Tras causar la muerte de un niño en un accidente de tráfico, la fatalidad convertirá a un prestigioso abogado neoyorquino y feliz padre de familia en un paria condenado a adentrarse en la zona tenebrosa de la gran ciudad. De su mano conoceremos una Nueva York marginal y oculta; bajaremos las escaleras que nos conducirán a un mundo fascinante, espacio ideal para un
thriller
que acabará derivando hacia el conflicto moral, y por donde el protagonista deambulará en busca de su verdadera identidad.
Colin Harrison
Havana Room
ePUB v1.0
25.4.13
Título original:
The Havana Room
Colin Harrison, 2004
Traducción: Aurora Echevarría Pérez
ePub base v2.1
Para Dana
Despertada de la noche de la inconsciencia a la vida, la voluntad se descubre como un individuo en un mundo infinito e ilimitado, entre innumerables individuos, todos luchando, sufriendo, equivocándose; los deseos de la voluntad son ilimitados, sus exigencias, inagotables, y cada deseo satisfecho da lugar a un nuevo deseo. Ninguna satisfacción en el mundo bastaría para acallar sus anhelos, trazar una meta a sus ansias infinitas y llenar el insondable abismo de su corazón…
A. Schopenhauer
Empecemos por la noche en que terminó mi vieja vida. Empecemos por una cálida noche de abril con un hombre de treinta y nueve años que se apea de un taxi con el traje arrugado en la esquina de Park Avenue con la calle Sesenta y siete. Manhattan humea y retumba a su alrededor. Tiene hambre, quiere follar, necesita dormir, a poder ser en este orden. El taxi se aleja a toda velocidad. Es la una de la noche, y cuando levanta la vista hacia el edificio de apartamentos donde está el suyo, deja escapar una pesada y enciclopédica exhalación en cuya profundidad pulmonar y audible «ay» se encierra toda su vida: deseos y sueños, tristezas y alegrías, victorias y derrotas. Sí, en ese único y denso suspiro se concentra toda su vida, como sucede en los de todos.
Su intención había sido llegar a casa por sorpresa, a tiempo para la fiesta de cumpleaños de su hijo. Ni siquiera lo esperaba su mujer. Pero el avión salió con retraso de San Francisco y luego estuvo una eternidad sobrevolando La Guardia, y al entrar en la ciudad encontró mucho tráfico; incluso a esa hora, la autopista de Brooklyn a Queens estaba llena de macarras dando tumbos en sus coches deportivos con cristales ahumados, camiones con remolque que viajaban fuera de la hora punta, limusinas infernales. Parado en la acera con su maleta, nuestro hombre se afloja la corbata de seda roja y se desabrocha el primer botón de la camisa. Está harto de tanta restricción, aunque es adicto a sus recompensas. ¿Y acaso no ha sido recompensado? Vaya si lo ha sido: primas, dividendos, intereses compuestos, divisiones de tres por uno. ¿Y acaso no espera muchas más recompensas: un par de mamadas conyugales al año, servicio rápido en la tintorería, una secretaria más que dispuesta a hacer todo lo que él le pida? Sí, y cómo no iba a hacerlo. Se ha matado a trabajar para obtener todo eso.
