Eso me pareció poco probable. Un rumor de la calle, una falsa leyenda. Pero de todos modos me asusté.
—¿Viene mucho por aquí?
—Todo el tiempo, a todas horas. Unas tres veces a la semana.
De modo que probablemente vivía cerca, pensé.
—¿Conoce a alguien que quiera ganarse un dinero?
Me miró como si me colgara un pez muerto de la boca.
—¿De qué está hablando?
—Ya me ha oído —dije.
—Repítalo.
—Le estoy diciendo que pagaré cien dólares por saber dónde vive. Alguien podría vigilarlo, seguirlo hasta su casa.
—De qué coño va. —Sacó un clavo galvanizado para techar y empezó a chuparlo.
Escribí mi número de teléfono.
—Eso es todo lo que tiene que hacer el tipo. Seguirlo hasta su casa. En coche, como sea. Nada más. No tiene que hablar con él ni nada. Sólo la dirección. Y luego que llame a este número —le di el papel— y deje la dirección. Y me diga dónde quiere que le pague. Vendré aquí, si es necesario.
—Vamos, me está tomando el pelo.
—Tiene razón —dije—. Estoy bromeando.
El clavo cabeceaba en su boca.
—Cien no es mucho.
—Pagaré trescientos.
—¿Trescientos?
—Sí. ¿Cómo se llama?
—Todo el mundo me llama Casquete. —Sonrió con malicioso orgullo—. Por el pelo, ya sabe. Asentí.
—Muy bien. Casquete.
—¿Quién es usted?
—¿Qué le importa?
Casquete cogió el trozo de papel con los dedos.
—Sí, ¿a quién le importa?
* * *
Había al menos una posibilidad de que Jay hubiera ido en la furgoneta a su nuevo edificio, de modo que me bajé del metro en la parada de la calle Prince y me encaminé hacia el sur en dirección a Reade, pasando por delante de los mexicanos que cortaban flores en las tiendas coreanas, las furgonetas de reparto y los taxis desvencijados. Al llegar al edificio busqué la furgoneta de Jay. Ni rastro. Pero en un par de ventanas del edificio había luz. Toqué los distintos timbres hasta que alguien abrió la puerta. Dentro vi en el suelo los nuevos menús y folletos publicitarios, así como un cubo de basura llena de trozos de yeso, maderas y escombros. ¿Había empezado a hacer obras Jay? Cuanto más pensaba en él, menos me parecía conocerlo. ¿Acababa de comprar un edificio de tres millones de dólares y estaba en Brooklyn bateando pelotas de béisbol? ¿Un tipo con una novia llamada O y que iba a un colegio privado de niñas a ver partidos de baloncesto? Traté de abrir la puerta del sótano, pero estaba cerrada con llave, luego subí por la escalera alta y empinada, confiando en que Jay estuviera en una de las oficinas, todavía con la ropa sudada. Llamé a las distintas puertas pero no hubo respuesta.
Me disponía a bajar cuando se abrió la puerta de RetroTech y se asomó la gran cabeza de David Cowles.
—¿Ha llamado usted?
—Sí.
—Bill, ¿verdad?
—Bill Wyeth.
—Quería saber a quién había abierto.
—A mí. Estoy buscando a Jay.
Cowles no perdía de vista la pantalla del ordenador.
—No le he visto.
—¿Ha estado por aquí?
—Sí, en realidad ha pasado hace unas horas, y hemos hablado… Oh, espere, me están llamando. Pase mientras contesto. —Seguí a Cowles hasta su oficina y, cuando entré en ella, lo encontré de pie al lado de la ventana.
—Eso es estupendo —dijo—. ¿Hasta el final? —Escuchó y asintió—. Sí, muy bien. —Tapó el teléfono—. Sólo es un momento, señor Wyeth, discúlpeme. Aquí… siéntese. Mi hija quiere… —Destapó el auricular—. Sí, sí, muy bien, ya lo pongo. Adelante.
Luego conectó el manos libres y oí un piano tocar una dulce y romántica sonata que sonó por toda la sala. Habría dicho que era «Für Elise» de Beethoven, pero el sonido a través del teléfono era malo, así como la calidad de la interpretación. Sin embargo, Cowles disfrutaba y sonreía mirando el teléfono y siguiendo la música con la cabeza. Luego el piano enmudeció.
