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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (10 page)

BOOK: Fuera de la ley
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Se había visto obligado a asumir el cargo de auténtico macho alfa cuando, accidentalmente, transformó dos mujeres humanas en mujeres lobo. En teo­ría, no era posible, pero en aquel momento estaba en posesión de un poderoso artefacto. Ver cómo David asumía su responsabilidad no solo me llenaba de orgullo, sino que también me hacía sentir culpable porque, en parte, había sido mi culpa. Bueno, en realidad la mayor parte.

Cuando llegara el solsticio de invierno haría un año que David había em­pezado una manada. Su jefe le había obligado y él se empeñó en utilizar una bruja en vez de una mujer lobo para no tener que asumir nuevas responsa­bilidades. Era una situación que nos beneficiaba a ambos: David conservaba su trabajo, y yo conseguía que mi seguro fuera más barato. Pero ahora se había convertido en un verdadero macho alfa, y yo estaba orgullosa de que lo hubiera aceptado de buen grado. Había dejado su camino para que las dos mujeres que había transformado con el foco se sintieran aceptadas y útiles, y siempre que podía aprovechaba para ayudarles a explorar su nueva situación con alegría y buena disposición.

Sin embargo, lo que más me enorgullecía era que se negara a mostrar la culpa que le atormentaba, porque sabía que, si les dejaba ver lo mal que se sentía por haber cambiado sus vidas sin su consentimiento, empezarían a sentir que lo que eran no estaba bien. Posteriormente había demostrado su nobleza cuando aceptó la maldición de hombres lobo en mi lugar para salvaguardar mi salud mental. La maldición me habría matado con la llegada de la primera luna llena. David decía que le gustaba, y yo lo creía, aunque me preocupaba. Yo apreciaba a David por quién era y también por ver en quién se estaba convirtiendo.

—Hola, David. Howard —dijo Ivy desde lo alto de la entrada. Se acababa de cepillar el pelo y se había puesto los zapatos—. Os quedáis a cenar, ¿verdad? Tenemos una olla llena de chili en el fuego, así que hay de sobra —añadió, aunque en realidad lo único que le interesaba era meterse en los calzoncillos de David.

—Gracias, pero no podemos —repuso este bajando la vista—. Me voy de caza con las chicas y es posible que Howard quiera volver antes de que nos quedemos fritos.

Howard masculló algo sobre una reunión e Ivy se giró hacia la ventana y observó la luna, a la que le faltaba poco para ser llena, aunque en ese momento quedaba oculta tras las nubes. Los hombres lobo podían transformarse en cual­quier momento, pero los tres días de luna llena era el único periodo en que estaba permitido deambular a cuatro patas por las calles de la ciudad, una tradición que los paranoicos de los humanos habían convertido en una ley. No obstante, lo que hicieran los hombres lobo en sus propias casas era asunto suyo. El recorrido de las vías del tren iba a estar muy concurrido aquella noche.

Ivy tomó asiento y le dio la vuelta a la revista para ocultar el titular. Su pie temblaba como la cola de un gato y yo tuve que esforzarme por mantener la seriedad. No era muy frecuente verla tan colada por alguien como para comportarse como una adolescente. No es que se le notara tanto, pero era tan reservada con sus emociones que cualquier indicación de que se sentía atraída por alguien resultaba tan evidente como si hubiera encontrado un montón de cartas de amor desperdigadas por el suelo de la habitación. Probablemente había reconocido el ruido de su coche y había ido a arreglarse con la excusa de bajar la música.

—Deberías haberme llamado cuando el demonio apareció —dijo David dirigiéndose a la puerta.

En ese momento se oyó el ruido de las alas de Jenks mientras volaba como una flecha desde el escritorio al centro de la habitación.

—Ya estaba yo allí para salvarle el culo —dijo desafiante. Luego, con cierto retraso, añadió—: ¡Hola, David! ¿Quién es tu amigo?

—Es Howard. Mi antiguo compañero —explicó David.

