—Lo habéis oído mal.
—¡Calla! Quiero trescientos…
—No estás hablando con la persona adecuada.
—… mil dólares. Se equivoca, señor Wyeth. ¡Creo que tenemos exactamente al cabrón adecuado! Te hemos estado vigilando, sabemos por dónde te mueves, sabemos dónde está el nuevo edificio del tal Rainey. Lo tenemos todo cubierto, amigo.
Confié en que se estuviera tirando un farol.
—Díselo a Rainey —añadió.
Gimió, giró la cabeza y levantó la vista anticipándose al placer.
—¡Vamos, LaQueen, tú puedes, hermana!
La chica se movía con más ahínco, más deprisa.
—¡Dame mi premio! —gritó él.
Atrajo a la chica más hacia él, sosteniéndole la cabeza todo el tiempo con las manos y haciéndole golpear los pies como si temiera ahogarse. Tenía la pistola junto al oído de ella y sacudía las rodillas de placer, y cuando llegó el momento, levantó la pistola por encima de la cabeza triunfal.
—¡La puta! —gritó. Y disparó al techo un par de veces. Yo me encogí—. ¡Oh, hermana!
Se desplomó hacia atrás y apartó a la chica, dejando ver un gigantesco pene negro y mojado que daba saltos entre sus muslos. Levantó la cabeza y se inspeccionó, y luego me miró que observaba a ambos. La chica apoyó la cabeza en su muslo y lamió su miembro cada vez más flácido con obligada reverencia, con los ojos clavados en los míos, llenos de frío desdén. La habitación olía a quemado. H. J. cogió sus auriculares de seguridad.
—Antwawn, ven y llévate a este blanco de aquí. —Me apuntó de nuevo con la pistola—. Consígueme el dinero —dijo, acariciando la cara de la joven mientras su pene entraba y salía de la boca de ella—. Consígueme ese jodido dinero, picapleitos, o te encontraré y te haré comer la mierda que ya hay en tus pantalones.
El día siguiente amaneció despejado y radiante…
… para quien no estuviera aterrado, claro. Y yo lo estaba, con los nervios de punta por exceso de café, saliendo de la ciudad a demasiada velocidad, al volante de un trasto alquilado, en dirección a la vieja granja de Jay Rainey, con el corazón palpitando con fuerza como si gritara asustado: «Esto va mal, son mala gente, va a acabar mal». Como cualquiera, prefiero olvidar que voy a morir, que no me lo recuerden, prefiero pensar que el momento de exhalar el último suspiro queda lejos, que los años pueden medirse en, digamos, la unidad de tiempo que se tarda en descubrir, probar, perfeccionar, aprobar y comercializar un nuevo fármaco. Si, dame dos o tres de esos períodos, un par de nuevos potenciadores del cerebro y fortalecedores de cartílagos, y estaré bien; la galopante sociedad americana en la que moriré me resultará irreconocible. Pero mientras tanto el paso de los días no augura nada bueno. Siento cómo el pasado se aleja poco a poco de mí, un viento oscuro y gélido que me aspira los oídos y me estira el vello de la nuca, gorjeando como un niño de ocho años que se ahoga. Ayer no es ayer, se ha perdido y desaparecido para siempre, se ha derrumbado y podrido gimiendo en la tumba. Día tras día veo que el futuro me tiene deparadas muchas menos cosas de las que tuve en mi pasado: menos trozos de pastel de chocolate, camisas limpias, periódicos nuevos, tazas de café calientes con la leche que se arremolina en una nube cautivadora. Sí, me asusto con mucha más facilidad que antes. Me aterrorizo con más facilidad. Me tomo muy en serio las amenazas. Creo, por ejemplo, que cuando un negro pirado con los pantalones bajados saca una pistola y la dispara al aire, la amenaza es real. Cuando ocurre eso, echas a correr.
