientes, mirando la desnudez de Miles.

—… sólo podemos rezar y prepararnos para un mundo mejor. Porque los milagros sólo les pasan a los que están preparados. ¿Tú estás preparado, Oliver? —Miles se inclinó hacia adelante, la voz vibrante de energía.

—Psé… —La voz de Oliver se fue apagando. Miró a Suegar para vez si éste aprobaba lo que decía Miles, cosa bien extraña, por cierto—. ¿Este tipo es real?

—Cree que está fingiendo —dijo Suegar con toda naturalidad—, pero en realidad no finge. Él es el Elegido, te lo aseguro.

Los gusanos fríos volvieron a moverse. Tratar con Suegar, pensó Miles, era como enfrentarse a un juego de espejos. El blanco, aunque fuera real, nunca estaba donde uno creía.

BOOK: Fronteras del infinito
5.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Cold Blue Blood by David Handler
Fever by V. K. Powell
The Kindling Heart by Carmen Caine
Necessary Endings by Cloud, Henry
That Gallagher Girl by Kate Thompson
Tenure Track by Victoria Bradley
Erin M. Leaf by Joyful Devastation
Seducing Cinderella by Gina L. Maxwell
Tell Me Three Things by Julie Buxbaum