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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (6 page)

BOOK: Fuera de la ley
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—Soy todo oídos —le dije poniéndome la careta de «no ha pasado nada entre nosotros».

Mi madre, que se estaba comiendo su tarta de queso en silencio, nos miró alternativamente con inquietud. Por la expresión de su cara, tuve la clara sensación de que creía que estaba siendo maleducada.

—No estoy nada contenta —añadí provocando que apretara fuertemente los labios—. Me dijiste que Al estaba bajo control. ¿Qué pensáis hacer ahora que ha roto su palabra y que va a por mí? ¿Qué crees que sucederá cuando todo esto salga a la luz?

A continuación tomé un trago y, por un momento, olvidé dónde estaba y dejé que el café bajara por mi garganta aliviando mi ligero dolor de cabeza y relajándome los músculos.

—Ya no podrás engañara nadie más para que firme un trato —le dije cuando recuperé el foco de atención—. No más familiares. Va a ser genial, ¿verdad? —concluí con una sonrisita tonta.

Con la mirada fija en los encantos del bebé vestido de fruta de la fotografía, Minias, que tenía los codos apoyados sobre la mesa, dio un sorbo al café y mantuvo el tazón a la altura de la boca.

—Es mucho mejor a este lado de las líneas —dijo en voz baja.

—¡Oh, sí! —intervino Jenks. La taza de café le llegaba hasta más arriba de la cintura—. Estoy seguro de que todo ese ámbar quemado se te queda pegado a la garganta, ¿verdad?

Un fugaz gesto de irritación asomó a la cara de Minias y, por unos instantes, la tensión se apoderó de su pose de relajada despreocupación. Inspiré profundamente y solo percibí el aroma del café, de la tarta de queso y el característico olor a secuoya de los brujos. Estaba segura de que mi madre le había pasado un amuleto y preferí no pensar en cuánto iba a aumentar el coste de los desperfec­tos de la tienda cuando se descubriera la desaparición de aquel costoso objeto. De todos modos, no podía quejarme, porque evitaba que oliera a demonio y provocara un ataque de pánico entre los clientes.

—Bueno, ¿y qué es lo que quieres? —le pregunté dejando la taza sobre la mesa—. No tengo toda la noche.

Mi madre frunció el ceño, pero Minias se lo tomó con calma, se reclinó en su rígida silla y apartó su tazón gigante.

—Alguien está sacando a Al de su reclusión…

—Esa parte ya la hemos pillado —dijo Jenks con aires de superioridad.

—Jenks… —le recriminé. El pixie cruzó la mesa con su espada provisional en dirección a la tarta de queso.

—Jamás nos había pasado algo así —continuó Minias sin saber cómo inter­pretar la actitud de Jenks—. Debido a la extraordinaria cantidad de contacto con este lado de las líneas, Al se las ha arreglado para que alguien lo invoque todos los días al caer el sol. Consiguen lo que quieren y luego lo liberan sin obligarlo a volver a siempre jamás. Es una situación en la que ambas partes salen beneficiadas.

Y en la que yo salgo perjudicada
. En ese instante recordé al que había sido mi novio, Nick. Jenks me miró por encima de un pedazo de tarta de queso tan grande como su cabeza. Era evidente que él también estaba pensando en lo mismo. Nick era un ladrón que utilizaba habitualmente a los demonios para conseguir información. Gracias a Glenn, que trabajaba para la AF1, tenía una copia de su expediente en el último cajón de mi cómoda. Su espesor era tal que el enorme elástico que lo sujetaba apenas podía contenerlo. No me gustaba pensar en ello.

—¿Me estás diciendo que alguien está liberando a un demonio sin obligarlo a volver a siempre jamás? —pregunté sin levantar la vista, intentando conte­nerme—. Eso no parece muy sensato.

—En realidad es extremadamente ingenioso, por parte de Al —añadió Minias. Seguidamente apoyó uno de los codos sobre la mesa y bebió un trago.

