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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Fronteras del infinito (33 page)

BOOK: Fronteras del infinito
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Ella hizo un gesto de desprecio.

—Esos vagos… ¿Y por qué sólo un sombrero? ¿Por qué no un uniforme entero ya puestos? —agregó, sarcástica.

—Un sombrero es un objeto más útil para comunicarse. Se pueden hacer gestos amplios —dijo y lo hizo—, transmitir sinceridad —lo sostuvo sobre el corazón—, o indicar vergüenza —sobre los genitales con dos dedos en pinza—, o rabia… —lo arrojó al suelo como si pudiera clavarlo en la tierra, después lo levantó y lo sacudió con cuidado—, o determinación… —se lo puso bruscamente en la cabeza y se bajó el ala sobre los ojos—, o saludar —lo levantó de nuevo para hacerlo—. ¿Ves el sombrero?

Ella se empezaba a divertir.

—Sí…

—¿Ves las plumas que tiene?

—Sí…

—Descríbelas.

—Ah… bueno, plumas.

—¿Cuántas?

—Dos. Juntas.

—¿Ves el color de las plumas?

Ella retrocedió, muy consciente de sí misma de pronto, con una mirada de reojo a sus compañeras.

—No.

—Cuando veas el color de las plumas —insistió Miles con suavidad—, también entenderás la forma en que se pueden expandir estas fronteras hasta el infinito.

Ella se quedó en silencio, la cara inexpresiva. Pero la líder de la patrulla musitó:

—Tal vez esta basurita hará bien en hablar con Tris. Sólo esta vez. Vamos, acompáñame.

Era evidente que la mujer que estaba al mando había sido una luchadora de vanguardia, no una técnica, como la mayoría de las mujeres. Ciertamente, no había adquirido esos músculos, que fluían como cuerdas de cuero trenzado debajo de su piel sentada horas y horas frente a un holovídeo en algún puesto de retaguardia bajo tierra. Había manejado las armas reales que escupían muerte real y a veces dejaban de funcionar en medio de la batalla; se había golpeado contra los límites de lo que puede hacerse con la carne, el hueso y el metal, y esa presión deformante le había dejado marcas. Las ilusiones se le habían quemado como en una infección y lo que quedaba era una cicatriz cauterizada a fuego. La rabia bullía incansable en sus ojos, como el calor en una brasa, subterránea e indestructible. Tal vez tenía treinta y cinco años, tal vez cuarenta.

Dios, estoy enamorado
, pensó Miles.
El hermano Miles te quiere a ti para su Ejército de Reforma
… Después controló sus pensamientos. Aquí y ahora era el momento definitivo, el paso que definiría el éxito o el fracaso de su plan y no tendría bastante ni con todo su encanto verbal, ni su gracia, ni sus bromas, ni sus burlas delicadas, ni siquiera atados con un gran lazo rosa.

Los heridos quieren poder, nada más; creen que eso impedirá que los hieran de nuevo. Esta mujer no va a interesarse en el extraño mensaje de Suegar… por lo menos, todavía no
… Miles respiró hondo.

—Señora, estoy aquí para ofrecerte la comandancia de este campo.

Ella lo miró con los ojos bien abiertos, como si él fuera algo que había encontrado creciendo en las paredes de un rincón oscuro de su letrina. Pasó los ojos sobre la desnudez de Miles y éste sintió las marcas de las garras de esos ojos desde el mentón a los dedos del pie.

—Comandancia que tú tienes en el bolsillo, sin duda —gruñó ella—. La comandancia de este campo no existe, mutante. Así que no es tuya para ofrecérmela. Déjalo en nuestro perímetro, Beatrice. Hecho pedazos.

Miles esquivó a la pelirroja. Después corregiría eso de
mutante
.

—La comandancia de este campo es mía porque yo voy a crearla —afirmó—. Y quiero señalar que lo que ofrezco es poder, no venganza. La venganza es un lujo demasiado caro. Los comandantes no pueden permitírsela.

