—¡Me da igual lo que me dijera! ¡No quiero este libro! Y además… ¿quién es usted? Ronald dice que no lo conoce.
Fue en ese momento cuando Tom vio en los ojos de aquel enigmático personaje algo que le aterrorizó. Al igual que el libro maldito, el ser que estaba frente a él no era de este mundo. Sus ojos eran el reflejo de la maldad, del pesar, de la agonía, del mismísimo infierno.
—Saber demasiado no siempre es bueno, se lo dije. Pero usted quería saberlo todo; y luego, ese exceso de soberbia… —apuntó la misteriosa y demoníaca criatura. Tom lo observaba con temor, sin atreverse a pronunciar palabra—. ¿Sabe algo? La soberbia es el pecado capital con el que más disfruto. Es tan fácil de provocar…
Tom asintió con la cabeza, esforzándose por disimular el miedo que recorría todo su cuerpo.
—Bien, bien. ¿No creía saber tanto, no creía saber incluso más que yo? Pues ahora tiene la obligación de saberlo todo, hasta su final.
Tom era incapaz de reaccionar.
—No podrá deshacerse del libro hasta que lo lea. Y, por cierto, cualquier libro que trate de leer será siempre el mismo. Ya solo existe uno para usted: el de su vida. ¡Disfrútelo! —dijo, entre carcajadas.
Cuando Tom quiso darse cuenta aquel monstruo había desaparecido, como si de un truco de magia se tratase.
* * *
—¿Por qué lleva siempre ese libro viejo y cochambroso? —preguntó la enfermera en prácticas a la enfermera jefe.
—Lo tiene desde que entró en la residencia; nunca va a ningún lado sin él.
—¿Y qué es? Jamás le he visto leerlo.
—Dice que es su vida, y que cuando muera hemos de enterrarle con él. Afirma que tener ese libro y saber que lo mejor es no leerlo es la penitencia que debe pagar por su pecado de soberbia. ¿Entiendes algo?
—Son las manías que vamos adquiriendo con la edad. Pobre hombre.
Cuando Dan vino al mundo, hubo algo que falló. Se suponía que el sistema era perfecto y que nadie debía recordar jamás nada de su anterior estancia en la tierra. Se había dado algún caso sin importancia de recuerdos esporádicos, pero nunca algo parecido a lo que ocurrió con Dan. No de aquella forma, ni con aquella intensidad. Desde el día en que empezó a tener conciencia de sí mismo, Dan fue un niño raro, un niño que tenía recuerdos de una vida distinta de la suya. Por la noche, angustiado y sudoroso, se veía asaltado por horribles pesadillas que no podía recordar cuando se despertaba. Durante el día, le sobrevenían a todas horas recuerdos confusos de una realidad distinta. Nadie, ni siquiera él, era capaz de entender lo que le estaba ocurriendo. Sus padres, preocupados, acudieron con él a varios médicos. No estaban dispuestos a permitir que le pasara nada malo a su único hijo, pero ningún médico lograba explicar los problemas de Dan: no había explicación médica para lo que le estaba sucediendo.
