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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

¡Hágase la oscuridad! (17 page)

BOOK: ¡Hágase la oscuridad!
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Todos tenían alguna historia terrorífica o sobrenatural que contar y se habían intercambiado más rumores que mercancías. Algunos juraban que habían visto ángeles —«con grandes alas y rostros resplandecientes»— que indicaban que el Gran Dios empezaba, por fin, a interesarse un poco por las penas y tribulaciones de sus criaturas. Pero aquel consuelo resultaba ampliamente contrarrestado por los graves y preocupantes rumores. Se decía que ni siquiera los sacerdotes estaban ajenos al terror general.

Estos últimos rumores circulaban ampliamente, pero eran susurrados con miedo y mirando furtivamente alrededor, por si había algún sacerdote o diácono cerca que pudiera oírlos. Se decía que un sacerdote había salido gritando de una capilla de segundo orden en plena celebración del servicio religioso, porque algo invisible le había agarrado por el cuello mientras predicaba. Se decía que un grupo de fieles, al volver por la noche del trabajo en los campos, habían sido abandonados por el sacerdote que debía escoltarles y protegerles de las fuerzas del mal. Se decía que un niño había muerto a causa de la Enfermedad Sofocante, antes del alba, ya que ningún sacerdote del Tercer Círculo había querido ir a asistirle desde el Santuario.

Existían otras pruebas de que la propia Jerarquía sentía miedo. Hacía ya dos días que los sacerdotes rurales iban llegando a Megatheopolis. Algunos decían que venían para asistir a un gran congreso religioso, pero otros aseguraban con susurros discretos que venían en busca de la protección que ofrecía el Gran Santuario y los granjeros que habían acudido al mercado confirmaban esta última suposición. Los granjeros afirmaban también —eran algo más habladores que los fieles de la ciudad— que muchos santuarios rurales habían sido abandonados y que apenas se trabajaban los campos.

Los comerciantes que llegaban a lomos de mulas o en carricoches desde las ciudades vecinas, decían que los agentes de Satanás también estaban actuando en aquellas ciudades y se sentían desconcertados al comprobar que Megatheopolis estaba siendo asediada en la misma forma.

Satanás reía. La Tierra temblaba. Y el Gran Dios no prestaba atención.

A causa de ello, la cobardía de los sacerdotes empezaba a ser tema de todas las conversaciones.

—¿Por qué no nos protegen? —decían—. Les hemos confesado por dos veces nuestros pecados. Nos hemos reformado. Nos hemos portado bien. Entonces, ¿por qué no nos protegen del terror? Nos dicen que se trata de una prueba, pero para ser una prueba ya ha durado demasiado. Siempre habían dicho que podían aniquilar a Satanás cuando quisieran, ¿por qué no lo hacen?

Así que, cuando Sharlson Naurya se paseó por la Gran Plaza pudo percibir el rencor y el miedo entre los fieles que le abandonaban. Tuvo la prueba de ello al ver que discutían por temas de prioridad u otras bagatelas, que intercambiaban acusaciones de hurtos, que abofeteaban a los niños que se rezagaban.

Aquellas riñas y la confusión favorecían el propósito de Sharlson Naurya, ya que absorbían la atención de los pocos sacerdotes y diáconos que las presenciaban. Sabía que se arriesgaba y que estaba desobedeciendo las órdenes de Asmodeo, pero la desaparición del Hombre Negro y de Jarles había alterado la situación. Jarles había salido para establecer de nuevo contacto con la Brujería y el Hombre Negro había ido a encontrarse con él. Era todo lo que Drick había averiguado.

Por eso, disfrazada de fiel y con un chal cubriendo sus mejillas, Sharlson Naurva se abría paso entre las muchedumbre malhumorada de la Gran Plaza, como si fuese una madre joven que buscara a sus hijos.

Y en realidad, se sentía como si lo fuera. Puede que estuviera enamorada de uno de aquellos dos hombres, pero a ella le parecía que eran como niños. El Hombre Negro, encantador y algo mimado, inteligente y bueno, pero también insolente, travieso y guasón. Jarles, el joven serio, tenaz y angustiado por problemas morales.

En la esquina vio a un fiel de la talla de Jarles y Naurya, instintivamente, aceleró el paso. El hombre llevaba una barba de tres días y se cubría con una capucha, —¿quizá para esconder una reciente tonsura sacerdotal?

Naurya se acercó. Verdaderamente se parecía a Jarles. Era Jarles. La emoción que sintió se mezcló con una cierta autosatisfacción. ¿No era Drick quien había dicho que era inútil acudir a la cita? Previamente por eso, llevaría a Jarles directamente al aquelarre de aquella noche. Drick se daría cuenta de que Naurya había encontrado un excelente prosélito para la Brujería.

Cuando Jarles por fin la vio, Naurya giró por una calle lateral, tras hacerle un signo con la cabeza para indicarle que la siguiera. Después de un instante de duda, Jarles la siguió.

