Oliver respiró profundo. Esperanza y miedo, confianza y duda, se mezclaron en su rostro.
—¿Cómo vamos a salvarnos, reverendo?
—Ah, llámame hermano Miles. Sí. Dime, ¿cuántos conversos puedes reclutar con tu propia autoridad desnuda y sin apoyo?
Oliver se lo pensó un rato.
—Déjales ver esa luz y la seguirán de inmediato.
—Bueno… la salvación es para todos, claro, pero hay ciertas ventajas prácticas en mantener un sacerdocio al principio. Quiero decir, benditos son los que no ven y sin embargo tienen fe.
—Eso es cierto —estuvo de acuerdo Oliver—. Y también es cierto que si tu religión no produce un milagro cuando llegue el momento, habrá un sacrificio humano.
—Ah, claro. —Miles tragó saliva—. Eres un hombre muy perspicaz.
—Eso no es perspicacia —contestó Oliver—. Es una garantía personal.
—Sí, bueno…, para volver a mi pregunta. ¿Cuántos seguidores podrás conseguir? Hablo de cuerpos, no de almas en este caso.
Oliver frunció el ceño. Todavía era cauteloso.
—Tal vez veinte.
—Te parece que algunos de ellos pueden conseguir a otros? ¿Dividirse en más, ser muchos?
—Tal vez.
—Entonces, conviértelos en lugartenientes. Creo que será mejor que nos olvidemos de los rangos anteriores. Llámalo, digamos, el Ejército de los Renacidos. No. El Ejército de la Reforma. Eso suena mejor. Estaremos reformados. El cuerpo se ha desintegrado como el del gusano en la crisálida en una pasta verde y pegajosa, pero nos reformaremos hasta ser mariposas y volaremos.
Oliver volvió a hacer un ruido con la nariz.
—¿En qué reformas estás pensando?
—Sólo en una, creo. La comida.
Oliver lo miró como si no pudiera creer lo que oía.
—¿Estás seguro de que no es una treta para conseguirte una comida gratis?
—Eso me encantaría, empiezo a tener hambre. —Miles dejó de bromear al ver que Oliver no estaba impresionado—. Pero hay muchos otros que están igual. Para mañana, los tendremos a todos comiendo de nuestras manos.
—¿Para cuándo quieres a tus veinte muchachos?
—Para la próxima comida. —Dios, el hombre se había asustado.
—¿Tan pronto?
—Es mejor que entiendas, Oliver, que la creencia que tienes en el mundo es una ilusión que provoca este lugar. Hay que resistirla.
—Parece que tienes mucha prisa.
—¿Y tú? No tendrás una cita con el dentista, ¿verdad? Supongo que no. Además, sólo tengo la mitad de tu corpulencia. Tengo que moverme para mantener la fuerza de la inercia. Veinte y más. Para la próxima comida.
—¿Qué diablos crees que puedes hacer con veinte tipos?
—Vamos a tomar la pila de comida…
Oliver hizo un gesto de disgusto.
—No con veinte, claro que no. No hay forma. Además, ya se hizo. Te digo que provocaríamos una guerra ahí mismo. Una masacre.
—… y cuando la hayamos tomado, la redistribuiremos. Con justicia, una barra de rata por persona, todo controlado y ordenado. A los pecadores también. Para la próxima llamada, todos los que no hayan comido desde hace un tiempo vendrán con nosotros. Y después estaremos en posición de encargarnos de los tipos difíciles.
—Estás loco. No puedes hacerlo. No con veinte tipos.
—¿Yo he dicho que sólo íbamos a ser veinte? ¿He dicho eso, Suegar?
Suegar, que le escuchaba fascinado, negó con la cabeza.
—Bueno, yo no pienso poner el cuello para que me lo corten a menos que puedas producir algún medio de apoyo —protestó Oliver—. Una cosa así nos puede costar la vida.