Jenks lo miró de arriba abajo.

—¡Ah, sí! Ya decía yo que apestabas a brujo. ¿Qué tal va todo?

Howard se rio y el sonido retumbó en las vigas e hizo que los pixies se rieran por lo bajo.

—Estoy haciendo algún que otro trabajito por mi cuenta. Y gracias, señor Jenks. Me lo tomaré como un cumplido.

—Puedes llamarme solo Jenks —musitó el pixie mirando a Howard con inusual cautela mientras se posaba en mi hombro.

Ivy le estaba poniendo ojitos a David por encima de las galletas saladas y este se dirigió hacia la puerta, pero esta vez en serio.

—¿Quieres que me quede hasta que amanezca? Por si acaso.

—¡Oh, no! Para nada —exclamé—. Estoy en terreno sagrado. Estoy más segura aquí que si estuviera en los brazos de mi madre.

—Conocemos a tu madre —dijo Ivy como quien no quiere la cosa—, y eso no nos infunde mucha confianza.

—¿Qué pasa? ¿Es la noche de meterse con Rachel? —dije un poco harta—. Puedo cuidar de mí misma.

Nadie dijo nada y el silencio se rompió por una carcajada proveniente de las vigas. En aquel momento alcé la vista, pero los pixies se habían escondido.

—¿A que no sabes lo que está haciendo esta noche? —preguntó Jenks deján­dome para acompañar hasta la puerta a David y a Howard que, rápidamente, se batían en retirada—. Una lista de personas que quieren matarla, seguida de otra en la que apunta las diferentes formas de invocar a un demonio.

—Lo sé. Ya me lo ha dicho —respondió David abrochándose el abrigo mientras se dirigía a la puerta—. Por cierto, no te olvides de poner a Nick.

—Ya lo he hecho —dije, dejándome caer en mi silla y mirando a Ivy con el ceño fruncido. Prácticamente cada vez que venía David, conseguía que saliera huyendo—. Gracias, Jenks —le solté al pixie, pero no estaba escuchando porque, una vez que le abrió la puerta a David, se elevó para evitar la corriente de aire frío.

Antes de cruzar el umbral, David se giró. Detrás de él Howard bajaba las escaleras en dirección a un coche familiar que no había visto antes. Aparcado junto al bordillo, estaba el deportivo gris de David.

—¡Adiós, Rachel! —dijo David con la luz sobre la puerta que iluminaba su pelo negro—. Si no nos vemos mañana, llámame. Por lo general, cuando al­guien invoca a un demonio, se suele presentar una o dos reclamaciones. Cuando regrese a la oficina, miraré si hay algo inusual.

Yo alcé las cejas y tomé nota mentalmente para acordarme de añadir a la lista las reclamaciones de seguros. David trabajaba para una de las mayores compañías de seguros de los Estados Unidos, al menos sobre el papel y, si le dabas tiempo, tenía acceso casi a cualquier información. De hecho, tal vez de­bía llamar a la AF1 para ver si habían recibido alguna demanda últimamente. Solían tener unos archivos magníficos para compensar su escandalosa carencia de talentos inframundanos.

—Gracias, lo haré sin falta —le respondí mientras David seguía a su anciano compañero y cerraba la puerta.

Ivy se quedó mirando al vestíbulo con el ceño fruncido, dando pequeños sorbos a su bebida sin dejar de mover el pie. Cuando vio que me había dado cuenta, se obligó a sí misma a parar. En ese momento di un respingo al percibir una oleada de gritos agudos proveniente de mi escritorio, y observé, asombrada, que cuatro haces plateados salían de él en dirección a la parte trasera de la iglesia. A continuación, un gran estrépito hizo que me girara y me pregunté qué sería lo que había caído del estante más alto de la cocina.

Ya empezamos

—¡Jack! —se oyó gritar a Matalina. Seguidamente, salió como una flecha del escritorio, y fue tras ellos. Jenks la interceptó y los dos tuvieron una discusión en el pasillo, a toda velocidad, llena de sonidos agudos, salpicada por algún que otro pico de ultrasonidos que hizo que me doliera la cabeza.

