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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (7 page)

BOOK: Fuera de la ley
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—¿Y qué tiene que ver eso con mi hija? —preguntó mi madre en tono de­safiante. El miedo había provocado que se despojara de la máscara de persona que no está del todo en sus cabales y que utilizaba como barrera para esconder el dolor que le había provocado la muerte de mi padre.

Minias se ajustó las gafas para tener tiempo de sopesar las emociones de nuestra mesa.

—Quiero que su hija intercambie la contraseña con Al.

—¡Y una mierda de hada! —El polvo que desprendía Jenks era de un rojo tan intenso que parecía negro.

—De ninguna manera —añadí yo haciéndome eco de sus palabras. A con­tinuación, con el ceño fruncido, alejé mi silla de la mesa.

Impertérrito, Minias se echó más canela en su café.

—Entonces te matará. A mí me da lo mismo.

—Es evidente que no te da lo mismo, de lo contrario no estarías aquí —le espeté con acritud—. Sin mi nombre, no podéis retenerlo. Sé de sobra que no te importa si estoy viva o muerta. Estás preocupado por ti mismo.

Mi madre seguía sentada, con los músculos agarrotados y expresión abatida.

—¿Le quitarás las marcas demoníacas si lo hace? ¿Todas ellas?

—¡Mamá! —exclamé. No tenía ni idea de que estuviera al tanto de mis marcas.

Con los ojos llenos de dolor, me agarró mi mano helada.

—Tienes un aura que da verdadero asco, cariño. Y sí que veo las noticias. Si este demonio puede quitarte las marcas y limpiar tu aura, deberías, al menos, enterarte de cuáles serían las consecuencias o los posibles efectos colaterales.

—¡Mamá! No se trata solo de una contraseña, estamos hablando de un nombre de invocación.

Minias miró a mi madre con renovado interés.

—Sí, se trata de un nombre de invocación, pero que no tiene ningún poder sobre ti. Lo peor que te podría pasar es que tuvieras que estar unos meses interceptando llamadas a Al y devolviéndoselas.

Solté la mano de mi madre sin poder dar crédito a lo que estaba sucediendo.

—Me dijiste que tenía que escoger un nombre que nadie pudiera averiguar y que, si alguien lo hacía, mi vida se convertiría en un infierno. ¿Tienes idea de cuánta gente conoce el nombre de Al? Yo no, pero sé que son muchos más de los que conocen el mío.

Una vez dicho esto, me alejé de la mesa. La silla chirrió y las vibraciones me subieron por toda la espina dorsal provocándome un escalofrío.

—Precisamente de eso se trata, bruja —dijo Minias haciendo que la palabra sonara como un insulto—. Si no lo haces, morirás. Esta noche he intervenido con la esperanza de que estuvieras dispuesta a llegar a un acuerdo, pero no volveré a hacerlo. Simplemente, no me importa.

El miedo, o tal vez la adrenalina, hicieron que me hirviera la sangre. ¿Cómo se atrevía a llamarlo «acuerdo»? Me estaba proponiendo un pacto. Un pacto con un demonio. Mi madre me miró con ojos suplicantes, y Jenks, furioso, levantó su atizador.

—¿La estás amenazando? —le espetó mientras sus alas iban adquiriendo un tono rojo a causa del aumento de la circulación.

—Es una simple cuestión de probabilidades —declaró Minias apoyando la taza sobre la mesa como si quisiera poner fin a la conversación. A continuación cogió la servilleta, la dobló y la colocó justo al lado—. Decídete, sí o no.

—Búscate a otro —le dije—. Hay millones de brujos. Seguro que encuentras alguno más estúpido que yo que esté dispuesto a aceptar. Basta que le des un nombre y que lo intercambie con el de Al.

Minias me miró por encima de las gafas de sol.

—Solo existen dos brujos a este lado de las líneas cuya sangre permite esta­blecer un vínculo lo suficientemente fuerte, y tú eres uno de ellos.

¡Oh no! Otra vez la misma la historia de la magia demoniaca. Genial
.

—Entonces usa a Lee —respondí fríamente—. Él sí que es estúpido.

Y también agresivo, ambicioso y, últimamente, tras haber sido el familiar de Al durante un par de meses antes de que lo yo lo rescatara, un pirado. En cierto modo. ¡Dios! Con razón Al me odiaba de esa manera.

Minias suspiró y se cruzó de brazos. En aquel momento un ligero tufillo a azufre hizo que empezara a picarme la nariz.

—El vínculo que le une a Al es demasiado estrecho —dijo con la vista puesta en el tazón que sostenía entre sus manos—. Ya se lo he pedido, y ha dicho que no. Es un cobarde.

El cuello se me puso rígido.

—Y si yo, por puro sentido común, te dijera que no, ¿también sería una cobarde?

—A ti no te pueden invocar —dijo como si pensara que yo estaba siendo una cabezota—. ¿Por qué te muestras tan reacia?

—Al sabría mi nombre. —Solo pensar en aquella posibilidad hizo que el pulso se me acelerara.

—Tú conoces el suyo.

