—Sí.
—Me da la impresión de que el bulldozer trataba de echar tierra sobre una extensión de aproximadamente una hectárea. Para plantar vides es necesario arar a una profundidad de sesenta centímetros. Es lo habitual en todas partes y es un dato bien sabido. Hay que arar más hondo que con las patatas. Sospecho que trataban de asegurarse de que nuestros arados no golpeaban con nada. Verá, al helarse y deshelarse el suelo salen cosas a la luz. Pero si se echa tierra encima, pueden quedar ocultas más tiempo. Queremos saber cuál es el problema, señor Wyeth. Queremos ocuparnos del problema sin despertar el interés de la gente del lugar. Los funcionarios de medio ambiente, ¿comprende? He oído decir que cuando interviene el Departamento de Conservación del Medio Ambiente del estado de Nueva York, los retrasos se suelen medir en años. ¡Años! Estoy seguro de que comprende que no queremos que la publicidad sobre nuestra llegada se vea perjudicada por una mala noticia, señor Wyeth.
—Tendré que hablar con mi cliente.
—Sí. Verá, tenemos que ponernos manos a la obra. La financiación ya está resuelta, tenemos un calendario para plantar y estamos a punto de construir los dos primeros cobertizos. Tenemos que empezar a preparar la tierra. Las vides se plantan en mayo, pero hay que hacer muchas cosas antes. Hay que arar, rastrillar, nivelar y fertilizar el terreno, hay que clavar miles de palos y atar todos los alambres del emparrado. Para plantar la variedad que queremos cultivar contamos con un plazo de dos semanas, de tal manera que las raíces se hundan lo suficiente para disfrutar del calor del verano. Si no tendremos que esperar otro año, señor Wyeth. Así que necesitamos que el señor Rainey nos ayude, y pronto.
—Hablaré con él.
—Nos gustaría que nos acompañara personalmente allí y nos dijera qué podemos encontrar exactamente debajo del suelo. Quiero que señale un trozo de suelo y que nos diga que cavemos allí y encontraremos lo que está tratando de ocultarme. No queremos plantar las vides y descubrir que tenemos que arrancarlas.
—Eso es razonable. —Di un mordisco a mi rollo, pero podría haber sido mi puño.
—Contamos con bastante información sobre el señor Rainey, sabemos que creció allí. He tratado de telefonearle, he sido jodidamente educado con él.
Eso no lo dudé.
—Me gustaría que me respondieran en un día, por favor.
—Veré qué puedo hacer.
—Sí —dijo—. O verá lo que nosotros podemos hacer. —Sacó algo del bolsillo del pecho—. Tome. Creo que es suyo.
Me entregó la misma tarjeta de visita que había dado a la policía la noche anterior.
—Es suya, ¿no?
Sí. La letra, pulcra y formal, el nombre y la dirección, mi apellido, mí cargo, todos mis viejos números de teléfono, cuatro en total, y una dirección electrónica, todos los indicadores de una vida anterior Al ver la tarjeta sentí náuseas. Se la había entregado al policía a altas horas de la noche anteayer, a cientos de kilómetros de distancia, ¿y volvía a estar en mis manos? ¿Cómo? Marceno, como un buen hombre de negocios que era, podría haber llegado a un acuerdo con la policía local, podría incluso haberles pedido que estuvieran atentos a los intrusos, y cuando llamó y explicó el encuentro, ordenó a uno de sus subordinados que fuera a recoger la tarjeta.
—Tengo algo más para usted, señor Wyeth.
—¿Sí?
Miró a la señorita Allana. Ella alargó una mano hacia sus pies —despacio, manteniendo la espalda recta y las piernas cruzadas—, y cogió un bolso grande, del que sacó un sobre de papel manila de tamaño estándar. Marceno lo cogió, lo abrió y sacó dos documentos. Aun desde el otro lado de la mesa alcancé a ver que era una demanda.
—Por favor, entregue esto a Jay Rainey. —Me entregó uno de los documentos—. Y esta copia… esta copia es para usted.
Leí de corrido la primera hoja. Figuraba mi nombre como demandado.
—Un momento…
—Si nos ofrece una buena respuesta, lo romperemos.
—Escuche, yo no soy…
—Usted fue el representante legal del señor Rainey en su transacción con Voodoo LLC.
—Pero no estoy involucrado en…
—Y, según la policía local, anoche salía con el señor Rainey del terreno. En el que habían entrado ilegalmente, debo añadir.