Es un abogado de éxito, nuestro abogado. Mi abogado. Mi yo perdido. Lleva catorce años en su bufete, del que es socio hace mucho tiempo. Entre sus clientes figuran un banco importantísimo (dirigido por tiburones trajeados, propiedad minoritaria de la Casa de Saud, que no tiene que rendir cuentas a nadie), varios promotores inmobiliarios (pirados tocapelotas), una cadena de televisión (títeres colgados de títeres) y varios individuos con un gran patrimonio neto (herederos, oportunistas, rompematrimonios). Sabe manejar a esa gente. Es un hombre de llamadas telefónicas contundentes, de comidas de trabajo eficaces, de papeleo pulcro. Cumplidor, pero no un crack. O, mejor dicho, en apariencia no un crack. Él no alza la voz, no sale de copas con gente influyente, no impone tratos; las puertas no se abren de golpe a su paso, las secretarias no levantan la vista. De hecho, debería llamar un poco más la atención, pero probablemente no sabría cómo hacerlo. Le clarea demasiado el pelo, en la cintura tiene michelines del grosor del Sunday Times. Por otra parte, el mundo funciona gracias a personas cumplidoras y poco llamativas como él, y él lo sabe. La gente se siente cómoda con él. El bufete se siente cómodo con él. De modo que sólo se siente algo a disgusto, sólo un poco reemplazable. Comprende que el ascenso va a ser lento. Cinco años para cada gran peldaño. Ve cómo se cierne sobre él la transición a la mediana edad: pelo gris, rodillas agarrotadas, pastillas contra el colesterol. Pero aún no. No está seguro de dónde termina el ascenso, pero probablemente conlleva jugar al golf, tener un velero y visitar al urólogo, y le resulta atractivo, o casi. Si tiene una vena fatalista, la mantiene bajo control. Desea muchas cosas y sabe que sólo conseguirá algunas. Le habría gustado ser más alto, más rico, más delgado, y haberse acostado con más chicas antes de casarse. Por otra parte, su mujer, Judith, que tiene cinco años menos que él, es encantadora. Pero le gustaría que fuera un poco más agradable con él. Ella sabe que está de buen ver y lo seguirá estando, al menos por un tiempo, hasta que —como ha anunciado muchas veces— el cuello le traicione, como a su madre. (¿Será un horror hinchado o una ubre de piel vacía? Él no lo sabe; hay un larguísimo historial familiar de cirugía estética). Entretanto, él ha sido fiel y un buen sostén económico, e incluso cambió unos cuantos pañales cuando su hijo era pequeño. Estable: el mismo hombre año tras año. En cambio, Judith cree en la reinvención de todas las cosas, sobre todo de ella misma, y ha explorado el Shiatsu, la aromaterapia, el yoga, y sabe Dios cuántas cosas más. Buscando algo, algo más. Parece frustrada, hasta de sus propios orgasmos. Quiere, quiere más. ¿Más qué? ¿No tienen suficiente ya? Por supuesto que no. Pero ese anhelo es peligroso. De ahí la continua reinvención. Él no comprende cómo se puede hacer; para él, eres el que eres y se acabó.
Le gustaría reinventar su sueldo. Le pagan mucho. Pero él vale más. Los viejos socios mayoritarios, risueños y picaros, que recorren con paso suave los pasillos, se tragan más dinero del que generan. Aunque él y Judith viven en uno de esos edificios de apartamentos donde un conserje de pelo canoso saluda a cada residente por su nombre, a él le gustaría que le pagaran más —con un ochenta por ciento bastaría—, porque Judith quiere tener otro hijo pronto. Y en Nueva York los hijos son caros, totems del Dinero con D mayúscula. El proyecto de tener un par de hijos, con una infancia que incluye visitas al médico, canguros, colegios privados, clases de música y campamentos de verano, viviendo en Manhattan requiere un continuo flujo de dólares. No se trata sólo del coste de la educación y la supervisión, sino de la protección, del arropamiento. Los niños de la ciudad ya están bastante traumatizados por el ataque a las Torres Gemelas. No necesitan ver a todos los pordioseros con llagas supurantes, a los locos, a los vagabundos que defecan en las vías del tren. Esperas mantenerlos aislados y vigilados. Nada de merodear, rezagarse ni deambular por ahí, porque entretenerse al volver a casa equivale a buscarse problemas. El secuestrador de niños, el pervertido, la pandilla de adolescentes provocadores que manejan cúters. En Manhattan todos los monstruos andan cerca, si no geográficamente, sí en la imaginación.