—Puedo conseguir apoyo —prometió Miles sin pensarlo mucho. Había que empezar a edificar en alguna parte y sus botas imaginarias eran suficiente punto de apoyo—. Tendré quinientos para la causa sagrada a la hora de la próxima comida.
—Si haces eso, soy capaz de recorrer todo el perímetro de este campo desnudo y cabeza abajo —respondió Oliver.
Miles sonrió.
—Tal vez te haga pagar esa apuesta, sargento. Más de veinte. Para la hora de la comida. —Miles se puso de pie—. Vamos, Suegar.
Oliver los despidió con un gesto irritado. Retrocedieron en orden. Cuando Miles miró por encima de su hombro, Oliver se había levantado y caminaba hacia un grupo de mantas ocupadas, situadas en la tangente con respecto a la suya y saludaba a un conocido con la mano.
—¿Y dónde vamos a conseguir tropas de quinientos soldados antes de la próxima comida? —preguntó Suegar—. Mejor será que te advierta de que Oliver era lo mejor que teníamos. La próxima jugada puede ser mucho más dura.
—¿Qué? —le preguntó Miles—. ¿Tan pronto se derrumba tu fe?
—Creo —dijo Suegar—. Lo que pasa es que no veo. Tal vez eso me hace bendito, no lo sé.
—Me sorprende. Pensaba que era bastante obvio. Ahí. —Miles señaló a través del campo hacia la frontera sin marcas del grupo de las mujeres.
—Ah. —Suegar estaba sorprendido, tenso—. Oh, oh, no sé, no sé, Miles.
—Sí, vamos.
—No vas a entrar ahí si no te haces un cambio de sexo.
—¿Qué? No me digas que con toda tu fe nunca has intentado predicar tu escritura entre ellas…
—Lo intenté. Y me golpearon. Después de eso traté en todos lados menos ahí.
Miles hizo una pausa y se mordió los labios, estudiando a Suegar.
—No fue una derrota. Si fueras de los que se dejan vencer no habrías resistido todo este tiempo, esperándome. Lo que te impidió seguir buscándolas… ¿fue la vergüenza? ¿Te atrae algo de ellas, especialmente?
Suegar negó con la cabeza.
—No personalmente. Excepto, tal vez, pecados de omisión. No tenía corazón para seguir molestándolas.
—Todo este lugar está sufriendo por pecados de omisión.
—Un alivio, que Suegar no fuera algo así como un violador confeso. Los ojos de Miles recorrieron la escena, buscando el esquema a partir de las pocas claves que hubiera en la posición, los grupos, la actividad—. Sí… la presión predadora produce una conducta de reunión en la manada. Siendo la… la fragmentación social lo que es aquí, la presión debe de ser muy alta para mantener un grupo de ese tamaño en funcionamiento. Pero no he notado muchos incidentes desde mi llegada…
—Depende —dijo Suegar—. Fases de la luna o algo así…
Fases de la luna, correcto. Miles envió una plegaria de gracias en su corazón a los dioses que fueran —a quien corresponda— por el hecho de que los cetagandanos hubieran implantado algún tipo de anovulatorio en todas las prisioneras femeninas, junto con las otras inmunizaciones. Bendito fuera el individuo olvidado que había puesto esa cláusula en las reglas de la Comisión judicial, y así había obligado a los cetagandanos a utilizar formas más sutiles de tortura. Y al mismo tiempo, la presencia de embarazos, bebés y niños, ¿no habría sido otra fuerza desestabilizadora, o una fuerza estabilizadora más profunda y más fuerte que todas las otras lealtades que los cetagandanos parecían haber quebrado con tanto éxito? Desde un punto de vista puramente logístico, Miles se sentía feliz de que la cuestión fuera sólo teórica.
—Bueno… —Miles respiró hondo y se colocó un sombrero imaginario sobre la cabeza en un ángulo agresivo—. Soy nuevo aquí y por lo tanto, por ahora, no estoy marcado. Que los que no tengan culpa arrojen la primera piedra. Además, tengo una ventaja para este tipo de negociación. Es obvio que no soy una amenaza. —Hizo un gesto como para marchar hacia su objetivo.
