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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Hermanos de armas (7 page)

BOOK: Hermanos de armas
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Uno se negó a morder el anzuelo y permaneció acechando en el fondo. Qué interesante, un pez de colores que no comía… bueno, era una solución a los problemas de inventario de peces de Ivan. Quizás el pez testarudo era una maligna construcción cetagandana, cuyas frías escamas brillaban como si fueran de oro porque lo eran.

Miles podría sacarlo del agua de un salto felino, aplastarlo con el pie en medio de un chasquido mecánico y un chisporroteo metálico, y luego alzarlo con un grito triunfal:

—¡Ah! ¡Gracias a mi inteligencia y mis rápidos reflejos, he descubierto al espía!

Pero si sus suposiciones eran equivocadas, ah. El chirrido viscoso bajo sus botas, la matrona retrocediendo, y el hijo del primer ministro de Barrayar habría adquirido una instantánea reputación de tener serias dificultades emocionales…

—¡Ajá! —se imaginó riéndose ante la vieja horrorizada mientras las vísceras del pez se rebullían bajo sus pies—. ¡Tendría que ver lo que hago con los gatitos!

El gran pez de colores se alzó perezosamente por fin y cogió la miga con una salpicadura que ensució las pulcras botas de Miles. «Gracias, pez. Me acabas de salvar de una tremenda vergüenza social.» Naturalmente, si los artificieros cetagandanos eran realmente listos, habrían diseñado un pez mecánico que comiera de verdad y excretara un poco…

La esposa del alcalde acababa de hacer otra interesante pregunta sobre Ivan, que Miles, entretenido, no había acabado de pillar.

—Sí, es una lástima lo de su enfermedad —murmuró, y se preparaba para enzarzarse en un monólogo sobre los malignos genes de Ivan, debidos a la consanguinidad aristocrática, las zonas de radiación tras la primera guerra cetagandana y el loco emperador Yuri, cuando el comunicador que llevaba en el bolsillo trinó.

—Discúlpeme, señora. Me llaman.

«Bendita seas, Elli», pensó mientras abandonaba a la matrona para encontrar un rincón tranquilo desde donde contestar. No había cetagandanos a la vista. Encontró un hueco libre en el segundo piso e inició la comunicación.

—¿Sí, comandante Quinn?

—Miles, gracias a Dios —su voz era apremiante—. Parece que tenemos una Situación aquí, y eres el oficial dendarii más cercano.

—¿Qué tipo de situación? —no le importaban las situaciones en mayúsculas. Elli no solía dejarse llevar por el pánico ni era dada a las exageraciones. Su estómago se tensó, nervioso.

—No he podido conseguir detalles fiables, pero parece que cuatro o cinco de nuestros soldados de permiso en Londres se han encerrado en una especie de tienda con un rehén, y se enfrentan a la policía. Van armados.

—¿Nuestros chicos o la policía?

—Por desgracia, ambos. El comandante de la policía con el que hablé parecía dispuesto a manchar las paredes de sangre. Muy pronto.

—Tanto peor. ¿Qué demonios piensan que están haciendo?

—Que me aspen si lo sé. Estoy en órbita ahora mismo, preparándome para partir, pero pasarán entre cuarenta y cinco minutos y una hora antes de que consiga llegar. Tung está en una posición aún peor, ya que el vuelo suborbital desde Brasil dura dos horas. Pero creo que tú podrías estar allí en diez minutos. Ten, introduciré la dirección en tu comunicador.

—¿Cómo se ha permitido que nuestros chicos lleven armas dendarii a tierra?

—Buena pregunta, pero me temo que tendremos que reservarla para el
post mortem
. Es una forma de hablar —dijo, sombría—. ¿Encontrarás el lugar?

Miles miró la dirección en su lector.

—Creo que sí. Te veré allí.

De algún modo…

—Bien. Corto y cierro.

La comunicación se cortó con un chasquido.

3

Miles se metió el comunicador en el bolsillo y echó un vistazo al salón principal. La recepción iba en declive. Tal vez un centenar de asistentes constituían todavía un deslumbrante despliegue de modas terrestres y galácticas, y había un buen montón de uniformes además de los de Barrayar. Unos cuantos de los primeros en llegar se marchaban ya, franqueando las medidas de seguridad acompañados por sus escoltas barrayareses. Al parecer los cetagandanos se habían ido con sus amigos. Su escapada debía de ser oportuna más que astuta.

Ivan estaba aún charlando con su bella acompañante al otro lado de la fuente. Miles lo asaltó, implacable.

—Ivan. Reúnete conmigo en la puerta principal dentro de cinco minutos.

—¿Qué?

—Es una emergencia. Ya te lo explicaré más tarde.

—¿Qué tipo de…? —empezó a decir Ivan, pero Miles salió de la sala y se encaminó hacia los tubos ascensores del fondo. Tuvo que hacer un esfuerzo para no echar a correr.