Y los contornos de la imaginación cambian con el dinero. Los lujos aumentan de tamaño. Y este abogado, este hombre, mi hombre, este gorila sin pelo con un traje de la talla XXL, lo sabe. Comes lo que cazas, se dice a sí mismo. Cuanto más caces, más comerás. Otro hijo significa un apartamento nuevo, un coche más grande. Y conservar unos cuantos años más a Selma, la canguro. Le paga cuarenta y ocho mil dólares al año, contando los extras, los regalos y las vacaciones. Eso significa cien mil dólares brutos. ¡Más de lo que ganó él el primer año que ejerció de abogado! Es tan asombroso que le pague tanto como terrible verse obligado a hacerlo. Y Judith espera tener algún día una gran casa de veraneo en Nantucket, como sus amigas. Quince habitaciones, cancha de tenis, piscina climatizada, estanque koi. «¡Lo conseguirás, sé que lo conseguirás!», exclama alegremente. Él asiente, aceptando sombrío los años de trabajo que le faltan; acabará encorvado de agotamiento. Sí, necesita más dinero. ¡Gana un montón y necesita más! Al frente del comité de remuneración está un tacaño comenúmeros llamado Kerry Kirmer; nuestro abogado, un hombre sofisticado que dirigió la revista legal de Yale, se ha imaginado a sí mismo golpeándolo despiadadamente. Semejante situación le resulta lo bastante agradable para permitirse fantasear con ella, y esa licencia le da fuerzas para parecer alegre y positivo cuando está en su compañía. Kirmer no tiene ni idea de las heridas imaginarias que le han infligido, las patadas en la entrepierna, las puñaladas secretas en el corazón. Pero si le doblara el sueldo a nuestro hombre, desaparecerían las fantasías de violencia y castigo justo. La vida sería fantástica.
En esos momentos nuestro hombre se encamina al edificio de apartamentos, admirando los cerezos que hay debajo de las ventanas, cuyo momento de apogeo, al igual que el de nuestro hombre, acaba de pasar. A esa hora tan tardía los transeúntes no advierten nada extraño en él; si en otro tiempo fue elegantemente apuesto, ya no lo es; si fue fornido a los veinte años, ahora tiene barriga: es un hombre que juega al fútbol con una pelota de goma con su hijo Timothy los fines de semana, Un hombre a cuya mujer no parece importarle que cuando propone hacer el amor utilice metáforas burlonamente ingeniosas relacionadas con lanchas motoras («Súbete a mis esquís acuáticos») o con el baloncesto profesional («Cruza la línea de defensa»). Sí, al parecer a Judith le gusta su masculinidad convencional. No le exige cambios en su feminidad. A decir verdad, forma parte de la vida de ella, de su estilo de vida, lo que no es lo mismo que un sofá o una minifurgoneta, aunque tampoco puede disociarse completamente de ellos. Así es como también lo prefiere ella, y cualquier peligro que aceche a su matrimonio no vendrá de un desafío a su convencionalismo —algún elemento inesperado, un caballero misterioso y poderoso—, sino de la repentina incapacidad de su marido para mantener el confort previsible. Él, por su parte, aún no comprende tales cosas, lo que equivale a decir que no comprende realmente a su mujer. Comprende su bufete, y a su hijo, y la página de deportes. De hecho, se parece mucho a un sofá o una minifurgoneta. Nunca ha perdido o ganado mucho. Sólo abolladuras y manchas no identificadas. Hasta la fecha sus problemas han sido insignificantes; sus riesgos, totalmente seguros; sus pasiones, ordinarias; sus logros, graduales y, si los contrapones a las enormes ventajas de clase, raza y sexo de que ha disfrutado, más o menos obligatorios. Si es capaz de estupefacción profunda o brutalidad genuina, eso aún está por verse.
¿Soy demasiado duro con él? ¿Os parece demasiado cruel y desdeñosa mi descripción? Es posible. Después de todo, era lo bastante atractivo, estaba suficientemente bien considerado, era una persona cumplidora de palabra y de hecho. Una verdadera bestia de carga en la oficina. Un gran tipo. Un hombre de principios, una persona de fiar, un tío legal. En realidad no tenía michelines del grosor del Sunday Times en la cintura. Incluso estaba en bastante buena forma física. Pero si me tomo la libertad de distorsionar la imagen de ese hombre, de buscar en él indicios de debilidad y decadencia, es porque eso hace más fácil explicar su destino, y porque ese hombre —ya lo sabéis—, ese hombre era yo, Bill Wyeth.