Tris se desenrolló desde su manta y se puso de pie, después tuvo que doblar las rodillas para poner la cara al mismo nivel de la de él, y susurró:

—Lástima, hombrecito. Casi has logrado interesarme. Porque sí quiero venganza. Venganza contra todos los hombres de este campo.

—Entonces, los cetagandanos han triunfado. Has olvidado quién es el verdadero enemigo.

—Digamos, más bien, que he descubierto quién es en realidad. ¿Quieres saber lo que nos han hecho… nuestros propios compañeros…?

—Los cetagandanos quieren que creáis que esto —y Miles hizo un gesto para abarcar todo el campo— es algo que os estáis haciendo vosotros mismos. Así que cuando peleáis entre vosotros, les estáis haciendo el juego. Y ellos os miran todo el tiempo. Son testigos de la humillación.

La mirada de ella giró hacia arriba, una mirada brevísima. Bien. Esa gente parecía sufrir de algo que era casi una enfermedad. Miraban en cualquier dirección menos hacia la cúpula.

—El poder es mejor que la venganza —sugirió Miles sin retroceder frente a esa cara fría como la de una serpiente, impasible, los ojos ardientes como brasas de carbón—. El poder es algo vivo y con él se puede tocar el futuro. La venganza es algo muerto que se estira desde el pasado para dominarnos.

—Y tú eres un artista de mierda —interrumpió ella—, tratando de estirarte para coger lo que cae. Ahora ya sé lo que eres.
Esto
es poder. —Flexionó el brazo bajo la nariz de Miles y sus músculos se estiraron y se contrajeron—. Éste es el único poder que existe aquí. Tú no lo tienes y estás buscando que alguien te cubra el culo. Bueno, te has equivocado de negocio.

—No —negó Miles y se tocó la frente—.
Esto
es poder. Y yo soy el dueño del negocio. Esto —volvió a tocarse la frente—, controla esto —señaló el puño crispado—. Los hombres pueden mover montañas, pero las ideas mueven a los hombres. Se puede tocar la mente con el cuerpo… ¿qué sentido tendría todo esto si no? —Señaló el campo—. ¿Qué es sino tocar vuestras mentes a través de vuestros cuerpos? Pero ese poder fluye en dos direcciones y la que va hacia fuera es la más poderosa.

»Cuando permitáis que los cetagandanos reduzcan todo vuestro poder sólo a
eso
—le tocó el bíceps para dar énfasis a lo que decía, y fue como tocar una piedra envuelta en terciopelo. Ella se puso tensa, furiosa por las libertades que él se tornaba—, entonces les habréis dejado reduciros a lo más débil que tenéis. Y ellos ganarán la partida.

—Ya la han ganado, de todos modos —chilló ella, dejándolo de lado. Él respiró aliviado porque, por lo menos, Tris no había pensado en romperle el brazo—. Nada de lo que hagamos en este círculo significará un cambio notable. Hagamos lo que hagamos, somos prisioneras. Pueden cortarnos el suministro de comida, o de aire, maldita sea, o aplastarnos hasta convertirnos en mantequilla. Y el tiempo está de su parte. Si ponemos todo nuestro esfuerzo en restaurar el orden, ¿eso es lo que quieres hacer, verdad?, lo único que tienen que hacer para que se quiebre de nuevo es esperar. Estamos
vencidos
. Estamos
dominados
. No hay nadie ahí fuera. Nos quedaremos aquí para siempre. Y será mejor que te vayas acostumbrado a la idea.

—Esa canción ya la he oído antes —dijo Miles—. Usa la cabeza. Si lo que quisieran es mantenernos aquí para siempre, podrían habernos incinerado al principio y se habrían ahorrado el gasto considerable que significa mantener este campo. No. Lo que quieren son vuestras mentes. Estáis aquí porque erais lo mejor de Marilac, los más brillantes, los más duros, los más fuertes, los más peligrosos. Los que podíais representar una resistencia potencial a la ocupación, los que los demás buscarían como líderes. El plan de los cetagandanos es quebrar vuestra mente y después devolveros a vuestro mundo como infecciones inoculadas en pequeñas dosis, infecciones que aconsejarán a todo el pueblo la rendición, la resignación.

