Heliconia - Invierno (2 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Invierno
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Y con el jarro de agua rechazó el abrazo de Luterin, que buscó con su mano la fina cintura de la muchacha mientras ella lo guiaba escaleras arriba La inmensa escalinata resultaba más lóbrega aún a causa de los oscuros antepasados Esikananzi que, como encadenados y reducidos por el arte y el tiempo, oteaban desde el fondo de sus retratos.

—No te burles, Sil. Pronto volveré a estar delgado Es maravilloso haber recuperado la salud.

A cada peldaño, la campanilla personal de Insil emitía su ligero tintineo —Mi madre es tan enfermiza… Siempre enferma. MÍ delgadez es más un signo de enfermedad que de salud. Tienes suerte de haber venido cuando mis aburridos padres y mis igualmente aburridos hermanos, incluido tu amigo Umat, se encuentran fuera asistiendo a una aburrida ceremonia. De modo que podrás aprovecharte de mí, ¿verdad? Supondrás, desde luego, que durante tu año de hibernación me he entregado a los mozos de las caballerizas. Poseída en el heno por hijos de esclavos.

Lo guió a lo largo de un corredor de tablones crepitantes bajo las gastadas alfombras Madi. Estaba próxima, fantasmal en la escasa luz que se filtraba a través de los postigos de las ventanas.

—¿Por qué castigas mi corazón, Insil, cuando sabes que es tuyo?

—No quiero tu corazón, sino tu alma —rió ella—. Ten más entereza. Pégame, como hace mi padre. ¿Por qué no? ¿No está el castigo en la esencia de las cosas?

Él respondió emocionado: —¿Castigarte? Oye, nos casaremos y yo te haré feliz. Podrás cazar conmigo. Exploraremos los bosques…

—Tú sabes que me interesan más las habitaciones.

Insil se detuvo, posó su mano sobre un picaporte y sonrió provocativamente, mientras sus breves senos asomaban hacia él por debajo de la ropa interior y los lazos.

—La gente está mejor fuera, SU. No sonrías. ¿Por qué te empeñas en tratarme como a un tonto? Sé tanto de sufrimiento como tú. Todo un año pequeño postrado, ¿no es acaso el peor castigo imaginable?

Insil apoyó un dedo en el mentón del muchacho y lo deslizó hasta sus labios. —Aquella astuta parálisis te permitió escapar a un castigo aún mayor: tener que vivir aquí con nuestros padres represores en esta comunidad represora, donde tú, por ejemplo, te viste forzado a cohabitar con no-humanos en busca de alivio…

Luterin enrojeció y ella, sonriendo, continuó con su voz más dulce: —¿Es posible que no sepas mirar en tu propio sufrimiento? Me has acusado a menudo de no amarte, y quizá tengas razón, pero dime, ¿acaso no te presto más atención que la que tú te prestas a ti mismo?

—¿A qué te refieres, Insil? —Hablar con ella lo atormentaba.

—¿Está tu padre en casa o ha partido de cacería?

—Está en casa.

—Si mal no recuerdo, había vuelto de cazar no más de dos días antes de que tu hermano se suicidase. ¿Por qué se suicidó Favin? Sospecho que sabía algo que tú prefieres ignorar.

Sin apartar su oscura mirada de los ojos de Luterin, Insil abrió la puerta que tenía detrás, entornándola para que la luz solar inundara el umbral en el que seguían de pie, intrigantes pero enfrentados. Él la aferró, temblando al comprender que la seguía necesitando como siempre y que, como siempre, ella estaba llena de enigmas.

—¿Qué es lo que sabía Favin? ¿Qué se supone que debo saber yo?

El poder que ella ejercía sobre él se notaba en que siempre era Luterin quien hacía preguntas.

