Le dije que quería hablar con alguien sobre la gran propiedad de Jamesport que acababan de vender.
—Un terreno del estrecho —añadí.
—No estoy segura de cuál… —dijo ella examinándome educadamente el calzado.
—Lo han comprado unos vinicultores chilenos.
Pamela frunció el entrecejo con cortesía.
—No llevamos nosotros la venta.
—Creía que sí. Vi su letrero fuera.
—No.
Me quedé mirando el pelo de Frosted Flakes, lo que puso nerviosa a la mujer.
—¿Quién lo hizo entonces?
—No lo sé.
—¿Se inscribió en varias agencias?
Ella inspiraba poca confianza, aun para ser corredora de fincas.
—No sabría decírselo.
Ya conocía lo suficiente la región para saber que las grandes propiedades que miraban al mar escaseaban.
—El dueño de la propiedad me explicó que uno de sus agentes le había dicho concretamente —eché un vistazo a unas notas garabateadas que tenía en la mano— que había salido otro interesado, y que éste estaba dispuesto a mejorar la oferta si el comprador no cerraba el trato.
Ella seguía mirándome los zapatos, parpadeando rápidamente.
—También debería mencionarle probablemente que soy un abogado de Nueva York especializado en asuntos inmobiliarios.
Esta vez me miró con una sonrisa tensa en los labios.
—Tiene que hablar con Martha. Pero antes quiero insistir en que nosotros no hemos llevado esa propiedad, la vieja granja de Rainey. Nunca ha constado oficialmente en nuestra cartera. —Bajó la voz—. No sé lo que puede haber dicho o hecho Martha. Quizá clavó uno de los letreros de la agencia junto a la carretera, lo que sea. Es… podría haber dicho… bueno, estoy segura de que no quiero saberlo.
Hice alarde de escribir todo lo que me decía.
—¿Podría repetirme su nombre, señor…?
—Billy Wyeth.
Seguí a Pamela a lo largo de un pasillo revestido de paneles de madera, rodeado de oficinas divididas con tabiques.
—¿Martha? —llamó al llegar a una puerta cerrada.
No hubo respuesta. Pamela abrió de un empujón la puerta y la habitación en la que entramos no podía ser más distinta del resto; era el despacho de un corredor de fincas de al menos cincuenta años, lleno de archivadores, mapas topográficos amarillentos y tomos de contribuciones territoriales con las puntas enroscadas. En una silla dormía, a pesar de la hora temprana, una anciana bastante corpulenta. Su sencillo vestido se había abierto un poco más de la cuenta y en la mano tenía una cuchara. En la mesa de al lado había una taza de té y una gruesa biografía del duque de Windsor. Contra la silla había apoyado un bastón.
—¡Martha! —gritó Pamela—. ¿Hola?
—¿Sí? —La anciana parpadeó.
—Éste es el señor Wyeth —anunció Pamela con tono odioso.
—Encantada.
—Ha venido a hablar de la granja del viejo Rainey.
—¿Ah sí?
Las mujeres se miraron.
—Los dejo solos —dijo Pamela—, a ver si recobro la cordura.
Se marchó haciendo repiquetear con elegancia sus tacones por el pasillo.
—Cierre, ¿quiere? —Martha señaló la puerta. Cuando la cerré ella me invitó a sentarme en la silla que tenía delante—. Pamela es una mujer terrible. Una fresca escandalosa. Una fulana, como las llamábamos en mis tiempos.
—Oh.
—Sí, estamos atadas la una con la otra, ¡y a ninguna de las dos nos gusta! Yo le enseñé todo lo que sabe, pero ya no hay respeto ni lealtad.
—¿La agencia era de usted? —deduje en voz alta.
—Y sigue siéndolo. —Ella asintió desafiante—. Mi padre la abrió en mil novecientos seis. —Se dio cuenta de que tenía el vestido abierto y lo cerró—. Yo era la pequeña de la familia. Tengo ochenta y tres años, señor Wyeth, así que ya ve el tiempo que llevo aquí.