Hacía ya doce años que Melissa los había dejado. Tardaron tanto tiempo en tomar la decisión de tenerla, y fueron tantos los sueños que volcaron en su hija, que, cuando el destino quiso arrebatársela, el golpe fue tremendo. Era tan pequeña, estaba tan indefensa… Tenía solo tres años cuando aquel enfermo la secuestró, la violó y la mató. Bastó un instante para que Melissa desapareciera sin dejar rastro. Afortunadamente el asesino, un perturbado, ni siquiera se molestó en ocultar el cuerpo o en huir. Fue Frank, su propio padre, quien, tras rastrear durante dos días la zona cercana al lugar del suceso, encontró el cuerpo sin vida de la niña. Desnuda y tirada en el sucio suelo de aquel viejo almacén, como si de una muñeca rota se tratase, Melissa yacía muerta. Para único consuelo de sus padres, la policía pudo seguir fácilmente el rastro del asesino y capturarle. Tras un largo juicio, Martin R. Smith fue condenado a muerte. Pese a haber presenciado la ejecución, Frank sabía que la rabia y el dolor no iban a remitir jamás. Aún había noches en que se despertaba atormentado por los recuerdos y sintiéndose culpable por no haber podido salvar a su niñita. La imagen de aquel cuerpecillo tumbado y lleno de sangre recorría su mente casi cada noche como una condena. Su mujer, en cambio, había sido capaz de bloquear y apartar aquel episodio de sus vidas tras el nacimiento de Dan; pero él, no. Ella no tuvo que pasar por el horror de ver a su hija muerta y desangrada. Por esa razón Frank necesitaba ayudar a Dan con todas sus fuerzas; era la forma que tenía de redimirse por no haber podido proteger a su pequeña. Quizá si conseguía ayudar a su hijo su mente le diera un respiro.
Los meses pasaban, y Dan, en vez de recuperarse, no hacía más que empeorar. Los episodios en que otra realidad irrumpía en su vida eran cada vez más frecuentes. A veces se pasaba horas enteras encerrado en su habitación, en un estado cercano al trance. Con la mirada perdida en el infinito, el chico parecía transportarse a otra galaxia. Absorto en un mundo al que solo él tenía acceso, Dan empezó a escribir en un diario cuanto era capaz de recordar. Necesitaba vaciarse de algún modo, y escribir le ayudaba a canalizar todo aquel cúmulo de información. Luego, prudentemente, guardaba el diario en un cajón bajo llave. Sabía que ni siquiera sus padres podrían entender cuanto pasaba por su mente. Había allí recuerdos de difícil análisis, que ni siquiera él mismo era capaz de aceptar. Todavía no había logrado descubrir la identidad de la persona que un día fue, pero conocía perfectamente su interior, y lo que había visto le horrorizaba. Día a día, Frank notaba que su hijo estaba más lejos, y que cada vez le costaba más hablar con él.
Fue la mañana en que Dan cumplió catorce años cuando la desgracia volvió a cebarse con aquella familia. Esa mañana, como tantas otras, Dan se levantó y, tras desayunar, se dispuso a ir a la escuela. Sin embargo hubo algo distinto, algo imperceptible, muy sutil, que no fue como siempre. Aquella mañana Dan olvidó cerrar el cajón y proteger su diario de las miradas ajenas. Al principio todo transcurrió como de costumbre. Su madre hizo las camas, recogió la ropa sucia y quitó el polvo, pero, cuando estaba ordenando la habitación de Dan, vio el cajón entreabierto y no pudo resistir la tentación. Tomó el diario entre sus manos dudando si debía leerlo o no. Sabía que aquello no estaba bien, pero, teniendo en cuenta los problemas que estaba atravesando su hijo, quizá leer aquel diario arrojara algo de luz sobre la situación. Se sentó en la cama y leyó.
Mi nombre en esta vida es Dan, aunque sé que antes he sido otra persona. Desde que tengo uso de razón, las pesadillas y las visiones me persiguen. Primero pensaba que eran solo pesadillas, y por eso hablé del tema con mis padres. Ellos, preocupados, consultaron a muchísimos médicos, pero sin éxito. Nadie entiende qué me pasa; nadie excepto yo.
¿Acaso Dan había descubierto algo que ellos no sabían? Intrigada, Nicole continuó leyendo:
No soy capaz de acordarme de mi nombre, ni siquiera de mi familia o de mi nacionalidad, pero hay algo que sí recuerdo, y es mi forma de ser, mi naturaleza. Sé que no soy bueno, que por mis venas corre el mal, el mismísimo demonio.