El regocijo de Jarles estaba asociado a un cierto recelo. No había esperado contactar tan fácilmente ni tan deprisa con la Brujería, pero sabía que se lanzaba a una aventura muy peligrosa y que estaba su integridad amenazada. No hacía mucho que Jarles había aprendido a respetar aquel saco de carne y de huesos que contenía su ego. Si uno dejaba que ese saco se malograra, podía pasarse toda la eternidad silbando en espera de otro.

¿Cómo había podido arriesgarse tanto anteriormente? ¡Y sin ningún propósito de obtener provecho personal! Era un gran misterio cómo había podido llegar a ser tan idealista como recordaba haberlo sido. No le gustaba pensar en ello. Se veía así mismo demasiado pueril, demasiado estúpido.

Por supuesto que había que arriesgarse un poco para obtener algún provecho personal y satisfacer el propio ego. Nada se obtiene gratuitamente. Era obvio que Goniface no iba a convertirle en sacerdote del Cuarto Círculo —la recompensa que le había ofrecido— a menos que él mismo obtuviera algún beneficio con ello. Por eso era necesario que él se embarcara en aquella arriesgada aventura: traicionar a la Brujería.

¡Goniface! ¡Él sí que era un gran hombre! Jarles no recordaba haber envidiado ni haber admirado a nadie tanto y tan profundamente, aunque de cierta mala gana; ni siquiera al Primo Deth. Pero el arcipreste tenía algo que le faltaba al diácono: su amplitud de miras, la capacidad de mando y la de encontrar placer en ello.

Ascender al Cuarto Círculo y todo lo que ello significaba, ¡quizá, incluso más! Era algo que valía la pena; una recompensa que justificaba los riesgos. Cualquier cosa era mejor que pasar la vida entre las mentes pacatas de los sacerdotes de los dos Primeros Círculos. Era simplemente una cuestión de sentido común el intentar minimizar los riesgos y ampliar el margen de seguridad al máximo posible.

Por eso Jarles seguía a Sharlson Naurya con todos sus sentidos alerta y con la mente despierta. Iban hacia el barrio de los fieles. Jarles sintió cierto placer estético ante las ricas tonalidades que el sol del ocaso ponía en las fachadas de ladrillo. La vida había renacido para él en los últimos días y había llegado a ser infinitamente más satisfactoria. El tacto, el olfato, el gusto —y todas las demás sensaciones— le proporcionaban el mayor deleite. Ahora sabía que no existía nada más que un ego independiente, libre durante un tiempo para saborear los placeres del mundo e imponerle su voluntad. Una vez que se comprendía esto, todo lo demás resultaba claro como el día y todos los momentos eran preciosos.

Un vago idealismo había ocultado al otro Jarles las posibilidades de ser feliz que se hallaban justo ante su nariz, pero ese otro Jarles del pasado ya no podía inquietarle, excepto mientras dormía.

Una vez fuera de la Gran Plaza, Jarles alcanzó a Sharlson Naurya y caminó a su lado. Después consideró prudente decirle en voz baja:

—Estoy con vosotros hasta el fin. He pensado mucho en ello mientras estaba en casa de la Madre Jujy.

Jarles obtuvo como respuesta la presión cálida y amigable de la mano de la joven y esto le recordó un problema especial que le atormentaba tras su conversación con Goniface.

Goniface había dado instrucciones muy explícitas sobre Sharlson Naurya, tanto al Primo Deth como al mismo Jarles. Si, por casualidad, fuese a caer detenida en la próxima redada, debían matarla inmediatamente.

Por supuesto que si se llegaba a tal situación, debería sacrificarla, destruirla con sus propias manos, si era inevitable, pero si lograba que pudiese escapar, sin que resultara sospechoso, esa sería la solución ideal.

Después de todo, ¿por qué Goniface se interesaba tanto por Naurya? La chica debía conocer algún secreto que podría ser muy útil para acelerar la promoción de Jarles. Por tanto, tenía una doble razón para preservar su vida, si tenía oportunidad de hacerlo.

El crepúsculo palidecía bajo las sombras. La guía de Jarles entró, de pronto, en una pequeña capilla a la que solían acudir los fieles para rezar. En la penumbra, pudo distinguir la imagen del Gran Dios, el altar y algunos bancos. No había nadie en la capilla. Sharlson Naurya se acercó a una pared junto al altar y tanteó a lo largo de las molduras ornamentadas de plástico.

Un pesado panel se deslizó hacia un lado y la muchacha pasó por la abertura que había dejado. Jarles se detuvo un momento en el umbral, para que la ampolla de sustancias radiactivas que llevaba atada al brazo izquierdo pudiera dejar un mayor rastro en aquel punto preciso, de modo que pudiera ser útil al Primo Deth. Sharlson Naurva le hizo un signo de impaciencia.

El panel se cerró y ambos se encontraron en medio de un pasaje sombrío, iluminado de vez en cuando por pequeñas lámparas. De nuevo la muchacha tanteó las molduras —sin ornamentos— al lado de la pared. Evidentemente, con ello reactivaba el sistema de alarma que había apagado al entrar. Cuando Naurya inició la marcha por el pasadizo, Jarles se arriesgó, buscó el botón, lo pulsó y después se apresuró a seguirla.

