La cicatriz de Stefan tiró de la comisura de sus labios hasta formar un remedo de sonrisa.
—Olvida mencionar que no hay forma de matarlos.
Faustino no pudo resistir la tentación de esbozar una tímida sonrisa.
—Vaya, no lo he dicho.
Reactivó el proyector y pulsó el botón de avance hasta un archivo distinto. Otro Parásito apareció en el haz de luz, una criatura incolora y casi completamente transparente. Su corazón centelleante se redujo a un ascua titilante.
—Este se está muriendo.
Stefan volvió a entusiasmarse de golpe.
—¿Cómo? ¿Qué lo ha provocado?
—Nosotros —respondió Faustino—. Sin querer. Un Parásito hambriento a veces recurre a la energía eléctrica; no es su comida favorita, ya lo sabes, pero a veces no hay suficientes desgracias para que puedan sobrevivir. Este se agarró a una barra de uranio de un generador nuclear de una de nuestras plantas de desguace. Demasiada energía contaminada. La criatura no pudo reciclarla y se le atascó en el sistema. Estas son imágenes de una cámara de seguridad, las conseguimos por casualidad. Nadie puso objeciones; al fin y al cabo, para ellos no hay nada en la pantalla más que equipos viejos. Por suerte para nosotros, habían instalado una nueva lente durante una actualización rutinaria.
—Así que lo único que tenemos que hacer... —dijo Stefan.
—...es suministrarles cantidades industriales de energía contaminada — dijo Cosmo terminando la frase.
—Exacto —exclamó Faustino, dando una palmada. Sacó un maletín de aluminio de debajo de uno de los sofás y lo puso con cuidado encima de la mesilla del café—. Esta es la solución que proponemos nosotros.
Abrió el maletín y les enseñó un objeto metálico con forma de cubo que descansaba en un pack de gel congelante. El cubo estaba conectado a un temporizador digital.
—No es muy bonito, ya lo sé, pero no pretendemos venderlo en el mercado internacional.
Stefan examinó el aparato.
—Es una especie de dispositivo de pulsaciones. La brigada antidisturbios de la policía los utiliza para cortar la electricidad de los edificios en los que hacen redadas. Cortan los generadores principales y también los secundarios.
Faustino asintió.
—Es un Pulso de Energía, eficaz en un radio de hasta quinientos metros. La batería se carga radiactivamente. Nada grave, es seguro para los humanos, pero mortal para los Especnoides 4. Si pudierais colocar uno de estos en el lugar donde viven, podríais causar grandes estragos entre nuestros amiguitos invisibles.
—¿Han localizado su guarida? —inquirió Stefan.
—No ha habido tanta suerte —contestó Faustino, lanzando un suspiro—. Se dispersan tan rápido que no tenemos tiempo de localizarlos. En eso es en lo que estamos trabajando en estos momentos.
—Entonces estamos como al principio, donde empezamos.
Ellen cerró el maletín y se lo pasó a Stefan por encima de la mesa.
—No, Stefan, estamos muy lejos de donde empezamos. A partir de esta noche, tú y tu banda tenéis una nueva misión: averiguad dónde viven y, cuando lo hagáis, dadles un pequeño regalo de mi parte.
Stefan tomó el maletín.
—Los encontraré, profesora. A partir de ahora será eso lo único que hagamos, pero no será fácil, y llevará su tiempo.
Ellen Faustino rodeó la mesa y abrazó con fuerza a Stefan.
—Te he echado de menos, joven alumno mío. Y echo de menos a tu madre todos los días. Ella iluminaba esta ciudad.
Stefan le devolvió el abrazo.
—Yo también la echo de menos —dijo.
Calle Abracadabra
A
Lorito lo consumía el sentimiento de culpa. Él era lo más parecido a un adulto con que contaba el grupo, y a pesar de eso no había tenido reparos para huir de la vieja fábrica dejando que Stefan y Cosmo se las apañaran solos. Stefan nunca lo habría abandonado si hubiese sido a la inversa, de eso estaba seguro. Puede que alguien de su tamaño no hubiese podido hacer gran cosa contra los tanques de Myishi, pero eso no le hacía sentirse mejor. De hecho, le hacía sentirse peor, porque Stefan sí había arremetido contra un tanque para salvarlos a él y a Mona.
Sin embargo, había otra razón para que Lorito sintiese remordimientos: había cosas sobre sí mismo que no le había dicho nunca a Stefan, ciertas habilidades especiales con las que contaba. Se las habría confesado a su amigo hacía años, pero nunca había encontrado el momento. Y estaba ya tan acostumbrado a mantener sus poderes en secreto... En los cómics, la gente con poderes se convertía en superhéroes, mientras que en la vida real se convertían en marginados de la sociedad, y Lorito no quería ser un marginado en el único grupo de gente que se había preocupado por él en toda su vida.