—Fuera lo que fuese lo que tu hermano sabía, fue eso lo que te llevó a refugiarte en la parálisis, y no su muerte, como todo el mundo supone. —Tenía apenas doce años y un décimo, era casi una niña; sin embargo, cierta tensión en sus gestos la hacía parecer más adulta. Alzó una ceja ante el asombro del muchacho.

Insil entró en la habitación y él la siguió. Quería hacerle más preguntas pero tenía la lengua hecha un nudo. —¿Cómo sabes estas cosas, Insil? Seguramente las inventas para parecer más misteriosa. Siempre encerrada en estas habitaciones…

Ella depositó el jarro de agua sobre la mesa, junto a un ramo de flores que había cogido antes. Las flores yacían desparramadas sobre la lustrosa superficie que, como un brumoso espejo, reflejaba sus caras.

Como si hablara para sí, dijo: —Estoy tratando de enseñarte a no crecer como el resto de los hombres de por aquí… Fue hasta la ventana, flanqueada por pesadas cortinas marrones que colgaban desde el techo hasta el suelo. A pesar de que estaba de espaldas, Luterin intuyó que no miraba hacia afuera. La doble luz solar, brillando desde dos puntos distintos, la disolvía como a un líquido, de modo que su sombra sobre las baldosas parecía más sustancial que ella misma. Una vez más, Insil sacaba a relucir su naturaleza esquiva.

Se encontraban en una habitación nueva para él, típicamente Esikananzi, cargada de pesado mobiliario. Toda ella desprendía un aroma exasperante, repulsivo en parte. Quizá sólo sirviera para almacenar muebles, casi todos de madera, en previsión del día en que llegase el invierno Weyr y ya no se construyese ni uno más. Había un diván verde con volutas talladas y un imponente armario dominaba la estancia. Todo el mobiliario era importado; se veía por su estilo.

Luterin cerró la puerta y permaneció allí, contemplándola. Como si él no existiese, Insil se puso a arreglar las flores en un florero, llenándolo con agua del jarro y manipulando con destreza los tallos entre sus dedos.

—También mi madre —suspiró él— es bastante enfermiza, pobrecilla. Cada día de su vida entra en pauk y comulga con sus padres muertos.

Insil levantó bruscamente los ojos hacia él. —¿Y tú? Supongo que mientras estabas postrado en cama también habrás caído en el hábito del pauk, ¿verdad?

—No. Te equivocas. Mi padre me lo prohibió… Además, no es sólo eso…

Insil se llevó los dedos a las sienes. —El pauk es cosa de gente ordinaria. Superstición pura. Entrar en trance y bajar a aquel horrendo mundo, en el que los cuerpos se pudren y los cadáveres fantasmales escupen sus últimos residuos vitales… ¡Oh, qué desagradable! ¿Estás seguro de que no lo haces?

—Jamás. Creo que la enfermedad de mi madre proviene del pauk.

—Pues bien, entérate: yo lo hago cada día. Beso los labios muertos de mi abuela y saboreo los gusanos… —Insil se echó a reír.—Oye, no pongas esa cara. Estaba bromeando. Odio la sola idea de esas cosas subterráneas y me alegro de que tú no te acerques a ellas.

Y volvió a ocuparse de las flores.

—Estas flores de nieve son como indicios de la muerte del mundo, ¿no crees? Ahora sólo crecen flores blancas, para no desentonar con la nieve. En otros tiempos, según cuentan las historias, las flores de Kharnabhar eran de brillantes colores.

Resignada, empujó el florero hacia un lado. Desde el fondo de las gargantas de los pálidos capullos asomaba un toque de oro que, como un emblema del sol desvaneciente, viraba en el ovario a un rojo intenso.

Luterin se aproximó lentamente, siguiendo el dibujo de las baldosas. —Ven a sentarte conmigo en el sofá y hablemos de cosas más alegres.

—Imagino que te refieres al clima, que declina con tal rapidez que nuestros nietos, si es que los tenemos, tendrán que vivir casi en la oscuridad, envueltos en pellizas de animales. Quizás hasta gruñendo como animales… Suena bastante esperanzador, ¿no?

