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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

¡Hágase la oscuridad! (19 page)

BOOK: ¡Hágase la oscuridad!
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Después, la atención de todos se desplazó hacia los brujos a los que un gran grupo de diáconos escoltaba hasta la mesa. Con fingida despreocupación, los arciprestes sacaron el mejor partido posible de aquella primera oportunidad de estudiar al enemigo cara a cara.

La impresión inicial fue tranquilizadora. Los prisioneros iban vestidos de forma parecida, con túnicas ligeras de tejido basto y, ¡estaban tan sucios! Además, el hecho de que no lucharan ni opusieran ninguna resistencia a los innecesarios golpes y empujones que les propinaban los diáconos, les daba una apariencia servil. ¡No había nada que temer de aquellos granujas lastimosos! ¡Y cómo! Se les podría tomar por una pandilla callejera si no fuera porque la mayoría eran mujeres. Algunas parecían bastante hermosas, incluso podrían resultar atractivas una vez lavadas y vestidas con los llamativos ropajes de las Hermanas Caídas, pero tal y como estaban, aquellos enemigos, supuestamente peligrosos, se asemejaban más a un grupo de humildes criados.

La segunda impresión ya no era tan tranquilizadora. Sus rostros, observados individualmente mostraban a las claras más inteligencia y sensibilidad que los de la mayoría de los fieles y lo que a primera vista parecía zafiedad, resultaba ser una actitud pensativa y de reflexión. Les unía una especie de solidaridad sutil, de lealtad mutua entre ellos que sugería la imagen de un grupo sólidamente unido; la uniformidad de sus vestidos reforzaba esa impresión. Igualmente parecía claro que no se sometían por miedo a las brutalidades de sus guardianes, sino que más bien las ignoraban, ya que sus mentes estaban concentradas en otros asuntos más importantes.

Aquella actitud reflexiva y pensativa era lo que, de forma intangible, resultaba más inquietante en ellos. Uno tenía la sensación de que aquellos seres estaban en comunión con otros poderes exteriores a la Sala del Consejo.

Sin embargo, en conjunto, la primera impresión era la que dominaba. La segunda era, tan sólo, un vago pensamiento subyacente.

Con un movimiento de su enorme cabeza de enano, el Primo Deth hizo una señal a un sacerdote del Segundo Círculo, para que iniciara el interrogatorio. Desde el mismo instante en que Goniface había sido investido con poderes dictatoriales, el pequeño diácono había dejado caer su máscara y todas sus emociones afloraban a su rostro con una desnudez repugnante. Sus insolentes miradas al Consejo Supremo hablaban más claramente que las palabras: «A partir de ahora, soy el segundo en importancia en la Jerarquía.»

Iluminado por el haz de luz de un proyector, el sacerdote pronunció una breve acusación que era también una condena contra los prisioneros.

—Habéis sido arrestados por conspirar contra la Jerarquía, bajo la apariencia y la pretensión de ser brujos. Si alguno de vosotros da un paso al frente, se declara culpable y confiesa todo, sin ocultar nada, se librará de la tortura.

De pronto, una de las mujeres empezó a temblar y su cuerpo fue sacudido de forma espasmódica. Su cabeza cayó hacia atrás y sus ojos se cerraron. Sus movimientos se hacían cada vez más violentos. Los músculos de su cuello se hincharon y sus rodillas se doblaron, como si le costara un gran esfuerzo sostenerse de pie. Era como si una fuerza invisible la sacudiera. De repente cayó al suelo y de su boca surgió espuma como si se tratase de una epiléptica.

—¡Señor, protégenos! —gritó al fin la mujer, revolcándose en el suelo—. ¡Satanás, ayuda a tus servidores!

De pronto, una inmensa silueta de lobo se materializó sobre la niebla grisácea de la pared, al otro extremo de la sala. Sus ojos eran dos fuegos negros como el hollín, llenos de ascuas agonizantes. Su figura avanzó majestuosamente hacia la Mesa del Consejo; del tamaño de una casa, era la encarnación misma del espíritu de destrucción.

Los arciprestes se habían levantado. Varios de ellos no podían ocultar sus emociones. También los sacerdotes inferiores retrocedieron involuntariamente.

—¡Hazlo desaparecer! —ordenó con voz penetrante Goniface al Primo Deth. Luego se puso en pie—. Esto es una proyección telesolidográfica, como ya habréis podido imaginar.

Esta última frase fue dirigida mordazmente a sus compañeros arciprestes. Casi hubiera deseado que Frejeris se encontrara entre ellos. El Moderado, aunque pomposo, sabía, cuando menos, cómo comportarse.

Algo más tranquilos, los arciprestes se dieron cuenta de que, en efecto, aquel monstruo era casi transparente y que a través de su imagen podía distinguirse la pared a lo lejos; la baba que caía, como hilos, de sus gigantescas mandíbulas era también fantasmal e incluso, sus grandes patas con larguísimas garras parecían posarse unas veces encima del suelo y otras, por debajo de éste.