Al final del pasillo descendieron por una escalera. Después otro pasillo y más escaleras. Jarles mantenía alerta todos sus sentidos.

—Estos pasadizos datan de la Edad de Oro —le explicó Naurya.

La muchacha se detuvo.

—La entrada a la Sala del Aquelarre está justamente encima, después de este zigzag —dijo Naurya—. Te conduciré allí y en seguida te propondré como nuevo miembro. Ahora están reunidos. Aquí —tocó la pared con la mano— hay otra entrada, pero sólo la usamos en casos de emergencia.

La joven pulsó un botón con el dedo y un panel se deslizó a un lado.

La nueva personalidad de Jarles se puso inmediatamente en acción. Ajustó con rapidez los controles de la vara del rayo de la ira que llevaba atada al antebrazo derecho, hasta el nivel de «parálisis» y dirigió el haz que zumbaba, pero que era casi invisible, a la cintura de la muchacha. Ésta quedó inmóvil. Su diafragma se contrajo y se puso rígido. Su boca se abrió a causa de los espasmos nerviosos, pero no emitió ningún sonido.

Jarles la tomó del brazo y la dejó caer suavemente en el pasadizo que ella misma acababa de mostrarle. Después, contando los segundos, dirigió con frialdad el rayo hacia la cabeza de la muchacha y una vez seguro de que Naurya seguiría inconsciente durante el tiempo necesario, cerró el panel y se encaminó hacia la Sala del Aquelarre.

Una penumbra púrpura y una voz autoritaria. Perfilándose en la sombra menos densa de la pared opuesta, un círculo de formas humanas prestaba atención a aquella voz. Ante la pared más lejana se alzaba un trono fosforescente y sobre él había una forma humana absolutamente negra de la que surgía aquella voz.

Jarles recordó súbitamente su primera entrada en aquella Sala y el recuerdo fue tan intenso que las dos experiencias se confundieron, pese a que entonces era una persona distinta. La memoria podía colmar cualquier laguna.

Sin hacer ruido, se puso las gafas transformadoras de la luz ultravioleta que le había proporcionado el Primo Deth, atendiendo a la petición del propio Jarles. Fue como si una luz de color amarillo pálido hubiera iluminado repentinamente toda la habitación. Inmediatamente, todo el misterio se desvaneció para convertirse en una visión ordinaria, con sólo dos excepciones. Se trataba de una gran sala, de techos bajos, en la que un grupo de personas escuchaba a un orador sentado en un trono sencillo y sin ornamentos. Jarles experimentó de pronto un agradable sentimiento de seguridad.

Las dos excepciones eran el orador y una silueta inmensa junto al trono.

El orador seguía siendo una vaga forma humana, tan negra como antes. El campo que llevaba absorbía todas las radiaciones.

La misteriosa gran silueta le dejó tan perplejo que distrajo su atención y no le permitió captar el significado de lo que decía el orador. Con toda seguridad aquella silueta no había estado presente en la habitación en la ocasión anterior. Era como un ángel por su tamaño y su forma, pero su cara grande, sombría y sin vida era increíblemente fea. Unos cuernos retorcidos surgían de la frente y en los antebrazos tenía garras que parecían de reptil. Era un monolito demoníaco que estaba allí, en pie, rígido, dos veces más alto que un hombre e incluso un poco más alto que la propia sala, de modo que los cuernos desaparecían en un gran hueco o agujero circular que había en el techo.

Algún tipo de escultura ritual, decidió Jarles. Aquella gente era muy imaginativa y quizá muy inteligente, pero eran como niños para lo que realmente era importante, gigantes en sus descuidos. Si no, ¿cómo podían permitir que se penetrara tan fácilmente en sus reuniones secretas?

Curiosamente, el orador expresaba en ese momento la misma idea. Jarles escuchó aquella voz dominante:

—Hasta ahora habéis jugado a ser brujos. Ha sido un juego duro y peligroso, pero para la mayoría de vosotros era sólo un juego. Muchos os incorporasteis a la Brujería por un deseo juguetón y revoltoso de ejercer un poder secreto, en un mundo en el que la Jerarquía tiene el monopolio del poder.

»Yo y mis compañeros lo tuvimos en cuenta cuando inventamos la Brujería. Sabíamos que una gran causa y un objetivo loable serían insuficientes para atraer seguidores. Sabíamos que obedeceríais nuestras instrucciones tan sólo en la medida en que fueran suficientemente divertidas, por eso, cuando os habéis embarcado en vuestras travesuras privadas no hemos interferido.

La voz hizo una pausa y alguien en el círculo de oyentes hizo una pregunta.

—Lo que decís es cierto, ¡Oh!, Asmodeo. Pero ¿qué queréis que hagamos ahora?

El corazón de Jarles latió apresuradamente. ¡Asmodeo! Había oído decir que así se llamaba el líder de la Brujería. Las próximas capturas serían de la mayor importancia. El ascenso al Cuarto Círculo ya no sería recompensa suficiente. ¡Como mínimo, el Séptimo Círculo! Por suerte, tenía a Sharlson Naurya para utilizarla contra el arcipreste Goniface, si éste le rechazaba.

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