Sí, corres y tropiezas, y la gente te grita, y ves el bull terrier de pelea colgado de la cuerda, y oyes cómo los chicos te señalan riéndose y diciendo «¡Señor!», «¡Eh!», y sales blanco y tambaleándote al aire frío de la calle y corres sin resuello y en muy baja forma lo más deprisa y lo más lejos que puedes antes de detener un taxi, que es lo que hice, para llegar a mi triste apartamento y subir las escaleras hasta mi puerta lleno de gratitud por la pintura desconchada y la alfombra gastada, el fregadero medio atascado, la cama blanda y hundida; mi cuchitril de lujo, el lugar más maravilloso del mundo.
Y allí fue donde no pegué ojo, preguntándome en la oscuridad si debería acudir a la policía. Al fin y al cabo, los matones de H. J. me habían secuestrado y me habían apuntado con una pistola. Se habían infringido muchas leyes. Por otra parte, ¿qué pruebas tenía yo, ileso como estaba? Y H. J. podía pagar a un montón de gente de su club que lo negaría todo. Y luego mencionaría a su difunto tío Herschel e indicaría a cualquier policía interesado la cuestión sobre el estado de su cuerpo. Y yo no quería que lo hiciera.
Pero ¿había alguna relación entre la cólera de H. J. y la queja de Marceno? Después de todo, fuera lo que fuese lo que estaba haciendo Herschel en el bulldozer, había ocurrido antes de que muriera. Y la ira de H. J. provenía del hecho de que Herschel hubiera muerto en un bulldozer, no de la razón por la que había estado en el bulldozer. Según ese análisis, no había conexión entre los dos problemas. Pero yo estaba preocupado. Estaba preocupado de esa manera que te obliga a sentarte en la cama, encender la barata lámpara de la mesilla de noche y morderte las uñas, preguntándote por qué la señora Jones pareció haber cuestionado los motivos por los que Herschel había salido con el bulldozer. O por qué H. J., mientras despotricaba contra mí, había dicho que él y su gente buscaban a Poppy. Lo que era interesante. Y tal vez lógico, dado que había sido Poppy quien había llamado a la ambulancia al «encontrar» el cadáver de Herschel. Pero la señora Jones había dicho que Poppy le había indicado cuál era el edificio de Jay. ¿Cómo era posible? ¿Por qué iba a saber Poppy la dirección del edificio de Jay a menos que éste se la hubiera dado? ¿Y por qué iba a dársela Jay? Al parecer Poppy sólo era un tipo que llevaba trabajando muchos años en la granja, con las manos lisiadas. ¿Por qué necesitaba saber la dirección de cierto edificio del centro de Manhattan? ¿Y cómo sabía H. J. que la vieja granja de Rainey ya se había vendido? Bueno, tal vez el nuevo propietario, Marceno, o sus trabajadores habían llegado la mañana siguiente a la venta. Pero H. J. no parecía la clase de tipos que se involucran con viejas granjas. Tenía un club de hip-hop que llevar Eso significaba que alguien se lo había dicho, probablemente la señora Jones. Pero ella había llegado al edificio de Jay bastante temprano la mañana anterior, alrededor de las diez, de modo que era improbable —no imposible, pero sí improbable— que hubiera salido del North Fork a tiempo para ver llegar a los nuevos propietarios, sobre todo si ellos habían dejado la ciudad a la misma hora. Lo que hacía pensar en que ella había llamado a H. J. después de amenazar a Jay Rainey delante de su edificio. Sí, eso tenía sentido. Así era como se había enterado H. J. del aspecto que yo tenía para que pudieran seguirme sus hombres. La señora Jones, con cuarenta y cinco kilos de determinación santurrona, me había descrito.