—¡Estupendo, estupendo! —exclamó con la efusión de un padre alentador.
—¿Te ha gustado? —se oyó preguntar a una niña—. Sólo me he equivocado una vez.
Cowles me sonrió.
—Muy bien, pero sigue practicando.
—¡Papá, ya lo he tocado cinco veces!
—¿Cuántas veces te ha salido perfecto?
—Ninguna.
—¿Quieres hacerlo mal mañana por la noche?
—¡No! ¿Qué te parece?
—Creo que necesitas seguir ensayando, cariño.
—¡Papá! Eres malo.
—Eso es cierto —dijo Cowles con afecto—. Y no puedes hacer nada para cambiarlo.
—¡Papá!
—Hay alguien esperándome, Sally. Tengo que dejarte.
—Una pianista —dije cuando colgó.
—Bueno, no exactamente. Pero le gusta tocar y va a dar un pequeño recital en los almacenes Steinway.
—¿Los almacenes Steinway?
—En la calle Cincuenta y siete. ¿Ha estado? ¡Tienen unos pianos magníficos! Cientos de ellos. De marfil, caoba, todo. Hasta tienen uno que perteneció a John Lennon. No puedes tocarlos pero todo el mundo lo hace. Organizan recitales para estudiantes y, naturalmente, no les importa si compras un piano mientras estás allí. Ése es más bien el trato.
Asentí, pero me pregunté si debía comentarle que Jay había ido al partido de baloncesto de su hija. Me preguntaría qué significaba eso y yo no podría decírselo. Pero ¿por qué no había ido Cowles al partido? Podría haber estado ocupado, o su mujer podría haber ido y yo no me habría enterado.
—Bueno —dijo Cowles—, me estaba diciendo que busca al señor Rainey.
—¿Le ha visto?
—Esta mañana. ¿Por lo del alquiler?
Escudriñé su cara.
—¿El alquiler?
—Mi alquiler. Me ha dicho que usted y yo lo miraríamos mañana.
Hice un vago sonido de asentimiento.
—Me ha ofrecido un precio mejor.
—¿Sí?
—He aceptado prolongar el contrato, que es lo que él quería, a cambio de que me baje un poco el alquiler… Es lo justo, dadas las circunstancias.
—¿Ha sido acomodaticio?
Cowles sonrió.
—Para ser un rapaz casero, sí. Parece… nuevo en el oficio.
—¿Por qué lo dice?
Cowles dejó que su mirada se detuviera en las fotos de su familia y la desplazó hasta la ventana, hacia los tejados del sur de Manhattan.
—Tengo esa impresión, eso es todo.
Unos minutos después salí a la calle. Había caído el frío manto de la noche. Lo prudente habría sido ir a casa, encargar comida por teléfono y anotar lo que había averiguado. Rendir culto a Cronos. Siempre se me habían dado bien los problemas complicados, pero ahora estaba perplejo. Demasiada información. Martha Hallock había llevado la verdadera transacción entre Jay y Marceno, para consternación de su socia. Probablemente Martha había mentido a Marceno para cerrar el contrato. Sabía muchas cosas sobre Jay. Había habido un accidente. Poppy era su sobrino. ¿Cómo se enlazaba todo eso? La señora Jones me había descrito tan bien que me habían reconocido. O tal vez tenían una foto mía. Allison Sparks no tenía escrúpulos en fisgar los asuntos privados de un hombre. Y tampoco le importaba decírmelo a mí. ¿Qué más? Jay merodeaba por Brooklyn y probablemente salía con una mujer llamada O. Tenía una extraña dependencia con ciertas drogas, entre ellas la adrenalina. A la mujer con la que salía de vez en cuando, Allison Sparks, no le importaba que la besara un abogado en paro que la noche anterior se había visto obligado a presenciar una felación de calibre mundial. No le importaba que él le clavara la lengua en la garganta ni le importaba decirle que le había gustado. Ver la felación probablemente le había vuelto más agresivo a él. Por debajo de los comportamientos momentáneos surgen las ansias, los deseos amenazadores. Jay quería matar la pelota de béisbol, Martha Hallock esperaba con amargura la muerte. Casquete estaba dispuesto a espiar a Jay por un puñado de dólares, Allison necesitaba ser satisfecha. Podías enloquecer con todo eso. La hija de Cowles tocaba el piano. Jay había bajado el alquiler a Cowles, seguramente para retenerlo en el edificio. Marceno esperaba su información. H. J. esperaba su dinero. Los dos esperaban que yo les proporcionara ambas cosas, ambos habían dejado claras sus amenazas. ¿Qué más? ¿Con qué otras piezas podía atormentarme? Ha, había admitido prácticamente Allison, controlaba el Havana Room, que se abriría esa noche.
