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Authors: Laura Falcó Lara

Tags: #Intriga, #Terror

Gritos antes de morir (5 page)

BOOK: Gritos antes de morir
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—¡Qué cojones! —exclamó, estupefacto al ver que no emitía ningún sonido.

El viejo transistor había dejado de funcionar. No es que le tuviese un gran apego, pero en una noche así suponía una buena compañía. Contrariado, Kurt decidió buscar un área de servicio en la que parar para echarle un vistazo. Unos kilómetros más adelante vio el cartel. Avanzó y, cuando estaba casi llegando a la salida, puso el intermitente.

—Pero… ¿qué le pasa hoy a este camión? —se preguntó al ver que este tampoco daba señales de vida. Era como si su fiel amigo se hubiese declarado en huelga.

Algo molesto por aquellos estúpidos contratiempos, Kurt aparcó el camión en el arcén y empezó a manipular la radio, aparentemente muerta. Luego volvió a accionar el intermitente, que, para su disgusto, seguía sin obedecer sus órdenes. Respiró hondo, en señal de resignación, y le echó un vistazo a su reloj. Las agujas marcaban todavía las diez y cuarto, la misma hora que la última vez que lo había mirado. ¿Acaso todos los aparatos habían decidido averiarse al mismo tiempo? Ofuscado, Kurt decidió bajar del camión para estirar un poco las piernas. Algo de aire fresco no le haría ningún daño, se dijo mientras abría la puerta. Descendió lentamente y, tras poner los pies sobre el asfalto, miró el vehículo con extrañeza. Observó su viejo camión con cierto cariño; llevaban tantos años juntos que era como parte de la familia. Quizá aquella fuera la señal que necesitaba para darse cuenta de que ya era hora de que se retirara; quizá también su viejo compañero necesitara un respiro. Era probable que el mensaje de su mujer le hubiera calado finalmente, o tal vez la edad le estuviera pasando factura. Además, se sentía peor a cada minuto, como si de pronto se le hubiese terminado la energía y a su cuerpo, agotado, solo le quedasen fuerzas para arrastrarse. Sin pensarlo dos veces, subió al camión de nuevo y tomó el desvío para regresar a su hogar. Aquello tenía que ser fruto del cansancio, se dijo. Ahora lo tenía claro: ya no volvería a viajar. Le había costado mucho tomar esa determinación, pero ahora sabía que había llegado el momento. Por fin podría disfrutar de su hogar, de la familia y de aquello por lo que había luchado todos esos años. Era plenamente consciente de que apenas había podido criar a sus hijos, y de que posiblemente hubiera descuidado mucho a su mujer.

Ansioso por llegar a casa, Kurt emprendió una frenética carrera. No obstante, a la media hora de trayecto tuvo que detenerse, ya que el tráfico estaba completamente parado. Primero esperó unos minutos a que la caravana avanzase, pero luego, viendo que iba para largo, decidió bajarse y averiguar qué estaba pasando. A lo lejos las luces de un coche de la policía y de una ambulancia llamaron su atención.

—Vaya engorro —pensó—. Algún inútil se habrá dado una hostia y ahora todos a esperar.

Sacó un cigarrillo del bolsillo izquierdo de la chaqueta y lo encendió mientras seguía acercándose al lugar de los hechos. Al otro lado de la vía, en la dirección opuesta a la suya, un aparatoso accidente había obligado a cortar la carretera. Fue entonces cuando pudo ver por la mediana a los camilleros que se llevaban hacia la ambulancia un cuerpo inerte y completamente tapado por una sábana.

De pronto, cuando estaban a punto de introducir el cadáver en la ambulancia, un brazo cayó por un costado y, para su sorpresa, Kurt pudo ver que aquel hombre llevaba un reloj idéntico al suyo. Un sudor frío le recorrió la espalda; una terrible sospecha se cernía sobre él. El brazo, la camisa… No, no podía… No era posible… ¿Y si en el instante en que le venció el cansancio y cerró los ojos…? Angustiado, Kurt se acercó corriendo hasta la camilla: allí, sobrecogido por el horror, vio su cuerpo sin vida.