A Lucien Bonn lo había bautizado con el apodo de Lorito una chica del Instituto Bartoli que tenía una lengua viperina. No era un mote muy ingenioso, la verdad, era más bien un chiste fácil. Lorito tenía la costumbre de repetir lo que le decía la gente; eso le daba unos segundos para pensar en una respuesta. No es que fuese lento, más bien era todo lo contrario, pero solo quería asegurarse de que con lo que iba a decir no revelaría a nadie ninguno de sus poderes secretos. Ya tenía bastante con ser un niño Bartoli sin que todo el mundo pensase que estaba loco. «Oye, ¿te has enterado? El enano cree que ve fantasmas.» No, gracias.
Las sospechas de Lorito de que no era normal quedaron confirmadas el día de su noveno cumpleaños. Hasta entonces siempre había albergado la esperanza de que, simplemente, era bajito para su edad, pero cuando cumplió los nueve se hizo bastante evidente que la mutación de la atrofia física, tan frecuente en los niños Bartoli, empezaba a hacer mella en él.
El propio doctor Bartoli había llamado a Lorito a su despacho para realizar sus mediciones mensuales. Cruzó la puerta de la habitación del hombre grandote, tiritando con su mono de papel. Al doctor Bartoli le gustaba mantener el aire acondicionado a ocho grados centígrados. Decía que el frío era bueno para el intelecto.
—Bueno, Lucien —dijo Bartoli, al tiempo que abría el archivo de Lorito en su ordenador—. Vamos a ver tus progresos. Colócate en ese punto de ahí.
Lorito se puso encima de un círculo rojo en el centro del suelo. Bartoli lo rodeó con una cinta métrica y un calibrador del perímetro craneal. No dejó de emitir expresiones de extrañeza mientras medía cada una de las extremidades de Lorito, el tronco y el tamaño de su cabeza.
—Otro fracaso —sentenció al fin, al tiempo que se desplomaba en su sillón—. Igual que los demás. ¿Dónde me he equivocado?
Lorito no respondió. El doctor estaba hablando consigo mismo, como hacía siempre.
Al final, Bartoli se dirigió al chiquillo, que continuaba tiritando.
—Bien, Lucien. Lamento tener que decirte que lo más probable es que no crezcas más. Tu cabeza representa un cuarto de la altura de tu persona; a los nueve años solo debería representar un quinto. Sufres el síndrome Bartoli.
Lorito sintió cómo le daba un vuelco el corazón. Había albergado tantas esperanzas de llevar una vida normal fuera del instituto...
—Pero no todo está perdido. A lo mejor posees otras cualidades, algo que te coloque por encima de nosotros, los seres humanos normales. A lo mejor el doctor Bartoli ha abierto una puerta en algún rincón de tu cerebro, ¿eh, Lucien? ¿Qué me dices? ¿Tienes otros dones?
Bartoli aparentaba despreocupación, fingiendo que la pregunta era intrascendente, pero todo su cuerpo estaba en tensión, esperando la respuesta del chico.
Lorito solo tenía nueve años, pero no tenía un pelo de tonto. Años de fármacos y ejercicios para potenciar la inteligencia habían hecho de él un niño bastante listo. Era consciente de la importancia de aquella pregunta. También sabía qué les pasaba a los niños Bartoli que admitían tener poderes especiales: los trasladaban a otro pabellón del instituto para ponerlos en observación veinticuatro horas al día. Los medicaban, les ponían inyecciones y los interrogaban todo el tiempo que Bartoli pudiese retenerlos.
El doctor se inclinó hacia delante en su sillón.
—¿Ves cosas, Lucien? Algunos de los otros niños aseguran que ven seres extraños. ¿Ves tú criaturas extrañas, Lucien?
Lorito podría haberle dicho la verdad en ese momento: «Sí, doctor. Las veo por todas partes. Criaturas azules. Ellas me ven a mí también. A veces vienen a visitarme. Y eso no es todo: puedo ayudar a la gente, hacer que se sientan mejor con solo tocarlos».
Podría haber dicho todo eso, pero no lo hizo, porque haber revelado sus poderes habría significado pasar el resto de su vida como un experimento, así que Lorito miró a Bartoli directamente a los ojos y dijo:
—Una vez vi a un hombre lobo por la ventana. Creí que había sido un sueño.
El doctor lanzó un suspiro.
—Muy bien, Lucien. No tienes ningún don extraordinario. Como favor especial me encargaré personalmente de que te envíen a una escuela estatal y no al Clarissa Frayne. Y ahora ya puedes irte.