Luego, los técnicos de Deth encontraron la frecuencia y lo hicieron desaparecer rápidamente. Secciones enteras del cuerpo se desvanecieron instantáneamente y quedaron tan sólo algunos restos que los instrumentos no habían alcanzado al primer disparo. A decir verdad, había algo de infernal y sugestivo en aquellos restos que los hacia aún más horribles que el original; un trozo de oreja aquí, una pata allá, un pingo de piel peluda y sucia, más rugosa que la hierba, y el agujero humeante de un ojo infernal, pero en conjunto, esta experiencia había elevado la moral de los sacerdotes.

—Por supuesto que no había ninguna necesidad de hacerlo desaparecer —dijo con frialdad Goníface—. Simplemente quería demostrar concluyentemente su naturaleza telesolidográfica. Nuestros hermanos del Cuarto Círculo podían neutralizarlo fácilmente con el neutralizador de polifrecuencias recientemente inventado. La cosa era simplemente de naturaleza fotónica y no habría podido resistir mucho rato a la aplicación del principio de interferencia. Todos los fantasmas empleados por la Nueva Brujería son trucos parecidos. Para acabar con ellos, sólo será necesario descubrir y destruir los proyectores ocultos. Es simplemente una cuestión de tiempo, incluso sin la información de la que pronto dispondremos. —Miró significativamente al grupo de brujos—. Podemos aislar fácilmente esta sala y todo el Santuario de esas proyecciones, pero no hará falta. Nuestros científicos e investigadores están seguros de que es imposible transmitir frecuencias o intensidades peligrosas para el cuerpo humano. Si aisláramos el Santuario, daríamos la falsa impresión de que estamos asustados. —Después, prosiguió con autoridad—. Ordeno a todos los sacerdotes y diáconos presentes que no tengan en cuenta las proyecciones que puedan aparecer en esta habitación.

A continuación se sentó y, de pronto, percibió un ligero aumento de temperatura en la sala y que todas las cosas habían tomado un color rojo vivo; las formas se volvían nebulosas y difusas.

Desobedeciendo la orden que él mismo acababa de dar, la mayoría de los arciprestes se pusieron precipitadamente en pie y se apartaron lejos de Goniface, hacia los extremos de la mesa, porque en el lugar en que había estado sentado el Jerarca del Mundo se sentaba ahora un enorme diablo de color rojo, cuyas piernas velludas atravesaban la mismísima mesa, y una gran cabeza cornuda se balanceaba de derecha a izquierda, sonriéndoles satánicamente. Como la de un mono, su gruesa cola roja que acababa en una especie de lengüeta puntiaguda, se enrollaba en torno a sus hombros.

En el interior de aquella mole rojiza, se distinguía vagamente la silueta de Goniface, como la de un insecto empotrado en una nube de ámbar.

Goniface se levantó y, por un momento, su cabeza surgió por encima de la masa roja. Después, el demonio se levantó también.

Los brujos estaban conmovidos. De rodillas en el suelo, gritaban con voz extasiada:

—¡Señor! ¡Señor!

El viejo Sercival levantó una mano temblorosa. Sus ojos desorbitados giraban en todas direcciones, pero parecía más indignado que atemorizado.

—¿Qué significa esto? ¿Hemos votado al Satanás?

Los técnicos de Deth también desobedecieron sus órdenes. Cambiaron la orientación del proyector y eliminaron la proyección telesolidográfica que rodeaba a Goniface. Primero, emergió la cabeza, después, el resto del cuerpo. Goniface estaba ceñudo.

Del grupo de diáconos se alzaron exclamaciones de sorpresa. Una nube negra como la tinta, que había cubierto de repente a los brujos arrodillados, se extendía y amenazaba con llenar la sala. Los diáconos emergieron de la nube, buscando el camino a tientas.

—¡Las varas de la ira! —gritó Goniface, mientras la nube negra se acercaba peligrosamente a los técnicos y sus instrumentos—. Apuntad a la nube a la altura de la cintura y si no se disipa, seguid disparando. Ningún neutralizador es lo bastante poderoso como para contrarrestar esa energía.

Rayos de llamaradas de color violeta se estrellaron contra las paredes grises de la sala después de un brusco viraje ante la masa oscura. La nube parecía estar haciendo un esfuerzo desesperado y emitía un pseudópodo de tinta hacía la puerta de la sala, pero los rayos de la ira se cernían sobre ella y la cortaban. Bruscamente la nube desapareció y los rayos de la ira se detuvieron.

—¡Mataremos a los brujos si se introducen en la sala nuevas proyecciones solidográficas! —anunció Goniface con voz severa—. Cinco brujos por cada proyección.

—¿No vamos a matarlos inmediatamente? —preguntó el viejo Sercival—. Acabáis de ordenar que sean aniquilados con los rayos de la ira, como yo os había aconsejado desde el principio.

—Era tan sólo una estratagema por mi parte —respondió con brusquedad Goniface—. Ésos son asuntos tan mundanos que, indudablemente, son poco accesibles para un espíritu tan santo como el vuestro.

Sercival se calmó con aquella reprimenda, aunque murmuró y sacudió la cabeza. Muchos arciprestes se habrían sentido aliviados si hubieran visto que se seguía el consejo del viejo Fanático.