El santo entierro

Eran las diez de la noche y Marian Stewart estaba tumbada tranquilamente en el sofá frente al televisor cuando sonó el teléfono. Sin darle apenas tiempo a responder, una voz metálica y aguda, como procedente de un contestador automático, dijo:

—Funeraria El Santo Entierro le recuerda que le queda un mes de vida. Tenemos ofertas muy interesantes en nuestra web elsantoentierro.blogspot.com. Entre ahora y benefíciese de un cinco por ciento de descuento adicional.

El mensaje terminó. Marian no daba crédito a sus oídos. ¿Qué clase de broma macabra era aquella? Sin duda una de muy mal gusto, pensó. En cualquier caso, no quiso darle mayor importancia, y volvió a tumbarse frente al televisor. Quizá si hubiera tenido setenta años y una salud frágil la llamada le hubiese incomodado, pero a sus treinta y ocho le pareció de lo más absurda.

Había pasado algo menos de una semana desde el incidente cuando, de nuevo, el teléfono sonó a las diez en punto de la noche.

—Funeraria El Santo Entierro le recuerda que le quedan veinticinco días de vida. Tenemos ofertas muy interesantes en nuestra web elsantoentierro.blogspot.com. Entre ahora y benefíciese de un cinco por ciento de descuento adicional.

Esta vez fue ella la que colgó el teléfono antes de que el mensaje concluyese. Un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Quién podía ser tan retorcido? Descolgó nuevamente y buscó en la memoria del aparato el número desde el que la habían llamado. Tomó un bolígrafo y copió los dígitos: 666 666 666. Miró nuevamente el receptor con la expresión desencajada. Era correcto.

«¿Qué coño de teléfono es este?», pensó.

Marcó lentamente los números y aguardó. El mensaje de la operadora no se hizo esperar.

—No existe actualmente ninguna línea en servicio con esta numeración.

Aquella tontería estaba empezando a molestarle. Era cuando menos desagradable, y además ¿cómo podía no existir un teléfono desde el que la acababan de llamar? Respiró hondo y recapacitó. No podía dejar que una estupidez así la incomodase de tal manera. Eso era seguramente lo que pretendía el artífice de una gracia tan macabra. Así que, con los ánimos renovados, volvió a sentarse plácidamente frente al televisor, como solía hacer cada noche.

Durante unos días Marian se olvidó por completo del asunto. El ritmo de trabajo en la oficina era bastante frenético en aquella época del año, y para cuando llegaba a casa era tan tarde que solo le apetecía tumbarse en el sofá con un bol de ensalada y una pieza de fruta.

Aquel día la calma se vio interrumpida de nuevo al sonar el teléfono a las diez en punto.

—¿Sí, diga? —contestó, sosteniendo el auricular con la barbilla mientras se recogía la melena en una cola.

—Funeraria El Santo Entierro le recuerda que le quedan veinte días de vida. Si llama ahora podrá beneficiarse de nuestra oferta especial dos por uno. Visite sin falta nuestra web elsantoentierro.blogspot.com. Seguro que encontrará todo lo que necesita.

Aquello ya pasaba de castaño oscuro. Había dejado de ser una broma para convertirse en una auténtica pesadilla. Volvió a mirar en la memoria del teléfono cuál era el número desde el que la habían llamado. Otra vez el mismo: 666 666 666. Un número inexistente, y cuando menos inquietante. Ahora empezaba a estar nerviosa, intranquila. No es que creyera en el contenido del mensaje, pero comenzaba a alterarla. La única pista que podía seguir era la web que mencionaba: elsantoentierro.blogspot.com. Así que se fue hacia el ordenador, lo encendió y escribió la dirección. Ahí estaba. Jamás en su vida habría entrado por placer en una web así.

Una bienvenida un tanto peculiar adornaba su página inicial:

Los servicios funerarios de El Santo Entierro esperan que el catálogo de productos aquí expuesto sea de su agrado. Les deseamos una feliz navegación.

«¿Una feliz navegación? —pensó—. Hay que ser retorcido.»