—Te esperaré aquí —dijo Suegar y se acuclilló en el lugar en el que se encontraba.
Miles caminó calculando el tiempo para interceptar a una patrulla de seis mujeres que hacía la ronda por el perímetro. Se colocó frente a ellas y se quitó el sombrero imaginario para colocarlo estratégicamente sobre sus genitales.
—Buenas tardes, señoras. Permítanme disculparme por mi…
Su presentación quedó truncada cuando se le llenó la boca de polvo. Cuatro mujeres lo habían rodeado y le habían echado las piernas hacia atrás y los hombros hacia delante. Miles terminó en el suelo boca abajo. Ni siquiera se las había arreglado para escupir cuando se encontró en el aire volando el círculo, mareado, con la cabeza hacia abajo todavía y las manos de las mujeres sobre sus manos y sus piernas. Una cuenta de tres entre dientes y Miles voló en un arco corto hacia delante y aterrizó hecho un trapo no muy lejos de Suegar. La patrulla continuó su ronda sin decir ni una sola palabra.
—¿Ves a lo que me refiero? —dijo Suegar.
Miles giró la cabeza para mirarlo.
—Tenías esa trayectoria calculada centímetro a centímetro, ¿verdad? —se quejó con amargura.
—Aproximadamente, sí —aceptó Suegar—. Pensé que te iban a tirar un poco más lejos que siempre, por tu tamaño, quiero decir.
Miles se sentó, tratando de recuperar el aliento. Mierda con esas costillas. Se le habían casi arreglado pero ahora le horadaban el pecho con una agonía eléctrica cada vez que trataba de respirar. Esperó unos minutos, se puso de pie y se sacudió. Después lo pensó de nuevo y levantó también el sombrero invisible. Mareado, tuvo que apoyar las manos sobre las rodillas durante un momento.
—De acuerdo —murmuró—. Vamos de nuevo.
—Miles…
—Tiene que hacerse, Suegar. No hay alternativa. Y además, cuando empiezo algo, no puedo dejar de seguir intentándolo. Me dijeron que soy patológicamente empecinado. No puedo dejar las cosas como están.
Suegar abrió la boca para objetar y después se tragó su protesta.
—De acuerdo —dijo. Se acomodó con las piernas cruzadas y la mano derecha sobre su biblioteca de harapos en un gesto inconsciente—. Esperaré a que me llames. —Pareció caer en un sueño, una meditación, tal vez simplemente dormitaba.
El segundo intento de Miles terminó exactamente igual que el primero, excepto que su trayectoria fue tal vez un poco más larga y un poco más alta. El tercer intento terminó igual, pero la lucha de Miles fue mucho más corta.
—Bien —murmuró para sí—. Seguramente, las estoy cansando.
Esta vez se puso paralelo a la patrulla, fuera del alcance de las manos de las mujeres, pero dentro del alcance de sus oídos.
—Escuchad —jadeó—, no tenéis por qué hacer esto tantas veces. Os lo voy a poner fácil. Tengo un desorden teratogénico en los huesos… no soy mutante, ya me entendéis, tengo los genes normales, lo que pasa es que la expresión de esos genes salió perturbada… mi madre se expuso a cierto veneno durante el embarazo… fue sólo una vez, no puede afectar a ningún hijo mío, si lo tengo… lo que decía era que mis huesos son quebradizos: en realidad, cualquiera de vosotras puede rompérmelos fácilmente, uno por uno. Tal vez os preguntéis por qué os digo todo esto. En general, prefiero que no lo sepa mucha gente. Lo digo para que entendáis que tenéis que escucharme. No soy una amenaza para vosotras. ¿Me vais a hacer correr por todo el campo? Por favor, ir más despacio…
Se iba a quedar sin aliento y, por lo tanto, sin municiones verbales. A este paso, no tardaría mucho. Saltó frente a ellas y se plantó ahí con los brazos abiertos.