—¿Qué tonterías dices? —Luterin, riendo, dio un brinco y la cogió. Ella se dejó llevar hasta el diván, mientras él le susurraba ardientes palabras de amor.

—Por supuesto que no puedes hacer el amor conmigo, Luterin. Puedes tocarme, como has hecho antes, pero de hacer el amor, nada. No creo que me deje convencer nunca porque, si te permitiera hacerlo, dejarías de fijarte en mí una vez satisfecha tu lujuria.

—Es mentira, mentira.

—Más vale que sea verdad, si es que pretendernos cierta felicidad conyugal. No me casaré con un hombre saciado.

—Jamás tendré suficiente de ti. —Mientras hablaba, su mano se dedicaba al saqueo de las ropas.

—Los ejércitos invasores… —suspiró Insil, aunque lo besó, metiendo la punta de la lengua en su boca. En ese preciso instante se abrió la puerta del armario. Un joven de tez oscura como la de Insil apareció de un salto, contrastando su frenesí con la pasividad de su hermana. Se trataba de Umat; blandía una espada falsa y gritaba:

—¡Hermana, hermana! ¡La ayuda ha llegado! ¡Aquí está tu valeroso defensor, dispuesto a salvarte a ti y a la familia de la infamia! Pero, ¿quién es la bestia? ¿Acaso no le ha bastado un año en cama que ya busca nuevamente el primer sofá? ¡Pícaro! ¡Violador!

—¡Eh, tú, rata de zócalo! —gritó Luterin. Enfurecido, se lanzó tras Umat, que perdió la espada de madera, y ambos se enzarzaron en una encarnizada pelea. Tras el largo confinamiento, Luterin había perdido parte de su fuerza. Su amigo logró derribarlo. Al levantarse, Luterin comprobó que Insil ya no estaba.

Corrió a la puerta, pero ella ya se había desvanecido en las oscuras profundidades de la casa. El jarrón, caído durante la pelea, yacía roto sobre las baldosas junto a las flores desparramadas.

Sólo cuando regresaba desconsolado y al paso del hoxney al camino principal, se le ocurrió a Luterin que la interrupción de Umat bien podía haber sido idea de Insil. Dejó atrás la puerta de los Esikananzi y, en lugar de volver a casa, giró hacia la derecha en dirección a la aldea, dispuesto a echar un trago en la posada Icen.

Batalix estaba cerca del ocaso cuando Luterin emprendió el camino de casa guiándose por el lastimero tañido de la campana Shokerandit. Nevaba. No se veía a nadie en el mundo gris. En la posada, la charla había discurrido principalmente entre bromas y quejas ante las nuevas regulaciones introducidas por el Oligarca, como por ejemplo el toque de queda. Las regulaciones pretendían preparar a las comunidades de todo Sibornal para afrontar los duros tiempos que se avecinaban.

Pero la mayor parte de la conversación era basta, y Luterin había sentido desprecio. Su padre nunca hablaba de tales asuntos, al menos no delante del único hijo vivo que le quedaba.

En el gran salón de la casa ardían las lámparas de gas. Mientras Luterin se desabrochaba su campanilla personal, un esclavo llegó hasta él, hizo una reverencia y le comunicó que el secretario de su padre deseaba verlo.

—¿Dónde está mi padre? —preguntó Luterin.

—El Guardián Shokerandit ha partido, señor.

Con evidente enfado, Luterin voló escaleras arriba e irrumpió en la habitación del secretario. Era éste un miembro permanente del personal doméstico de los Shokerandit. Con su nariz picuda, su frente escasa y cejijunta y un penacho de pelo que le brotaba casi enseguida, el secretario parecía un cuervo. Y aquella estrecha habitación de madera, con sus nichos repletos de documentos secretos, era su nido. Desde allí supervisaba numerosos asuntos secretos que escapaban al alcance de Luterin.

