—Sí, sí. —Miles se golpeó la palma de una mano con el puño de la otra sin pensar. Sus dos coagentes, los lazos vitales entre la cúpula y los Dendarii, no habían aparecido todavía. Los cetagandanos mataban siempre a los espías,
siempre
, con una coherencia deprimente. Después de una serie de interrogatorios que convertían la muerte en un alivio muy bienvenido… Trató de razonar. Si los hubieran descubierto, Tung se habría encontrado con una picadora de carne al bajar. No había sido así, o sea que el disfraz de técnicos de monitores había dado resultado. Claro está que podían haber muerto bajo fuego amigo… Amigos. Tenía demasiados amigos para poder permanecer cuerdo en medio de ese asunto de locos.
—Tú —dijo Miles mientras tomaba su ropa de manos del soldado que se la había traído—, vete allí —señaló con el dedo— y busca a una pelirroja que se llama Beatrice y a un hombre herido que se llama Suegar. Tráemelos. Cuidado con él. Tiene heridas internas.
El soldado saludó y se fue. Ah, el placer de dar una orden sin tener que acompañarla de un razonamiento teológico. Miles suspiró. El agotamiento estaba allí, esperando para tragárselo, agazapado en el borde de su burbuja de adrenalina e hiperactividad. Todos los factores —los transbordadores, el tiempo, el enemigo que se acercaba, la distancia hasta el punto de salto que se cerraría en dos horas— se formulaban y reformulaban en su mente en todas las variedades posibles. Pequeñas variaciones en el factor tiempo derivaban en problemas insuperables. Era un milagro que hubieran logrado lo que habían conseguido hasta el momento. No… Miró a Tung, a Thorne: un milagro, no. Era la iniciativa y la devoción extraordinarias de su gente.
Bien hecho, sí, bien hecho
.
Thorne lo ayudó a vestirse cuando vio que no podía con una sola mano.
—¿Dónde diablos está mi equipo de comunicaciones de comando? —preguntó Miles.
—Nos dijeron que estabas herido y en estado de agotamiento absoluto. Te marcamos para evacuación inmediata.
—No sé quién fue, pero es un presuntuoso y un… —Miles se tragó la rabia. No había tiempo para mandar a nadie a buscar nada. Además, si hubiera tenido el equipo, se habría sentido tentado de dar órdenes y todavía no conocía lo suficiente las complejidades internas de la operación desde el punto de vista de la flota. Así que se resignó a quedar como observador sin ningún otro comentario. Por lo menos, eso lo dejaba libre para ocuparse de la retaguardia.
Pronto apareció el soldado con Beatrice y otros cuatro prisioneros que llevaban a Suegar en la manta. Lo dejaron a los pies de Miles.
—Que venga mi doctora —dijo Miles.
El soldado salió a buscarla. Cuando llegó se arrodilló junto al semiinconsciente Suegar y le quitó el código de la espalda. Un nudo de tensión se desató en el cuello de Miles al oír el siseo familiar del hipoespray con sinergina.
—¿Mal? —preguntó.
—No está bien —admitió la doctora, controlando el visor de diagnóstico—. El brazo roto, hemorragia en el estómago. Mejor será que éste vaya directo a cirugía en la nave de comando. Auxiliar… —hizo un gesto a un Dendarii que esperaba con los guardias el regreso de los transbordadores y le dio instrucciones incomprensibles. El hombre envolvió a Suegar en una película fina productora de calor.
—Me aseguraré de que llegue allí pronto —prometió Miles. Tembló un poco, envidiando la envoltura ahora que la niebla fría y ácida le perlaba el cabello y se le metía en los huesos.
La expresión y la atención de Tung se dirigieron de pronto a un mensaje que recibía de su equipo. Miles, que le había devuelto el equipo al teniente Murka para que siguiera con sus obligaciones, se paró y se puso a cambiar el peso de un pie al otro, impaciente por recibir las noticias.
Elena. Elli. Si las han matado
…
—Bien. Muy bien hecho —oyó a Tung—. Informad al punto de bajada A7. —Un movimiento de mandíbula para cambiar de canal—. Sim, Nout, volved con las patrullas a los perímetros del punto de bajada de vuestro transbordador. Las han encontrado.
Miles descubrió que estaba inclinado con las manos sobre las rodillas, esperando que se le aclarara la cabeza mientras el corazón le corría en círculos enloquecidos.
—¿Elli y Elena? ¿Están bien?
—No han pedido un médico… ¿Seguro que tú no necesitas uno? Estás blanco.
—Estoy bien. —El corazón de Miles se regularizó un poco. Se puso de pie y miró los ojos de Beatrice, llenos de interrogantes—. Beatrice, ¿buscarías a Tris y a Oliver? Necesito hablarles antes de que vuelvan a subir los transbordadores.
Ella asintió sin entender y se alejó. No saludó. Por otra parte, tampoco se negó a cumplir la orden. Miles se sintió absurdamente feliz.