—Ha visto muchas cosas.
—Ya lo creo. Todavía me acuerdo de cuando los camiones de patatas bajaban a docenas por la calle principal. Teníamos un médico al que pagábamos con leña en invierno y con productos del campo en verano. Nadie conocía este lugar, el más hermoso del mundo. Ahora todo ha cambiado. No sabría por dónde empezar a explicárselo. Antes todo el mundo tenía su pozo. Comías ostras en todas las comidas cuando era la temporada. Y también langosta. Teníamos una maravillosa comunidad parroquial.
Síguele la cuerda, pensé.
—¿A cuánto estaban las tierras de cultivo, Martha, cuando era usted joven?
—Diría que a trescientos dólares el acre.
—¿Y a cuánto están ahora?
—Con los viñedos que están plantando, a unos setenta mil dólares.
Señalé un mapa de la zona.
—¿Y cómo se presenta el futuro?
—Halagüeño. —Suspiró—. Casas de un millón de dólares sobre el agua. Casas de un millón de dólares frente al agua. Viñedos de gente rica. Bodegas de gente aún más rica. Todas las grandes granjas se convertirán en viñas. Ésa es la única salida, debido a los problemas con el uso del agua. La viña es un tipo de agricultura de bajo impacto. El empleo de agua y pesticidas es bajo. Al gobierno le encanta eso. Muchos de los cultivadores de vides son también ecologistas. —Puso la cuchara en su taza de té—. Es increíble que el mundo haya tardado tanto en encontrarnos.
Me caía bien Martha Hallock.
—¿Quiere soltarme todo el discurso?
—¿Qué más puedo decir? Ochenta y dos playas mezcladas con viñedos. En Napa Valley no hay nada de eso. ¿Y qué me dice de las pintorescas lomas y casas de labranza de Nueva Inglaterra? Además, la época de cultivo es más larga en esta latitud. Y está a sólo dos horas de Nueva York. Durante años fueron los Hamptons. Pero ya no. Lo destrozaron y esto en cambio se ha conservado. Y la normativa respecto al uso de la tierra es estricta.
—La gente de su profesión debe de estar contenta.
—Si tuviera treinta años menos, estaría vendiendo cincuenta casas al año fácilmente. Estaría vendiendo coles a reyes. Pero soy demasiado vieja, señor Wyeth. A la gente le asustan los ancianos. Supongo que creen que la muerte es contagiosa. Tal vez lo sea. Vendí mi última casa hace tres años y fue la de mi vecino, así que no cuenta. Me he hecho mayor. Supongo que no puedo culpar a nadie más que a mí misma. Cualquier día se desharán de mí. Sobre todo, están esperando a que me muera. Para ponerme en la carretilla del cobertizo.
Yo no lo creía. Todavía tenía mucha vitalidad para tener ochenta y tres años.
—¿Cuánto puede aguantar?
—¿Yo? Un par de minutos tal vez.
—¿Pamela quiere comprarle su parte?
—Quiere sobrevivirme.
—¿Qué piensa hacer usted?
—Bueno, todavía me guardo un as en la manga, como decía mi padre.
—¿Cuál es?
—Conozco el oficio. —Me vio asentir sumisamente—. No, no, en serio. Salía con mi padre y los peritos. Hay un montón de cosas que no aparecen en los peritajes, ¿sabe? Conozco los riachuelos y los límites de las inundaciones. Recuerdo lo que pasó en mil novecientos cincuenta y siete, esa gran inundación. Recuerdo cuáles fueron los límites de las inundaciones. —Se dio unos golpecitos en la cabeza—. Eso todavía vale algo, señor Wyeth. Cada día menos, pero todavía vale algo.
—Y apuesto a que puede hablar con las viudas granjeras.
—Sí. Me conocen y confían en mí. No así con esas rameras que van en descapotables. La mitad de las chicas de aquí son amables con los promotores inmobiliarios y los contratistas. Ya me entiende, amables. ¡Largas comidas, Dios sabe dónde! Vuelven a la oficina como si hubieran cruzado el monte caminando hacia atrás. Pamela contrata a personas así. —Se encogió de hombros—. Tengo que admitir que es una política inteligente, porque son más fáciles de controlar.
