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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (16 page)

BOOK: Fuera de la ley
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—¿Bairn? —pregunté entrecortadamente, irguiéndome de forma repentina mientras se desvanecía mi fingida indolencia—. ¿Te refieres a Keasley? —Miré a los ojos verdes de Trent, que me miraban burlones—. ¿León Bairn? ¡Pero si está muerto!

Trent se giró con expresión petulante. Dándome la espalda, revolvió un perchero de hechizos terrenales y observó como le cambiaba el color de pelo.

—Y, por mucho que yo me oponga…

—Bairn se encargó de investigar la muerte de tus padres —le interrumpí confundida—. Y la del mío. Se suponía que Bairn estaba muerto. ¿Por qué estaba al otro lado de la calle fingiendo que era un amable anciano llamado Keasley? ¿Y cómo sabía Trent quién era?

Con el pelo de un autoritario color blanco, Trent frunció el ceño.

—Y por mucho que yo me oponga —intentó de nuevo—, Quen me ha ga­rantizado que Bairn y los dos pixies…

—¿Dos? —lo interrumpí—. ¿Jih se ha buscado un marido?

—¡Maldita sea, Rachel! ¿Quieres callarte de una vez?

En ese momento me quedé mirándolo. Su rostro se había alargado, dán­dole un aspecto espeluznante. Había vuelto a usar el hechizo para cambiar su complexión, pero esta vez con el doble de altura, haciendo que las redon­deces desaparecieran. En aquel momento parpadeé y cerré la boca. Trent me estaba dando información, algo que no sucedía muy a menudo. Tal vez debía estarme calladita.

En ese momento, muy a mi pesar, me recliné en la silla e hice un gesto con la mano como si cerrara la boca con una cremallera. Sin embargo, no conseguía dejar de mover la pierna. Trent se quedó mirándola unos segundos y luego se giró hacia el espejo.

—Quen me ha garantizado que Ceridwen está tan segura en ese agujero al que llaman casa como lo estaría conmigo. Ha accedido a recibir asistencia médica y a que yo corra con los gastos. Si le falta algo, es porque se ha negado en rotundo a aceptarlo.

Esto último lo dijo secamente y yo no pude evitar una sonrisa compungida mientras observaba su reflejo en el espejo. Era evidente que no le gustaba lo que veía. Yo entendí perfectamente a qué se refería. Aunque, por lo general Ceri era una persona muy dulce, cuando se le metía algo entre ceja y ceja, podía mostrarse bastante inflexible, e incluso agresiva, si no conseguía salirse con la suya. Había nacido en una familia que pertenecía a la realeza, y yo tenía la sensación de que, a excepción de la época en que se había mostrado sumisa con Al durante el periodo que fue su familiar, estaba acostumbrada a llevar las riendas de su hogar. Hasta que su mente se rompió y perdió toda voluntad y las ganas de hacer cosas.

Trent me estaba mirando claramente sorprendido por mi afectuosa sonrisa. Yo me encogí de hombros y cogí otra galleta.

—¿Qué posibilidades hay de que el bebé nazca sano? —pregunté inten­tando averiguar hasta qué punto me sentiría culpable por negarme a ir a siempre jamás.

Un Trent con el cabello plateado se giró de nuevo hacia los hechizos de líneas luminosas. Estaba callado, e imaginé que quería elegir cuidadosamente sus palabras.

—Si tuviera un hijo con alguien de su mismo periodo, las posibilidades de que el niño naciera sin problemas con una mínima cantidad de intervención genética serían muy altas —dijo finalmente. A continuación cogió otro he­chizo de líneas luminosas y lo invocó. Seguidamente un destello cayó sobre él como una cascada y creció unos ocho centímetros. Luego apartó el alfiler de invocación y se dejó el hechizo puesto.

Con los dedos entre los fragmentos de metal, añadió:

—Al tener un hijo de alguien de nuestra generación, las posibilidades de tener un niño sano son solo ligeramente superiores a las que tendría con cualquier otro sin intervención. Aunque algunas de las modificaciones que conseguimos mi padre y yo están ancladas en el ADN mitocondrial, y por lo tanto pasan de madre a hijo, la mayoría no lo están, así que dependeríamos de la calidad del óvulo y del espermatozoide en el momento de la concepción. Las aptitudes reproductoras de Ceri son excelentes —dijo buscando mi mirada sin el más mínimo ápice de emoción—. El problema está en las nuestras.

Yo no retiré la mirada, aunque el sentimiento de culpa me asestó una buena bofetada. El padre de Trent había permitido que yo siguiera con vida gracias a las modificaciones que había hecho en mi mitocondria. De este modo, aunque concibiera un hijo de un hombre afectado del síndrome de Rosewood, nuestro bebé sobreviviría libre de la anomalía que había matado a miles de brujos recién nacidos durante milenios. Yo levanté la vista de la galleta a medio comer que tenía entre las manos. Era injusto que los esfuerzos de los elfos pudieran salvar a una bruja pero no a su propia especie.