Nicole cerró el diario de golpe. ¿Cómo podía su hijo, un crío de apenas catorce años, escribir aquello? Respiró hondo y trató de tranquilizarse; se empezaba a sentir mareada. Al cabo de un par de minutos reanudó la lectura:
Me pregunto cuánto tiempo pasará antes de que vuelva a matar, antes de que mi ser verdadero, lo que realmente soy, aflore de nuevo y regrese con ansias de sangre. Esto es lo que me atormenta cada noche. Mis padres piensan que las pesadillas son las responsables de mi ansiedad, de mis miedos, de mi malestar. Pero las pesadillas no son más que mi inconsciente pidiéndome que mate otra vez. Mi auténtico tormento es tratar de reprimir al monstruo que llevo en mi interior. Si mis padres supiesen cómo soy en realidad, si supiesen el riesgo que corren, no dudarían en separarme de ellos para siempre. A veces me pregunto a cuántas personas habré matado, y si todos los crímenes que recuerdo son reales.
Cuando Frank llegó a comer a casa, Nicole estaba destrozada y rota de dolor. De sus ojos, enrojecidos, no brotaban ya las lágrimas. Frank la abrazó sin entender qué estaba sucediendo.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—El diario de Dan.
—¿Lo has leído?
—Sí.
—¿Y?
—Mira la página por la que está abierto —contestó ella entre sollozos.
Frank tomó el diario de encima de la mesa y leyó:
No debía de tener más de tres o cuatro años. Era una niñita angelical. Recuerdo que el brillo de sus grandes ojos verdes me cautivó. Estaba allí, jugando con la arena en aquel parque, cuando vi que su madre, distraída, hablaba con otra madre. No lo dudé ni un solo instante. La cogí al vuelo y, tapándole la boca, me la llevé corriendo hasta el callejón del fondo. Sabía que no tenía mucho tiempo antes de que su madre diese la voz de alarma, así que entré en el viejo almacén, la violé y luego la maté.
Frank no pudo seguir leyendo. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, y la rabia crecía en su interior, clavándose en sus entrañas. La niña de la que hablaba era, al parecer, su hija Melissa. ¿Qué oscura y siniestra broma era aquella? ¿Quién era realmente el autor de esas palabras? Frank no podía creer que su hijo Dan las hubiese escrito.
—Tiene que tratarse de un error. Esto no puede ser de Dan —dijo, mirando a su mujer.
Nicole lo miraba, luchando desesperadamente por aferrarse a sus palabras. Necesitaba creer que todo era un malentendido. Ambos esperaron con paciencia a que Dan llegase de la escuela.
* * *
Lo supo en cuanto abrió la puerta. Sus caras los delataban: los ojos, irritados y húmedos, hablaban por sí mismos. Sus miradas, que lo culpabilizaban, eran tan tácitas como expresivas.
—¿Cómo lo habéis averiguado? —dijo, con la mirada perdida.
—Leímos el diario —contestó Nicole con un hilo de voz.
—Dinos que no es tuyo —intervino Frank, consternado.
—Yo lo siento, yo no… —trató de contestar el chico entre lágrimas de arrepentimiento.
—¿Quién te contó lo de tu hermana? —insistió Frank, desesperado.
—¡Nadie! ¡La maté yo! —exclamó, sintiéndose por fin liberado al decir la verdad.
—Eso no puede ser, Melissa murió antes de que tú nacieras.
—Yo fui su asesino, y ahora soy vuestro hijo —contestó Dan con una frialdad fuera de lo común.
Sus padres se quedaron mirándolo en silencio. Parecía que empezaba a disfrutar de la situación.
—¿No me creéis? ¿Queréis saber detalles sobre su muerte? ¿Os cuento cómo la encontró papá, lo que le hice?…
—¿Qué? —exclamó el pobre hombre, horrorizado.
—Le puse la medalla en el bolsillo izquierdo de la chaqueta para que no la perdiera. Todo un detalle, ¿no?
Frank se abalanzó sobre Dan, ciego por la rabia y el dolor, mientras Nicole trataba de detenerlo.