Pero aunque hubieran tenido mi foto (una búsqueda por internet de los números atrasados de las publicaciones legales de Nueva York probablemente proporcionaría una foto en blanco y negro de baja calidad de hacía cinco años), ¿cómo habían sabido dónde encontrarme? ¿Me habían seguido el día anterior desde el edificio de Jay Rainey hasta el restaurante, y de allí a mi apartamento, al restaurante indio y al colegio? Lo dudaba. Lo más probable era que hubieran seguido a Jay y lo hubiesen perdido —había desaparecido rápidamente—, y me hubieran visto salir del partido de baloncesto y, al reconocerme, me hubiesen abordado.
Llegué al final de la autopista de Long Island por segunda vez en treinta y seis horas, y me adentré por los caminos vecinales que conducían a North Fork, lamentando que mi desvencijada furgoneta de reparto alquilada, con letras pintadas con plantilla en las puertas y calcomanías de Jesús en los faros, no tuviera una calefacción decente. Bebí otro sorbo de café y seguí dando vueltas a preguntas enrevesadas, sintiendo cómo me llevaban, no a la locura, sino a esa parte ultraparanoica y fríamente racional de mí mismo. Mi viejo yo del bufete, capacitado y cabrón. Empecé a ver que, fuera lo que fuese lo que ocurría con Marceno, H. J., Poppy, la señora Jones y Jay, constituía, en su totalidad, una pieza de maquinaria, llamadlo engranaje, que estaba unido a otro engranaje más pequeño, accionado por Jay y por el edificio de la calle Reade que tanto anhelaba, un edificio que albergaba el negocio de David Cowles, cuya hija, Sally Cowles, parecía fascinar tanto a Jay que asistía en secreto a los partidos de baloncesto de su colegio. ¿Comprendía Jay esas dos series de complicaciones? ¿Y dónde encajaba Allison en todo eso? A pesar de su insistencia en que ayudara a Jay, ella se había mostrado muy vaga al describirme su transacción inmobiliaria. El hecho de que él no me hubiera explicado la enrevesada compra de la propiedad de la calle Reade me hacía pensar que no tenía prisa en que se supiera su interés en adquirir ese edificio y ningún otro. Y a juzgar por las fechas que me había ofrecido Marceno, Jay parecía haber decidido comprar el edificio de la calle Reade y acto seguido poner en venta su terreno. Al mirar atrás —desde la perspectiva lamentablemente escarmentada que yo tenía—, vi que el momento en que Jay había desaparecido de la tribuna de la pista de baloncesto para perderse en la noche de Manhattan señalaba su aceleración hacia sus tan buscadas fantasías. Lo que anhelaba parecía tan próximo que su cautela innata se había convertido en una carga para él y lo había echado por la borda. Si me había visto en el partido, debía de haber sospechado por qué lo buscaba, lo que significaba, naturalmente, que otros lo buscaban. Y si, por el contrario, no me había visto, había salido de todos modos de forma repentina, lo que daba a entender que se sentía vulnerable viendo a Sally Cowles correr por la pista. Tal vez se dio cuenta de que se había quedado demasiado tiempo. En cualquier caso, mi relación con Jay había cambiado. Ahora era yo quien lo perseguía.
