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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Fronteras del infinito (35 page)

BOOK: Fronteras del infinito
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—No sé por qué —gruñó Miles, a pesar de sí mismo—, dudo que seas experto en la defensa de los barrayanos en la primera guerra cetagandana. O tal vez hayas aprendido algo…

¿Por qué estoy aquí discutiendo con este loco de mierda?
, se preguntó Miles mientras Pitt seguía insultándolo.
No hay tiempo. Terminemos
.

Se volvió hacia atrás y cruzó los brazos.

—¿Se os ha ocurrido que este hombre es a todas luces un agente de los cetagandanos?

Hasta Pitt quedó tan impresionado que se calló.

—Creo que es evidente —siguió Miles, levantando la voz para que todos los que estaban cerca pudieran oírlo—. Es un líder en la división y destrucción del grupo. Corrompió con su ejemplo y su maña a soldados honestos que lo siguieron y los enfrentó unos contra otros. Vosotros erais lo mejor de Marilac. Los cetagandanos no podían estar seguros de que cayeseis. Así que plantaron la semilla del mal entre vosotros. Para asegurarse. Y funcionó… funcionó muy bien. Nunca sospechasteis… —

Oliver cogió a Miles del brazo y le murmuró al oído:

—Hermano Miles… conozco a ese tipo. No es ningún agente cetagandano. Es sólo uno de tantos…

—Oliver —ordenó Miles con los dientes apretados—. Silencio. —Y siguió hablando con su tono de arenga—. Claro que es un agente cetagandano. Un espía. Un topo. Y pensar que todo este tiempo pensabais que esto era algo que os hacíais vosotros mismos…

Donde no existe el diablo
, pensó Miles,
tal vez sea conveniente inventarlo
. Se le revolvía el estómago, pero mantuvo el rostro tranquilo en una expresión de rabia justa. Miró las caras a su alrededor. Había unas cuantas tan pálidas como debía de estar la suya propia, pero por otras razones. Un murmullo bajo se deslizó entre ellas, un murmullo atónito y amenazador,

—Quitadle la camisa —dijo Miles—. Y acostadlo boca abajo. Suegar, dame tu taza.

La taza de plástico de Suegar tenía una punta afilada en uno de sus lados rotos. Miles se sentó sobre Pitt, y usando la punta como una estilográfica escribió sobre esa espalda tensa, en letras grandes:

ESPÍA

CETA

Clavó bien hondo, sin piedad y la sangre lo salpicó de arriba a abajo. Pitt aulló, insultó, se retorció.

Miles se puso de pie, temblando, sin aliento, y no sólo por el esfuerzo físico.

—Ahora —ordenó—, quiero que le deis su barra de rata y lo escoltéis hasta la salida.

Los dientes de Tris se abrieron para objetar la última orden, y después se cerraron con fuerza. Sus ojos taladraron la espalda de Pitt mientras lo empujaban hacia fuera. Su mirada se volvió luego hacia Miles, dudosa.

—¿De verdad crees que era cetagandano? —le preguntó a Miles en voz baja.

—No puede ser —se burló Oliver—. ¿Para qué es toda esta charada, hermano Miles?

—No dudo de las acusaciones de Tris sobre sus otros crímenes —dijo Miles, tenso—. Quiero que lo sepáis. Pero no podemos castigarlo por ellos sin dividir al campo en dos, y eso debilitaría la autoridad de Tris. De esta forma, Tris y las mujeres se vengan sin ponerse a la mitad de los hombres en contra. Las manos de la comandante quedan limpias, se hace justicia contra un criminal y nos sacamos de encima un caso que, sin duda, afuera iría a la prisión militar. Además, es una advertencia para gente que pueda parecérsele. Funciona a todos los niveles.

Oliver se quedó mudo. Después de un momento, señaló:

—Juegas sucio, hermano Miles.

—No puedo permitirme una derrota. —Miles le clavó la mirada—. ¿Y tú?

—No —Oliver apretó los labios.

Tris no hizo ningún comentario.

Miles supervisó personalmente el reparto de raciones a los prisioneros demasiado enfermos, débiles o heridos que no hubieran intentado acercarse a la línea.

El coronel Tremont estaba echado sobre su manta, tieso, enroscado, mirando sin ver. Oliver se arrodilló a su lado y le cerró los ojos fijos, secos. El coronel había muerto en las últimas horas, no importaba cuándo.

—Lo lamento —dijo Miles con sinceridad—. Lamento haber llegado tarde.

—Bueno, bueno —contestó Oliver. Se puso de pie, se mordió el labio, meneó la cabeza y no dijo ninguna otra cosa. Miles, Suegar, Tris y Beatrice le ayudaron a llevar el cadáver con ropa, taza y todo, a la pila de basura. Oliver puso la barra de rata que le había reservado bajo el brazo del muerto. Nadie trató de saquear el cuerpo cuando ellos se fueron, aunque ya habían saqueado a otro que yacía en las mismas condiciones, desnudo y de lado.

Poco después tropezaron con el cuerpo de Pitt. Probablemente había muerto por estrangulamiento, pero tenía la cara tan golpeada que el color rojo de las mejillas y los labios no era una señal segura.