Sí, me lo había dicho en su seductora borrachera. El Havana Room abriría esa noche. Y yo estaba invitado.
Otra noche en la ciudad. Duchado y afeitado, con la billetera llena. No puedes tener mejor aspecto, amigo. Tus mejores zapatos, tu mejor traje, una corbata de seda matadora. Me preocupaba que los hombres de H. J. hubieran averiguado dónde vivía. Nunca sabes, hasta que lo sabes con seguridad. Un vistazo a ambos lados de la calle. Una corrida por delante de las letras doradas y los arbustos en macetas hasta cruzar la pesada puerta. Inmediatamente, el olor a bistec. Luego la mesa 17, como siempre. La especialidad, como siempre. Óleos y manteles. Allison aún no había llegado. Los ayudantes mexicanos deambulaban por la sala con bandejas humeantes. Estaba preocupado por Jay, sí. Y decidido a pasarlo bien, eso también. El antro estaba hasta los topes, un transatlántico de devoradores de bistecs, un carnetorio. En las salas privadas del piso de arriba había animación, a juzgar por las barras de labios y las lociones para después del afeitado que subían por la escalera; también había animación en la barra: cruzamientos de piernas, consultas al reloj, estiramientos de puños. Miré alrededor, preguntándome qué otros hombres entrarían conmigo en el Havana Room. Y allí estaba Allison, saliendo de la cocina con la vista clavada en mí, la lengua asomando por una comisura de la misma boca que yo había besado hacía seis horas, avanzando hacia mí con paso resuelto, con un vestido de raso rojo que me dejaba ver más de lo que había visto nunca. Rodillas, escote, una actitud firme. Tenía buen aspecto y ella lo sabía cuándo se inclinó hacia mí.
—¡Bill! —me susurró al oído—. Estoy escandalizada.
—¿Por qué?
—¡Te has aprovechado de mí!
—Podría haber sido al revés —dije.
Allison me miró fijamente, guardándose sus pensamientos para sí, tan cerca que podía ver el rímel de sus pestañas, y no supe si lamentar o no el interludio de antes.
—A medianoche —dijo—. La puerta se abre a medianoche.
* * *
Estuve allí a la hora en punto, por supuesto. Bajé con naturalidad la escalera y recorrí el suelo de baldosas hasta el reservado del fondo, donde me había sentado antes, al lado de un candelabro de pared y de un cuadro. Me siguieron otros hombres, y me pareció reconocer a varios de la última vez que había estado en la sala llena, entre ellos los dos tipos corpulentos que habían examinado la radiografía. Dejé vagar la mirada hasta el enorme desnudo de ojos negros que había sobre la barra. El anciano camarero apostado detrás de ella, cuyo pelo canoso era tan fino que parecía disiparse, no le prestaba atención mientras servía tragos, whiskies con soda, copas con y sin hielo, chupitos y la última de esta noche, lo prometo. Al cabo de diez minutos habían llegado dos docenas de hombres, que ocuparon los reservados y los taburetes de la barra.
En ese momento el hombre de letras entrado en años que había visto antes entró tambaleándose. De algún modo siempre parecía saber cuándo estaba abierta la sala. Con su traje y su gabán, formaba una elegante ruina, pero la dosis de alcohol de esa noche había resquebrajado su máscara divertida ante los inútiles esfuerzos de los hombres y dejaba ver algo más siniestro, más desagradablemente desesperado. Alargó una mano y me asió el brazo con fuerza.