»Cuando la mente muera —y Miles le tocó la frente, muy levemente—, los cetagandanos ya no tendrán nada que temer de esto —un dedo sobre el bíceps poderoso—, y todos vosotros seréis libres. Es un mundo cuyo horizonte estará tan cerrado como el horizonte de esta cúpula, un mundo del que será igualmente imposible escapar. La guerra todavía no ha terminado. Estáis aquí porque los cetagandanos todavía esperan la rendición de Núcleo Dormido.

Durante un momento, Miles pensó que ella iba a matarlo, que lo estrangularía ahí donde estaba. Ciertamente, preferiría hacerlo pedazos a dejar que él la viera llorar.

Pero ella recuperó su tensión protectora con un gesto de la cabeza, y tragó aire una vez, solamente.

—Si eso es verdad, el camino que tú me ofreces nos aparta todavía más de la libertad.

Mierda, lógica de pies a cabeza. No tenía que golpearlo, podía analizarlo lógicamente hasta hacerlo pedazos si él no le discutía. Miles discutió.

—Hay una diferencia sutil entre ser prisionero y ser esclavo. Yo no confundo ninguna de las dos cosas con ser libre. Tú tampoco.

Ella se quedó en silencio, mirándolo a través de los ojos entrecerrados y mordiéndose el labio, inconscientemente.

—Eres muy extraño —dijo por fin—. ¿Por qué dices «vosotros» y no «nosotros»?

Miles se encogió de hombros para quitarle importancia al asunto. Mierda… revisó rápidamente lo que había dicho, cierto, cierto, había hablado de ese modo. Ahí se había acercado demasiado al abismo. Sin embargo, quizás hasta pudiera aprovechar el error.

—¿Me parezco a la flor y nata de las milicias de Marilac? Soy un forastero, atrapado en un mundo que no hice. Un viajero, un peregrino que pasaba por el lugar. Pregúntale a Suegar.

Ella hizo un gesto de desprecio.

—Ese loco.

No lo había comprendido. Mierda, como decía Elli. Miles echaba de menos a Elli. Tendría que intentarlo de nuevo más tarde.

—No menosprecies a Suegar. Tiene un mensaje para ti. Para mí fue fascinante.

—Ya lo he oído. A mí me molestó… Para pasar a los hechos, ¿qué piensas sacar tú de esto? Y no me digas que «nada» porque no voy a creerte. Con franqueza, creo que lo que quieres es la comandancia del campo para ti mismo y no pienso ofrecerme de voluntaria para ser la piedra fundamental de algún plan para construir un imperio.

Ahora estaba pensando a toda velocidad. Pensaba constructivamente, seguía otras ideas, había dejado de lado la primera, la de hacerlo llevar a su frontera en pedazos. Miles se estaba acercando…

—Sólo quiero ser tu consejero espiritual. No quiero… no podría ser comandante. Sólo consejero.

Debía de haber algo en el término «consejero» que hacía sonar algún mecanismo de asociación en la mente de la mujer. Sus ojos se abrieron de par en par. A Miles le pareció que podía ver cómo se le dilataban las pupilas. Tris se inclinó hacia adelante y puso el dedo índice en las cicatrices finas que había junto a la nariz de Miles, las cicatrices dejadas por ciertas llaves de control en el casco de la armadura espacial. Después, se enderezó de nuevo y acarició con dos dedos en V las marcas todavía más profundas que llevaba ella misma en el rostro duro.

—¿Qué has dicho que eras?

—Empleado. Oficina de Reclutamiento —replicó empecinado.

—Ya… ya veo.

Y si lo que veía era que había algo absurdo en un supuesto empleado de retaguardia que había usado armadura de combate el tiempo suficiente como para tener su estigma, Miles estaba frito. Tal vez.