Cuando la puerta de la habitación que compartía con Ivan se cerró tras él, se quitó el uniforme verde y las botas y se lanzó hacia el armario. Cogió la camiseta negra y los pantalones grises de su uniforme dendarii. Las botas barrayaresas eran una tradición de caballería; las de los dendarii de infantería. Para ir a caballo las barrayaresas eran más prácticas, aunque Miles nunca había podido explicárselo a Elli. Habría hecho falta una cabalgada de dos horas a campo traviesa y que sus pantorrillas sangraran llenas de ampollas para convencerla de que el diseño tenía otro propósito que el aspecto. Allí no había caballos.

Selló las botas de combate dendarii y se ajustó la chaquetilla blanca y gris en el aire, mientras bajaba por el tubo a máxima velocidad. Se detuvo abajo para alisarse la chaqueta, alzar la barbilla y tomar aire. Uno llamaba forzosamente la atención si jadeaba. Cogió por un pasillo alternativo y rodeó el patio principal hasta la entrada. Seguía sin haber ningún cetagandano, gracias a Dios.

Los ojos de Ivan se abrieron de par en par cuando vio acercarse a Miles. Le dirigió una sonrisa a la rubia, excusándose, y siguió a Miles hasta una de las plantas como para ocultarlo de la vista.

—¿Qué demonios…? —susurró.

—Tienes que sacarme de aquí. Hay guardias.

—¡Oh, no, no puedo! Galeni convertirá tu pellejo en alfombra si te ve con ese atuendo.

—Ivan, no tengo tiempo para discutir ni para dar explicaciones, y por eso precisamente estoy esquivando a Galeni. Quinn no me habría llamado si no me necesitara. Tengo que salir ahora.

—¡Estarás abandonando tu puesto sin permiso!

—No, si no me echan en falta. Diles… diles que me retiré a nuestra habitación debido a un terrible dolor en los huesos.

—¿Te vuelve a molestar esa osteo-como-se-llame tuya? Apuesto a que el médico de la embajada podría conseguirte ese fármaco antiinflamatorio para…

—No, no… no más que de costumbre… pero al menos es algo real. Es posible que se lo crean. Vamos. Tráela —Miles señaló con la barbilla a Sylveth, que esperaba un poco apartada mirando a Ivan con expresión intrigada en su rostro de pétalo.

—¿Para qué?

—Camuflaje.

Sonriendo entre dientes. Miles empujó a Ivan con el codo hacia la puerta.

—¿Cómo está usted? —saludó Miles a Sylveth, mientras capturaba su mano y se la colgaba del brazo—. Encantado de conocerla. ¿Está disfrutando de la fiesta? Maravillosa ciudad, Londres…

Miles decidió que Sylveth y él hacían también una bonita pareja. Miró a los guardias por el rabillo del ojo mientras pasaban. Se fijaron en ella. Con suerte, él sería un borrón gris bajito en sus recuerdos.

Sylveth miró asombrada a Ivan, pero ya se encontraban en el exterior.

—No tienes guardaespaldas —objetó Ivan.

—Me reuniré con Quinn dentro de poco.

—¿Cómo vas a volver a la embajada?

Miles se detuvo.

—Tendrás que esperar a que se me ocurra cómo hacerlo.

—¡Buf! ¿Y cuándo será?

—No lo sé.

La atención de los guardias exteriores se centró en un vehículo de tierra que se detenía en la entrada de la embajada. Miles abandonó a Ivan y cruzó corriendo la calle y se zambulló en la entrada del sistema de tubotransporte.

Diez minutos y dos conexiones más tarde, emergió para encontrarse en una sección mucho más antigua de la ciudad: arquitectura restaurada del siglo XXII. No tuvo que comprobar los números de la calle para localizar su destino. La multitud, las barricadas, las luces destellantes, los hovercoches de la policía, los bomberos, las ambulancias…

—Maldición —murmuró Miles, y echó a andar calle abajo. Paladeó las palabras en la boca, cambiando de registro, para conseguir el plano acento betano del almirante Naismith. «Oh, mierda…»

Miles supuso que el policía al mando era el que sostenía el altavoz, y no alguno de la media docena con armaduras y rifles de plasma. Se abrió paso entre la multitud y saltó la barricada.

—¿Es usted el oficial al mando?

El comisario volvió la cabeza, desconcertado, y luego la bajó. Al principio se quedó mirando, luego frunció el ceño al observar el uniforme de Miles.

—¿Es usted uno de esos psicópatas? —exigió saber.

Miles se meció sobre los talones, preguntándose cómo responder a eso. Reprimió las tres primeras respuestas que se le ocurrieron y escogió en cambio:

—Soy el almirante Miles Naismith, comandante en jefe de la Flota de Mercenarios Libres Dendarii. ¿Qué ha pasado aquí?

Se interrumpió para extender lenta y deliberadamente un dedo índice y empujar hacia el cielo la boca del rifle de plasma con el que le apuntaba una mujer acorazada.

—Por favor, querida, estoy de su parte.

Los ojos de ella destellaron desconfiados a través del visor, pero el comandante de la policía sacudió la cabeza y la mujer retrocedió unos pasos.

—Intento de robo —dijo el comisario—. Cuando la empleada trató de impedirlo, la atacaron.