—… así que si estáis pensando en romperme todos los huesos del cuerpo, por favor hacedlo ahora y terminemos con esto, porque voy a seguir volviendo hasta que lo hagáis.
La líder hizo una señal breve con la mano y la patrulla se detuvo frente a él.
—Cogedle la palabra —sugirió una pelirroja alta. Su cabello corto y eléctrico fascinaba a Miles hasta distraerlo completamente. Se imaginó las guedejas de ese cabello que habían caído al suelo frente a las tijeras de los procesadores de la prisión cetagandana—. Yo le rompo el brazo izquierdo si tú le rompes el derecho, Conr —siguió ella.
—Si con eso logro que me escuchéis durante cinco minutos, así sea —respondió Miles, sin retroceder. La pelirroja se adelantó y se colocó en posición, lo cogió por el hombro izquierdo y aplicó la presión.
—Cinco minutos —agregó Miles con desesperación mientras la presión aumentaba. La mirada de la mujer le quemaba el perfil. Él se humedeció los labios, cerró los ojos, retuvo el aliento y esperó. La presión se hizo crítica… Él se puso de puntillas…
La pelirroja lo soltó bruscamente y él se tambaleó.
—Los hombres —comentó, disgustada—. Siempre convierten todo en una estúpida competencia.
—La biología es el destino —jadeó Miles, abriendo los ojos.
—¿O es que eres algún tipo de pervertido…, alguien a quien le gusta que le golpeen las mujeres?
Por Dios, espero que no
. Miles se quedó de pie y por poco no lo traicionaron sus partes inferiores con venias no solicitadas. Si su destino era estar cerca de esa pelirroja, iba a ser mucho mejor que consiguiera unos pantalones.
—Si digo que sí, ¿dejarías de golpearme para castigarme? —ofreció.
—Mierda, no.
—Era sólo un decir.
—Basta ya, Beatrice —ordenó la líder de la patrulla. Hizo un gesto con la cabeza y la pelirroja volvió a la formación—. De acuerdo, basura, tienes tus cinco minutos. Tal vez.
—Gracias, señora. —Miles respiró hondo y se arregló lo mejor que pudo sin uniforme al que aferrarse—. Primero, quiero disculparme por haber entrado aquí sin ropa. Las primeras personas que encontré aquí formaban un grupo práctico: se sirvieron solos, mi ropa, entre otras cosas…
—Sí, lo vi —confirmó Beatrice, la pelirroja, interrumpiendo inesperadamente—. La banda de Pitt.
Miles se sacó el sombrero imaginario y le hizo una reverencia.
—Sí, gracias.
—Cuando haces eso, ofendes a los que están detrás tuyo —comentó ella, sin expresión.
—Es por su punto de observación. No me importa —respondió Miles—. En cuanto a mí, quiero hablar con vuestra jefa, o jefas, si tenéis varias. Tengo un plan serio para mejorar el tono de este lugar y quiero invitaros a colaborar con ese plan. Para decirlo sin dar más vueltas, sois el único reducto notable de civilización que queda aquí, eso sin hablar de organización militar. Me gustaría que vuestras fronteras se expandieran.
—Las fronteras que tenemos nos cuestan todo el esfuerzo que podemos dar, hijo —replicó la líder—. No se puede. Así que toma ese cuerpo tuyo y llévalo lejos si quieres hacerte un gran favor.
—Y sermonéale un rato a él —sugirió Beatrice—. Aquí no vas a conseguir adeptos.
Miles suspiró y dio vueltas al sombrero invisible entre las manos por el ala ancha. Lo hizo girar un momento en un dedo y cruzó una mirada con la pelirroja.
—Mira mi sombrero. Es la única prenda que he conseguido conservar después del ataque de los hermanitos robustos, la banda de Pitt. Como la llamáis.