Por un breve instante consideré lo que acaba de decir. Luego el recuerdo de Kisten me cruzó la mente. No podía aprovechar la oportunidad. Esta vez no. No se trataba de un juego y no había ningún botón que me permitiera cancelar la partida.

—No —respondí de repente—. Se acabó la conversación.

Mi madre relajó los hombros y Jenks se posó sobre la mesa. Yo, sin embargo, me quedé más tiesa que un palo preguntándome si la tregua seguiría en pie ahora que había dicho que no. Al volver a pensar como un demonio, es posible que decidiera terminar de arruinar mi ya maltrecha reputación. Sin embargo, Minias se limitó a acabarse el café de un trago para después levantar la mano e indicar al camarero que le prepara otro para llevar. Por último se levantó, haciendo que yo exhalara aliviada todo el aire que había estado conteniendo hasta ese momento.

—Como quieras —dijo agarrando el bote de la canela—. Pero no esperes que venga a rescatarte una segunda vez cuando a ti te convenga.

Estuve a punto de decirle dónde se podía meter su conveniencia, pero pensé que Al no tardaría en presentarse de nuevo y, si podía llamar a Minias para que viniera a por él, mis posibilidades de sobrevivir aumentarían. No tenía por qué aceptar su oferta, bastaba con mantenerme con vida hasta que averiguara quién estaba invocando a Al y negociar yo misma con él o con ella. Invocar demonios no era ilegal, pero un par de patadas en el estómago le convencería de que era una mala idea. ¿Y si se trataba de Nick? Bueno, en ese caso sería un verdadero placer.

—¿Y si me tomara algún tiempo para pensarlo? —le dije. Mi madre me sonrió nerviosa y me dio una palmadita en la espalda. ¿
Has visto
?
También sé usar el cerebro
.

Minias sonrió como si supiera lo que estaba tramando.

—De acuerdo, pero no te lo pienses demasiado —dijo aceptando el vaso de papel que Júnior le entregaba—. Me han dicho que lo cogieron en la Costa Oeste intentando montarse en la sombra de la noche para mañana. El cambio de hábitos indica que ya tiene todo lo que necesita, y que solo le queda ponerlo en práctica.

Me negué a mostrar mi miedo intentando no tragar saliva, a pesar de que tenía la boca seca.

Minias se inclinó hacia mí, acercándose tanto que incluso me pareció percibir un fuerte olor a ámbar quemado cuando su aliento agitó suavemente mis cabellos.

—Estarás a salvo hasta mañana, cuando el sol se ponga. Rachel Mariana Morgan, será mejor que te des prisa en tu cacería.

Jenks se alzó agitando sus alas de libélula, claramente frustrado, mientras intentaba mantenerse fuera del alcance del demonio.

—¿Y por qué no matáis a Al?

Minias se encogió de hombros, metiéndose en el bolsillo de la chaqueta el bote entero de canela.

—Porque hace más de cinco mil años que no nace ningún demonio. —Segui­damente, tras dudar unos instantes, sacudió el brazo haciendo que un amuleto se deslizara por la manga y aterrizara en sus dedos—. Gracias por dejarme utilizar tu amuleto, Alice. Si tu hija es la mitad de buena en la cocina que tú, podría convertirse en un familiar estupendo.

¿
Mamá lo hizo ella sólita
?, pensé. Creí que lo había mangado y se había limitado a invocarlo.

Entonces me asaltó un empalagoso olor a ámbar quemado y mi madre se ruborizó. A juzgar por las protestas del resto de clientes, era obvio que también habían notado el hedor. Minias esbozó un guiño indiferente por detrás de sus gafas oscuras.

—¿Te importaría hacerme desaparecer?

¡
Oh, no
! ¡
Me había olvidado por completo
!

—Sí, claro —farfullé mientras la gente que estaba detrás de él se tapaba la nariz a modo de protesta—. ¡Oh, demonio, te exijo que abandones este lugar, que regreses directamente a siempre jamás y que no vuelvas a molestarnos esta noche!

En ese mismo instante, con una leve inclinación de cabeza, Minias desapareció.

La gente que estaba a nuestro alrededor emitió un grito ahogado y empezó a agitar las manos.

—Se trata de un profesor universitario que llegaba tarde a clase —les mentí. Ellos se giraron y empezaron a reírse de su absurdo temor, convencidos de que el hedor obedecía a alguna travesura a propósito de la proximidad de la noche de Halloween.

—¡Que Dios te ayude, Rachel! —me reprochó mi madre con amargura—. ¿Es así como tratas a los hombres? No me extraña que no consigas retener a ningún novio.

—Mamá, él no es un hombre, ¡es un demonio! —protesté en voz baja. Luego me detuve y esperé a que se guardara el amuleto. Era evidente que los hechizos para alisar el pelo no eran lo único que vendía a Patricia. Los amuletos para alterar olores no eran difíciles de hacer, pero que uno fuera lo suficientemente potente como para bloquear el hedor de un demonio, lo convertía en un objeto fuera de lo común. En lo que respecta a sus chanchullos, posiblemente se había especializado en hechizos, que nadie más hacía para evitar la competencia, (y también posibles demandas) de enfadados fabricantes de conjuros que contaban con una licencia.