Y eso fue todo. Ninguna disculpa, ninguna compensación por haber nacido mutante. Seis meses más tarde habían trasladado a Lorito del instituto a una escuela estatal, donde permaneció hasta los dieciséis años. En todo ese tiempo no le habló a nadie de ninguno de sus poderes. Sus secretos siguieron siendo secretos hasta que Stefan entró en su vida, y ni siquiera Stefan lo sabía todo. Pero no tardaría en saberlo y, cuando eso sucediese, se armaría la de San Quintín.
Ellen Faustino envió a Cosmo y a Stefan a casa en una Superlimo Myishi Prestige. El vehículo de lujo de diez ruedas tenía la mitad de la longitud de una manzana de la ciudad e iba equipado con una ventanilla TV, un frigorífico bien provisto y un sofá cama. Stefan no se quedó impresionado. Se encorvó hacia delante en su asiento y se masajeó las sienes como si con eso pudiese hacer que las ideas se le ocurriesen más rápido.
—La señorita Faustino tenía razón, ¿sabes? —dijo Cosmo, tímidamente—. No es culpa tuya, Stefan. Solo hacías lo que podías. ¿Cómo ibas a saber que la electricidad los hacía reproducirse?
Stefan no respondió. Tras despedirse de su antigua tutora, los sentimientos de culpa y de impotencia le habían asestado un doble golpe. Era una combinación que le resultaría difícil sacudirse de encima.
Así, Cosmo hizo lo que habría hecho cualquier adolescente: saqueó la nevera y se llenó los bolsillos de todos los tentempiés que cupiesen en ellos. Lo que no cabía, se lo zampó. Después de catorce años en el Clarissa Frayne, había aprendido que nunca había que desperdiciar la ocasión de hacer acopio de comida. Había muchas posibilidades de que la combinación de ácido de la cubeta y comida basura lo hiciese estar vomitando durante dos días seguidos, pero si dejaba comida en aquel coche se arrepentiría durante años.
Stefan interrumpió su silencio seis calles al oeste de la calle Abracadabra.
—Déjenos aquí mismo.
—La directora Faustino ha dicho que os dejase en la puerta —objetó el chofer.
—Puede ser —contestó Stefan—, pero no quiero desvelar todavía la ubicación de mi cuartel general.
El chofer se echó a reír.
—El mil cuatrocientos cinco de la calle Abracadabra. Ya he enviado las coordenadas al Satélite.
Stefan se enfurruñó aún más. Los Sobrenaturalistas habían dejado de ser una organización secreta. Ahora había adultos implicados. Las empresas los estaban involucrando en sus planes. «A este paso —pensó—, solo falta que nos den cobertura dental y un plan de pensiones.»
Mona y Lorito estaban esperando preocupados cuando Cosmo y Stefan salieron del ascensor. Mona corrió a su encuentro, pero Lorito se quedó inmóvil, inusitadamente callado, sin ni siquiera un comentario sarcástico para recibir a la pareja pródiga. Su secreto estaba fermentando en su interior, haciendo presión por dentro para ser revelado.
—¿Dónde habéis estado? —quiso saber Mona, pasando un brazo por el hombro de Stefan y el otro por el de Cosmo—. Estábamos convencidos de que os habían encerrado en la cárcel.
Stefan se zafó de ella.
—Conecta la Parábola en el tejado. La quiero en funcionamiento veinticuatro horas al día.
Mona se apartó de la pareja como si acabase de recibir una bofetada.
—Estábamos preocupados, Stefan, por vosotros dos. ¿No nos merecemos una explicación? ¿No se supone que somos un equipo?
Stefan estuvo a punto de hablar en ese momento. Estuvo a punto de compartir su pesada carga, pero los sentimientos de culpa y de impotencia eran todavía demasiado fuertes.
—Ahora no, Mona, ¿de acuerdo? Conecta la antena y punto.
—¿La Parábola? Ese cacharro no ha funcionado nunca. Ni siquiera sé si está cargado.
—Conéctalo y ya está, Mona —dijo Stefan con un hilo de voz—. Por favor.
El chico se metió en su cubículo sin pronunciar una sola palabra más. Con cada paso que se alejaba, parecía más bajo. El grupo lo vio marcharse en silencio.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Mona, cuando el eco de las pisadas de Stefan hubo cesado—. Lo había visto enfadado antes, pero nunca así. Es como si su vida hubiese terminado.
—No se ha terminado —respondió Cosmo—. Solo tiene que comenzarla de nuevo.
Les explicó lo sucedido en la Torre Myishi, el hecho de que las descargas que disparaban sobre los Parásitos solo aceleraban su proceso de reproducción. Tres años ayudando a sus enemigos a poblar el planeta. Las palabras parecieron quedar suspendidas en el aire del almacén, condenando sus actos. ¿A cuánta gente habían absorbido su fuerza vital por su culpa?