Trent me miró con expresión cómplice y yo bajé la mirada. Había adivinado lo que estaba pensando, y me resultaba incómodo que empezáramos a entender qué era lo que nos movía a cada uno, a pesar de que no estuviéramos de acuerdo en los métodos del otro. La vida hubiera sido mucho más sencilla si hubiera sido capaz de fingir que no veía los diferentes matices de gris.

—¿Quién se supone que quieres ser? —pregunté de repente, para cambiar de tema. Señalé a los amuletos para que supiera de qué estaba hablando.

Quen adoptó una posición más cómoda y Trent suspiró y, en menos de un segundo, dejó de ser el exitoso ejecutivo para convertirse en un joven avergonzado.

—Rynn Cormel —respondió no muy convencido.

—¡Qué horror! —dije.

Trent asintió con la cabeza sin apartar la vista del espejo.

—Lo sé. Creo que debería elegir a otro. Alguien menos… inquietante.

A continuación empezó a quitarse hechizos y yo, preparándome, me levanté de la silla y me sacudí las migas de galleta del jersey.

Después dejé el bolso sobre la mesa y me dirigí a los armarios abiertos.

—Pruébate esto —le dije entregándole una enorme chaqueta de vestir de color negro.

—Es demasiado grande —respondió agarrándola. En aquel momento el único hechizo que llevaba era el terrenal, que le había puesto el pelo gris, y aquel tono plateado le confería una apariencia mucho más distinguida.

—Se supone que tiene que ser grande. Tú póntela —refunfuñé mirando la chaqueta de lino vuelta del revés que me pasaba. Despedía un intenso olor, y yo inspiré profundamente. Era una mezcla de menta y canela… con un punto de hojas aplastadas y ¡oh! ¿Aquello era un toque de cuero de los establos? ¡Maldita sea! ¡Qué bien olía!

Intentando que no se notara que la estaba olfateando, coloqué la chaqueta encima de uno de los percheros con amuletos y me giré para ver cómo le que­daba la negra. Las mangas le llegaban hasta la segunda falange de los dedos; evidentemente, era demasiado larga. La austeridad del tejido negro no quedaba demasiado bien con su tono de piel, pero cuando hubiera acabado con él, estaría perfecto.

Trent empezó a quitársela, pero yo le hice un gesto con la mano para que se detuviera.

—Pruébate esto —le ordené entregándole un hechizo de línea luminosa para añadir unos quince centímetros de altura. El resto podría conseguirlo con los zapatos y, de ese modo, no le saldría demasiado caro. El precio habitual estaba alrededor de los quinientos dólares por centímetro, pero allí probablemente costaban mucho más.

Él se puso el hechizo, pero yo no esperé a ver el resultado porque ya estaba escarbando entre los amuletos y los hechizos terrenales, con los que estaba mucho más familiarizada.

—Más largo, más largo… —murmuré—. ¿Es que no los colocan en or­den? ¡Ah! Aquí está. —Satisfecha, me di la vuelta, y casi me di de bruces con Trent. Él dio un paso atrás y yo le tendí el hechizo—. Este añadirá unos cuantos centímetros a tu pelo. Espera un segundo. —Tras revolver entre el amasijo encontré una aguja para hacer punciones y, cuando me la clavé en el dedo, Trent observó cómo invocaba el amuleto con tres gotas de mi sangre.

—Ya está. Pruébatelo —le dije.

Apenas sus dedos rodearon el disco de madera de secuoya, sus cabellos grises empezaron a crecer. A diferencia de los hechizos de líneas luminosas, la magia terrenal necesitaba entrar en contacto con la piel de la persona, y no solo con el aura.

—De acuerdo. Y ahora veamos… No te hace falta un hechizo que aumente la masa muscular. No queremos que te pongas cachas, sino aumentar tu com­plexión física. —A continuación, tras entregarle el hechizo de líneas luminosas adecuado, dije—: Este te irá bien.

Trent lo agarró en silencio y su peso aumentó poco a poco hasta que se hizo proporcional a su nueva altura. El resultado me hizo sonreír. El truco estaba en buscar el equilibrio, algo que había practicado con mi madre durante la mayor parte de las dos décadas anteriores a que me fuera de casa. Y conocer al dedillo tanta variedad lo convertía en un verdadero placer.

—La estructura facial de Cormel es algo enjuta —murmuré mientras paseaba los dedos por encima de los hechizos de líneas luminosas—. No nos interesa alterar la proporción entre la altura y el peso, de manera que, si añadimos algunos años con un amuleto de edad, y luego utilizamos un hechizo facial para eliminar las arrugas… —Rápidamente seleccioné el hechizo de líneas luminosas para modificar la edad, y luego vacilé. Yo, en su lugar, habría optado por un amuleto facial de magia terrenal por si alguien me tocaba la cara. Luego me encogí de hombros. ¡Como si alguien fuera a tocarle la cara a Trent en una fiesta! Así que añadí un segundo hechizo de líneas luminosas a la pila.

—La barbilla debería ser un poco más larga… —murmuré revolviendo de nuevo los hechizos de líneas luminosas—. Tendrás que deshacerte del bron­ceado. La frente y las cejas deberían ser más anchas, y las pestañas más cortas. En cuanto a las orejas… —dudé intentando recordar el rostro del vampiro no muerto—, las suyas son redondas y apenas tienen lóbulo. —Luego miré a Trent y añadí—: En cambio, las tuyas son ligeramente puntiagudas en la parte superior.