Marceno se puso de pie, y la señorita Allana lo imitó, y se fueron sin decir nada más. Él iba a llevarla a su hotel o a su apartamento para disfrutar de su bonita boca de criatura marina mientras yo me quedaba allí con una demanda. Una gran fuente humeante de pollo tandori aterrizó ante mí, pero la aparté a un lado y pasé la primera hoja del documento. Ahí estábamos Jay y yo, como los demandados, junto con acusaciones de fraude, mala conducta, falseamiento de los hechos y lo que fuera que se habían imaginado, y la cantidad que pedían era de nada menos que diez millones de dólares. Algún socio comanditario de un bufete de tercera había modificado el lenguaje. Es fácil: coges un antiguo pleito, cambias los nombres y las direcciones y arreglas las frases. No era más que un farol que se estaban tirando, una argucia diseñada para captar la atención de alguien. Sí, diseñada para hacer que te subiera la bilis por la garganta, diseñada para recordarte que los errores son caros y el terror muy barato. Pero hasta esos ataques falsos eran una forma de exprimir a la gente; eran caros de ganar y desastrosos de perder, pasan a formar parte de tu historial psíquico, ponen tu vida sobre una cuadrícula de documentos legales, formalidades y calendarios de juicios. Peor aún, temí que hubiera una conexión desconocida entre Herschel, sus ojos congelados elevados al cielo negro, y la civilizada cólera de Marceno. Los viejos jornaleros negros con cuarenta años de experiencia no terminan en bulldozer en medio de una tormenta de nieve sin calcetines.
* * *
¿Fue un golpe de suerte lo que ocurrió a continuación? No del todo. Más bien fue una deducción que hice mientras permanecía en la calle con el viento golpeándome en la cara, furioso con Jay al tiempo que un poco asustado, con la demanda enrollada como si fuera una revista dentro de mi bolsillo. Después de todo, era un jueves de febrero por la noche, y Jay Rainey había señalado con un círculo todos los partidos de los jueves por la noche en el programa de baloncesto femenino que yo había encontrado en su furgoneta la noche anterior. Además, esa misma tarde había dicho que tenía una cita importante por la noche. No, a eso apenas se podía llamar deducción, pero aun así me llevó un tiempo llegar a ella. Me apeé de un taxi cerca del hotel Plaza. El colegio sólo estaba a veinte manzanas de distancia y lo conocía bien, porque era el colegio al que podría haber ido Timothy de mayor.
El polideportivo del colegio estaba junto a la puerta principal, y a través de las altas ventanas iluminadas me llegaban los aplausos. Pasé por delante del vigilante sin mirarlo a los ojos, recorrí un pasillo de trofeos de peltre, muchos de los cuales tenían cincuenta u ochenta años, y entré en un estadio pequeño y anticuado. Estaba atestado de padres. Tenían un aspecto cansado y poco próspero, y era evidente que muchos se habían detenido al volver a casa del trabajo, arrastrando maletines, tratando, agobiados, de repartir su tiempo entre la paternidad y el trabajo. Eran personas con empleos, matrimonios y comidas concertadas con meses de antelación; yo había sido como ellos y me encogí un poco, tanto de vergüenza como de preocupación porque me viera algún conocido. Nunca sabes a quién puedes encontrarte en esos lugares, y era totalmente posible que me topara con los padres de los viejos amigos de Timothy, o incluso a conocidos de Wilson Doan. Ese pensamiento casi me hizo dar media vuelta, pero me alegré de ir con traje, como si eso pudiera protegerme de algo.
El equipo del colegio perdía por nueve tantos. Encontré un asiento en la tribuna descubierta. Se acababa el tiempo: quedaban ocho minutos de la cuarta parte. Las chicas de la pista estaban sudadas, coloradas y emocionadas; la mayoría ya tenían pecho o al menos se les insinuaba, y se toqueteaban el pelo y los uniformes, pero, según el criterio general, eran niñas. Recorrí el público con la mirada buscando a Jay y al cabo de un minuto lo vi en el otro extremo del gimnasio, en la sección reservada para los hinchas del otro colegio. Estaba sentado en la parte superior de la tribuna descubierta al lado de la pared, echado hacia delante.
Retrocedí asustado, debido tal vez a la avidez con que doblaba su cuerpo corpulento. Miraba con intensidad por unos pequeños prismáticos, pero no parecía seguir el juego. La pelota iba de acá para allá frente a él, las niñas chillaban, el entrenador daba instrucciones a voz en grito. Pero los prismáticos no se movían.
Luego los bajó y abrió un pequeño cuaderno. Garabateó unas pocas frases, seguramente con las mismas letras de molde inclinadas que había escrito en el reverso del papel de carta. Cerró los ojos y luego escribió una línea más. Yo estaba siendo testigo de un acto de veneración. Se guardó el cuaderno en el bolsillo delantero y volvió a llevarse los prismáticos a los ojos.
Me planteé si acercarme a él, pero comprendí que podría averiguar más si lo observaba desde el otro extremo de la pista. Tal vez conocía a una de las jugadoras. Tal vez era un depravado sexual que acechaba a una de ellas. Tal vez Allison era parte interesada. El juego continuó. Hacía bastante calor en el gimnasio, y me desabroché el abrigo. El equipo de visita parecía que iba a ganar por una docena de tantos. El entrenador chilló algo, el público aplaudió. Una de las chicas que jugaba en el equipo de casa fue expulsada por exceso de faltas.
—¡Sustitución! —gritó el comentarista, una adolescente con voz gangosa que iba con americana y corbata—. Sale el número cinco, Sally Cowles.