El ruido atronador que había habido al principio en el círculo de la cúpula se había convertido ahora en un silencio con gemidos ocasionales de armas de fuego pequeñas, algún grito humano o alguna voz confusa amplificada artificialmente. A lo lejos, ardían fuegos, brillos anaranjados en la niebla. No era una operación quirúrgicamente limpia… Los cetagandanos iban a sentirse muy furiosos cuando contaran sus bajas. Era hora de irse. O más bien, ya se estaba haciendo tarde para irse. Trató de pensar en los códigos envenenados para contrarrestar la imagen de los empleados y los técnicos de los cetagandanos aplastados en medio de sus edificios en llamas, pero las dos pesadillas parecían potenciarse una a la otra en lugar de neutralizarse mutuamente.
Ahí llegaban Tris y Oliver, los dos aún un poco atónitos. Beatrice se colocó a la derecha de Tris.
—Felicitaciones —empezó Miles antes de que ellos pudieran abrir la boca. Tenía mucho que decirles y muy poco tiempo para hacerlo—. Ahora tenéis un ejército. —Hizo un gesto con el brazo para mostrar a los prisioneros, ex prisioneros, mejor dicho, en sus grupos de transporte alrededor del campo. Todos esperaban en silencio, muchos sentados en el suelo. ¿O eran los cetagandanos los que habían conseguido esa paciencia? Fuera quien fuere.
—Temporalmente —dijo Tris—. Creo que es porque están aturdidos. Si las cosas se ponen calientes, o pierdes uno o más transbordadores, si alguien se aterroriza y empieza a cundir el pánico…
—Puedes decirle a cualquiera que veas a punto de estallar que tiene permiso para subir conmigo si eso le ayuda. Ah… y será mejor que les digas que yo voy en el último transporte —puntualizó Miles.
Tung, que prestaba una atención dividida a esa confabulación y al equipo de comunicaciones que llevaba puesto, hizo una mueca de exasperación ante esa novedad.
—Eso los tranquilizará —dijo Oliver.
—Por lo menos, les dará algo en qué pensar —concedió Tris.
—Ahora yo voy a daros algo en qué pensar a vosotros. La nueva resistencia de Marilac. Vosotros sois esa resistencia —dijo Miles—. Originariamente, mi patrón me contrató para rescatar al coronel Tremont. Él iba a organizar un nuevo ejército para la lucha. Cuando lo encontré… se estaba muriendo y tuve que decidir si seguía la letra de mi contrato y enviaba un cadáver o un hombre en estado catatónico, o más bien, seguía el espíritu y enviaba un ejército. Elegí eso último y os elegí a vosotros para llevarlo a cabo. Debéis continuar el trabajo del coronel Tremont…
—Yo sólo era teniente —empezó a decir Tris, horrorizada, a coro con Oliver.
—Soy soldado raso, no oficial. El coronel Tremont era un genio…
—Pero vosotros sois sus herederos. Yo lo digo. Mirad a vuestro alrededor. ¿Os parece que cometí algún error al elegir a mis subordinados?
Después de un momento de silencio, Tris dijo:
—Aparentemente, no.
—Tenéis que establecer un estado mayor. Buscad a los genios en táctica, a los técnicos, y ponedlos a trabajar para vosotros. Pero las decisiones, el impulso y la dirección deben estar en vuestras manos. Recordaréis este lugar y recordaréis por qué hacéis lo que hacéis, siempre…
Oliver habló en voz baja y tranquila.
—¿Y cuándo vamos a salir de ese ejército, hermano Miles? Mi servicio se terminó durante el sitio de Núcleo Dormido. Si hubiera estado en cualquier otro lugar, me habría ido a casa.
—Hasta que el ejército de los cetagandanos hubiera arrasado las calles, claro.
—Incluso así. Las posibilidades no son buenas.
—Las posibilidades eran peores para Barrayar en su época y se sacaron a los cetagandanos de encima. Les llevó veinte años y más sangre que la que habéis visto en vuestras vidas, pero lo hicieron —aseguró Miles.
Oliver pareció más impresionado por ese antecedente histórico que Tris, que dijo escépticamente:
—Barrayar tenía a esos guerreros Vor, todos locos. Corrían a la batalla a toda velocidad, les gustaba morir. Marilac no tiene ese tipo de tradición cultural. Nosotros somos civilizados…, o lo éramos, hace tiempo…
—Déjame contarte algo sobre los Vor de Barrayar —cortó Miles—. Los locos que buscaban una muerte gloriosa la encontraron muy pronto, te lo aseguro. Eso limpió de locos la cadena de mando. Los supervivientes fueron los que aprendieron a pelear sucio y a vivir para pelear otro día más y ganar. Los que sentían que nada, ni la comodidad, ni la seguridad, ni la familia, ni los amigos, ni su alma inmortal era más importante que ganar. Supervivencia y victoria. No eran superhombres ni inmunes al dolor. Sudaban llenos de dudas y confusión. No tenían ni la mitad de los recursos físicos que posee Marilac, incluso ahora. Y ganaron. Los Vor —dijo Miles y bajó la velocidad del discurso— no saben rendirse.
Después de un silencio, Tris dijo:
—Hasta un ejército de voluntarios patrióticos tiene que comer. Y no vamos a ganar a los cetagandanos escupiéndoles a la cara.