Miró la parte de abajo de la página y vio que había un contador que marcaba el número 58.640. Luego recorrió todas las secciones de la web tratando de encontrar algo que le diese una pista. Finalmente vio al pie un teléfono y una dirección postal.

© Real Ilustre Funeraria de El Santo Entierro. C/ Milagros, 16, Madrid. Teléfono 91 472 60 59. E-mail: [email protected].

Decidió llamar al número y probar, pero, tal y como se temía, volvió a oír el mensaje de la otra vez:

—No existe actualmente ninguna línea en servicio con esta numeración.

También intentó enviar un correo electrónico pidiendo explicaciones, y en breves instantes obtuvo una respuesta:

Estimada Marian,

Su código personal es el 058640. Ahora que ya ha cogido número para su entierro, le rogamos escoja el féretro y los arreglos florales que desee para tan feliz acontecimiento.

Gracias por su interés en nuestros servicios.

Atentamente,

El Santo Entierro, S. A.

—¡Joder! —exclamó, levantándose de un brinco—. Esto no puede estar pasando en realidad.

Empezó a dar vueltas por el salón mordiéndose las uñas. ¿Cómo podía parar aquel sinsentido? Tenía que haber algún modo de averiguar quién estaba detrás de todo. Seguro que la policía tendría más de un caso de ese tipo en sus expedientes.

A la mañana siguiente pidió el día libre y se acercó a la comisaría del barrio. Tras conversar más de media hora con el jefe de policía, Marian decidió mostrarle la web en cuestión.

—Escriba, escriba… elsantoentierro.blogspot.com.

El hombre, no sin cierta desconfianza, tecleó la dirección. La respuesta no se hizo esperar:

The website cannot be found.

—¡No puede ser! Seguro que ha escrito algo mal. Vuelva a intentarlo.

El jefe de policía la miró con cara de paciencia y volvió a teclear la dirección:

—elsantoentierro.blogspot.com, y ahora… intro.

The website cannot be found.

—Mire, señora. Probablemente no haya sido más que una broma de mal gusto. Vuelva a casa y tranquilícese. Seguro que, si no se han cansado ya, lo harán en breve.

—Pero le juro que ayer entré en esa página…

—Sí, yo no lo dudo, pero… ya ve. Déjelo estar, de verdad. Y ahora, si me disculpa… Tengo mucho trabajo.

Marian volvió a casa cabizbaja. Quizá tuviera razón el policía y ya se hubieran cansado. Era probable que, tras su entrada en la web, la hiciesen desaparecer sin más. Si lo pensaba fríamente, lo ocurrido tampoco era tan grave. Si no volvían a llamarla, aquello no pasaría de ser una mera anécdota que contarles a sus nietos en las noches de Halloween.

Transcurrieron diez días y Marian consiguió olvidarse del suceso por completo. El teléfono no había vuelto a sonar, y la web en cuestión parecía desactivada. Aquel día estaba exhausta. Llegó a casa sobre las nueve, se puso el pijama y, tras mordisquear una manzana verde de las que quedaban en la nevera, se dirigió a su cuarto. Ya había apagado la luz cuando sonó el teléfono.

—Solo le quedan diez días de vida y aún no ha reservado su ataúd. ¿Acaso prefiere la incineración? Seguimos estando a su servicio en elsantoentierro.blogspot.com.

Marian empezó a chillar, y le sobrevino un ataque de pánico. Le faltaba el aire, notó que la vista se le nublaba y que el corazón aceleraba sus latidos de forma alarmante.

Cayó desplomada sobre la alfombra de su habitación.

* * *

—Abra los ojos. ¿Me oye? Señora Stewart, si me oye intente contestar.

Tenía frío y le dolía la cabeza. Trató de abrir los ojos, y al hacerlo descubrió que una luz intensa la enfocaba.

—¿Me oye?

—Sí —respondió medio aturdida.

—Está usted en el hospital. Se desmayó y lleva cinco días inconsciente.

—¿Cómo? —preguntó, mientras trataba de enfocar la visión, que aún era bastante borrosa.

—La portera de su bloque fue quien nos avisó.