Tris, en cuclillas junto al cuerpo, miró a Miles en una reestimación lenta de su forma de actuar.

—Creo que, después de todo, tal vez tenías razón sobre el poder, hombrecito.

—¿Y sobre la venganza?

—Pensé que nunca me saciaría de vengarme —suspiró ella, mirando el cuerpo que yacía a su lado—. Sí… sobre eso también.

—Gracias. —Miles empujó el cuerpo con el dedo gordo del pie—. Y no te equivoques. Es una pérdida para nosotros.

Miles hizo que Suegar dejara que otro llevara el cadáver a la pila de basura.

Formó un consejo de guerra justo después del reparto de comida. Los que habían llevado el cuerpo de Tremont, que Miles consideraba ahora sus generales, y los catorce líderes de grupo se reunieron a su alrededor en un lugar cerca de las fronteras del grupo de las mujeres. Miles caminaba de un lado a otro frente a ellos, gesticulando con fuerza.

—Quiero felicitar a los líderes de grupo por su trabajo excelente y al sargento Oliver por haberlos elegido. Esto nos ha permitido lograr, no sólo la alianza con la gran mayoría de los habitantes del campo, sino también tiempo. De ahora en adelante cada comida funcionará un poco mejor que la anterior y será un ejercicio para la siguiente.

»Y no os equivoquéis. Esto es un ejercicio militar. Estamos en guerra otra vez. Ya hemos logrado que los cetagandanos hayan quebrado su muy calculada rutina y hayan hecho un movimiento nuevo. Nosotros actuamos. Y ellos reaccionaron. Aunque os parezca increíble, la ventaja de la ofensiva ha estado en nuestras manos.

»Ahora empezaremos a planear la estrategia siguiente. Quiero que penséis cuál será el próximo desafío a que nos enfrentarán los cetagandanos. —
En realidad, quiero que penséis. Y punto
—. Aquí termina el sermón. Comandante Tris, usted sigue. —Miles se obligó a sentarse con las piernas cruzadas para dejar el campo libre a su elegida, lo quisiera ella o no. Se recordó que Tris había sido oficial de campo, no de oficinas y que necesitaba la práctica más que él.

—Por supuesto, pueden enviarnos menos comida, como ya hicieron antes —empezó ella después de aclararse la garganta—. Se dice que así fue como empezó todo. —Su mirada se cruzó con la de Miles, que asintió como para darle ánimo—. Eso quiere decir que vamos a tener que empezar a contar cuánta gente hay y hacer turnos rotativos estrictos para dividir las raciones en caso de que no haya para todos. Cada líder de grupo elegirá un lugarteniente y un par de ayudantes para controlar las cifras.

—Otro movimiento igualmente perturbador que podrían intentar los cetagandanos —interrumpió Miles sin poder resistirse a la tentación—, es enviar demasiada comida para enfrentarnos al problema, muy interesante por cierto, de cómo dividir los extras. Creo que tenemos que pensar en eso. —Sonrió a Tris con gesto inocente.

Ella alzó una ceja y siguió adelante:

—Tal vez también traten de dividir la comida en varios montones, para complicarnos el problema de controlar el reparto correctamente. ¿Se os ocurre algún otro truco sucio en que podamos pensar? —preguntó y no pudo dejar de mirar a Miles.

Uno de los líderes de grupo levantó la mano con algunas dudas.

—Señora… ellos nos están escuchando. ¿No le parece que les estamos dando ideas?

Miles se levantó para contestar a eso con toda su fuerza.

—Claro que nos escuchan. Sin duda, tenemos toda su atención. —Hizo un gesto obsceno hacia la cúpula—. Que escuchen. Cada movimiento que hagan es un mensaje desde fuera, una sombra que marca la forma que tienen, una información acerca de ellos. Sabremos utilizarla.

—¿Y si nos vuelven a cortar el aire? —dijo otro líder de grupo con un tono tan cargado de dudas como el primero.

—Entonces —dijo Miles con suavidad—, perderán la posición que tanto les ha costado ganar en la Comisión judicial. Es un golpe de propaganda que les ha servido de mucho últimamente, sobre todo desde que nuestro lado, en medio de la presión de la crisis que tenemos en casa, no ha sido capaz de mantener a sus propias tropas en buenas condiciones, y mucho menos a los cetagandanos que capturamos. Los cetagandanos, cuyo punto de vista propagandístico es que están compartiendo el gobierno imperial con nosotros por generosidad cultural, dicen que esto es una muestra de la superioridad de su civilización y sus buenos modales…

Algunas risas burlonas indicaron el punto de vista de los prisioneros al respecto y Miles sonrió y siguió adelante.

—La tasa de mortalidad de este campo es tan extraordinaria que ha llamado la atención del Comité judicial. Los cetagandanos se las han arreglado para justificarla en tres inspecciones distintas del comité, pero un ciento por ciento sería demasiado alto e injustificable hasta para ellos. —Un temblor como para expresar acuerdo, la rabia reprimida, recorrió al auditorio como una corriente amarga.