—Tu padre ha salido de cacería, Amo Luterin —anunció el ave taimada, en un tono que combinaba respeto y reproche—. Dado que no sabía dónde encontrarte, ha tenido que partir sin despedirse.

—¿Por qué no me ha dejado acompañarlo? Sabe de sobra que me encanta cazar. Tal vez pueda alcanzarlo todavía. ¿Qué dirección ha tomado la partida?

—Ha dejado esta epístola para ti. Quizá deberías leerla antes de salir en su busca.

El secretario le entregó un gran sobre, que Luterin arrancó de sus garras. Lo abrió y leyó lo que su padre había escrito en la hoja que contenía, con su letra grande y cuidada:

Hijo Luterin

Existe la posibilidad de que pronto seas nombrado Guardián de la Rueda en mi lugar. Es un cargo que, como sabes, incluye deberes tanto seculares como religiosos.

Al nacer, fuiste llevado a Rivenjk a que te bendijera el Sacerdote Supremo de la Iglesia de la Formidable Paz. Creo que ello ha contribuido a fortalecer el lado piadoso de tu naturaleza. Has demostrado ser un hijo sumiso del cual me siento satisfecho.

Pero ha llegado la hora de fortalecer el lado secular de tu naturaleza. Tu difunto hermano había ingresado en el ejército, como es tradicional en los primogénitos. Parece indicado que tú sigas el mismo camino, sobre todo porque, en el mundo exterior (que hasta ahora has ignorado), los asuntos de Sibornal parecen dirigirse hacia una encrucijada decisiva.

Para ello, dejo con mi secretario una suma de dinero. El te la entregará. Te trasladarás a Askitosh, ciudad principal de nuestro orgulloso continente, para enrolarte allí como soldado con el rango oficial de alférez. Deberás presentarte al Arcipreste-Militante Asperamanka, que estará al tanto de tu situación.

He dejado instrucciones para que se celebre una mascarada en tu honor, festejando tu partida.

Has de marchar cuanto antes y mantener en alto el nombre de la familia.

Tu padre

Un ligero rubor cubrió el rostro de Luterin cuando éste leyó los insólitos elogios paternos. ¡Que su padre estuviera satisfecho de él a pesar de todos sus errores!… ¡Lo bastante, además, como para celebrar una mascarada en su honor!

La alegría se le borró de la cara al caer en la cuenta de que su padre no estaría presente en la celebración. Pero no importaba. Se convertiría en un soldado y haría todo aquello que se esperaba de él. Su padre podría sentirse orgulloso de su hijo.

Y quizás hasta Insil se enterneciese ante la idea de gloria…

La mascarada tuvo lugar en la gran sala de banquetes de la mansión Shokerandit la víspera de la partida de Luterin hacia el sur. Majestuosos personajes, magníficamente ataviados, cumplían con papeles prefijados. La música era solemne. Se escenificaba una historia familiar que hablaba de la inocencia y la vileza, de la codicia y del sinuoso papel de la fe en las vidas de los hombres. Se impartía el bien a unos personajes, a otros el mal. Todos estaban sujetos a una ley superior a su propia jurisdicción. Los músicos, volcados sobre las cuerdas, reflejaban el dominio de las matemáticas sobre las relaciones.

Las armonías evocadas por los músicos sugerían una cadencia de grave compasión, invitando a mirar los asuntos humanos desde una perspectiva alejada del pesimismo y optimismo habituales. En los temas de la mujer obligada a entregarse al gobernante al que odiaba y del hombre incapaz de controlar sus bajas pasiones, se hacía patente a los miembros más musicales de la audiencia un fatalismo, una sensación de que incluso los personajes más individuales no eran más que funciones indisolubles de su entorno, tal corno las notas individuales eran parte indisoluble de una armonía superior. La actuación estilizada de los actores reforzaba esta impresión.

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