Ella volvió a acurrucarse en su manta e hizo un gesto hacia el otro extremo.

—Siéntate, capellán. Y sigue hablando.

Cuando Miles volvió, Suegar estaba dormido, sentado con las piernas cruzadas. Roncaba. Miles le tocó el hombro.

—Despierta, Suegar, estamos en casa.

Suegar se despertó con un bufido.

—Dios, cómo echo de menos el café. ¿Eh? —Parpadeó mirando a Miles—. ¿Todavía estás entero?

—Casi, casi. Escucha, eso de las vestiduras en el río y todo lo demás… ahora que nos hemos encontrado, ¿tenemos que seguir desnudos? ¿O te parece que ya hemos cumplido con la profecía?

—¿Eh?

—¿Nos podemos vestir ya? —repitió Miles con paciencia.

—Bueno… no lo sé, supongo, si el destino quisiera que tuviésemos ropa, la tendríamos…

Miles asintió y señaló a un lado.

—Ahí está. La tenemos.

Unos metros más allá estaba Beatrice, en una pose de exasperación con las manos en las caderas, un paquete de ropa gris bajo el brazo.

—Eh, locos, ¿queréis esto o no? Me marcho.

—¿Has conseguido que te dieran ropa? —le susurró Suegar atónito.

—Que
nos
la dieran, a los dos. —Miles hizo un gesto a Beatrice.

Ella le tiró el bulto, soltó un bufido por la nariz y se fue.

—Gracias —le gritó Miles. Deshizo el paquete. Dos juegos de pijamas grises, uno pequeño y otro grande. Miles sólo tuvo que darle dos vueltas al bajo de los pantalones para impedir que se le enredaran con los pies. La ropa estaba manchada y acartonada por el sudor y el polvo y, probablemente, se la habían sacado a un cadáver, pensó Miles. Suegar se puso la suya y se quedó tocando la tela, sorprendido.

—Nos han dado ropa. Nos han dado ropa —musitó Suegar—. ¿Cómo lo has logrado?

—Nos lo han dado todo, Suegar. Vamos. Tengo que hablar con Oliver otra vez. —Miles lo arrastró con determinación—. Me pregunto cuánto tiempo tenemos hasta la próxima comida. Dos en cada ciclo de veinticuatro horas, de eso estoy seguro. Pero no me sorprendería que fuera irregular, para aumentar la desorientación temporal… después de todo, ése es el único reloj que hay aquí.

En ese momento, un movimiento le llamó la atención. Un hombre que corría. No era la carrera ocasional de alguien para huir de los grupos hostiles. Este corría, simplemente, la cabeza baja, estirado en el esfuerzo, los pies desnudos golpeando el polvo en un ritmo frenético. Seguía el perímetro, menos frente al territorio de las mujeres, donde dio un rodeo. Lloraba mientras corría.

—¿Qué es eso? —preguntó Miles a Suegar haciendo un gesto hacia la figura que se aproximaba.

Suegar se encogió de hombros.

—A veces es así. Uno no puede seguir sentado. Una vez, un tipo corrió hasta que se murió. Vueltas y vueltas y vueltas.

—Bueno —decidió Miles—, éste corre hacia nosotros.

—Dentro de un segundo correrá en dirección contraria…

—Entonces, ayúdame a atraparlo.

Miles lo golpeó bajo y Suegar alto. Suegar se le sentó sobre el pecho. Miles, sobre el brazo derecho para quebrar cualquier resistencia efectiva. Debía de haber sido un soldado muy joven cuando lo capturaron, tal vez había mentido sobre su edad al principio, porque incluso después de todo ese tiempo tenía cara de niño, una cara marcada por las lágrimas y la eternidad que había pasado dentro de esa perla vacía. Inhalaba el aire en jadeos llenos de sollozos y lo exhalaba en palabras obscenas y rabiosas. Después de un rato, se calmó.

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