Con los ojos puestos en el café, comencé a decirle:

—Mamá, a propósito de los amuletos que has estado vendiéndole a Patricia…

Jenks echó a volar y mi madre se puso de morros.

—Nunca encontrarás a «Míster Perfecto» si no empiezas a probar con «Míster Aquí y Ahora» —dijo colocándolo todo encima de su plato—. Evidentemente Minias es «Míster Jamás de los Jamases», pero podías haber sido un poco más amable.

Jenks se encogió de hombros y yo suspiré.

—No obstante, me he fijado que no se ha ofrecido para pagar la cuenta, ¿verdad? —concluyó mi madre.

Bebí un último trago de café y me puse en pie. Quería llegar a mi casa, la iglesia consagrada, antes de que otros demonios irrumpieran en mi vida con nuevas propuestas deshonestas. Por no mencionar que tenía que hablar con Ceri y asegurarme de que Ivy le había informado de que Al estaba libre.

Mientras seguía a Jenks y a mi madre hasta la basura, y después en dirección a la puerta, volví a pensar en lo que Minias había dicho acerca de que no había nacido ningún demonio en los últimos cinco mil años. ¿Quería decir eso que él tenía por lo menos esa edad y le habían encomendado vigilar y seducir a un demonio hembra? ¿Y por qué no nacían más demonios? ¿Tal vez porque quedaban muy pocas hembras? ¿O porque mantener relaciones sexuales con ellas podía resultar letal?

3.

Estremecida por los estridentes chillidos de los niños pixie que se arremoli­naban en el recoveco que acababa de dejar al descubierto, solté sobre el suelo de madera lleno de rasguños el montón de organizadores sin abrir que había comprado el mes anterior.

Todavía no habían empezado la mudanza del invierno, pero Matalina había decidido dar un salto para estudiar el escritorio. No la culpaba por hacer la limpieza otoñal. No utilizaba mucho mi mesa, y había mucho más polvo acu­mulado que tareas terminadas.

En ese momento sentí ganas de estornudar y contuve la respiración con los ojos llenos de lágrimas hasta que se me pasaron las ganas.
Gracias, Dios mío
. Luego miré a Jenks, que estaba en la parte delantera de la iglesia, ocupándose de la decoración de Halloween. Era un buen padre, algo que era fácil de olvidar cuando íbamos por ahí trincando delincuentes. Esperaba encontrar alguien la mitad de bueno cuando estuviera lista para formar una familia.

En ese momento pensé en Kisten y en sus sonrientes ojos azules y el corazón me dio un vuelco. Habían pasado varios meses, pero su recuerdo todavía me asaltaba con rapidez e intensidad. Y ni siquiera sabía de dónde había salido la idea de los niños. Kisten y yo nunca los habríamos tenido, a menos que hubiéramos vuelto a la antiquísima tradición de coger prestado por una noche el hermano o el marido de una amiga, una práctica que se ha­bía extinguido mucho antes de la Revelación, cuando ser bruja era sinónimo de una «muerte segura». Pero después de lo que había pasado, incluso esa esperanza se había desvanecido.

Absorta en estos pensamientos, mis ojos se toparon con Jenks que, mirando a Matalina, desprendía una delicada nube de polvo de satisfacción. Su bellísima esposa estaba estupenda. Se había encontrado bien todo el verano, pero yo sabía que, con la llegada del frío, Jenks no le quitaba ojo de encima. Atendiendo a su aspecto físico, Matalina no debía de tener más de dieciocho años, pero la esperanza de vida de los pixies rondaba los veinte y se me partía el corazón al pensar que era solo cuestión de tiempo que empezáramos a mirar a Jenks de la misma manera. El que dispusieran de lugar seguro donde vivir y una cantidad de víveres suficiente no podía hacer gran cosa para prolongarles la vida. Teníamos la esperanza de que suprimir su necesidad de hibernar les beneficiara, pero los privilegios de la buena vida, la corteza de sauce y las semillas de helecho tenían una eficacia limitada.

Girándome antes de que Jenks pudiera percibir mi amargura, puse los brazos en jarras y me quedé mirando el desorden de mi escritorio.

—¡Perdonad! —dije alzando la voz todo lo que podía mientras intentaba abrirme paso con las manos entre las hijas mayores de Matalina. Parloteaban a tal velocidad que parecía que hablaran en otro idioma—. Si me dejáis, os aparto todas estas revistas.

—¡Gracias, señorita Morgan! —gritó una de ellas alegremente. A conti­nuación se levantó y, con cuidado, retiré de debajo de ella una pila de números atrasados de
Brujería moderna para jóvenes de hoy
. Nunca las había leído, pero había sido incapaz de despachar al niño que vino a hacerme la suscripción. Con el montón en las manos, dudé si tirarlas a la basura o si colocarlas junto a mi cama para leerlas algún día, y al final opté por dejarlas encima de la silla giratoria y aplazar la decisión hasta más tarde.

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