—¡Empezad el interrogatorio! —ordenó Goniface.

Dos diáconos eligieron a una de las brujas y la llevaron cerca de la silla a cuyo lado se hallaba ya el Primo Deth. Era una joven rubia, pero muy frágil para ser una fiel. Tenía una piel como la cera y rasgos saltones.

La joven se acercó a la silla con paso tranquilo, pero al llegar a ella luchó y se resistió como un animal salvaje, mordiendo y arañando. Después, cuando fue atada, se calmó.

El diácono leyó en voz alta:

—Mewdon Chemmy, ya que éste es el nombre con el que te hemos identificado pese a que lo niegues, debo aconsejarte que respondas a todas las preguntas con la verdad y de modo satisfactorio. Si no es así nos veremos en la triste necesidad de tratarle de forma que respondas. Las civilizaciones antiguas usaron todo tipo de medios para provocar el sufrimiento: el potro, la rueda, la bota, la fresa de dentista y muchos otros más, pero la Jerarquía es generosa y no desea inflingir mutilaciones. Sin embargo, sus sacerdotes han diseñado un sistema que permite provocar las mismas sensaciones que esas torturas tan variadas, por estimulación directa de los nervios que transmiten la sensación de dolor. Con ello se obtienen los mismos resultados sin herir los órganos del cuerpo, a excepción de las heridas que puedan producirte como consecuencia de los espasmos y convulsiones. Hay otra ventaja adicional: no hay ninguna necesidad de interrumpir la tortura por miedo a que el daño efectuado en los tejidos pueda provocar la muerte.

El diácono se sentó.

Con lentitud, el Primo Deth se adelantó unos pasos y después se volvió repentinamente hacia la bruja.

—¿Cómo te llamas?

Tras un silencio, se oyó la voz apenas audible de la bruja:

—Los servidores de Satanás no tienen nombre.

El Primo Deth rió. Era desagradable saber que había reprimido aquella risa durante años. Después añadió:

—Te hemos identificado como Mewdon Chemmy, fiel del Undécimo Sector. Tu oficio es pintar cerámica. Eres la esposa de Mewdon Rijard. ¿Lo niegas?

No hubo respuesta.

—Muy bien, Mewdon Chemmy. Se te acusa de haber conspirado para derrocar a la Jerarquía.

—Tu ayudante ha dicho mucho más que eso —la voz era débil pero muy clara—. Ha dicho que yo, que todos nosotros habíamos sido ya condenados.

—Cierto, Mewdon Chemmy, pero si tus respuestas son satisfactorias, evitarás el dolor. Dinos con exactitud, ¿en qué forma has conspirado contra la Jerarquía?

—He seguido las instrucciones de Satanás.

—¿Qué instrucciones? —se burló Deth.

—Me he convertido en vehículo de su voluntad sobrenatural y he puesto en práctica las ciencias ocultas que él me ha enseñado. Maldiciones y conjuros para atormentar y sacar de quicio a aquellos que Satanás me ha indicado.

Por tercera vez, el Primo Deth emitió un sonido que en él pasaba por ser una risa.

—Quizá estés acostumbrada a utilizar esa jerga para describir tus actividades, pero debes comprender que todo eso no nos interesa. Queremos hechos. ¿Cuáles son los procedimientos científicos que te han enseñado?

—No sé nada de tales procedimientos. Satanás es omnipotente. No tiene necesidad de ellos.

Deth desplazó la mirada hacia el primero de sus acólitos.

—¿Estás preparado? —preguntó.

El sacerdote asintió con la cabeza. Una especie de toldo metálico y grueso había avanzado por detrás de la silla y fue colocado sobre la cabeza de la bruja como si fuera una capucha. Los bordes redondeados seguían los contornos de su cuerpo. Deth miró de nuevo a la bruja.

—Hasta ahora, teniendo en cuenta tu edad y tu sexo, no hemos sido muy severos contigo, Mewdon Chemmy, pero si persistes en esas evasiones pueriles, nuestra indulgencia terminará. Debes comprender, de una vez por todas, que no vamos a perder más tiempo escuchando esas historias estúpidas sobre Satanás y otras irrealidades sobrenaturales. No creo necesario recordarte que ya no te encuentras ante fieles crédulos.

En la Mesa del Consejo se produjo un gran revuelo. Aquellas palabras brutales y directas eran contrarias a lo establecido. El viejo Sercival murmuró indignado. Varios arciprestes miraron a Goniface interrogándole con la mirada, pero éste no se dio por enterado.

—Sin embargo, Mewdon Chemmy, todavía tienes una oportunidad —siguió Deth—. Si nos proporcionas hechos concretos que puedan ser verificados, te trataremos con misericordia.

La cara de la bruja, bajo las sombras de la capucha de metal, parecía tan pequeña como la de un niño, tan pálida como la de un fantasma.

—¿Cómo podríais tratarme con misericordia? Habéis admitido que la Jerarquía no tiene fe en el Gran Dios. ¿Osaríais liberarme para que pudiese ir a contárselo a los fieles? ¿Os arriesgaríais a que alguno de nosotros revelase vuestros engaños?

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