—He venido para ver qué pasa aquí.
—¿Y qué cree que…?
—Voy a investigar. —Pero ladeó la cabeza—. ¡No puede ser cierto, es imposible!
Se tambaleó y lo sostuve, y me encontré frente a una cara lasciva y arruinada cuyas cejas parecían arquearse con perpetuo sentido del humor pero cuyos ojos ocultaban una desesperación insondable.
—Usted no sabe lo que se cuece aquí dentro, no ha visto… es absolutamente el último, el definitivo…
El
maître
había llegado con dos camareros, y entre los tres se llevaron al hombre.
Un minuto después apareció Allison, que se había peinado y retocado el pintalabios.
—Caballeros —anunció en voz alta, apaciguando a los presentes—, éste es el momento en que explicamos lo que es el Havana Room a los nuevos asistentes, y hay unos cuantos esta noche, de modo que voy a hacer la presentación completa, que sólo lleva un minuto, y entonces cerraremos la puerta. Me alegra ver que hayan podido venir tantos de ustedes. —Saludó con la cabeza a varios hombres en concreto, o eso me pareció, y sentí como un ataque de celos.
En ese momento la atractiva mujer negra de otras noches entró con su maleta azul. Se quitó un abrigo largo y lo colgó detrás de la barra. Llevaba un vestido de noche con volantes, discretas charreteras doradas en los hombros y enormes botones a juego, un atuendo algo aparatoso, me pareció. Abrió la maleta azul y sacó de ella una bandeja dorada con dos cintas de seda cuyos extremos ató con un nudo. Se las llevó a los hombros y sostuvo la bandeja delante de ella como una vendedora de cigarrillos de las de antaño.
Allison seguía sus movimientos; se volvió hacia los hombres y tomó de nuevo la palabra.
—Como tal vez saben, el Havana Room ha permanecido abierto de forma ininterrumpida durante más de ciento cincuenta años, como taberna clandestina, como casa de apuestas e incluso, durante un año en la década de los treinta, como fumadero de opio. Estos usos viles parecen ser más o menos obligados, dada su situación subterránea y protegida y por el hecho de que sólo se accede a él por una puerta. Algo menos indeseable resultaría un tanto decepcionante, ¿no les parece? —Los hombres sonrieron, encantados de sentirse incluidos en la larga historia de vicio e ilegalidad de la ciudad—. En los últimos años —continuó Allison— ha servido sobre todo como bar anexo de este maravilloso restaurante. Y salvo las intrusiones rutinarias de las fuerzas del orden público, las actividades del Havana Room sólo se han interrumpido tres veces en el último siglo. También sé en qué fechas. El veintitrés de noviembre de mil novecientos sesenta y tres, al día siguiente de que asesinaran a John F. Kennedy, luego dos días durante el apagón de la ciudad de Nueva York de mil novecientos setenta y siete, y por último la semana siguiente al ataque del World Trade Center. Y ustedes, caballeros —Allison se rió de su discurso aprendido obviamente de memoria—, no son los únicos clientes ilustres que han pasado por esta sala. Nos consta que entre las almas que se han sentado en esos mismos reservados han estado Ulysses S. Grant, Boss Tweed y Babe Ruth. Sí, poco después de que lo fichara el Boston Red Sox. Sabemos que trajeron aquí a Charles Dickens en una de sus célebres visitas a la ciudad. Mark Twain comió en el restaurante y le invitaron a bajar, pero declinó la oferta. Fue en esta habitación donde Franklin Delano Roosevelt habló por primera vez de presentarse como candidato a gobernador de Nueva York en mil novecientos diez. También fue aquí donde se concretaron los detalles de uno de los combates de Joe Lewis por el título en el viejo Madison Square Garden. ¿Qué más? Billie Holiday quedó aquí con uno de sus amigos y, según dicen, discutieron. Ah, Eisenhower vino una vez antes de subir al poder durante la segunda guerra mundial. Y el salón se abrió expresamente para Jacqueline Kennedy Onassis una mañana de los años ochenta en que se mareó fuera.