—Habrá ayuda financiera y militar a través de un canal secreto que no seré yo. Si hay un ejército de resistencia a quien entregarla.
Tris miró a Oliver, midiéndolo. El fuego que había en ella ardía más cerca de la superficie que nunca desde que Miles la conocía, y le corría por los músculos duros. El gemido de los primeros transbordadores que volvían horadó la niebla. Tris dijo en voz muy suave:
—Y yo que pensé que era atea, sargento, y que tú eras el que creía. ¿Vienes conmigo… o te vas?
Los hombros de Oliver se hundieron. Con el peso de la historia, sintió Miles, no el de la derrota, porque el calor que había en sus ojos era similar al que ardía en Tris.
—Voy —dijo.
Miles miró a Tung.
—¿Cómo vamos?
Tung movió la cabeza y alzó la mano.
—Seis minutos de retraso arriba.
—Bien. —Miles se volvió hacia Tris y Oliver—. Quiero que subáis los dos. Esta vez, en transbordadores distintos. Cuando lleguéis arriba, acelerad la descarga de gente. El teniente Murka os dirá en qué transbordador ir… —Hizo un gesto a Murka y los envió a su tarea.
Beatrice se quedó.
—Creo que voy a aterrorizarme —informó a Miles en tono distante. Con el dedo gordo del pie, desnudo, trazaba círculos en el polvo, cada vez más húmedo.
—Ya no necesito guardaespaldas —sonrió Miles—. Tal vez una niñera…
Una sonrisa iluminó los ojos de ella sin llegar a los labios. Más tarde, se prometió Miles. Más tarde haría reír a esa boca.
La segunda ola de transbordadores despegó mientras lo que quedaba de la primera aterrizaba de nuevo. Miles rezaba para que todos los sensores estuvieran funcionando a la perfección: los transbordadores se pasaban unos a otros en medio de la niebla. De ahora en adelante, el factor tiempo sólo podía empeorar. La niebla se estaba condensando en una lluvia fría, agujas de plata que caían desde el cielo.
El foco de la operación se afinaba rápidamente, más máquinas, más números, más cálculos de tiempo, menos lealtades y almas. Y obligaciones aterrorizantes. Una mente emocionalmente patológica, incapaz de sentir amor o miedo, tal vez lo habría encontrado divertido, pensó Miles. Empezó a hacer cuentas con el dedo en el polvo, números en tránsito, números en tierra, pero el polvo se estaba transformando en un barro pegajoso y negro y no retenía el dibujo.
—Mierda —exclamó Tung de pronto a través de los dientes apretados. El aire que había frente a su cara estalló en una onda de información proyectada en holovídeo y sus ojos la leyeron a la velocidad que da la práctica. Su mano derecha se crispo y se dobló, como si tuviera ganas de arrancarse el equipo de la cabeza y aplastarlo en el barro en un gesto de frustración y disgusto—. Eso acaba con todo. Acabamos de perder dos transbordadores.
¿Cuáles?
, gritó la mente de Miles.
Oliver. Tris
… Pero se obligó a preguntar primero:
—¿Cómo?
Juro que si chocaron uno contra otro voy a ir a buscar una pared para golpearme hasta que ya no sienta nada
…
—Una nave de combate cetagandana atravesó el cordón. Iba contra las de combate, pero la eliminamos a tiempo. Casi a tiempo.
—¿Y la identificación de los transbordadores? ¿Cargados o de regreso?
Los labios de Tung se movieron en una subvocalización.
—A-4, cargada, B-7, vacía. Pérdida total, ningún superviviente. El transbordador de combate 5 del
Triunfo
está destruido y el piloto en recuperación.
No había perdido a sus comandantes. Los sucesores del coronel Tremont, que había elegido y entrenado con tanto cuidado, estaban a salvo. Abrió los ojos llenos de dolor y descubrió a Beatrice que lo miraba, ansiosa porque para ella los números de los Dendarii no significaban nada.
—¿Doscientos muertos? —susurró.
—Doscientos seis —corrigió Miles. Las caras, nombres, voces familiares de los seis Dendarii pasaron por su memoria. Los doscientos prisioneros también debían de tener rostros. Pero los bloqueó en la mente porque hubieran representado un peso excesivo.
—Estas cosas pasan —murmuró Beatrice aturdida.
—¿Estás bien?
—Claro que sí. Estas cosas pasan. Son inevitables. No soy una llorona que se derrumba bajo el fuego… —Parpadeó con rapidez, levantando el mentón—. Dame… dame algo qué hacer. Cualquier cosa.
Y
rápido
, agregó Miles por ella.
De acuerdo
. Le señaló el campo.
—Ve a ver a Pel y a Liant. Divide los grupos que quedan en bloques de treinta y tres y agrégalos a los de la tercera ola. Tendremos que enviar la tercera sobrecargada. Después infórmame. Ve rápido, el resto de los transbordadores volverá en unos minutos.
—Sí, señor —dijo ella y saludó. Era ella la que lo necesitaba, no él. Orden, estructura, racionalidad, una cuerda a la que aferrarse. Él le devolvió el gesto con gravedad.