—¡Es tu hijo! —gritaba desesperada, intentando separarlos. Pero Frank, poseído por la ira, estrangulaba con sus propias manos al niño que había visto nacer catorce años atrás.
* * *
Actualmente Frank cumple condena por asesinato en primer grado en el estado de Illinois, mientras que Nicole está ingresada en un hospital psiquiátrico del que difícilmente volverá a salir.
A David le apasionaba la fotografía desde que era niño, y se consideraba un afortunado por haber podido convertir su hobby en su trabajo de forma rentable. Aunque la tecnología permitía hacer un millón de cosas automáticamente, David seguía prefiriendo las viejas cámaras, con sus objetivos, sus angulares y su revelado manual. Tenía una auténtica colección de cámaras de todos los tamaños, colores y calidades, pero, donde estuviese su vieja Canon, que se quitasen las otras. De hecho, sus mejores fotos las había tomado con aquella máquina; desde las composiciones paisajísticas que le habían valido algún que otro premio hasta los retratos de sus seres más queridos.
Debían de ser las cuatro de la tarde cuando sonó el teléfono del estudio.
—¿Dígame?
—¿Estudios Wellington?
—Sí, es aquí. ¿En qué puedo ayudarla?
—Verá, estoy interesada en tomar unas fotos. ¿Hace sesiones de retratos en domicilios particulares o hay que desplazarse al estudio?
—Depende. Personalmente prefiero el estudio, porque aquí tengo todos los materiales, lonas y demás, pero si el cliente no puede me adapto.
—Es que en mi caso necesito hacer una foto de familia, y hay una persona mayor a la que es difícil mover.
—Comprendo. No hay problema. ¿Qué día le iría bien?
—Por mí cuanto antes. Respecto al precio, ¿cuánto puede costar más o menos una sesión completa con varios retratos?
—Pues hay un precio fijo por desplazamiento y tiempo mínimo, y luego se paga por fotografía. Si solo quiere un archivo digital cuesta menos. Si quiere foto digital impresa o foto de revelado manual impresa, el precio es otro.
—¿Podría mandarme el presupuesto por fax?
—Claro. ¿A qué número?
—020 7458 0534.
—Vale. Y, respecto al día, ¿cuándo querría hacerlas?
—En principio haríamos las fotos este viernes por la mañana, sobre las once. La dirección es White’s Row número 5. ¿Le va bien?
—Perfecto. Le paso el presupuesto, y si no me dice nada quedamos el viernes a las once en su casa.
—De acuerdo, nos vemos el viernes.
* * *
Fue otra de esas largas y tediosas sesiones de fotos de familia: hijos, nietos, sobrinos, y, presidiendo el evento, la abuela. Lo malo de trabajar con niños era que, cuando conseguía que uno se estuviese quieto, el otro se movía o hacía una mueca inapropiada. Aun así, esta vez logró acabar bastante rápido. Por otro lado, lo bueno de las sesiones de mañana era que esa misma tarde podía ponerse a retocar y revelar el material, y, si no surgía ningún contratiempo, la faena quedaba lista en el mismo día.
Eran las dos cuando llegó a casa, así que fue directo a la cocina y calentó el pollo empanado del día anterior, abrió una lata de cerveza y se sentó un rato frente a la televisión. Comer y dormitar frente a la televisión era uno de los placeres de trabajar para uno mismo.
—¡Uff… las cuatro! Debería ponerme al tajo si quiero acabarlo hoy —pensó en voz alta.
La clienta quería fotos tradicionales en papel mate para enmarcar, nada de digital. Para él eso suponía más trabajo, pero lo hacía gustoso porque era ese el tipo de fotografías con las que realmente disfrutaba. Se encerró en el cuarto oscuro, como de costumbre, y empezó a revelar una a una todas las imágenes de la sesión. A medida que las iba sacando de la cubeta las colgaba con sumo cuidado para que el papel se secara. Luego venía la típica espera hasta que podía cogerlas con los dedos y observarlas con atención. Era todo un ritual.