Miles se sentó de nuevo. Oliver se inclinó hacia él y le susurró:

—¿Cómo diablos sabes todo eso?

Miles hizo una mueca.

—¿Ha sonado convincente? Bien.

Oliver volvió a acomodarse en la silla, muy tenso.

—No tienes ningún tipo de inhibición, ¿verdad?

—No en un combate.

Tris y su grupo de líderes pasaron las siguientes dos horas preparando cuadros de posibles lugares y circunstancias para la aparición de la comida y diseñando respuestas tácticas para cada una. Hicieron un descanso para pasar los resultados a los líderes de grupo, para que ellos, a su vez, se los pasaran a sus subordinados y Oliver a su personal de apoyo suplementario.

Tris se detuvo frente a Miles, que había sucumbido a la gravedad en algún momento de la segunda hora y que ahora yacía en el polvo, mirando sin ver hacia la cúpula y parpadeando en un esfuerzo para mantener los ojos abiertos. No había dormido nada durante el día y medio anteriores a su llegada al campo. No estaba seguro de cuánto tiempo había pasado desde entonces.

—He pensado en otra posibilidad —dijo Tris—. ¿Qué hacemos si no hacen nada? No cambian nada.

Miles sonrió, medio dormido.

—Es lo más probable. Ese intento por engañarnos en el último reparto de comida fue un desliz por su parte, creo yo.

—Pero sin enemigo, ¿cuánto tiempo podemos seguir fingiendo que somos un ejército? —Insistió ella—. Con esto nos has sacado de lo más profundo del pozo, pero cuando esto se termine, ¿qué pasará?

Miles se acurrucó y dejó fluir pensamientos extraños o informes, arrastrado por el comienzo de un sueño erótico sobre una pelirroja alta y agresiva. Soltó un bostezo.

—Entonces, pediremos un milagro. Recuérdame que debo discutir lo de los milagros contigo… más tarde…

Se despertó a medias una vez, cuando alguien le metió una manta debajo del cuerpo. Sonrió a Beatrice entre sueños.

—Mutante loco —le soltó ella y lo hizo rodar sobre la manta—. No vayas a creer que esto ha sido idea mía.

—Suegar —murmuró Miles—, Dios mío, creo que le gusto. —Se enroscó otra vez entre los brazos dulces de la Beatrice de ensueño a disfrutar de una paz temporal.

Por desgracia, el análisis de Miles fue correcto. Los cetagandanos volvieron a su rutina original con las barras de rata y no respondieron a los cambios de sus prisioneros. Miles no estaba seguro de que eso le gustara. En realidad le daba muchas oportunidades para afinar el sistema de distribución, pero algún tipo de ataque de la cúpula habría servido para dirigir la atención de los prisioneros hacia fuera, les habría devuelto un enemigo que aliviara en algo el aburrimiento paralizante de sus vidas. Si la cuestión se alargaba demasiado, Tris acabaría teniendo razón.

—Odio a los enemigos que no cometen errores —murmuró Miles, irritado, y puso todos sus esfuerzos en las cosas que sí podía controlar.

Buscó un prisionero flemático con un buen latido cardíaco y le pidió que se acostara en el polvo y contara los latidos para marcar el tiempo de la distribución para después trabajar sobre cómo reducir ese tiempo.

—Es un ejercicio espiritual —anunció cuando ordenó que sus catorce hombres distribuyeran las barras de rata a grupos de doscientos con descansos de treinta minutos entre un grupo y otro.

—Es un cambio de ritmo —explicó a Tris, apartándola de los demás—. Si no podemos inducir a los cetagandanos a que provean algo de variedad, tendremos que hacerla nosotros mismos.

También ordenó que se contabilizaran con exactitud a los prisioneros supervivientes. Estaba siempre en todas partes, exhortando, buscando, empujando, reprimiendo.

—Si realmente quieres que lo hagamos más rápido, será mejor que nos des más montones, mierda —protestó Oliver.

—No blasfemes —dijo Miles y se dedicó a enseñar a los grupos cómo distribuir los montones en otros más pequeños, colocados a espacios regulares sobre la superficie del campo para apresurar la distribución.

Al final de la comida número diecinueve desde que él había entrado en el campo, Miles decidió que su sistema de distribución estaba completo y que era teológicamente correcto. Si llamaba «día» al tiempo que llevaba recibir dos comidas, había estado allí nueve días.

—Estoy listo —refunfuñó—, y es demasiado pronto.

—¿Lloras porque no tienes otros mundos que conquistar? —le preguntó Tris con una mueca sarcástica.

Para la llamada trigésimo segunda, el sistema todavía funcionaba bien, pero Miles empezaba a inquietarse.

—Bienvenido al tiempo eterno —dijo Beatrice con amargura—. Será mejor que empieces a serenarte, hermano Miles. Si lo que dice Tris es cierto, vamos a estar aquí todavía más tiempo por tu culpa. Tengo que acordarme de agradecértelo alguna vez. —Le sonrió con una mueca de amenaza y Miles recordó prudentemente que tenía algo que hacer al otro lado del campo.

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