En ese momento, perfectamente consciente de que mi madre estaba escu­chando, deseé que me tragase la tierra.

—¿Y crees que podrían estar haciéndolo porque quieren verme muerta? —le pregunté finalmente.

Minias se encogió de hombros.

—No lo sé y, si quieres que te diga la verdad, tampoco me importa. Solo quiero que dejen de hacerlo.

Mi madre soltó un bufido lleno de reproche, y Minias retiró el codo de la mesa.

—Podemos recuperar el control sobre él después del amanecer —explicó el demonio con los ojos ocultos tras las gafas de sol—. Cuando las líneas se aproximan al cruce de los mundos, se ve arrastrado de golpe hacia nuestro lado. Una vez allí, basta usar sus marcas demoníacas para encontrarlo.

En aquel momento retiré las manos de encima de la mesa, aparté la pulsera de Kisten con los dedos y acaricié el relieve de la cicatriz. La marca del demo­nio había empezado a dolerme justo antes de que Al apareciera, y una nueva preocupación se añadió a las ya existentes. Así era como me había encontrado. Mierda. No me gustaba un pelo sentirme como un antílope etiquetado por medios electrónicos.

—Al no tiene acceso a ningún laboratorio mientras está recluido —dijo Minias captando de nuevo mi atención—, de manera que solo dispone de maldiciones fáciles de ejecutar. No obstante, es extraordinariamente hábil saltando las líneas.

—Bueno, ha estado en la cocina de alguien. Por lo visto lo hace siempre. Sé muy bien que esa no es su forma natural. Y no tengo ningún interés en des­cubrir cuál es su verdadero aspecto.

La cabeza de Minias se movió de arriba abajo una sola vez y se tragó su café.

—Sí —dijo suavemente apoyándose en el respaldo—. Alguien lo ha estado ayudando. Y que haya intentado arrastrarte con él esta noche ha servido para convencerme de que no eras tú.

—¿Yo? —le espeté—. ¿De verdad creías que yo podría trabajar con él?

En ese momento, mis dedos, que sujetaban la taza del café, empezaron a perder fuerza. Los hechizos de apariencia física no hacían efecto en una noche. Eso significaba que Al… A continuación levanté la vista y deseé que Minias se quitara las gafas.

—¿Cuánto tiempo lleva escabulléndose de la prisión?

Los labios del demonio empezaron a temblar ligeramente.

—Tres noches seguidas. Esta sería la tercera.

El miedo me hizo estremecer y Jenks despegó de la mesa desprendiendo una nube de polvo rojo.

—¿Y no se te ocurrió que yo debía saberlo? —exclamé.

Con un movimiento pausado, Minias se quitó las gafas, apoyó el antebrazo sobre la mesa y se inclinó hacia mí.

—¿Y por qué razón iba a molestarme en decírtelo? A nosotros no nos importa si te mata o no. No tengo por qué ayudarte.

—¡Pero lo has hecho! —le respondí agresiva, pensando que era mejor mostrar enfado que miedo—. ¿Por qué?

Inmediatamente Minias se echó atrás y, al darme cuenta de que había algo en todo este asunto de lo que no quería hablar, decidí hacerlo yo misma.

—Estaba siguiéndole la pista a Al —dijo el demonio—. Que estuvieras allí, simplemente me resultó útil.

Jenks se echó a reír y todos los ojos se volvieron hacia él mientras se alzaba varios centímetros.

—Te han echado, ¿verdad? —le preguntó.

Minias se puso rígido.

Mi primer impulso para protestar se desvaneció al ver la expresión estoica del demonio.

—¡No me digas que te han despedido!

Minias agarró su tazón gigante con tal rapidez que casi le da un manotazo a Jenks.