—Cariño —intervino Jenks con voz persuasiva cuando ella aminoró la velo­cidad lo suficiente como para volver a oírlos—, los chicos son así. Hablaré con ellos y haré que se disculpen.

—¿Qué hubiera pasado si lo hubieran hecho cuando entró tu gata? —chi­lló—. ¿Qué me dices? ¿Eh?

—Pero no lo hicieron —la tranquilizó Jenks—. Esperaron hasta que estaba controlada.

Con la mano temblorosa mientras señalaba a la parte trasera de la iglesia, la pixie inspiró hondo con intención de empezar de nuevo, pero tuvo que tra­gárselo de nuevo cuando Jenks le dio un beso sonoro mientras rodeaba con sus brazos su delicado cuerpo y evitaba, de alguna manera, que sus alas se enredaran mientras sobrevolaban el pasillo.

—Ya me ocupo yo de todo, cariño —le dijo al separarse. Sus sentimientos eran tan auténticos que bajé la mirada, avergonzada. Matalina voló hasta el escritorio dejando a su paso un rastro de polvo rojo de la vergüenza y, tras sonreímos haciendo un masculino alarde de… masculinidad, Jenks voló hacia la parte trasera de la iglesia.

—¡Jack! —gritó desprendiendo un polvo de color oro brillante—. Tú sabes comportarte mucho mejor. Coge a tus hermanos y sal de ahí inmediatamente. Como tenga que ir yo, voy a cortaros las alas.

—¡Uau! —exclamó Ivy cogiendo una galleta salada con sus delgados dedos—. Tengo que probar eso.

—¿El qué? —le pregunté volviendo a colocar el portapapeles sobre mi regazo.

Ivy parpadeó lentamente.

—Besar a alguien hasta conseguir que sus nervios se trasformen en felicidad.

Su sonrisa se amplió hasta mostrar parte de sus colmillos y una especie de astilla helada recorrió mi espina dorsal. El miedo, mezclado con las expectativas, era tan difícil de evitar como apartar la mano de una llama. Ivy lo percibió con la misma facilidad con la que vio el rubor de mis mejillas.

A continuación se irguió y se puso en pie. Yo pestañeé sin apartar la vista de ella y, tras pasar delante de mí dejando una oleada de incienso vampírico, se oyó el ruido de la campana.

—Ya abro yo —dijo contoneándose de forma provocativa—. David se ha dejado el sombrero.

Yo liberé lentamente el aire acumulado en mis pulmones. Maldita sea. Yo no era una yonqui de la adrenalina. E Ivy sabía que no íbamos a cambiar el rumbo de nuestra relación. Aun así… El potencial estaba ahí, y yo odiaba que su atracción por mí fuera tan voluble como la mía por ella. Solo porque puedas hacer algo, no quiere decir que debas hacerlo. ¿No?

Exasperada conmigo misma, agarré el plato vacío y me dirigí a la cocina. Tal vez yo también necesitaba salir de cacería para liberar mi cabeza de todas las feromonas vampíricas que había allí.

—¡Atentos todos! ¡La gata ha vuelto a entrar! —advirtió Ivy. A continuación se oyó una voz diferente que hizo que me detuviera en seco.

—¡Hola! Soy Marshal.

Si la voz atractiva y melodiosa no me hubiera obligado a detenerme en mitad del pasillo, sin duda el nombre lo habría hecho. Entonces me giré.

—Tú debes de ser Ivy —añadió el hombre—. ¿Está Rachel?

4.

—¿Marshal? —exclamé mientras ordenaba mis pensamientos y caía en la cuenta de quién estaba en el umbral de nuestra puerta—. ¿Qué estás haciendo aquí? —añadí dirigiéndome de nuevo hacia la entrada.