La carretera de un solo carril que serpenteaba hacia el este, en dirección al Atlántico, ofrecía un encantador paisaje de ensueño típicamente americano, casi demasiado bonito para ser real: casas de trescientos años, iglesias con campanarios, casas de labranza de madera, cobertizos plateados junto a viejos arces de ramas gruesas. El rápido vistazo que había echado a los oscuros y helados campos de Jay dos noches atrás, me daba cuenta, no había bastado para hacerme comprender las fuerzas que había en juego sobre el valor de la propiedad. El terreno ondulado era un túnel del tiempo que conducía a una época más simple. La gente encuentra aterradoramente atractiva tal autenticidad, porque les permite olvidar el terrorismo, el calentamiento del planeta y el asesoramiento genético, pueden olvidar que el tiempo discurre en una sola dirección, al menos para los que seguimos aferrados al mástil del racionalismo occidental. Esta clase de lugares evocan una era psíquica perdida, anterior a Nixon, cuando los Cadillac parecían cohetes y la silicona sólo se utilizaba para sellar ventanas. Aquellos tiempos en que Estados Unidos era ese gran lugar. Y la gente pagará alegremente por ello, pagará precios del siglo veintiuno. Adelanté un tractor que arrastraba una carreta llena de heno; en sentido contrario pasaron tres limusinas blancas seguidas, llevando sabe Dios a quién (¿ejecutivos corporativos, atletas profesionales, estrellas de cine?). Unos kilómetros más adelante rodeé dos grandes campos de golf y dejé atrás media docena de bodegas, majestuosas y caras estructuras de madera y cristal en medio de pulcras hileras de vides de metro y veinte de altura sostenidas con emparrados que se alejaban hacia el horizonte. Los edificios de las granjas caídos en desuso y las modestas casas de labranza que daban a la carretera principal se habían vendido y los estaban derruyendo. De hecho, los grandes proyectos que veía habían sido probablemente resultado de la fusión de múltiples parcelas, una forma de juntar un terreno que resultaba cara y requería mucho tiempo, y que normalmente sólo se hacía cuando los precios subían de forma vertiginosa. Pero, como había dicho Jay, la perspectiva de cultivar viñedos y construir bodegas de fama mundial a tiro de piedra de la ciudad de Nueva York, donde recordemos que sigue habiendo más dinero que en cualquier otra ciudad del planeta, incluida Londres, Hong Kong o Kuwait, era un éxito seguro. Si a esa proximidad se sumaban otros factores —el abarrotado desarrollo de los Hamptons, las recientes restricciones en el uso de la tierra que habían entrado en vigor en un intento de impedir esa clase de desarrollo, y la población en edad de jubilación, siempre en aumento, de Estados Unidos—, el éxito seguro se convertía en un atraco a cámara lenta a un banco.
Sin embargo, todavía me esperaban más pruebas cuando aparqué en la pintoresca ciudad de Southhold y encontré Hallock Properties, uno de los letreros que recordaba haber visto entre las malas hierbas de la vieja propiedad de Jay. El escaparate de la agencia estaba adornado con listados de amplias extensiones de tierra, junto con fotos aéreas de bosques, campos y costas preciosas, con el título: «¡LA ÚLTIMA JOYA EN BRUTO!» y «¡LA HISTORIA NO SE REPITE!»…
Entré en la agencia; era lo que cabía esperar, una bulliciosa colmena de cubículos-oficinas, con las paredes cubiertas de listados de casas. Por un momento reflexioné sobre los precios. ¿Una caravana en una décima parte de un acre?; 95.000 dólares. ¿Una desvencijada barraca de una habitación en medio acre?; 320.000 dólares. Las parcelas sin edificar frente al mar anclaban por los 475.000 dólares. ¿Dos acres cubiertos de maleza cenagosa en una ensenada salobre?: 950.000 dólares. ¿Una magnífica obra de cinco dormitorios sobre el agua con cocina de gourmet, «porche con mecedora», cancha de tenis y «vistas hasta el infinito»?; al menos un millón y medio de dólares. ¿Una extensión de viñedos? Los precios partían de tres millones hasta ponerse por las nubes. Lo que había ocurrido con los Hamptons, Martha’s Vineyard, Nantucket, Malibú, Pebble Beach y Coral Gables estaba ocurriendo allí. Era Estados Unidos, después de todo; alguien tenía que hacerse rico.
Los empleados estaban de pie o sentados con sus auriculares, consultando archivadores o estudiando pantallas de ordenador. Las mujeres eran atractivas y duras, de entre treinta y cuarenta años, y los escasos hombres, mayores que ellas y físicamente derruidos, aferrándose a las maderas flotantes de sus carreras.
—¿Puedo ayudarle en algo? —me preguntó una mujer que se presentó como Pamela. Su pelo me hizo pensar en un bol de cereales Frosted Flakes.