—¿Por qué otra razón iba a estar siguiéndole la pista a Al en lugar de estar viendo la tele con Newt? —dijo Jenks buscando cobijo en mi hombro—. Te han destituido, despachado, han prescindido de tus servicios, te han largado, te han dado el pasaporte.

Minias volvió a colocarse las gafas.

—Me han reubicado —dijo secamente.

De repente tuve miedo. Mucho miedo.

—¿Ya no vigilas a Newt? —pregunté en un susurro.

A Minias pareció sorprenderle mi temor.

—¿Quién es Newt? —preguntó mi madre. A continuación se limpió la boca dándose golpecitos con una servilleta y me pasó el plato de la tarta de queso.

—Ni más ni menos que el demonio más poderoso que tienen por aquí —alardeó Jenks como si tuviera algo que ver con ese hecho—. Minias le hacía de canguro. Es más peligrosa que un hada combativa que se ha puesto hasta las cejas de azufre, y es la que maldijo la iglesia el año pasado antes de que yo la comprara. Sin que le temblara un ala. Y le tiene una manía a tu hija que no te puedes imaginar.

Minias consiguió a duras penas contener una carcajada y yo deseé con todas mis fuerzas que Jenks cerrara la boca.

Mi madre no estaba al tanto del «incidente de la blasfemia».

—Los demonios femeninos no existen —dijo mi madre revolviendo en su bolso y sacando un espejo y una barra de labios—. Tu padre siempre lo decía.

—Pues, por lo que parece, estaba equivocado —dije. A continuación agarré un tenedor, pero volví a dejarlo inmediatamente. Había perdido las ganas de tarta de queso con cinco sorpresas antes. Con el estómago cerrado me volví hacia Minias y pregunté—: Entonces, ¿quién se ocupa de vigilar a Newt?

El rostro del demonio perdió de repente todo vestigio de diversión.

—Uno de esos jóvenes punks —respondió con resentimiento, sorprendién­dome por la moderna frase.

Jenks, en cambio, estaba encantado.

—Perdiste a Newt tantas veces que, al final, te sustituyeron por un demonio más joven. ¡Me encanta!

La mano de Minias empezó a temblar y, súbitamente, sus dedos soltaron el tazón justo cuando se oyó un leve crujido de la porcelana.

—Ya basta, Jenks —le ordené, preguntándome en qué medida el hecho de que Minias se quedara sin trabajo era debido a las veas que Newt se había es­capado de su vigilancia y cuánto se debía a su incapacidad para tomar decisiones respecto a su seguridad. Los había visto juntos, y era evidente que Minias sentía cariño por ella. Probablemente demasiado para encerrada cuando era necesario.

—¿Cómo esperaban que la sedujera y que, al mismo tiempo, mantuviera su observancia de las normas? —gruñó—. Eso es imposible. Esos malditos burócratas no tienen ni las más mínimas nociones sobre las reglas del amor y la dominación.

¿
Seducirla
? En aquel momento arqueé las cejas, pero una sensación helada me atravesó cuando vi su expresión de rabia y frustración. De repente se hizo el silencio, espeso e incómodo, dando la sensación de que los clientes de las otras mesas hubieran alzado la voz. Al ver que lo mirábamos fijamente, Minias intentó relajarse. Su suspiro fue tan débil que no estaba segura de si había sido producto de mi imaginación.

—No podemos permitir que Al se salte las reglas y se vanaglorie de ello —dijo como si no acabara de mostrarnos el dolor de su alma—. Si consigo controlarlo, podré volver a supervisar a Newt.

—¡Rachel! —exclamó mi madre mostrando de nuevo li familiar máscara de desenfadada inocencia—. Es un cazarrecompensas. ¡Igual que tú! Deberíais quedar algún día para ir al cine o algo así.