—¿Robo? —inquirió Miles—. Discúlpeme, pero eso no tiene sentido. Creía que aquí todas las transacciones se hacen por créditos de ordenador. No hay dinero en metálico que robar. Debe de tratarse de algún error.

—Dinero no —dijo el comisario—. Mercancía.

La tienda, advirtió Miles por el rabillo del ojo, era una licorería. Un escaparate estaba resquebrajado. Reprimió un inoportuno temblor y continuó con voz despreocupada.

—En ese caso, no comprendo esta vigilancia con armas letales por un simple caso de hurto. ¿No se están sobrepasando un poco? ¿Dónde están sus aturdidores?

—Tienen a la mujer como rehén —dijo el comisario, sombrío.

—¿Y qué? Atúrdalos a todos, Dios reconocerá a los suyos.

El comisario le dirigió una mirada peculiar. Miles supuso que no leía su propia historia; la fuente de la cita estaba justo al otro lado del charco, por el amor de Dios.

—Dicen que han preparado un dispositivo. Dicen que toda la manzana volará por los aires. —El comisario hizo una pausa—. ¿Es posible?

Miles hizo una pausa también.

—¿Han identificado ya a alguno de esos tipos?

—No.

—¿Cómo se comunican con ellos?

—A través de la comuconsola. Al menos, hasta hace poco… parece que la han destruido hace unos minutos.

—Naturalmente, pagaremos los daños —se atragantó Miles.

—Eso no es todo lo que pagarán —gruñó el comisario.

—Bueno…

Por el rabillo del ojo, Miles vio un hovercoche con el cartel EURONEWS NETWORK que aparcaba sobre la acera.

—Creo que es hora de acabar con esto.

Se dirigió hacia la licorería.

—¿Qué va a hacer? —preguntó el comisario.

—Arrestarlos. Se enfrentarán a cargos dendarii por sacar material de la nave.

—¿Usted solo? Le dispararán. Están locos y borrachos.

—No lo creo. Si fueran a matarme mis propios soldados, tendrían oportunidades mucho mejores que ésta.

El comisario frunció el ceño, pero no lo detuvo.

Las autopuertas no funcionaban. Miles se detuvo ante el cristal un instante, indeciso, luego las aporreó. Hubo un tenue movimiento tras el vidrio iridiscente. Una pausa muy larga y las puertas se abrieron unos treinta centímetros. Miles entró de lado. Desde dentro, un hombre volvió a cerrar las puertas a mano y las atrancó con una barra de metal.

El interior de la licorería era un desastre. Miles jadeó debido a los vapores del aire, surgidos de las botellas rotas. «Podrías emborracharte sólo con respirar…» Chapoteaba al pisar la alfombra.

Miles miró a su alrededor para decidir a quién asesinar primero. El que había abierto la puerta destacaba, ya que sólo llevaba puesta la ropa interior.

—Es el almirante Naismith —siseó el portero. Se puso firmes, más o menos, y saludó.

—¿A qué cuerpo pertenece usted, soldado? —rugió Miles.

Las manos del hombre hicieron pequeños movimientos, como para ofrecer una explicación por medio de mímica. Miles no pudo sacarle su nombre.

Otro dendarii, éste de uniforme, permanecía sentado en el suelo con la espalda apoyada en una columna. Miles se agachó. Pensó en obligarlo a ponerse en pie, o al menos de rodillas, cogiéndolo por la chaqueta. Lo miró a la cara. Unos ojillos rojos como carbones encendidos en las cavernas de sus cuencas lo miraron sin reconocerlo.

—¡Uf! —murmuró Miles, y se levantó sin intentar comunicarse. La conciencia de aquel soldado estaba en algún lugar en el espacio del agujero de gusano.

—¿A quién le importa? —dijo una voz ronca desde el suelo, tras uno de los pocos estantes que no habían sido volcados con violencia—. ¿A quién demonios le importa?

«Oh, aquí tenemos hoy a la flor y nata, ¿no?», pensó Miles con amargura. Una persona erecta surgió de detrás del estante.

—No puede ser. Había desaparecido otra vez… —dijo.

Al fin alguien a quien Miles conocía por su nombre. Demasiado bien. Más explicaciones para el caso eran casi innecesarias.

—Ah, soldado Danio. Me alegra verle aquí.

Danio consiguió ponerse firmes, alzándose sobre Miles. Una antigua pistola, las cachas llenas de muescas, colgaba amenazante de su gruesa mano. Miles la señaló.

—¿Es ésta el arma mortal que me han dicho que venga a recoger? Hablaban como si hubieran bajado aquí la mitad de nuestro maldito arsenal.

—¡No, señor! —dijo Danio—. Eso iría contra las ordenanzas.

Acarició afectuosamente la pistola.

—Es de mi propiedad. Porque nunca se sabe. Hay locos por todas partes.

—¿Llevan ustedes otras armas?

—Yalen tiene su cuchillo de monte.

Miles logró controlar un retortijón de alivio prematuro. Al fin y al cabo, si aquellos subnormales actuaban por su cuenta, la Flota Dendarii tal vez no se viera involucrada oficialmente en aquel asunto.

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