Una chica salió de la mesa del encargado del marcador y corrió hacia la pista mientras recibía unos aplausos educados. Era más bien alta y delgaducha, y se la veía algo desmadejada con su holgado jersey y pantalones cortos, pero ocupó rápidamente su puesto. Cowles, Sally Cowles. Tenía que ser la hija del inglés que habíamos conocido por la mañana. Yo no había visto la foto del escritorio de Cowles para comparar. Aparentaba catorce años, aunque seguía siendo una niña, con los pechos aún sin desarrollar y el cuerpo más larguirucho que curvilíneo. Pero sus ojos grandes y su cara bien moldeada parecían indicar que sería una belleza. Miré de nuevo a Jay. Seguía con los prismáticos el juego, o más bien los movimientos de la chica, y en una ocasión en que las jugadoras se acercaron al extremo de la pista donde él estaba, y Sally Cowles se detuvo a unos diez metros de él con la cara sudada, la mirada alerta y las rodillas dobladas, esperando a que el árbitro pitara, Jay bajó los prismáticos y se quedó mirándola.
Yo miraba a uno y a otra, tratando de comprender qué relación podía haber entre ellos, cuando alguien me llamó detrás de mí. Me volví temeroso; cinco filas más arriba de la tribuna vi a Dan Tuthill, el bueno de Dan Tuthill, aún más gris y más gordo, saludándome con un ademán exagerado. Dijo algo a su mujer, que estaba sentada a su lado, y empezó a bajar por la tribuna, con su enorme panza colgando de unos shorts de deporte verdes.
—¡Caramba, Bill, tienes muy buen aspecto! —exclamó al llegar a mi lado, respirando como el hombre rico y gordo que era—. Le he dicho a Mindy: «Ése tiene que ser Bill Wyeth». No me lo creo. Me alegro de verte.
Nos estrechamos la mano con la íntima complicidad de los viejos tiempos.
—¿Has venido a ver a tu hija? —pregunté.
—Sí, ha hecho un gancho en el segundo tiempo. Pura suerte. ¿Y tú?
—Estoy aquí… bueno, para reunirme con un cliente.
Asintió, tal vez impresionado.
—¿Alguien que yo conozca?
—Probablemente no.
Sabía que yo no iba a decírselo.
—¿Qué tal va el bufete? —pregunté.
—Ah, no me hagas hablar. —Se le ensombreció la cara. Eso era algo que siempre me había gustado de él; sus emociones saltaban a la vista, ya fueran buenas o malas—. Está bien, te lo diré. Ya nadie sabe quién tiene el mando. Todos los jóvenes están cabreados con los viejos porque succionan todo el dinero. Yo estoy entre los viejos ahora. Y los que son realmente viejos están nerviosos. Despidieron a dos la semana pasada y dos más han dimitido. Es una jodida pesadilla, Bill. El comité ejecutivo es un nido de víboras.
—Suponía que a estas alturas ya formarías parte del comité —dije, no sin antes comprobar si Jay seguía sentado al otro extremo.
—Y lo estuve. —Se encogió de hombros ante el inexorable paso del tiempo—. Escucha, me alegro mucho de verte. Saber que sigues en circulación. —Me dio un apretón afectuoso en el brazo—. Tienes muy buen aspecto, se te ve estilizado. ¿Has estado haciendo ejercicio?
Me eché a reír.
—Me alimento sobre todo a base de bistecs.
—He oído hablar de esa dieta, debería probarla. Todo proteínas o algo así… ¿Sabes, Bill? Todavía lamento… todo lo que ocurrió…
—Sí —dije.
—¿Has aterrizado en alguna parte, perdona la expresión?
—Fue un aterrizaje muy violento. Dan, por decido de alguna manera.
—Pero parece que tienes algo de trabajo —preguntó con suavidad.
—No me vendría mal más.
Se quedó mirándome, dando vueltas a algo en su cabeza. Recordé esa mirada. A Dan le gustaban los tratos, la velocidad, la acción.
—Deberíamos comer juntos un día. —Su voz era meditabunda—. Podríamos hablar sobre ciertas cosas, ya sabes.
—Sólo tienes que decirme cuándo.
Sacó del bolsillo un aparato electrónico.
—Siempre digo que más vale que no se me caiga este trasto… —Apretó un botón y estudió la diminuta pantalla—. ¿Pasado mañana? ¿A la una? ¿En el club Harvard?
—Hecho.
—Ha sido un verdadero placer verte. Con franqueza, están pasando muchas cosas… No puedo hablar aquí, pero lo estudiaremos.
Me estrechó la mano como si fuera él quien me necesitara y volvió con su mujer.
Yo no sabía qué pensar del encuentro excepto que había sido una gratísima sorpresa y confirmaba la teoría de que siempre debías tener un traje decente a mano. Yo aún encajaba. De hecho, los padres que tenía alrededor no me miraban de reojo; era un cuarentón encorbatado más. Era agradable, era posible.
Cuando me volví hacia Jay, había desaparecido.
Quizá estuviera a tiempo de seguirlo. Bajé brincando y disculpándome los escalones de la tribuna y salí corriendo a la calle, esperando ver su enorme mole delante de mí. Me arriesgué y me dirigí hacia la avenida Lexington, pasando por delante de las ventanas de otras vidas.