—¿Tiene hijos, Martha?
Ella levantó el rostro hacia mí, y supe que la había apuñalado con la pregunta.
—He cometido muchos errores, señor Wyeth. La mayoría relacionados con zapatos de hombre.
—¿Perdone?
—Zapatos de hombre. Vi muchos vacíos en mi alfombra a la mañana siguiente, si sabe a qué me refiero. —Le centellearon los ojos con picardía—. Sé que parece absurdo, viéndome ahora.
—Estoy seguro…
—No, no. Ahora soy una bruja. De todos modos, cuando llegó el momento de sentar la cabeza… Bueno, eso es lo que más lamento. Por otro lado, no soy una carga para nadie.
Examinó su té. No me cabía ninguna duda de que todo eso era cierto, aunque lo decía de una forma totalmente calculadora. La anciana solitaria actuaba. Yo tampoco me lo tragaba del todo. Si le quitabas treinta años, tenías a una formidable mujer de negocios de cincuenta y tres, una negociante dura, meticulosa, observadora. De modo que la mujer que tenía delante era esa mujer más treinta años de experiencia.
—Bueno —dijo—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—¿Qué sabe de la granja de Rainey?
—Es un buen terreno. Treinta y tantas hectáreas. Da a la carretera del norte, y tiene una elevación por el oeste y muy pocas zonas hundidas. Probablemente no le vendría mal nivelarlo en ciertas partes. El acantilado no es del todo estable, han perdido unos buenos quince metros en los últimos cien años. Probablemente necesita alguna clase de estabilización. Se dedicó al cultivo de patatas en el primer tercio del siglo veinte. En mil novecientos sesenta y seis sufrieron una plaga, y se pasaron al cultivo de coles y flores; cambiaron varias veces de cultivos. Tuvieron un tiempo un vivero de árboles, luego otra cosa. Russell Rainey era un hombre encantador. Lo conocí bien. Es un terreno muy bueno.
—¿Russell Rainey era el padre de Jay Rainey?
Ella sacudió la cabeza con vehemencia.
—No, no. El abuelo.
—¿Dónde está el padre?
—Espero que en algún lugar donde haga muchísimo calor —dijo riéndose.
—¿Vendió usted el terreno de Jay Rainey?
Ella me miró.
—Fue una venta privada.
—Pero ¿no ha estado usted en contacto con el comprador, el señor Marceno? —insistí.
—Soy una anciana, señor Wyeth. Me quedo dormida en la silla. Me falla la vista de un ojo, tengo rampas en los pies por la noche y tomo un montón de pastillas para el corazón. —Revolvió el té—. ¿Y sabe una cosa? A pesar de que soy una mujer de campo que ha aprendido a vender un trozo de terreno aquí y allá, he conocido a mucha gente. He conocido en la isla a empresarios y a estrellas de cine, a dos senadores y tres gobernadores, a montones de miembros del Congreso, a toda clase de gente. Conocí a Joe DiMaggio, al general Westmoreland, a Jackie Gleason. Así que, como ve, señor Wyeth, he aprendido que la gente que tiene una profesión tarde o temprano dice cuál es. Es la costumbre entre los triunfadores. Usted me ha dejado charlatanear sobre un montón de cosas, y todavía no sé por qué está aquí.
—Soy el abogado de Jay Rainey, Martha. Vivo en la ciudad. Me pidió que estudiara el contrato de la venta de la granja y le aconsejé que no siguiera adelante. Todo me pareció raro. Él no me hizo caso. Ahora está en… Tiene problemas y el comprador lo está presionando.
—¿Quiere rescindir el contrato? No puede. ¿Por qué quiere hacerlo? Es un buen terreno.
—No. Hay algo enterrado en él y Marceno está impaciente por saber qué es.