Él se aclaró la garganta a modo de advertencia.

—Aquí tienes —concluí invocando los hechizos que había seleccionado y colocándolos uno a uno en su mano—. Y ahora veamos qué aspecto tienes.

Trent se los metió en el bolsillo y se giró hacia el espejo. Yo sonreí. Él no dijo nada, pero Quen soltó un taco y se acercó silenciosamente por la moqueta.

Yo abrí un cajón donde se podía leer «Gafas» y, tras revolver un poco, saqué un moderno modelo con montura metálica. Luego se lo entregué a Trent y, cuando se las puso, Quen lanzó un largo silbido.

—Morgan —dijo el guardaespaldas lanzándome una mirada recelosa aunque visiblemente impactado—. Es fantástico. Voy a instalar en los pasillos unos cuantos detectores de hechizos más.

—Gracias —dije esbozando una modesta sonrisa. Luego me situé junto a Trent y admiré mi obra—. Necesitarás unos dientes —dije. Trent asintió lentamente con la cabeza como si le preocupara que, si se movía dema­siado rápido, los hechizos desaparecieran—. ¿Qué prefieres, fundas o un hechizo? —pregunté.

—Un hechizo —respondió Trent distraídamente mientras giraba la cabeza para obtener una mejor imagen de sí mismo.

—Las fundas son más divertidas —dije, excesivamente ufana. Había un ca­jón lleno de hechizos para dientes, así que agarré uno de ellos, invoqué la línea luminosa y se lo metí en el bolsillo.

—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó Trent con picardía.

—Porque tengo un par —dije negándome a mostrar el dolor por Kisten delante de Trent. Aun así, no pude mirarle a los ojos.

Una vez terminado, me quedé de pie junto a Trent, que sonreía al ver el efecto del hechizo. En algún lugar a lo largo de la línea, me había subido a la tarima. No quería bajarme y parecer servil, de manera que intenté calmar el repentino nerviosismo que me producía la cercanía a su persona. Y lo más curioso es que ninguno de nosotros estaba intentado matar o arrestar al otro. ¡
Uau
! ¡
Quién lo iba a decir
!

—¿Qué te parece? —le pregunté. Hasta aquel momento, no había dado su opinión.

Trent, que seguía de pie junto a mí, con su distinguido pelo cano, su delgado, casi esquelético cuerpo, sus quince centímetros de más y los veinte kilos que le había añadido, sacudió la cabeza. Había dejado de tener el aspecto de Trent y se había convertido en un clon de Rynn Cormel. ¡
Maldita sea
! ¡
Debería haberme dedicado al mundo del espectáculo
!

—Soy exactamente igual que él —reconoció, visiblemente impresionado.

—Casi —añadí. Más complacida por su aprobación de lo que me hubiera gustado, invoqué un último hechizo de línea luminosa y se lo entregué.

Trent lo cogió y yo contuve la respiración. Sus ojos se volvieron comple­tamente negros. Igual de negros que los de un vampiro hambriento. En ese instante sentí un escalofrío.

—¡Joder! —dije, satisfecha—. ¡Soy un genio de los disfraces!

—Es… impresionante —dijo Trent bajándose de la tarima.

—De nada —dije yo—. No permitas que te cobren demasiado. Llevas solo trece hechizos, y solo los dos del pelo son magia terrenal y no pura ilusión. —Miré a mi alrededor y, tras observar el lujo que nos rodeaba, decidí que, seguramente, los hechizos de líneas luminosas que vendían no eran temporales, con una vida reducida—. Así, a ojo, diría que dieciséis de los grandes, si te lo ponen todo en dos hechizos. Teniendo en cuenta el lugar en que nos encontramos, calcula más o menos el triple. —El hecho de que los hechizos de dobles fueran legales en Halloween, no quería decir que salieran baratos.

Trent esbozó una sonrisa. Era una auténtica sonrisa vampírica, carismática, peligrosa e increíblemente seductora. ¡Oh, Dios! Tenía que salir de allí cuanto antes. Estaba consiguiendo ponerme a cien, y tenía la sensación de que él había dado cuenta.

—Señorita Morgan —dijo Trent bajando de la tarima y haciendo crujir el traje—, creo sinceramente que está usted traicionándose a sí misma.

Genial. Era perfectamente consciente de ello.

—No te olvides de llevarte un hechizo para cambiar tu olor —dije agarrando el bolso—. No conseguirás copiar exactamente el peculiar olor de Cormel, pero con un hechizo genérico podrías engañar a cualquiera. —A continuación me lo colgué enérgicamente, me giré y le eché un último vistazo—. A cualquiera que no conozca su olor, claro está.

Trent echó un vistazo a Quen, que seguía mirándolo fijamente con expresión incrédula.

—Lo tendré presente —farfulló Trent.

Justo cuando me dirigía hacia la salida, me detuve en seco cuando Quen me preguntó:

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