—¡Mamá! Es un… —vacilé—. No es un cazarrecompensas —dije a punto de soltar que era un demonio—. Y desde luego, no es un ligue potencial —añadí con sentimiento de culpa. La había sometido a mucha presión y estaba vol­viendo a repetir el mismo patrón de conducta. Maldiciéndome a mí misma, me concentré de nuevo en Minias, deseando zanjar todo aquel asunto y largarme cuanto antes—. Lo siento —dije intentando disculpar a mi madre.

El rostro de Minias mostraba la misma expresión impasible.

—No me van las brujas.

Tuve que hacer un gran esfuerzo para no ofenderme por su comentario, pero Jenks me salvó de no quedar como una perfecta gilipollas cuando empezó a batir las alas a toda velocidad para captar la atención de todos los presentes.

—A ver si me aclaro —dijo levantando el vuelo y haciendo que corriera un poco de aire sobre la pegajosa mesa con una mano apoyada en la cadera y la otra apuntando hacia Minias con el clip—. ¿Te has quedado sin tu cómodo trabajo de canguro, y ahora intentas enderezar a un demonio con un poder y unos recursos limitados sin conseguirlo?

—No se trata de enderezarlo —protestó Minias indignado—. Podemos cogerlo. El problema es que no hay manera de contenerlo después del ocaso. Como ya he dicho, alguien está invocándolo y sacándolo de su reclusión.

—¿Y no podéis detenerlo? —pregunté pensando en las bridas hechizadas que la SI utilizaba para evitar que los profesionales de líneas luminosas las utilizaran para escapar de prisión.

Minias sacudió la cabeza y sus gafas captaron la luz.

—No. Lo capturamos, lo recluimos y, cuando se pone el sol, reaparece, des­cansado y alimentado. Se está riendo de nosotros. De mí, para ser más exactos.

Y disfracé mi estremecimiento bebiendo un sorbo de café.

—¿Tenéis idea de quién está haciéndolo? —Mis pensamientos se fueron a Nick, y el café se volvió como ácido en mi estómago.

—Ya no —respondió Minias rascando el suelo lleno de arena con las botas—. Pero, en cuanto lo averigüe, morirán.

Genial
, pensé buscando a tientas la mano de mi madre bajo la mesa y apre­tándola con fuerza.

—¿Y a ti? ¿Se te ocurre quién podría estar ayudándole? —preguntó a su vez Minias.

Yo me obligué a seguir respirando.
Nick
, pensé, sin ninguna intención de expresarlo en voz alta. Ni siquiera aunque realmente fuera él el que estaba enviando a Al para matarme porque, en ese caso, me ocuparía yo misma de darle una lección. Entonces sentí los ojos de Jenks sobre mí, deseando que lo dijera, pero no lo haría.

—¿Por qué no os limitáis a deshaceros de su nombre de invocación? —le pregunté intentando encontrar otras opciones—. Si lo hacéis, ya no podrán invocarlo.

La parte del rostro de Minias que no estaba oculta tras las gafas se tensó. Sabía que no lo estaba diciendo porque sí.

—No se puede despojar a alguien de una contraseña. Una vez que la tienes, es tuya. —A continuación vaciló, e intuí que lo que estaba a punto de decir me iba a traer problemas—. Eso sí, se puede intercambiar con la de algún otro.

De improviso, sentí como si un lazo de tensión que rodeaba mi pecho se apretara y todos mis dispositivos de alarma se dispararan.

—Si alguien intercambiara el nombre con él —continuó Minias arrastrando las palabras—, podríamos retenerlo. Desgraciadamente, debido a su trabajo, ha sido muy descuidado con su nombre de invocación. Hay un asombroso número de personas a este lado de las líneas que lo conocen, y ningún demonio estaría dispuesto a cogerlo. —A continuación me miró fijamente y concluyó—: No tienen ningún buen motivo para hacerlo.

Yo apreté con fuerza el vaso de papel parafinado, consciente de que había averiguado la razón por la cual Minias estaba sentado a la mesa conmigo tomando café. Yo tenía una contraseña. Y también un motivo para negociar. Estaba metida en un buen lío.

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