—¿Cinco días?

—Sí, cinco días.

—Entonces solo quedan cinco… —respondió, tratando de incorporarse.

—Perdón, creo que no la entiendo. ¿Solo quedan cinco qué?

—Mi teléfono, la funeraria… —balbuceó con voz angustiada.

—No sé de qué me habla. Mire, procure calmarse. Tenemos que hablar.

—¿Hablar?

—Sí, verá. Tras la caída le hemos realizado un escáner y hay algo que no va demasiado bien —dijo el doctor, apoyándose en la cabecera de la cama con cara de preocupación.

—¿Que no va… bien? —preguntó, mientras el doctor intentaba que permaneciera tumbada.

—No sabemos si ya estaba ahí o si lo ocasionó la caída, pero debe usted saber que tiene un edema en el lóbulo frontal derecho.

—¿Un edema?…

—Bueno, a veces acaban por desaparecer, pero es una situación delicada…

—¿Delicada?… —Marian se echó a llorar.

—La dejaré un rato sola. Trate de descansar, ¿de acuerdo? —dijo el médico mientras salía de la habitación.

Marian estaba aturdida. Eran demasiados datos de una sola vez. Su cabeza era incapaz de procesar lo que estaba sucediendo. Mientras daba vueltas pensando en lo que había dicho el doctor, sonó el teléfono de la habitación. Marian lo miró durante unos segundos, aterrorizada, pero, como siempre, lo descolgó y se lo acercó al oído.

—¿Va a querer el ataúd de caoba o de pino? ¿Servicio básico o premium? Solo le quedan cinco días… y no tiene tiempo que perder.

Marian nunca salió viva del hospital.

* * *

Cuenta la leyenda que todo aquel que ose entrar en la página corre el riesgo de que se le asigne un número.

¿Te atreves?

http://elsantoentierro.blogspot.com

La bañera

Otra vez el mismo largo y aterrador pasillo de cada noche. Al fondo, la puerta entreabierta deja ver la bañera de piedra del baño grande. Qué lástima de paredes desgastadas y raídas por el tiempo, por el polvo. En su día la casa era una de las más bellas de la zona. Hicimos forrar las paredes de sedas importadas de Oriente, y los arrimaderos y los zócalos eran de las mejores maderas trabajadas a mano. En los techos, ángeles de escayola adornaban las esquinas de las estancias; ángeles que ahora se me antojan demonios, fieras impasibles que desde las alturas juzgan mi locura y mi destino. Por un momento fijo la vista en la escalinata de piedra blanca que sube altiva desde la entrada hasta donde permanezco inmóvil. Dios sabe cuánto tiempo y dinero costó la construcción de este monumento de piedra. Lástima que Henry no viviera para verlo terminado. Todo por culpa de la maldita guerra que me dejó viuda, sola con mi único hijo. Sabe Dios que fueron unos años muy duros y complicados.

Inspiro hondo y regreso a la realidad; miro al frente cabizbaja pero serena. Recorro el pasillo observando a mi paso cada uno de los pocos cuadros que aún cuelgan de las paredes desnudas. Avanzo lentamente hasta la puerta, avanzo hasta llegar al horror que mis ojos han de ver día tras día, noche tras noche. No soy capaz de atinar en mi recuerdo, de saber a ciencia cierta qué ocurrió esa jornada fatídica. Era una noche cualquiera, una de tantas en que me sentía sola, vacía y triste. Sé con seguridad que lo que voy a ver tras esa puerta va a demoler mi vida y mi mundo para siempre, y aun así sé que debo entrar. La imagen es grotesca y remueve todo mi ser desde las mismísimas entrañas. El tormento y la angustia que siento no son comparables a ningún otro mal, por intenso que sea. Aún puedo percibir en mis recuerdos el hedor que brotaba del baño como queriendo vaticinar la tragedia. Me siento paralizada por el miedo, por la ansiedad, por el desgarro, por la conciencia de que tras aquella puerta no habrá mañana ni esperanza posible. Mis manos tiemblan sin control al mismo ritmo que mis labios.

BOOK: Gritos antes de morir
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