—¿Y quiere empezar a preparar la tierra para plantar?
—Exacto. Quiere plantar uva merlot y no va a producir nada en tres años.
—Me conozco el percal —dijo ella.
—Y supongo que también conoce a Marceno.
Cogió despreocupadamente la biografía del duque de Windsor y pasó una página. Le clareaba el pelo por la coronilla.
—Estoy de su lado, Martha. Marceno me dijo que había hablado con alguien de esta agencia que le dijo que había surgido otro comprador, y que estaba dispuesto a adquirir la propiedad si el trato de Marceno no se concretaba. Me figuro que habló con usted.
Ella pasó otra página.
Di medio paso hacia delante.
—¿Había otro comprador potencial?
—El mundo está lleno de compradores potenciales.
—Entonces usted sólo quería presionarlo.
Esta vez levantó la vista hacia mí.
—Sí.
—¿Por qué? ¿Por qué lo hizo?
—¿Por qué lo hice? —gritó—. ¡Porque era la oportunidad de que Jay fuera libre! ¡Todas esas compañías vinícolas son enormes! Pueden permitirse pagar para cavar un poco de arena y llevársela en camiones. Ya ha habido bastante sufrimiento en esa familia. ¿Cómo está Jay, señor Wyeth?
—Parece… —Ella había cambiado de tema, me di cuenta—. Parece bien.
—Me alegro. Lo vi hace meses… parecía un poco cansado. Era el chico más guapo de por aquí. Un chico guapísimo, muy bueno jugando al fútbol y al béisbol, que yo recuerde… Eso fue hace más de quince años. —Cerró el libro—. Su padre cultivó ese terreno, pero no lo hizo muy bien. No era un hombre agradable, en ningún aspecto. Jay heredó de él su tamaño. La madre era encantadora, lo salvó de su padre. Se volcó en él. Le enseñó todo. Jay era encantador y le iba muy bien con las veraneantes, ya sabe. Nunca fanfarroneaba. Sí, conocí a su madre. Muy dulce, pero triste, ya sabe. Quería tener más hijos. Una mujer nerviosa. Cansada de las terribles broncas que tenía con su marido. Pero tenía a Jay y se sentía muy orgullosa de él, era su trofeo. La consolaba del marido que tenía.
La señora Hallock pronunció esa última palabra como si hubiera probado inesperadamente algo amargo con la lengua.
—El accidente debió de perturbarla. Esa noche… perdió el rumbo. El marido —de nuevo ese tono— no era bueno, no la apoyaba, se limitaba a darse a la bebida.
—¿El accidente…?
Martha me miró con ojos de lince.
—¿Hace mucho que conoce a Jay? —preguntó.
—No. Hace muy poco. —Tres días, pero no se lo dije.
—Ya veo.
—¿Ha dicho un accidente?
—No debería haberlo hecho. No me corresponde a mí hablar de eso. Son cosas de él. —Dejó caer las manos en los brazos de su silla y los asió—. Ha sido muy amable viniendo a verme, señor Wyeth. Y estoy segura de que las cosas se solucionarán. En ese terreno sólo hay casi un metro de marga sobre no sé cuántos cientos de metros de bonita arena. Es un buen terreno; llamaré al nuevo propietario para recordárselo.
Pero yo no estaba del todo preparado para desaparecer.
—Parece conocer muy bien a Jay y a su familia, Martha —dije—. Y parece ser la corredora de fincas que llevó la venta de su propiedad. Como tal, es responsable tanto ante el comprador como ante el vendedor. Creo que lo sabe mejor que yo. El comprador se ha puesto en contacto conmigo para acusarme de que se enterró algo allí poco antes de que se efectuara la venta. Horas antes, Martha. Tiene buenos motivos para pensarlo. El comprador es un hombre ocupado. No tiene tiempo para quejas frívolas. Va a llegar al fondo de la cuestión hasta quedar satisfecho. Tal como están las cosas, probablemente va a demandar a Jay Rainey. Esperemos que no salga también su nombre.