Él se encogió de hombros y sonrió, y casi se me cae el plato cuando se lo entregué a una Ivy a la defensiva para pasarle el brazo por encima del hom­bro. A continuación di un paso atrás, sin poder ocultar mi entusiasmo. ¡Qué demonios! Me alegraba mucho de verlo. Me había sentido muy culpable al ver cómo volvía a nado hasta su barco la primavera anterior. Posteriormente, supe que había llegado sano y salvo, y que los hombres lobo de Mackinaw lo habían dejado en paz. Pero no contactarlo había sido lo más sensato para asegurar su anonimato y su seguridad.

El hombre alto y de hombros anchos siguió sonriendo.

—Jenks se dejó el sombrero en mi bote —dijo tendiéndome la gorra de cuero roja.

—No habrás venido hasta aquí solo por eso —dije mientras la cogía, y en ese momento percibí un asomo de barba en su mandíbula—. ¡Tienes pelo! ¿Desde cuándo?

A continuación, se quitó el gorro de lana y agachó la cabeza para mostrar su pelusilla.

—Desde la semana pasada. Traje el bote para la temporada y, cuando no llevo el bañador mojado, puedo dejar que vuelva a crecer. —A continuación, fingiendo angustia con los ojos marrones, añadió—: ¡No veas si pica! ¡Por todas partes!

Ivy había dado un paso atrás y había puesto el plato en la mesa que había junto a la puerta. Yo, por mi parte, lo agarré del brazo y tiré de él hacia el interior. El aroma de su corto abrigo de lana era fuerte, y aspiré profundamente pensando que se percibía un olor a gasolina mezclado con el fuerte olor a secuoya que caracterizaba a los brujos.

—Adelante —le invité esperando a que terminara de limpiarse las botas en el felpudo.

—Ivy, este es Marshal —dije una vez en el interior de la nave. Ella te­nía los brazos cruzados y todavía sujetaba el sombrero de David—. Es el tipo que me sacó de la isla en Mackinaw y me prestó su equipo de buceo para que pudiera huir. ¿Te acuerdas? —Era consciente de lo estúpido que sonaba, pero Ivy todavía no había abierto la boca, y estaba empezando a ponerme nerviosa.

—Por supuesto —respondió. El párpado le temblaba ligeramente—. Pero Jenks y yo no pudimos verlo cuando fuimos al instituto a devolverle sus cosas, así que todavía no nos conocíamos. Encantada ——dijo extendiendo la mano tras haber dejado sobre la mesa el sombrero de David.

Marshal la cogió y, a pesar de que la sonrisa no se había borrado de su cara, sí que había perdido intensidad.

—Bueno, pues aquí la tienes —dije indicando la nave central y el resto de la iglesia—. Esta es la prueba de que no estoy l

Estaba hablando demasiado, pero Ivy no estaba siendo muy amable, y ya había conseguido que un hombre huyera despavorido de la iglesia aquella noche.

—Claro. Aunque no puedo entretenerme demasiado.

Marshal se quitó el abrigo y me siguió hasta la zona amueblada de la esquina. En ese momento me di cuenta de que inspiraba profundamente para disfrutar del olor a chili y me pregunté si accedería a quedarse a cenar si se lo ofrecía. Tras sentarme de golpe en una silla, le eché un vistazo mientras acomodaba su estilizado cuerpo de nadador en el borde del sofá. Era evidente que todavía no estaba preparado para relajarse, pues se había sentado en el borde con los brazos reposando sobre los muslos.

Marshal llevaba pantalones vaqueros y un jersey verde oscuro que le daba un aspecto rústico y cuyo tono combinaba perfectamente con su piel de color miel. Tenía un aspecto estupendo, a pesar de que las cejas todavía no le habían crecido y de que se había cortado afeitándose. Recordé la seguridad con la que manejaba su bote, y la confianza que inspiraba con su bañador y su imper­meable rojo sin abrochar que mostraba una piel suave y resplandeciente y unos abdominales de vértigo. ¡
Oh, Dios
! ¡
Qué torso
! Lo más seguro es que se debiera a la natación.

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